De una a otra lejanía
Sentado en esta piedra, silbando, intento algo de compañía, rodeado de dos silenciosos amigos. A la derecha, un altivo árbol copudo, que me ofrece su sombra; al otro lado, uno más cercano, en posición de candelabro, con los brazos verdes suplicando al cielo por una misericordia de lluvia. En mis alforjas, una pareja de conejos y una lapa, con el relleno de vituallas montaraces; un escuálido botín para una casi inútil semana en lejanía de la familia. Deberán conformarse el tripón y la mujer, que ahora se alejará más de mi, porque cada día de menos le sirvo, sobre todo a partir de aquel disparo furtivo que me refiló los calzones.
Antes de partir, de un certero tajazo de machete le arranco un brazo al amigo verde, para beberme su sangre, que me resulta tan pálida como ácida.
Un día con su noche me cuesta llegar hasta el portal de mi casa, que cuando no era rengo me tomaba un cuarto de jornada, nomás. Qué le puedo hacer, ahora marcho así, disminuido. Han sido cinco días de lejanía, que ahora sustituiré por otra, la que va para tres años, desde cuando el compadre la jerró, al confundirme con un venado agazapado, a pesar de mis gritos de advertencia. “Fue por mi sordera”, declaró arrepentido en la comisaria.
Al entrar silencioso, poco antes del alboroto de los gallos, mi mujer sale en medio camisón y me prohíbe con las manos, porque casi ya ni me habla, que entre al cuartucho matrimonial; para que no despierte al tripón, supongo. Con la mirada de arrecho le recuerdo que no me gusta que duerma así con el muchacho, que ya va siendo un hombrecito y pudiese percibir aquel olor; el que antes nos hacía hervir la sangre, pero que ahora ni un suspiro nos arranca.
Más arrecho me pongo, cuando con su mano temblorosa deja caer café caliente, casualmente sobre la pierna renga. Me levanto de la mesa, pero ella me cierra el paso hacia el cuarto y me empuja hasta el patio, para que remoje los calzones inútiles en la ponchera.
Caminando a la letrina escucho el ronquido del chavalo, al que supongo le ha cogido un gran pestón. Me asomo por una rendija en la ventana de madera, para ver como mi mujer esta sacudiendo, con sus largos cabellos pegados a la cara, a un cuerpo de hombre en calzoncillos, quien apenas mueve los brazos, preso de un evidente fastidio.
Con una calma que no hubiese creído posible en mi persona, me regreso; saco el machete de la faltriquera y con el tranco más rengo que nunca, penetro al cuarto; la empujo a ella pa’fuera, para que con los brazos que me gritan no me impida iniciar la faena. Un solo tajazo me basta. Envuelvo la cabeza en una colcha, la lanzo sobre mi espalda y, dibujando una zigzagueante raya roja sobre el suelo, atravieso la cocina del rancho. De medio lado, apenas veo a mi mujer, que llora recostada sobre la mesa, y aprovecho para decirle a viva voz, sin el molesto dialogo de brazos: “Dejá dormir hasta tarde al tripón, para que no vea reverberar desde el piso a la sangre de su padrino”.
Rumbo a la comisaria, con mi caminar rengo y con la arrepentida cabeza golpeándome una posadera, voy sintiendo a esta nueva lejanía que me arropa, que de seguro será la mayor de todas ellas, la definitiva.
***
La victoria de Samotracia
Dispénsenme señores, por hablarles en este cómplice chuchutear de niños; pero no quiero que me descubra mi señora, contándoles sobre un asunto tan intimo, el que a punto estoy por confiarles. Es un relato propio de aquellos tiempos de antaño, del acné y otras tantas inseguridades con nuestros cuerpos, acciones y pensamientos.
