literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Gabriel Bracho

Abr 26, 2025

Odio

I

Desde la hacienda se ven los faroles del pueblo, falsificando luz de estrellas sobre un cielo invertido. El aire toma el olor de las aguas del río y arrebata las palabras que el peón enhebra para narrar desaliñadas aventuras.

José Manuel chupa con grande esfuerzo su capadare ordinario. No es ni fornido ni apuesto. Su sangre indígena ha degenerado mucho con el mestizaje y el paludismo. Tiene las cejas juntas y oblicuas, como las rayitas de un acento circunflejo, y el rostro sin carnes hace resaltar brillantes los filosos huesos de los pómulos salientes. Desde su chinchorro sucio, ve las cuchilladas de luz que clavan en el río los barcos que pasan.

—Casirda, ¿a vos te saluda la comadre?

Y la mujer le responde con voz ronca, de masculino:

—¡Desde cuándo no la veo!

—A mí no me saluda er compadre…

Y vuelve a chupar el capadare para llenar el silencio que hace su boca.

—Mirá, José Manuer, er Coriano se te quiere il. Antiel lo incontré hablando con la mujercita y, anque no oí bien, me pareció que decían lo de las «agujas» der muchachito…

José Manuel no responde. La mujer continúa su charla ronca.

—Y más vale así que se vaya y no te haga un daño a vos, o busque quien te «eche un mal» pa fregate, polque ese hombre está vuelto un «guayacán»… ¡Er pobre!… Los hijos se quieren mucho, ¡y eso e vel moril de mengua un hijo es una jaiba muy grande!…

José Manuel hunde los carrillos succionando el chicote.

—Er Coriano dice que si vos le hubiera dao pa complal er suero, se le hubiera sarvao er muchachito, polque Padrino dijo que lo que le picó fue «tétano», que le dentró pol la patica rompía que tenía.

Por un momento deja de chupar José Manuel y vuelve los ojos chiquitos hacia la mujer. Las palabras acusadoras no han movido resortes delicados en su conciencia, sino que han fustigado la piel de fiera que envuelve su alma. Sin embargo, no se ha levantado del chinchorro para foetear a la querida, porque lo que nunca pudieron caricias ni amables recriminaciones, lo alcanzaba el chinchorro; cambiar de posición, abandonar la perezosa postura de sus piernas feas y velludas, era tarea fastidiosa y ardua, capaz de hacerle olvidar el más duro de los ultrajes.

Pero vertió en palabras su represalia:

—¡Er que quiera tenel hijos que gane cobres! ¡Si yo fuera «pión», y te viera un poquito hinchá la barriga a vos, te la aplastaría con la pata pa hacétela botal como tripas de cucaracha!

Y la frase descriptiva y bárbara hizo fruncir los labios de la mujer mientras mascullaba con voz hombruna:

—¡Vais a morir sartando…!

Y más allá, en un rancho rodeado de cañaverales, bajo el techo de palmas ralas y resecas, estaría el Coriano expresando con serena voz su odio y su tristeza, ante la pobre mujer llorosa, afónica ya de tanto gritar y con la nariz enrojecida por el roce del trapo áspero:

—¡A mundo…! ¡Pa que se muriera el indio José Manuel como el muchachito, por faltale un remedio…! ¡Estaría un mes reyéndome, Jacinta!

Acaso alegraría su espíritu rudo la imaginativa venganza, porque aquellas almas duras y sordas ante la conciencia, en cuyas honduras vibra la fiera gritería de la naturaleza, encubren el mal serenamente, así como en la tranquilidad de las aguas dormidas germina la muerte con su traje de limo.

El odio es el esqueleto de aquellas almas y el mal es un átomo más que entra en la combinación del aire; a veces parece predominar en el ambiente, lo mismo que en el viento predominan los olores del «barredero» y «orégano» en las proximidades del aguacero.

Por un raro mimetismo, el espíritu de esas gentes tiene del diente del ofidio y de la larva del jagüey.

El bien, el «pobre bien», es un prófugo oculto en el alma de algunas mujeres, y apenas, a hurtadillas, se asoma en una lágrima cuando puja algún peón bajo el azote, o cuaja en una sonrisa cuando el sacrificio de una deuda más, pone en las manos del querido la tela rameada para un nuevo traje de su hembra.

