En busca de los dientes de oro
—¡Mira, tengo otro diente sacao! —exclamó mi hermano, mientras abría la bocota. Parecía un caimán… Más bien, un sapo… Un sapo desdentado, pero con la lengua más ancha. Yo no. Hace tiempo que me salieron todos mis dientes.
—Te ves horrible —le dije.
—No importa, me los voy a mandar a hacer de oro —respondió, lamiéndose las encías.
—Uy, te faltan como cien. ¿Vas a usar las sortijas de Mamá?
—¡No, vale! Lo voy a buscar en el fondo del mar. ¿Se te olvidó que iremos a pasar vacaciones en Mochima? Bucearé con Papá y segurito que encontraremos doblones de oro. Ya lo verás.
No lo desilusioné. Yo imaginaba que los buscadores de tesoros habían acabado con ellos. Y que sólo tropezaría con peces de colores, caracolas y caballitos de mar.
Salimos de Caracas, en la madrugada. Desde la autopista, las montañas parecían siluetas de elefantes dormidos. A mediodía, ya estábamos cerca.
Para llegar al pueblo hay que subir por una carretera y bajar por otra, igualitas a dos serpientes retorciéndose. En Venezuela hay montones así. Mochima es una palabra indígena que significa “Tierra de muchas aguas”.
Los indios Cumanagotos, que vivieron en esa zona y le pusieron ese nombre, tenían razón. Desde los miradores, se puede observar una inmensa llanura de agua donde flotan, como balsas paralizadas, numerosos islotes.
El pueblo pertenece a un parque nacional que lleva el mismo nombre. Es un lugar turístico con callecitas pintorescas. Por todas partes se asoma un mar de aguas plateadas.
Después de cenar, nos sentamos en el oscuro malecón, Papá nos contó, como era su costumbre, un bojote de cuentos, además de acompañarnos a buscar platillos voladores en el cielo.
En la mañana, con las barrigas llenas, abandonamos la posada, contentos por las aventuras que nos esperaban. Subimos al bote, vestidos con los salvavidas que nos entregó el Capitán. Me despedí de los alcatraces que flotaban sobre las olas.
Debíamos atravesar el mar hasta unas playas lejanas, donde la arena centelleaba bajo el sol ardiente, y las aguas del mar eran tan claras, que se podían ver los pececitos. Antes, hicimos escala en el centro del océano; el azul era más oscuro.
Mi hermano, con las chapaletas y la máscara de buceo, parecía un raro pingüino caribeño. Estaba apurado por encontrar el oro para sus dientes:
—Papá, ¿Cuándo vamos a bucear?
—No seas impaciente. Espera un poco.
El Capitán señaló a lo lejos. Era una manada de delfines. Nos fascinaron sus actos de malabarismos. Saltaban y se sumergían, mientras buscaban la línea del horizonte.
Nos protegían algunas montañas de formas extraordinarias. Era como un zoológico de piedras, con animales inmovilizados por una especie de encantamiento. Sobre un risco, a un pez no le importaba pasar la vida fuera de su mundo acuático.
Dentro de una gruta estaba la figura de la Virgen del Valle. Según Mamá, permanecía allí para proteger a los pescadores de los monstruos marinos y de las tempestades.
—Vamos al agua —dijo el Capitán.
Todos se lanzaron, menos yo. Mi hermano no se imaginaba lo que pasaría.
Me quedé en el bote, que se movía como un péndulo. Mi hermano, igual que un carite, exploraba las profundidades. Cansado de tropezar contra arrecifes, salía a flote mirándome decepcionado, hasta que se hundía, otra vez. De pronto, salió del agua y nadó como loco. Subió al bote por un costado.
—¡Acabo de ver un pez con los colmillos muy grandes!
Papá, que venía detrás, comentó:
—Hijo, sólo era un cazón.
El cazón es un bebé tiburón. Los bebés tiburones crecen y, tal vez, este no era tan pequeño. Y si tenía los colmillos, así de grandes, mejor no imaginar lo que podía haber pasado; sobre todo, si el pez andaba en la búsqueda de su almuerzo. ¡Uf, de la que me salvé quedándome en el bote!
Llegamos a una playa rodeada de peñascos. El viento y el rumor de las olas eran como las voces de los fantasmas de los indios que habían vivido allí. Mi hermano se burló:
—No digas tonterías.