La bautizamos de aquella manera, Samotracia, desde que por primera vez la vimos entrar a nuestro salón. Su rostro oculto por un cabello largo, ondulado y abundante, que asomaba la manía de quedarse detrás de sus pasos, bordando un par de deshilachadas alas. Bajo su falda escolar se insinuaban unas portentosas piernas y, por supuesto, un distintivo signo: la ausencia de su brazo derecho. Sí, era un ángel de un solo brazo, que para colmo era bastante pequeño, si lo comparábamos con el resto de su anatomía.
En poco tiempo Sami se apoderó de nuestro salón, convirtiéndose en la líder absoluta, la madrina en todos los torneos y reina de las fiestas estudiantiles del liceo. Ya no podíamos vivir sin ella, sin su aprobación de diosa greco-romana.
En nuestra clase todo marchaba bien, sobre todo por la protección de nuestro ángel encarnado; pero el paraíso se nubló poco tiempo después que nos asignaron un nuevo instructor de deportes, del cual no habíamos tenido durante el primer lapso. Era un hombre rubicundo, relativamente joven y guapo, que deslumbró a todas las chicas del salón, incluyendo a nuestra Samotracia. El adonis llegó con mucho ímpetu y organizó varios equipos deportivos, de los cuales teníamos el deber de pertenecer al menos a uno y el derecho de jugar hasta en tres de los deportes disponibles. Yo escogí los tradicionales: basquet, volibol y futbolito; porque esa era mi fortaleza, me defendía muy bien con los deportes.
Todo chévere con el Profe de deportes, hasta que empezó a ignorar con mucha evidencia a Samotracia, impidiendo su inclusión en cualquier equipo. No conocíamos sus motivos, solo quizás le caía mal su gran entusiasmo, que rivalizaba con el suyo.
La situación con el instructor empezó a hacer mella en el especial empuje que tenía nuestra amiga y comenzamos a verla, por primera vez, sin ánimos, muy melancólica. Para mi, debo confesarlo, aquella perturbación resultó en una estupenda oportunidad para acercarme a Sami, porque al alejarse de la turba que siempre la seguía, me dio el chance de conversar más con ella y conocer algo de sus intimidades. De esa manera me enteré que Samotracia había nacido como todos nosotros, con sus cuatro miembros; pero en una travesura de niña, resbaló de la rama de un mamonero y quedó colgando sobre una cerca de púas, y debieron amputarle un brazo. Compensando aquella falta, desarrolló las demás partes de su cuerpo, sobre todo a las poderosas piernas, que hacían que su brazo izquierdo pareciese más pequeño de lo normal, una ilusión comparativa. Con el transcurrir del año escolar, Samotracia se alejó cada vez más de sus camaradas, pero a la par se acercaba más a mi, lo cual me complacía mucho, pero me creaba un sentimiento de culpa, una sensación de ser un aprovechado.
No soportando el peso del innoble sentimiento, tomé el valor de conversar de muchacho a hombre con el profesor y le pedí una explicación de su actitud hostil hacia mi amiga. Él, que era bastante alto, posó su fornido brazo sobre mi espalda y me condujo en un paseo, atravesando el campo de fútbol.
—Hijo, cuando uno se enamora, no ve las dificultades y esa es una de las causas de la decadencia de nuestra sociedad actual.
—Pero Profe. ¿Por qué le tiene tanta tirria? Déjela que se inscriba en algún equipo.
—¿No me estas escuchando, carajito? Por causa del amor se esta degradando la raza humana.
—Profe, yo solo quiero que usted le de una oportunidad a Sami.
—Mijo. Cada vez que le damos un chance a un discapacitado, que nos enamoramos y le entregamos la oportunidad de reproducirse, ellos esparcen sus taras entre nosotros.
—Profesor, Sami nació completica, pero perdió el brazo en un accidente, cuando niña.
Al escucharme decir aquello, el instructor se sobó la barba, tomó la carpeta de gancho que siempre cargaba bajo el sobaco, para empezar a revisar los listados, y me dijo: —Me quedan solo cupos en ping-pong, porque nadie se inscribe, al no haber mesas.