No es ésta la Montaña del Sermón: invertida la voz del Rabino, el odio crece suplantando al amor, y la charca sucia y las aguas furiosas y la acechanza de las fieras, pronuncian la fea doctrina del mal: «Odiaos los unos a los otros».

El indio José Manuel, odia ya al Compadre piragüero porque en pasados días se negó a llevar las cargas de «panela» con rumbo a Maracaibo, y sabe que la negativa envolvía un fin de competencia desleal inventada por el dueño del «conuco» vecino. También Casilda apunta su odio hacia la mujer del piragüero, a pesar de que en su alma no deposita ni un ápice de amor para José Manuel, puesto que está enterada de que el repulsivo amante habíase enamorado y casado en la Ciudad con una hermosa morena, a quien jamás traería hasta la hacienda por temor al paludismo y a la «fiebre fría». Por más de una vez Casilda, a espaldas del Coriano y de los peones, había agregado a los «batidos» que José Manuel enviaba a su esposa, polvos y yerbas que una vieja india confeccionaba para lograr extraños fenómenos espirituales y físicos en quienes los comieran.

Evilacio, cortador de caña que no teme a la serpiente oculta bajo las hojas, ni al tigre que por las noches visita la hacienda, tiembla y tartamudea ante José Manuel; sabe ya del ardor que produce el «manatí» sobre el cuero pelado de la espalda y conoce en las manos del amo todas las aventuras de un machete. Sin embargo, hace días que no se aleja de la casa; trata de acostumbrarse a escuchar sin miedo los «ajos» del Patrón, y se ofrece servicial y desinteresado. Otea el río y observa los caminos con acuciosidad de perro; casi no duerme por vigilar y, cuando en las sombras cruza un bulto, desorbita los ojos como un búho y se dice mentalmente, llevando el dedo al gatillo de su escopeta: ¡Cuidao, Coriano der «zinguango», que si te queréis escabullilte folmo un «fecherón»! Continúa vagando y vigilando por toda la noche. Constante esta idea en la mente: «¡José Manuer, ar Coriano le oí decil que cuarquiel día de éstos te iban a sacal pol la jedentina entre un tablón de caña!». Y el amo diría: «¡Andá, traémelo, Evilacio…! ¡Búscame er manatí, Casirda!». Pero nunca se atrevió Evilacio a decir tal cosa, aun cuando más lógico era que la respuesta del amo fuera exacta a la supuesta por el peón.

II

—Pa esta noche es la cosa, Jacinta; cuando pase en la madrugaíta la piragua.

Con su silencio triste responde Jacinta.

El Coriano se sienta en la puerta del rancho y con la mente se adelanta a todas las peripecias de la fuga; primero, saltar al cayuco y saludar al cayuquero con palabras amistosas para borrar antiguos enconos, y le será imposible evitar la reprimenda —ahora afectuosa— del rudo navegante:

—¿Ar fin te distes, Coriano?… ¡Más antes te ha debío de pasal pa que aprendieras a conocel la gente!

—Sí es verdá. Tenéis razón —contestará resignadamente.

—¡Mirá, primo-helmano, ese José Manuer es más fregao que la «mujelcita» del otro mundo!

—Así es, tenéis razón —responderá siempre el Coriano vencido.

Y el agua sucia del río arrastrará la piragua después… Y ya cuando el sol alumbre, la hacienda de José Manuel estará tan atrás que no habrá de divisarse…

Se hunde el Coriano en su propio pensamiento y emprende un largo caminar de la mente sobre el itinerario de las aguas; primero, el río cobijando piedras capaces de abrir el casco a la nave; después, la entrada al lago en tumulto de aguas revueltas que se internan haciendo una inmensa península de olas amarillas entre las aguas verde-báltico del lago; luego la serena navegación lacustre y el filo de las costas lejanas demarcando algo que hace tiempo había dejado de ver: ¡el horizonte! Allá en la hacienda, entre hojas de gramíneas y un cerco de montañas, los ojos tropezaban como aves prisioneras, y ahora, la visión sin obstáculos, correría con la emoción de la flecha y regida por el programa del viento sur: ¡siempre hacia el norte! ¡Hacia el norte de la ciudad! ¡Hacia el norte el «bote de Quisiro», y el camino de Casigua, y la llanura coriana empatada en el agua falsa de los espejismos, y Coro y el regreso, que es la emoción de nacer ya viejo en la misma cuna que abrigó al infante!

