Arturo Uslar Pietri
PERSONAJES
Alan: Joven de 28 años
Ana: Mujer madura y bien conservada de 40 años
Gabriel: hombre de 50 años
Sandra: mujer bella y atractiva de 30 años
El detective: hombre de 40 años
LA ACCIÓN
Acto I: la mañana del primer día
Acto II: la mañana del segundo día
Acto III: la tarde del tercer día
EL ESCENARIO
Toda la acción transcurre en un solo escenario, que representa, en corte transversal, la calle, la tienda de una librería vieja y su trastienda. En una ciudad populosa, en tiempos de guerra internacional.
ACTO PRIMERO. ESCENA I
La escena presenta, como un corte de sección, un pedazo de la calle, el interior de la sala de venta de una modesta librería y la trastienda o depósito de la misma. De derecha a izquierda, por puertas perpendiculares al espectador, comunican la calle con la librería y la librería con la trastienda. No hay ventanas. El ambiente es sórdido y pobre. Sobre estantes y mesas se amontonan los libros en desorden. Una mujer está, entre los cajones de la trastienda, sentada a una mesa, escribiendo. Es la mañana de un día gris. Se acerca a la puerta de la calle un hombre que parece caminar distraído. De aspecto delgado, pero atlético, representa cuarenta años bien conservados, rasgos enérgicos, viste con excesiva afectación. Se detiene frente a la puerta, observa durante un rato. Mira a la calle para ver si viene alguien y penetra a la librería con resolución. Suena la campana de la puerta. El hombre mira la tienda vacía con rápidas e inquisitivas miradas. Observa la puerta que comunica con la trastienda. Recorre los estantes como buscando algo que no son libros. Después tose y hace ruido como queriendo llamar la atención. La mujer que está en la trastienda le oye, se acerca a la puerta de comunicación y lo mira por el hueco de la cerradura un momento. Después abre y entra con paso resuelto.
LA MUJER: ¿Desea usted algo? (Mientras habla lo mira intensamente)
EL HOMBRE: (Como deseando eludirla) No. Nada en particular. Nada preciso. Pura curiosidad de lector que no puede resistir la tentación de una librería abierta. (Entretanto recorre un estante tomando libros al azar y hojeándolos distraídamente) No hay duda de que la lectura es el más egoísta de los vicios. Un vicio solitario de gente que no quiere nada con la demás gente y se encierra con su libro en su rincón a disfrutar calladamente y a olvidarse de todo lo que lo rodea. Usted también debe ser una adepta de este vicio. No se puede ser librero sin ser vicioso de los libros. (Volviéndose bruscamente hacia ella) ¿O le da a usted lo mismo vender libros que salchichones o que obuses? Alguien ha dicho que la lectura es un crimen impune. ¿Es usted cómplice del crimen? (La mujer tiene un movimiento de sorpresa y desagrado) ¡Oh!, perdone. Resulta desproporcionado, ¿verdad?, llamar crimen a la lectura en una época como ésta de guerra general, en la que, en toda la redondez de la tierra, los hombres no se ocupan de otra cosa que de asesinarse los unos a los otros. El mundo entero huele a carnicería, a hospital y a cementerio. El pobre lector con su libro pertenece a una época casi desaparecida o casi a punto de desaparecer. Debe usted saberlo.
LA MUJER: (Con inquietud) ¿Qué?
EL HOMBRE: (Con reticencia) Que la gente que compra libros se está acabando. No deben venir muchos parroquianos a la librería en estos tiempos. Apuesto a que soy una rareza.
LA MUJER: (Con voz tensa y seca) ¿Desea usted algún libro en especial?
EL HOMBRE: ¿Algún libro en especial? (Quedan los dos un momento en expectativa) No. No. Ya le he dicho a usted que no. (La mujer parece distenderse.) ¿Es usted extranjera?
LA MUJER: (Sorprendida) ¿Yo? No? ¿Por qué?
EL HOMBRE: No, por nada. Tal vez se le nota algo como un acento extranjero.