—Como las tuyas —le contesté—, que todavía crees que puedes encontrar doblones de oro en el fondo del mar.
—Dile eso a Papá, a ver que te contesta. Él me contó que los piratas dejaron tesoros regados por todo el Mar Caribe.
—¡Ja, ja! Mejor me voy a nadar.
Los yates levantaban espumosas franjas de agua. Pasé mucho rato entre las olas. Cuando me cansé, me tiré al lado de Mamá, que parecía una foca panza abajo.
—Ven conmigo —oí que decía Papá.
Los vi irse. A los pocos minutos, los gritos de mi hermano llamaron mi atención. Saltaba sobre una roca:
—¡Lo encontré! ¡Lo encontré! ¡Algo brilla en el fondo!
El vuelo en picada de una gaviota por un pez, no hubiera podido ser mejor que la zambullida de mi hermano.
***
Pandetela
Ayer se perdió Pandetela, la vaca de grandes lunares, la preferida de mi abuelo. La buscamos toda la mañana y no la encontramos. Él estaba preocupado porque había llovido muy fuerte y temía que la hubiera arrastrado la corriente del río. Llegó la noche y la vaca seguía extraviada.
¡Cómo me gusta pasar vacaciones en el hato de mi abuelo! Pasear por los alrededores es como entrar a un territorio lleno de aventuras. Cuando recorremos la sabana, imagino que voy en un safari a la caza de animales salvajes. Los cerdos son elefantes; los bueyes, rinocerontes pastando.
Cuando exploro los matorrales, me preparo para enfrentar el peligro. Los maullidos de los gatos de Abuela son feroces rugidos de leones. Los bejucos colgados en las ramas, serpientes venenosas.
¡Es tan divertido! Pero, también me encanta andar con mi abuelo. Es mi mejor amigo, aunque sea más grande y tenga los cabellos blancos. Puedo preguntarle cualquier cosa porque él lo sabe todo. Es como un libro que habla. Me parece que ha vivido en todas las épocas. Siempre me cuenta historias fabulosas… Ayer no lo pudo hacer porque Pandetela desapareció.
Ella es la vaca más grande y gorda que he visto. Le falta un poquito para parecer un mastodonte. A pesar de todo, es muy bonita. Abuelo me contó que nació enferma. Casi, casi se muere. Por fortuna, el veterinario la curó.
A mi abuelo le encantan los dulces. Por eso sus vacas se llaman: Majarete, Melcocha, Conserva´e coco, Buñuelo… A su vaca preferida le puso Pandetela para diferenciarla de las demás. A ella le gusta que él le acaricie el lomo y le cante bajito.
Él me ha enseñado a cuidarme y a no temerle al llano. El otro día, cuando yo jugaba debajo un samán, las ramas se sacudieron. Me quedé quietecito para ver qué cosa lo había ocasionado. Como no pasaba nada, seguí jugando hasta que (¡ouch!) el árbol se sacudió de nuevo. Por si acaso, me alejé un poco. No me lo esperaba. Una iguana grande descendió por el tronco:
—Casi pareces un cocodrilo —le dije, aunque no parecía tan feroz.
Me miró con sus ojos saltones. Cuando se dio cuenta de que yo no le haría daño, siguió el camino que la llevó al gallinero. De seguro que, para las gallinas, era tan grande como un dinosaurio. Todas empezaron a cacarear (¡coc coc coc coc!) y a correr como locas, tratando de escapar del intruso. Entré al gallinero y la espanté para que no se comiera los huevos. Con sus patas cortas y rápidas, regresó al árbol.
Mi abuelo se dio cuenta de que Pandetela no estaba en el corral cuando fuimos a ordeñar las vacas, un poco antes del amanecer. Todos los días, los peones masajean las ubres, mientras los baldes se van llenando con los chorritos de leche. Abuelo toma dos totumas y pide que le echen un poco. El sabor de la leche recién ordeñada sabe diferente a la pasteurizada. Luego, le ayudo a alimentar las vacas.
Las trancas del corral estaban tiradas en el suelo (cosa extraña). Los peones tienen la obligación de colocarlas, nada más terminar la jornada. Ahora se preguntaba qué podía haber pasado. Las vacas y los becerros comenzaron a moverse. Sus mugidos se confundían con los kikirikis de los gallos que anunciaban que era hora de levantarse.