—¡Pa esta noche es la cosa, Jacinta!

Y Evilacio vigila con los ojos que adiestró la sospecha.

Jacinta dice con voz amarga y un dejo de recelos, temores y desencantos:

—Pa eso te tiraste a matar por el indio… Pa eso te echastes enemigos… Por ahí anda Evilacio loco por sacarse lo de la Guaricha…

Y el Coriano siente ahora el dolor de haber hecho bien momentáneamente, porque hasta el bien es malo donde nada hay bueno. Si había hecho lo de la Guaricha, culpa era de Jacinta, puesto que a él nada le interesaba semejante justicia. Evilacio, por supuesto, no había visto en el hecho sino el propósito de «atreverse a todo», y nunca llegó a pensar en que la justicia fuera cosa factible sobre la tierra. Para el cortador de cañas, la hacienda era sitio en donde la humanidad tenía un sólo propósito: vivir mientras no se muera; y una sola ley: el trabajo y el sexo.

Cuando José Manuel trajo a la hacienda las cinco Guarichas que en Sinamaica había comprado a los tíos para él venderlas a sus peones, siguiendo la ley matrimonial de la tribu, Evilacio estaba con fríos y calenturas y no pudo comprar ninguna. Después ocurrió lo de la muerte de Eufemio, y la viudez de la Guaricha que éste había comprado. Y aún cuando Eufemio no había pagado a José Manuel los cincuenta pesos de su indiecita sino que aparecían anotados en «el libro», la Guaricha, al saber que se pretendía su venta a Evilacio, rogó a Jacinta que le consiguiera regresar a Sinamaica, mediante influencias del Coriano con el patrón; explicáronle las dos mujeres al Coriano que una Guaricha «no tenía la culpa de que su marido hubiera muerto tan ligero, sin tener tiempo para pagar los reales del matrimonio», y como en el fondo de toda mujer duerme el instinto de idealizar el amor, Jacinta tomó la defensa de la india, más para complacerla en lo de huir del hombre odiado, que para lograr un acto de justicia; argumentó que los reales debía de perderlos la hacienda, puesto que la Guaricha quedaba completamente libre por razón de su viudez.

El Coriano, conocedor del medio, no alegó tales cosas ante José Manuel, sino que le atemorizó con la presunción de que el tío de la Guaricha podría enterarse de lo ocurrido, y los hombres de esas tribus «son cosa muy seria».

José Manuel accedió invadido por su inmensa cobardía.

La Guaricha se fué en el mismo bongo de la hacienda, y Evilacio le tiró una mirada al Coriano mientras decía a los otros peones:

—Anoche er Coriano como que se estuvo dando brincos entre Paraguaná y la Goagira…

Ahora está esperando sorprender la fuga del Coriano y Jacinta: ¡no se irían ellos como la Guaricha, llevándose la soga en los cachos! El Coriano tenía un cuentón en el libro, y tan grande, que José Manuel no se había atrevido a darle el suero para el muchachito porque costaba dieciocho bolívares y ya la cuenta estaba muy gorda.

—¡Mirá, que aguao! —se decía Evilacio—. ¡Ya no le quieren fial y tiene ríñones pa querese il!

Pero a las seis de la tarde se oyeron gritos de Casilda; llamaba desesperadamente al peonaje, al caporal, a las mujeres.

Cuando invadieron la casa, encontraron a José Manuel tendido en el suelo, amoratado y casi exánime, echando espuma por la boca y a intervalos sacudido por un temblor eléctrico.

El Coriano y todos los peones le miraban sin resolver nada. Casilda explicó que había comido como un animal, que luego había «cogido una rabieta de las de él» y, que, de pronto, había hablado disparates y maldiciones, para caer después como un tronco.

—¡Un pulgante! —gritó una mujer.

—¿Pulgante? ¿Aquí no hay un pulgante? ¿Quién tiene un pulgante?

Pero ni Casilda pudo encontrar uno, ni los peones respondían, ni las mujeres ideaban otros medios de salvación.