LA MUJER: Es usted el primero que me lo dice. Todo el mundo al contrario, me elogia mucho por mi dicción.
EL HOMBRE: (Dubitativo) Entonces es eso. Debe ser esa artificial perfección. Nadie habla su propia lengua con tan aprendida perfección.
LA MUJER: (Secamente) ¿Quiere usted decir que estoy mintiendo?
EL HOMBRE: (Risueño) De ninguna manera. Tonterías que uno dice.
(Simultáneamente aparece en la calle un joven que marcha apresuradamente. Mira el número de la puerta, abre y penetra al interior. Se detiene cohibido ante la presencia de los otros dos)
EL HOMBRE: No están tan escasos los parroquianos como yo creía. Le deseo que vengan muchos más y… que compren. No le voy a robar más tiempo. Acaso vuelva otro día. Hasta la vista. (Sale haciendo un corto saludo)
ESCENA II
El recién llegado permanece a la expectativa. Es joven, atractivo y viste elegantemente, aunque con cierto estudiado descuido de artista. La mujer madura lo observa con intensidad.
EL JOVEN: No hay muchos clientes. No hay duda de que es una tienda discreta. Una agradable patrona (Hace una ligera inclinación con la cabeza a guisa de saludo) libros silenciosos, mucha tranquilidad y mucha paz. Mucha paz siquiera en este imperceptible rincón del agitado mundo. ¿No se hacen la guerra los libros entre sí? ¿No se ha puesto usted a observarlos? ¿No atacan los de un bando a los del otro bando? ¿No se prepara ninguna ofensiva de este estante contra aquél? ¿Los tratados de historia del lado derecho no se agarran de la greña con los tratados de historia del lado izquierdo? ¿Y las palabras de los panfletos políticos, no condenan a muerte a los ricos y neuróticos personajes de todas aquellas novelas del gran mundo? Deben tener mucho que hacer los detectives de los relatos policíacos para descubrir e impedir todo lo que se trama tan calladamente. (Ríe con fingida risa)
(La mujer lo observa con prudencia) (Pausa)
EL JOVEN: Perdone usted tanta palabrería inútil. Ahora, con la guerra, hay mucho loco suelto. Tranquilícese usted, no soy uno de ellos. Pero será mejor que me calle. Y mejor todavía será que le compre a usted un libro. El libro que vengo bus-cando precisamente.
LA MUJER: ¿Cuál libro, por favor?
EL JOVEN: (Rápidamente. como quien recita una lección aprendida) Un ejemplar de la edición facsimilar del folio de Shakespeare. Eso es.
LA MUJER: ¿Tiene alguna particularidad ese ejemplar que busca?
EL JOVEN: (Con olvido visiblemente fingido) ¿Alguna particularidad? ¿Tiene alguna particularidad? Sí, claro, tiene una muy importante. El retrato está invertido. (Sonríe complacido y se queda a la espera).
LA MUJER: (Rápidamente, cambiando de tono) ¿Cuándo llegó usted? ¿Está seguro de que no lo ha seguido nadie?
EL JOVEN: (Con expresión seria) Llegué antier, en la forma usual. Estoy seguro de que no me ha seguido nadie. Y he llegado a la hora fijada. ¿No es cierto. Ana?
ANA: (Con sorpresa) ¿Cómo supo mi nombre?
EL JOVEN: Quien me dio la dirección y la hora me dijo también el nombre. Naturalmente que ése no es su nombre, ¿verdad? (La mujer sonde sin responder) Un nombre de guerra. O un nombre para la guerra. ¿Qué más da? El mío es Alan. También con la letra A. ¿Curioso, verdad? Alguien ha dispuesto esta identidad. Ana y Alan. Alguien lo ha dispuesto, sin duda. Alguien allá arriba, o aquí abajo.
ANA: Tenemos que esperar. Todavía falta alguien. ¿Quiere sentarse?
ALAN: ¿No es usted quien va a darme Las instrucciones?
ANA: No. Alguien va a venir dentro de un momento; esperémoslo.
