literatura venezolana

de hoy y de siempre

Cuentos breves de Eduardo Liendo

Abr 28, 2025

VANIDAD

Todo comenzó por aquel tedioso aprendizaje del alfabeto. Quizás, entonces, el mal era curable. Estaba en la epidermis. Más tarde vino la irresponsable lectura de suplementos, aquellas interminables aventuras de El caballero del antifaz y, poco después, Tarzán de los monos, Las aventuras de Tom Sawyer, El conde de Montecristo, y otras obras por el estilo. Sin embargo, no era un niño anormal. Hubo un paréntesis en la adolescencia que hizo pensar en mi completo restablecimiento, pero por algún accidente desgraciado, la perniciosa manía se intensificó; vino la época de la nefasta familiaridad con biografías, novelas, novelines, folletones, poemarios, periódicos, diccionarios, cuentos malvados y demás formas tramposas de subyugar el alma.

Todavía existía una relación equilibrada: medio tiempo para vivir y medio tiempo para leer. Pensé, erróneamente, que el matrimonio restablecería plenamente mis necesidades existenciales y superaría ese espantoso vicio; tal vez cambiándolo por otro un poco más humano. Pero no fue así. Cada día hablaba un poco menos con Vivien y leía más, incluso en momentos completamente insospechables. La crisis llegó a su fase final, lentamente perdí la facultad de hablar con sencillez y me expresaba mediante pretenciosas sentencias. Vivien sufría y lloraba frecuentemente al observar su impotencia para recuperarme. Después dejamos de hacer el amor, aunque algunas veces, antes de dormir, yo esgrimía una docta disertación sobre las infinitas posibilidades del orgasmo. Leía casi sin interrupción y mi espalda se fue endureciendo. Las palmas de las manos y las plantas de los pies se adelgazaron de manera alarmante. El lenguaje adquirió su definitiva simbiosis con la literatura.

La última noche me despedí de Vivien con una triste mirada de resignación, ambos debíamos aceptar lo inexorable. En la mañana amanecí a su lado completamente tieso, rígidamente vertical, solemne. Ella, después del asombro, me tomó en sus manos con lástima, me abrió y dejó caer una lágrima sobre una de mis páginas.

Al día siguiente, con mucha pena me donó a una biblioteca pública; una empleada me colocó en un buen lugar, exactamente entre el Diario íntimo, de Amiel y La importancia de vivir, de Lin Yu Tang. Se cumplió así mi suprema vanidad. Vivien comparte ahora el apartamento con un amigo tan sano que ni siquiera se molesta en leer el periódico. Mientras tanto, yo espero pacientemente el instante maravilloso en que me tome en su mano una bondadosa lectora y alguna noche estar bajo su almohada.

***

LA ELECCIÓN TARDÍA

A los veinte años decidió rebelarse contra la fatalidad del azar. Comprendió que la casualidad era una maldición, la negación de toda verdadera libertad. Había meditado intensamente en una terrible reflexión de Séneca: “La casualidad cuenta mucho en nuestras vidas porque vivimos por casualidad”. Alguien –pensó con suficiencia- debe enfrentarse al caos, no debo ceder a la arbitrariedad, ninguna fuerza ajena a mi propia determinación regirá mi destino.

Entró en su habitación y durante días y noches de intensa creación, escribió el futuro Diario de su vida; en sus páginas no dejó espacio para lo fortuito, llenó las horas, y los minutos de las horas y los segundos de los minutos y las fracciones de los segundos. Escogió minuciosamente sus hábitos, expectativas, sobresaltos, satisfacciones, nostalgias, sueños, coitos, sorpresas, gestos, viajes, accidentes, pesadillas, enemigos, visiones; nada olvidó, ni siquiera su postre predilecto. Sólo vaciló ante su muerte, ningún fin le parecía justo para un hombre libre, para quien se atrevía a desafiar resueltamente cualquier intromisión del azar. Por eso, dejó en blanco la última página del Diario hasta encontrar la justa solución.

Así venció al caos, metódica, inexorablemente, se cumplió su existencia de acuerdo a la suerte que se había señalado. Ningún hombre, por elevado que fuese su rango o la grandeza de sus hazañas, fue más soberano. Sólo él había derrotado a los caprichosos dioses, sus egoísmos, sus cíclicos humores, sus insoportables injerencias.