El Coriano asió por un brazo a Jacinta y la llevó hasta el patio; su rostro tomó luces de alegría rara y cruel, y, clavándole los ojos a la mujer habló en voz baja:

—Jacinta, cállate: en el fondo de la caja tengo yo Sal de Higuera… ¡Cállate, Jacinta, que me voy a estar reyendo un mes entero!

Los gritos del llanto femenino, obedeciendo a una consuetudinaria ley de duelo, anunciaron el desenlace de aquello, y Evilacio salió de la casa con las cejas juntas y un hocico gruñón en la boca; mentalmente se iba diciendo: ¡Pol lo único que lo siento es polque er Coriano se va a salil con la suya…! ¡Mardita sea, sí que tengo mabita!

***

La mata-mujer

Fray Atanasio había recorrido todos los caminos, veredas y vericuetos entre valles y faldas de montaña predicando con mansa voz los sagrados ritos y las incontrovertibles verdades emanadas de la infalible voz de los Pontífices y de las Santas Escrituras, pero los negros esclavos escuchaban con resignado silencio aquellos consejos y las admoniciones sin modificar en lo más mínimo el fondo de creencias ni agitar jamás el sedimento de sus tradiciones místicas: el África sembró las semillas ñáñigas en la conciencia de Cam, el hijo de Noé, y, aun cuando no podían escucharse los tambores de los negros de Cuba, bien se sabía que en Jamaica, en la Martinica, en los bordes mismos de La Española, en todo ese collar de islas, isleos e islotes que en el Caribe rezaban un Santo Rosario entre el resonar incesante de los parches tensos en los tambores negros, siempre la raza escarnecida bailaba sus alegrías y sus dolores al son del bongó y celebraba sus ritos al bronco ritmo de sagradas percusiones monótonas y hondas, oyendo la nueva doctrina de los frayles y prelados que hablaban del Padre, del Hijo, del Espíritu Paráclito, de los Santos, del Demonio malhechor, de las llamas purificadoras del Purgatorio y de las espantosas del Infierno; hablaban los frailes, transfigurándose como seres extraterrenales y con trémulas voces moduladas desde lo profundo de la fé irreductible, tal como los animistas seres negros de la jungla africana articulaban sonidos inverosímiles, sobrenaturales, bajo el relámpago blanquísimo de los ojos enormes, con gesticulaciones espasmódicas, entre redoblar de los tambores, mencionando deidades, fetiches, tótems, misterios y el invisible “más allá” de los muertos que vuelven o que no vuelven nunca, pero se sienten, se presienten y hasta se ven en la noche.

¿No era más fácil convertir a Changó en uno de estos Santos igualmente salvadores y milagrosos? ¿Y el Maleigua de los indios, ese buen genio que daba el agua y la sal, no era también igual a los ocultos espíritus que en la selva lejana convertían en lluvia el trémolo clamor de los tambores suplicantes?

Por mucho que predicara Fray Atanasio, no era posible borrar de los sesos de los negros el tatuaje de la primera fe, para sustituirlo ahora por el Paráclito Espíritu de la nueva fé; más fácil era yuxtaponer imágenes, rebautizar misterios, confundir en uno sólo el valor de dioses y de santos, de las sagradas imágenes y los burdos fetiches.

Y mientras el Frayle manso recorría polvorientos senderos dentro del corazón de la isla de Margarita, verde y florido sin la lluvia; mientras el franciscano repetía su catecismo promisor de cielos con ángeles y querubines, gloria en el descanso eterno, y el no hacer a otro lo que no quieras que a ti te hagan, como el mismo Jesús debió decirle, un severo, recto, inflexible don Gaspar, lleno de sagrada unción y de recóndita fe cristiana increpaba a los negros blasfemos, a los salvajes sacrílegos, que en el día en que el Santo Patrono del pueblo presidía entre flores y luminarias el altar de la iglesia, impregnada de inciensos y de esteáricos vapores surgidos de mil blandones devotos, saltaban con cabriolas y esguinces diabólicos, al compás de los tambores trepidaban, con frenesí inexplicable, alrededor de una contorsionada figura de ébano, esmaltada de sudor, bajo el resplandor bermejo que engendraba la hoguera ritual.