(Se sientan) (Pausa)
ALAN: Bueno, mientras esperamos, para matar el tiempo, ¿hablaremos de la guerra como todo el mundo? Aunque sospecho que nosotros no somos como todo el mundo.
ANA: No esté usted tan seguro de que no somos como todo el mundo.
ALAN: En época de paz la gente, para hacer conversación, hablan del tiempo. Que es algo, como decía Mark Twain, sobre lo que todo el mundo habla y nadie hace nada: «Qué calor hace»; «qué frío hace»; «parece que va a llover»; «parece que no va a llover». Y en tiempo de guerra hablan de la guerra: «Esto no dura un mes»; «esto va a durar tres años más»; «la victoria de los aliados es inevitable»; «la derrota de los aliados es inevitable». Todos hablan y nadie hace nada. Como de la lluvia o del calor.
ANA: ¿Está usted tan convencido de que nadie hace nada?
ALAN: Casi convencido. La guerra está tan fuera del control de los hombres como una tempestad o un terremoto. Hay ve-ces en que se la ve venir, como se va formando una negra nube de tormenta. Todo el mundo dice entonces: «Va a haber una guerra. Hay que hacer algo para evitarla». Todos tienen temor de morir, de ver morir a los suyos. Pero no pueden hacer nada. De pronto suena el trueno y estalla el rayo y las gentes esconden la cabeza, empavorecidas. Ha empezado la
tempestad. Ha empezado la guerra. Es como si nadie las co-menzara y nadie las pudiera terminar. ANA: Habla usted de la guerra como un pacifista. ALAN: No. Hablo más bien como un meteorólogo.
ANA: No está mal la comparación. Los meteorólogos tampoco pueden hacer nada para provocar ni para detener las tormentas, pero viven de ellas. Es su industria.
ALAN: ¿Quiere usted decir que nuestra industria es la guerra?
ANA: Después de todo, no me negará usted que sacamos provecho de ella.
ALAN: Cierto es que sacamos provecho, pero también servimos y exponemos. Si nos echan mano nos llevan al paredón de fusilamiento. Somos como una elite de profesionales del riesgo.
ANA: (Sonriendo con simpatía e interés) No me venga usted ahora con el catecismo del perfecto espía. Un solo hombre que puede salvar un ejército. Un solo hombre que puede perder un ejército. Un ser que con su acción evita millones de muertes. En caso de triunfo no espere gloria ni recompensa. En caso de fracaso no espere ayuda. No es ése el motivo por el que usted y yo estamos haciendo esto, ¿verdad?
ALAN: (Con expresión de placer) Ana, ¿no le han dicho que tiene usted una sonrisa encantadora? Una sonrisa llena de frescura juvenil. No, no es que no sea usted joven todavía; es que al sonreír se ilumina de un modo extraordinario, y hay como un contraste muy curioso y atractivo entre esa dulce sonrisa y el vigor que hay en sus palabras y en su actitud.
ANA: Muy galante el cumplido… y poco usado en nuestro oficio.
ALAN: Me gusta hacer las cosas poco usadas.
ANA: Eso es peligroso en nuestro oficio.
ALAN: Regresamos entonces a lo usual, a la seguridad de lo acostumbrado. Usted y yo hacemos este oficio porque es un modo de ganar buen dinero. Especialmente para los que tenemos facilidad para gastarlo y no sabemos cómo ganarlo de otro modo.
ANA: Tampoco hay que llegar a tal extremo. Concedámosle algo a la concepción romántica. La dificultad y el riesgo la dan un sabor especial a la vida. Es un condimento que una vez probado hace que todo lo demás sea insípido. Vamos a decir, para enaltecernos, que somos los drogados del riesgo.
ALAS: Podemos decir muchas cosas sin creer en ellas. Esa es la más peligrosa de las potencias del hombre. Yo he venido a este país a espiar, sin odiarlo, por cuenta de otro país, al que tampoco amo. Hago un acto de riesgo y de destreza, por el que me pagan como un domador o como un trapecista. Hasta cierto punto, me es indiferente quien gane esta guerra. No estoy deseando ni esperando ningún gran cambio en el mundo. El hombre seguirá siendo el mismo. Cambiarán los instrumentos y las técnicas, pero los impulsos y los objetos seguirán siendo los mismos. Yo simplemente saco provecho de una habilidad, y mediante ella logro darle intensidad a una vida que se estaba haciendo insípida. ¿No piensa usted así, Ana?