Fue infinitamente libre para escoger su muerte, pudo sumirse en una meditación eterna sobre el dejar de ser, el ser otro, el no ser ya. Repasó todas las posibles formas de la cesación de la vida, las malas y las buenas muertes, las dulces, las neutras y las insufribles.

Entonces, asumió la tardía determinación, abrió el Diario y escribió en la página vacía: “Me muero de fastidio”. Sobre la silla quedó un esqueleto ensimismado.

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AMORODIO

La última vez que nos encontramos no quisimos reconocernos, yo preferí subir por la escalera cuando ella entró en el ascensor.

Parece, ahora sí, la definitiva ruptura. Sin embargo, contrariamente a lo que imaginaba, no puedo decir que me contenta. Fue más fiel que mi sombra y uno termina por aceptar su sombra, aunque la deteste. Ya no pasaré más por loco, muchos creían que pronunciaba graves soliloquios cuando, en realidad, discutía con ella. Así nació mi fama de solitario, de raro y hasta de sabio huraño. Ahora estoy solo. Es mejor así. Fue muy vejatorio para ella que la colocara bajo la suela del zapato en estos días de polvo y lluvia. La fui triturando, triturando, hasta que se gastó. Cierto que por las noches se invertía el suplicio: la sentía subir lenta, malignamente, remontando mis costillas hasta que se instalaba en la frente. Entonces comenzaba a martirizarme con su inclemencia de verdugo asiático. Por eso a apreté hasta que gimió, hasta que se le rompieron las pestañas. Pero voy a extrañarla, no en vano anduvimos juntos una eternidad. De algunas cosas, ella es mi único testigo. Sí, la voy a extrañar; hasta la vida se la debo: aquella vez parecía el fin, estaba aplastado por el pesado techo después del derrumbe, sumido en el mutismo, atragantado de tristeza, pero ella estaba allí, a mi lado, recordándome mi oficio de taumaturgo, secando mis ojos, cosiendo mis rodillas. Ahí estuvo insomne, vigilante, hasta que mi orgullo arponeado se estremeció como un furioso coletazo de ballena y logré resurgir.

Me va a hacer falta. Voy a desear sus burlas, como cuando me pescó frente al espejo tratando de camuflar mis canas y casi le dio una pataleta, porque cometí la ingenuidad de confesarle que creía estar nuevamente enamorado. ¡Enamorado! – gritaba dando brincos y agarrándose la barriga– . ¡A estas alturas enamorado! (Se refugió en el tubo del lavamanos cuando busqué el látigo.) Uno se cansa de recriminaciones, eternamente aguándome la fiesta. Por fin salí de ella, podré regustar la soledad. Siempre estábamos amorodiándonos. Qué bueno es romper las ataduras, que bueno es poder decir resueltamente: “No me interesas, vete al carajo”, qué bueno es ser libre, libre por dentro, fuera de la comedia. Ya nadie me observa, la muy necia se detenía en todos los detalles.

Sí, se reía, pero una vez me descubrió la posibilidad salvadora y me enseñó la invulnerable fuerza de la serenidad. ¿Dónde andará a estas horas? ¿Con quién se estrujará? ¿A quién le revelará mis más recónditos secretos? Ojalá que no hable de mis sueños, esas búsquedas nocturnas, las flaquezas. Eso que no lo nombre. Fue también ella quien me enseñó con ironía que los sueños no son más que la continuación de los errores del día sin responsabilidad, ojalá que se calle.

Ya no está aquí, podré escribir en paz. Es placentera la autosuficiencia.

Ya no la siento, no está en la oreja donde se escondía, ni en el bolsillo de la camisa, ni bajo el cierre del pantalón. Está bien que se haya ido para siempre, pero la voy a añorar: soy masoquista.