Y así me lo contó el negro Nieves Brito, gordiflón, buenazo y embustero, inventor de “cachos” y sabedor de historias de aparecidos y de animales fantasmas; pero, eso sí, contaba los cuentos de su abuela la esclava, hija de la otra esclava y tataranieta de la más esclava, que vivió su cautiverio aherrojada a la dura mirada del otro Don Gaspar, a la imperiosa voz de mando de un anterior Don Gaspar, a la santa devoción cristiana de aquel Don Gaspar y al furioso “mandador” de todos ellos, que desgajaban carnes y marcaban ráfagas sangrientas sobre nalgas y espaldas pecadoras, sacrílegas, color de diablo, de todos aquellos desgraciados hijos de una Eva maldita, color de duelo.

Así me contaba Nieves Brito, porque a él se lo dijeron voces abuelas y porque él lo creía como si lo hubiera visto. Así me contaba Nieves Brito -dijo ahora el viejo Chelía, también buenazo y embustero, pero narrador fiel de lo escuchado-.

Así lo contó quien debió sufrir aquella noche de aquelarre, en la época de la Colonia dominadora y santurrona. Aquelarre detrás de los montes entre los árboles encubridores, a espaldas del mundo, entre ramas sombrías, con tenue fulgor de brasas que no se atrevían a crear la llama, con húmedo silencio bueno para el delito; con un temblor de pánicos en todas las gargantas y en las manos incapaces de caer sobre el mudo tambor. Aquelarre a la legua de un horizonte de luces que en Paraguachí alumbraban la procesión de San José el Patrono, a la legua de Don Gaspar, quien debía andar con lento paso, al compás del tamborón que acentuaba la música de marcha litúrgica mientras desfilaba la grey beata acompañando al Santo y a Fray Atanasio cantando preces en latín; de un horizonte de cohetes que flagelaban el cielo negro con látigos de luz y restallar de pólvoras; horizonte con canto gregoriano y campanario alegre.

De nada habría valido la intercesión del fraile ante Don Gaspar para detener la furia intemperante de este cristiano poderoso que no toleraría jamás un solo golpe de tambor sacrílego, mixtificando el nombre del celestial carpintero con algún Changó e interfiriendo las músicas sagradas de la procesión con piruetas diabólicas de negros danzantes, ni aún de indios quejumbrosos al son de sus guaruras. Y como eso lo sabían muy bien los negros esclavos, marcharon sigilosamente monte adentro, llevando clandestinamente sus tambores y sus mujeres, hasta reunirse en círculo bajo la capa de la sombra, y celebrar allí -con su fe africana, bajo el mandato de Cam, entre el rumor de la vegetación- el propio rito negro mezclado con el rito blanco, complaciendo al lejado Carabalí y al manso Fray Atanasio al mismo tiempo, a la deidad selvática y a la santidad eclesiástica recién conocida. Pero sin que oliera el humo de la hoguera Don Gaspar, sin que oyera el ton tón de o los tambores, ni las voces ñáñigas, ni siquiera el golpe del pié descalzo sobre la arena en su danza sagrada!

Para que todo surgiera en la sombra y en el silencio oscuro, hablaron unos a otros en secreto, ocuparon sigilosamente sus sitios en el círculo. Avanzó en silencio hasta el centro una hembra curvilínea y brillante con una cesta de frutos y de hojas equilibrada en la cabeza bonita. Se movieron los labios gruesos de todos, asomaron los blancos dientes, subieron y bajaron sobre los parches las cobardes manos sin dejar sonar los cueros… y la hembra giró movida por las notas secretas, recónditas, de su propio corazón, tambor de carne!

Lentamente creció en los erectos senos negros el salto movido por los silentes golpes de los supuestos tambores el frenesí aceleró los giros y las caderas marcaron misteriosos compases frenéticos. La noche tibia se llenó del polvo de las estrellas y aparecieron los contornos magníficos de la danzarina callada dentro del círculo silencioso pero agitado por hondísimos sonidos inaudibles.