ANA: Su escepticismo es de tipo tan absoluto como el de los fanáticos de una idea. ¿No ha sido usted fanático de algo?
ALAN: (Sonríe) En una época lo fui terriblemente de un equipo de fútbol. Me iba a los partidos y enronquecía gritando a favor de los míos y haciendo mofa de los contrarios. No pocas veces la cosa terminaba en riña abierta. También me apasionaron las carreras de automóviles. Cuando tenía dinero me compraba uno de esos carros bajos, lisos, limpios como un arma. Tomaba cada vez a mayores dosis aquella borrachera de la velocidad, que consiste en no ver nada, en no darse cuenta del paisaje, ni de las gentes por entre los que atravesamos a centenares de kilómetros, para tener los ojos clavados en un punto gris y abstracto del camino, que se va desplazando delante de nosotros.
ANA: Pero no es de esa clase de fanatismo de la que yo hablo. Es de la otra. Del verdadero y grande fanatismo que ha hecho la historia y que es lo propio del hombre.
ALAN: (Con sorna) ¿No quedamos, con Rabelais, en que lo propio del hombre es la risa?
ANA: Yo tengo, o, mejor dicho, tuve, esa maravillosa capacidad de creer. Ese don de pensar, o de sentir, que una idea o que una causa es más importante que nuestra vida. De eso están hechos los mártires. Es como si dijéramos, no quiero vivir sino para esto, no quiero vivir fuera de esto, y mi vida no tiene sentido sino al servicio de esto.
ALAN: (Con ironía, haciendo indicación con la mano del lugar presente) ¿Al servicio de esto?
ANA: De esto o de aquello, pero siempre y únicamente de lo que se acepta y se cree profundamente. Yo he vivido con gentes de esa clase y he visto cómo esa pasión sobrehumana embellece la vida. Es la más completa manera de darse.
ALAN: Habla usted corno uno de ellos. ¿Está usted al servicio de una idea, Ana? ¿Está usted movida por la fe en algo que hay que construir o en algo que hay que destruir? Después de todo, construir y destruir no son sino dos aspectos distintos del mismo fenómeno. No hay construcción que no sea una destrucción, y tampoco hay destrucción que no sea una construcción. Esa es, precisamente, una de la paradojas que el destino pone para burlar al hombre: no puede construir sin destruir, no puede destruir sin construir, lo que finalmente significa que, en términos absolutos, ni construye ni destruye.
ANA: (Con ironía) ¿Pero quién se ocupa de lo absoluto, sino los fanáticos?
ALAN: También se ocupan de eso los filósofos, y son, por profesión, la gente que menos cree. ¿Ha sabido usted de algún filósofo que haya sido mártir? Siempre, en la hora del peligro, encuentran algún razonamiento que les permite refugiarse y salvar el pellejo. Ana, Ana, no me burlo. Yo también he creído; y a veces creo que creo. Pero siempre termino por darme cuenta de que esto que hago lo hago porque es el único modo que conozco de ganar buen dinero y porque tengo el vicio de la cosquilla del riesgo, y también, sin duda, por una rara sensación de vanidad escondida, que me llena de satisfacción al pensar que sé cosas que los demás ignoran, que estoy en posesión de un secreto que va a frustrar la ofensiva de un ejército preparada durante meses, o que tengo la ubicación exacta de un depósito de armas que va a desaparecer, gracias a mí, en una noche de bombardeo. Gozo codeándome con las demás gentes: en la calle, que no pueden sospechar que yo tengo ese secreto de vida o muerte, que a veces es la vida o la muerte de ellos mismos. Y yo me instalo en la terraza de un café o subo a un autobús, cargado con aquella dosis espantosa de destino ajeno, sin que el hombre que se sienta a mi lado sospeche que su vida depende de mí.