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LA MÁXIMA TERQUEDAD

El implacable escéptico Huang Chung negó la estirpe del Fénix. Narraciones extraordinarias

En un antiguo grabado, puede verse su boca deformada por una dura mueca. Es lo único significativo en la expresión. Huang Chung representa el legendario símbolo de la rebelión absoluta contra lo establecido. Algunos fanáticos lo consideran como el más alto ejemplo del revolucionario irreductible. Nada se sabe de su infancia ni de su mocedad, pero en el pasado siglo el erudito mandarín Ting Pong sostuvo la opinión de que posiblemente Chung fue influido en su juventud por alguna traducción desconocida de la obra del filósofo idealista subjetivo Berkeley, y luego, profundizando en las moderadas ideas del cura irlandés, llegó al más rabioso solipsismo: sólo yo existo. Esta hipótesis, por infundada, carece de verosimilitud. Más lógico es pensar que la obstinación estaba sembrada en la propia naturaleza de Chung.

En algún momento los habitantes de la comarca comenzaron a percatarse de que Huang Chung parecía ignorar altaneramente todo lo circundante, mostrándose renuente a establecer relaciones con sus semejantes; tal actitud se consideró irrespetuosa y vulgar, porque lastimaba el orgullo de los ciudadanos y desconocía el rango de los ancianos, sacerdotes, letrados y señores de la guerra. «Sólo yo existo», afirmaba siempre su mirada altiva. Más tarde negó la existencia de los pájaros, los templos y el mar. En otra ocasión se atrevió a confesar, paladinamente, que era solamente él, Chung, quien le daba la presencia objetiva tanto a las cosas como a los hombres con su imaginación.

Por algún tiempo se lo toleraron considerándolo como un pintoresco chiflado, pero cuando su descaro llegó hasta el punto de negar la existencia del Fénix, el Gran Consejo de los mandarines convocó al Alto Tribunal para castigar su osadía con ejemplar severidad. Huang Chung no mostró arrepentimiento alguno, por el contrario, durante el juicio ignoró tercamente la existencia del Juez y de los otros venerables magistrados. Por lo tanto, lo sentenciaron a muerte sin contemplaciones.

La tarde de la ejecución, todo el pueblo se concentró en la plaza para ver rodar la cabeza del testarudo hereje, pero en el último instante, Huang Chung negó su propia vida y lo hizo con tal convicción que, a pesar de los repetidos golpes que le asestó a su cuello el hacha del verdugo, no pudo ser decapitado.

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ESTRATEGIA

Es tarde, el individuo estaba decidido a violentar la regla: los deseos no preñan. Desde la acera de enfrente miró a la muchacha en el balcón (vestida como siempre, con una provocadora minifalda). Comenzó a observarla con firme insistencia.

Lola soportó la mirada lejana con burlona coquetería. Entonces el deseo del hombre se fue concentrando, intensificándose, hasta hacerse sólido. Hasta que pudo escupirlo, saliendo de la punta de su lengua como una frágil y blanca plumita. El hombre continuó mirando a la muchacha para mantener su atención mientras la plumita cruzaba la calle. Y después fue ascendiendo, girando graciosamente en espiral, hasta alcanzar la altura del balcón. Ya frente a ella, la plumita se escurrió sutilmente bajo su falda y la preñó.

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IGNORANCIA

El viejo prestidigitador, ante la desnudez excitante de la mujer, apeló a todos sus antiguos poderes celestiales. Después de cumplir un agotador sortilegio, logró el milagro de la erección. Pero ella, una neófita en las artes mágicas, comentó tontamente: “es muy pequeño…”.

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ASFIXIA

Todo ocurrió de manera tan brusca, que no tuve tiempo de asombrarme. En la puerta me despedí de Elizabeth, con esa prueba de ternura y tedio de todos los días. Presioné el botón del ascensor. Cuando se abrió, entré sin mirar y solo me encontré con el vacío. Fui a caer dentro de un pozo de petróleo espeso y me hundí lentamente en esa baba negra. Nadie vino en mi auxilio a pesar de los gritos; sin embargo, al final de todo, vi arriba una pareja de turistas gringos, que parecían divertirse mucho con mi situación y tomaban la que sería mi última fotografía como souvenir.

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CALISTENIA

Ella lo había amado rabiosa y fielmente desde la pubertad. Primero, padeció su distancia, después lo aproximó a su cuerpo en las noches solitarias entre sofocantes delirios. En esos precipicios imaginarios llegó a conocerlo íntimamente. La noche nupcial solo fue para ella una natural continuación de sus viejas secretas fantasías. Pero él, que poco o nada entendía de metafísica saltó del lecho y le gritó endemoniado por los celos: “¡Maldita! Eres una mujer experimentada”.

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