Mímica transida de fervores de miedos a un mismo tiempo; mudos gestos en los brazos y manos que hacían cadencias. Trémolos, pausas y redobles sin sonido en incompleta visita de las manos a los tambores; giros y asombros en los ojos blanquísimos; voces que solo alcanzaban la garganta y fenecían en la lengua simuladora y en los labios teatrales callados; piruetas de marionetas oscuras cuyas cuerdas clandestinas partían de los dedos invisibles y mágicos de espíritus actores detrás de la sombra, delante del pánico, dentro de la raza, cerca de la nueva fe también; vértigo y frenéticos giros en la danza urgida de místicas, de apetitos, de profundas creencias y patéticos impulsos; vértigo y belleza exuberante en el arrebato de las vueltas y en la armonía sexual de las contorsiones; pero, silencio tenso, casi hasta vibrar!

Silencio y miedo. Silencio y sombra. Silencio y gestos y palabras mudas. Bocas sin voz; lenguas sin sonido. La noche envuelve, abriga, participa en el silencio que solo se rompe en el horizonte foeteado por cohetes y acompasado por música de cobres, de flautas y de bajos rotundos para la procesión lejana! La danza sigue! Se oye el silencio! Los gestos dicen!… Pero alguien espía, se desliza entre frondas, se lacera con espinas, atropella senderos y avanza hacia Paraguachí para describirle a Don Gaspar la escena misteriosa y sorda, que acababa de ver, donde se incuban herejías y sacrílegos irrespetos a Dios mismo. Apresura la marcha para llegar a tiempo, antes de que la imagen del Patrono, vuelva a su iglesia; a aquella misma iglesia que ya fue visitada por Lope de Aguirre maldiciendo reyes y degollando blancos en su atrio; ¡pero, eso sí: de hinojos ante la majestad de su Sagrario, ante el explendor de su Custodia y frente a la cruz brillante, tan brillante como la cruz de su Puñal inexorable!

II

Por la polvorienta callejuela anda la procesión con una lentitud intencionada por la marcha mínima de los pies casi arrastrados de los devotos cargadores, ensayados, comprometidos, entregados sinceramente a aquella litúrgica maniobra estudiada; paso a paso, al ritmo del tambor que tarda sus compases para que se prolongue la peregrina andanza; en algunos sitios es ya conocido el deseo del Santo y por ello se detiene como sincopando el caminar de los parroquianos: el año antepasado casi se detiene porque el peso de la imagen se hizo insoportable; diez años atrás hubo que estar inmóviles largo tiempo, porque allí mismo se quedó plantado todo, todo, la peaña, las piernas de los angarillas, las piernas de los cargadores y la comitiva integra, sin saberse por qué; pero ahora si hay motivos para la estación, visibles motivos pero inexplicable para casi todos: hasta la oreja de Don Gaspar llegó la voz fatigosa de un recién llegado; vaciló el estandarte en las manos del señorón mientras escuchaba atónito; meditó unos segundos a penas… y entregó el flamante pendón bordado en oros al más cercano de los concurrentes!

Con increíble destreza desanduvo el camino de la procesión hasta penetrar en su casa, ensillar la bestia briosa y arrancar como un bólido en la noche llena de caminos conocidos, pero perdidos en la densa sombra. El caballo sabia rutas y presentía escollos, esquivaba óbices circunstanciales como la rama muy descendida o el tronco interpuesto; ya el camino tenía su lenguaje para anunciarse a Don Gaspar y a su caballo antes de ser hollado por los cascos veloces; las estrellas también hablaban de rutas y el viento conducía olores de senderos, de humo y aromas de lugares. En la mente del cristiano poderoso rebullía la noticia inquietadora: ¡Estaban profanando el Día Glorioso! ¡Estaban mezclando azufres infernales con los sacrosantos ascensos del incienso puro!

¡Estarían tal vez rompiendo la dulce paz celestial con los horribles tambores y destemplados gritos africanos!… ¡Pero nó! ¡No se escuchaba ni un timbal, ni el vibrar de un cuero, ni una voz en la lejanía! ¿Sería falso el informe apresurado del celoso acusador? Solo alcanza a escucharse la lejana música de la procesión, los estallidos de los cohetes voladores cielo arriba, el cántico de las niñas acompañantes del Santo, las campanas, nada más!

De súbito, deteniendo la marcha para oír mejor, escuchó claramente el retumbar de los cascos de otra bestia sobre el suelo cercano; esperó con sobresalto. Preparó la mano sobre el arma para temer lo peor. Perforó las sombras con los ojos habituados a ver negros dentro de lo negro de la noche! Pero vio acercándose a todo galopar la figura del Frayle, revestido aun con la sobrepelliz que llevaba en la procesión; el hábito marrón arrollado en la cintura, las piernas enfundadas en el pobre liencillo del pantalón ridículo.