—¡Qué raro! —exclamó Abuelo—. No oigo el mugido de Pandetela.
—Creo que se escapó —contestó un peón—, ya salen a buscarla.
Abuelo siempre ha vivido en el campo. Pocas veces abandona el hato para ir a visitarnos. Le fastidia la vida agitada de la ciudad. Dice que él es un montuno y que Gala, nuestra perrita, puede darle clases de urbanidad. En el llano ha aprendido a reconocer las voces de los animales, los murmullos del viento y los cambios de humor de la sabana.
—Pandetela debe andar por los alrededores —dijo—, ya aparecerá.
Ella es como de la familia. Cuando Abuelo la suelta, camina hacia la casa, atraída por los aromas de la cocina y de las flores en los materos. Después, ella solita regresa a su corral. En las mañanas me despiertan el canto de los tautacos y los cascos de Pandetela sobre las ramas secas.
En la casa todo era un alboroto. La vaca no estaba en los patios, en los matorrales, ni en los potreros. Nunca había ido más lejos. El viento soplaba fuerte, debajo del cielo gris. Abuelo llamó al caporal y le dijo:
—Está cantando el carrao. Trae los caballos. Es mejor que vayamos por ella. Si llueve, puede quedar atrapada en un lodazal.
Los carraos son como garzas con el cuello más corto. Abuelo me contó que ellos cantaban en la sequía para atraer a los aguaceros ¿Practicaban la danza de la lluvia, como los indios?
En el invierno cae tanta agua, que las llanuras se inundan. Parecen mares en calma, llenos de lirios. Abuelo dice que es un paisaje traicionero. A veces, los animales no pueden evitar ahogarse. Los relámpagos y los truenos eran muy fuertes. Si el agua subía mucho, la pobre Pandetela, regordeta y asustada, se vería en graves problemas para volver a casa.
¿Estaría con otras vacas o buscando miel por los algarrobos? Mejor que no se acercara a los panales. Las abejas se molestarían y la res no era tan rápida como para escapar de ellas. A mí me picó una. La mano se me puso como un níspero. Ardía como un carbón encendido. Abuelo me untó una crema que me alivió.
Tal vez, tomaba agua en el caño. Las reses solían hacerlo allí. Era algo arriesgado porque en los caños viven los babos, que parecen caimanes pequeños. Muerden duro y dejan cicatrices feas.
Como lo imaginó abuelo, el palo de agua fue colosal. Llegó la noche. Por las ventanas entraban el croar de las ranas y el olor a tierra mojada.
Cansado de esperar al abuelo, me dormí. Soñé que él atravesaba la llanura, sobre su caballo. Este llevaba un penacho de colores en la frente. El suelo parecía una alfombra bordada con lirios sabaneros. Las estrellas brillaban como flores de plata.
Abuelo gritaba: ¡Pandetela…! ¡Pandetela…! Ella no respondía. De pronto, se escuchó un ruido y él puso atención. Eran las pisadas lentas y fuertes de la vaquita, que salía de los cañaverales.
Hoy nos levantamos más temprano que nunca. Apenas aclaró, fuimos a buscarla. A media mañana, el calor y el cansancio nos obligó a descansar. Solo se escuchaban los trinos de los pájaros y el murmullo del río. De pronto, nos llegó un débil mugido. Abuelo comentó:
—¡Ya sé dónde está Pandetela!
Corrimos hacia el trapiche abandonado, donde el papá de mi abuelo producía papelones y panelas. Abuelo estaba tan emocionado que pudo correr más rápido que yo. Los mugidos eran, cada vez, más fuertes.
—¡Pandeteeeela! ¿Dónde te metiste? —gritó, a toda voz.
—¡Muuuuuuu! —respondió la vaca.
Allí estaba, entre escombros y telarañas. Había seguido su instinto animal, como dice abuelo que hacen las reses. Ella buscó el sitio apropiado para parir. Limpiaba a su pequeño hijo, con su lengua de estropajo. Yo aplaudía, mientras él la acariciaba. Pandetela sólo tenía ojos para el becerro recién nacido.
Al fin, apareció y esta noche podré escuchar los cuentos de mi abuelo.