ANA: Alan, ha hablado usted como un niño. Y, además, de la manera más insincera.
ALAN: (Sonriendo) No creo que la sinceridad sea unos de los requerimientos de nuestro oficio. Y, además, ¿qué sabe usted si es verdad o mentira lo que digo y si soy un fanático inconmovible, capaz de destruir el mundo por una doctrina, o un escéptico que no se daría el trabajo de mover un dedo para salvar la más preciosa de las obras o de las vidas?
ANA: No hay diferencia entre las dos posiciones. Son dos muestras idénticas de ceguedad y de estupidez.
ALAN: Pero no me negarán usted que abunda.
ANA: Alan, ¿ha sido usted feliz alguna vez?
ALAN: Esta pregunta me coge enteramente de sorpresa y me desconcierta. Es típicamente una pregunta de mujer. Yo pensaba que usted, Ana, estaba más allá de eso. Con su experiencia, con su energía, con su… oficio, no me pasó por la cabeza ni un momento que pudiera usted hacerme esa pregunta de colegiala. ¿Es usted feliz? Pero ¿quién se ocupa de eso? Solamente las mujeres. Las colegiales y las espías y todas sin excepción. Es para ellas la única cosa importante.
ANA: Para nosotras y para ustedes también. Es lo único verdaderamente importante. ¿Cree, por ejemplo, que si usted fuera feliz estaría haciendo lo que hace?
ALAN: No se da cuenta, Ana, de que, precisamente, para ustedes la felicidad es esa vaga ilusión inalcanzable de estar haciendo una cosa distinta de la que hacemos, de estar viviendo de un modo distinto del que vivimos, de ser otros de los que somos. Es un concepto enteramente pueril.
ANA: No es un concepto, es un sentimiento. Uno no llega a ser feliz porque lo sabe, sino que alcanza a ser feliz cuando lo siente.
ALAN: A este animal peludo, macho y hablador, que está en este momento frente a este otro animal hembra, mucho me-nos peludo y hablador, no le preocupa ni poco ni mucho el problema de la felicidad. Para él el problema se limita a tener un buen vestido, una buena comida, una adecuada compañía, un automóvil nuevo, una hermosa casa y una bolsa mágica llena de monedas de oro, que nunca se agota, y como eso no es posible, me contento con la situación más próxima dentro de mis limitaciones.
ANA: Me divierte usted, Alan, con su cháchara. Debe usted tener mucho éxito con las mujeres. A las mujeres nos fascinan los buenos conversadores.
ALAN: A los buenos conversadores nos fascinan las mujeres.
ANA: (Con coquetería) No olvide, Alan, que soy mucho mayor que usted.
ALAN: Afortunadamente, la diferencia no es tanta como para ser tristemente cuerdos, ni tan poca como para ser estúpida-mente locos. Usted y yo estamos dentro del prodigioso ámbito de la madurez, en el que la locura y la cordura ya no son pasiones, sino condimentos que la experiencia enseña a combinar deliciosamente.
ANA: Esta manera de matar el tiempo, por lo visto, le gusta a usted más que la de hablar de la guerra.
ALAN: No diga eso, Ana. Matar el tiempo sólo lo pueden intentar los que están muertos por dentro. Para nosotros. felizmente, no hay tiempo que matar, sino tiempo que vivir, tiempo que vivir plenamente, sin desperdiciar un segundo, sorbiendo hasta el tuétano la esencia de cada momento. Usted y yo tenemos ahora este momento, que no sabemos cuánto va a durar, pero que será siempre un momento. No la malbaratemos y perdamos con fingida indiferencia y con torpes evasivas. Vamos a vivirlo valerosa y profundamente.
ANA: (Turbada y sorprendida) Supongo que ahora es mi turno de decirle a usted que me sorprende y que no esperaba esa reacción. Y que, además, es típicamente una ocurrencia de hombre.
(Alan ríe y se levanta como preparándose para responder, pero se interrumpe bruscamente porque suena la campana de la puerta y penetra un hombre)