Sobre aquella rauda cabalgadura y en el trasfondo de la conciencia del fraile jinete pugnaban dos angustias: en el 1552 -¡era vivo el recuerdo! aun- habían surgido las voces valientes del Dominico Montesinos, originando también la heroica lucha del otro Dominico Bartolomé de Las Casas en defensa del indio lacerado, escarnecido, humillado y diezmado; pero a la palabra impresa del Obispo de Chiapas en su opúsculo “La Destrucción de las Las Indias”, había respondido -en abierta publicación impresa también- el Capitán General y Gobernador de Margarita Bernardo Vargas Machuca, con altanera voz españolísima, diciendo respetar la fé cristiana, para reivindicar el látigo, para defender la esclavitud, para elogiar y justificar la iniquidad, y en vigoroso respaldo al Poder de la Corona, a la omnipotencia del Monarca, para el brillo inextinguible del Imperio más potente del mundo. ¿Y ahora, cuando el negro había venido a sustituir al indio en su puesto de martirio, en su lugar de picota, en su ensangrentado
cautiverio; ahora podría otro Dominico también asumir la defensa de este negro esclavizado, lacerado, irredento?

¿No era Don Gaspar tan sensato español cristiano como Vargas Machuca? ¿No era Don Gaspar tan católico y tan monárquico como Vargas Machuca? ¿No eran ahora los negros simples instrumentos de trabajo que la Corona sumergía en el mar para extraer las perlas que producían nada menos que el pago de todos los funcionarios reales en el Nuevo Mundo, descubierto para el Rey, para Dios y para España?

Entonces, ¿podría la piedad cristiana sobreponerse a la existencia del gran Imperio? ¿Podría una romántica voz caritativa y evangélica alzarse ante la palabra serena, firme, enérgica, del celoso cristiano, poderoso y rico, defensor de la fé por la fuerza de la doctrina, por la violencia, del catecismo santo por el látigo? ¿Don Gaspar no estaba defendiendo la prístina fé católica?

¡Desdichados tendrían que ser los negros sin su Montesinos ni su de Las Casas, sin Galileos ni Apóstoles, sin Dios que ampare ni Lucifer que condene! ¡Desdichados los negros destinados por voluntad suprema a la sumisión eterna, sin derechos ni libertades, sin voz ni pensamiento humanos! ¡Solo la maldición alcanzaba al negro! ¡Solo la obediencia regia su mundo! y si las lágrimas podían servir para engendrar perlas en las ostras profundas, pues que surjan lágrimas de negros -y de indios también- bajo el mar de Margarita! Así lo dictaba el destino inexorable para siempre.

Pero el caballo continuaba corriendo, la noche seguía sin ruido, el camino se acercaba al sitio anunciado por el espía y el odio “santo” de Don Gaspar también crecía sobre el camino.

– No es cierto, Señor: ellos, en verdad, se comen las ciruelas y los anones sin ser vistos; pero no profanan, Señor, no profanan! ¡Ellos duermen ahora, Señor!

-Ya viene usted a defender herejes y brujos, hijos de Lucifer, tal como el Obispo de Las Casas y el Padre Montesinos a los estúpidos indios; pero usted es peor que de Las Casas, porque proteje infieles, embaucadores, diablos de magia negra, que se burlan de la Santa Madre Iglesia; usted es peor, Padre Atanasio! Usted va a tener que responder de eso ante Dios!

Y la voz del cristiano, llena de santa ira, tomaba acentos trágicos inquisitoriales!

-No, Don Gaspar! Yo no les defiendo ni les acuso, sino que les conozco! Son unos pobres inocentes que no entienden cómo deshacerse de las mentiras que heredaron de sus padres, para conocer ahora la santa verdad! Son unos pobres ignorantes que no saben qué hacen mal! ¡Pero le prometo que nada están haciendo. Son suposiciones. Exageraciones, Don Gaspar! ¡Son suposiciones!