—¡Anótenos ahí, Profe! Y me saca del volibol.
—Okey, muchacho, pero tú seras el responsable. Antes, debo darles mi aprobación, así que mañana temprano me traes a “tu novia”, para una evaluación psico-física.
No había terminado de decirme el profesor las buenas nuevas, cuando salí corriendo, atravesé la cancha de fútbol, el estacionamiento de vehículos, el portón de la escuela y las siete cuadras; para llegar a casa de Sami, porque sabía que esa noticia la iba a curar de todo el rosario de malestares que la tenían postrada desde hacia más de una semana.
Cuando la madre de Samotracia me permitió entrar al cuarto, porque era una dama muy liberal, encontré al ángel adormilado sobre el respaldar de su cama, acurrucado entre sus alas. No recuerdo sus primeras impresiones a mis buenas noticias, porque ella se levantó como un resorte y yo me entretuve con la visión, a través de la trasparente bata de dormir, de las hermosas piernas de pandepalo, que tanto se me insinuaban en el colegio, asomadas a su diminuta saya a cuadros.
Al día siguiente, el profesor fue bastante rudo con Samotracia, tanto que me hizo llorar a mi. Le gritaba como en el ejercito, le decía que su minusvalía sería un obstáculo que haría imposible su carrera deportiva, porque su cuerpo nunca encontraría el equilibrio mínimo necesario. Sami permanecía estoica, con una cara de piedra que me asustaba; la que incluso mantuvo durante las pruebas físicas, que incluyeron saltos, volteretas, plongeones, estiramientos en cúbito supino y otras actividades de difícil ejecución, inclusive para mi, que era un buen atleta juvenil. Al terminar su evaluación, el instructor me arrastró hasta su cubículo, se encerró conmigo y me dijo:
—Muchacho, te felicito; “tu novia” es la mejor atleta que me ha tocado evaluar. Desde la semana entrante deberás acompañarla en el Club de Amigos, donde les voy a reservar una mesa por tres horas diarias. Nos veremos allá tres días a la semana, incluyendo los sábados. Participarán en individual masculino y femenino y en dobles mixtos. Quiero que sean los campeones juveniles del estado, para llevarlos, si dios quiere, a los juegos nacionales del año entrante.
Aquellos días de práctica fueron de los más duros que había tenido, pero de los más felices. Mi mayor dificultad era concentrarme, por que mis ojos siempre iban detrás de las piernas de Sami, más cuando empezó a utilizar los ajustados chores rojos del uniforme. Tanto me distraía, que el profesor tenía que despertarme con un golpetazo en la cabeza, cada vez que herraba un lance. La única dificultad que se le presentaba a Samotracia, era de orden reglamentario, porque ella no podía “presentar” al rival la bolilla en la planta de su mano, como lo exige las normas; pero acordaron una excepción, para que ella la sostuviese equilibrada en una cara de la raqueta.
En los juegos estudiantiles Sami fue la estrella. A mi me eliminaron en las primeras rondas del individual masculino. En dobles mixtos llegamos a semi-finales, pero perdimos por culpa mía. No llegaba ni de cerca a su nivel. Ella salió campeona del individual femenino y después que le entregaron la medalla de oro, la levantaron los muchachos del liceo, montándola en una plataforma de refrescos, para pasearla sobre el improvisado trono, por todo el gimnasio deportivo. Ella lució grandiosa, arropada con la túnica hecha con las banderas del colegio y del estado, y con su único brazo apuntando al infinito, con su raqueta roja como saeta. En la foto que salió en primera plana del periódico local, se asemejaba a una hermosa estatua griega, aquella diosa infalible en los libros de educación artística.
Bueno, eso era todo lo quería contarles. Les dejo, porque mi mujer me apura, para que salgamos a trotar con nuestros hijos morochos, Samotracia y David juniores, los novísimos campeones estatales de ping-pong.