Y temblaba el bueno de Fray Atanasio pensando que un solo golpe lejano de tambor desmintiera su promesa! Pero sólo los dos hombres sobre sus bestias resoplantes hacían ruido en la noche. Todo era silencio. Distantes cantos de gallos. Accidentales gemidos de animales en la fronda. Ni un redoble, ni un timbal, ni el sonido de un parche! Casi cierto era que Fray Atanasio había percibido un leve sacudimiento de hojas, un rozar de ramas, el crujido de arena bajo el pié fugaz. Algo andaba en la oscuridad ocultándose con hábiles pasos! Pero el Frayle invocaba la clemencia divina para que Don Gaspar fuera sordo ante aquellos mínimos sonidos:

-Se lo prometo, Don Gaspar! Si quiere, sigamos hasta donde usted tiene entendido que están. Vámonos! Sigamos y ya verá usted!

Sin agregar palabra, Don Gaspar clavó la espuela en el hijar y prosiguió! Puso su fin el camino frente al sitio señalado por el acusador y una autosugestión incontrolable le hizo construir la escena sacrílega y ver de pronto a la escultural Benita como a una espiga prieta balanceándose semidesnuda en un claro del follaje. Sola, sin ritos de tambor, sin voces cantantes, sin luces de fogatas, porque solo el ojo de una brasa delataba la ausencia de una mínima hoguera apagándose, estaba el cuerpo esbelto de la negra imponente, altanera espiga prieta -como la presentía Don Gaspar- centrando el acto irreverente que Fray Atanasio trataba de negar ¡Allí debía estar ella, la estatuaria mujer de ébano bailando con su cesta de frutos y de ramas sobre la cabeza! Allí tenía que estar y estaba la negra monumental, la bella estremecedora! La hermosa sin pernada! ¡La lúbrica, sin pernada aun!

Confuso, desequilibrado, impotente para fingir, Fray Atanasio vió saltar del caballo al amo furioso; le vió avanzar en la sombra hacia la sombra estática que surgía en el lugar; hacia la mujer inmóvil, que mostraba su silueta de poderosas caderas y exuberantes senos en el centro de algo que parecía haber sido sitio para un circulo de oficiantes; le vió alzar el inclemente mandador de tres gajos y escuchó el restallar del látigo sobre un cuerpo inmóvil; presenció dos, cuatro descargas del brazo rabioso, hasta hacerle exclamar irreprimible, entre asombros, ante un hecho sobrenatural, la palabra exclarecedora:

-Señor, Señor! No fustigue! ¡Es un arbolito de Dios! Mírelo bien! ¡Mírelo y tóquelo!

Y en la noche, que ya era más clara, fué apareciendo la silueta increíble de una Eva vegetal, réplica fiel de Benita, la impresionante escultura humana, color de tabaco, que ahora habría de desaparecer misteriosamente, para que nadie más volviera a posar el ojo lujurioso sobre sus senos firmes, sobre sus muslos admirables, sobre su vientre tentador.

Quedaría allí para siempre la mata-mujer, la estatua botánica, la vegetal figura que desorbito los ojos del cristiano Don Gaspar, presa de vacilantes dudas, y que puso placentero el rostro del Frayle bonachón!

-Es un arbolito de Dios, Don Gaspar! No es Benita!

III

Durante el regreso la duda angustia; Fray Atanasio siente conmovida su fé profunda: ¿Dios la ha salvado convirtiéndola en arbolito del Señor? Para Don Gaspar surge la angustiosa incertidumbre:

-¿Ensalmos diabólicos la volvieron vegetal o la justicia divina la inmovilizó para los siglos?

Al sonar el trote de las bestias en la madrugada ofrecieron detrás del Cercado todas las cabezas de los negros, como semínimas sobre el pentagrama de la talanquera pintando una música muda, de signos. Allí faltaba Benita y Don Gaspar hizo la pregunta como afirmando:

-La Benita no está, verdad!

Y todas las semínimas se movieron negativamente.

Para toda la vida en el camino que pasa hacia Paraguachí, la mata-mujer sostendría su cesta de ramas verdes y exhibiría caderas y senos mórbidos, que fueron un día los de Benita la negra, la que se ausentó por el camino de la leyenda, sin regreso! Y ahora el negro Nieves Brito asevera, lleno de convicción:

-Es una mata de mara y parece una mujer que lleva una “mara” en la cabeza. Pero fue Benita, señor, fue Benita! ¡La mata mujer!

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