literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Arturo Croce

Feb 11, 2025

Extraña compañía

AIirio se dice, un poco aturdido, que él no ha pensado, por primera ocasión, dos veces para enviar la carta apresurada, escrita en el terminal. No sabe qué le hizo pensar que llegaría a su destino después de que ya Angélica no podría recibirla, después de que ya ella estaría en esa nueva travesía sobre el mar, donde el recuerdo de su padre sería como ir, ella misma, desafiando la muerte, con su sensible cuerpo de ángel. ¿La muer­te? ¿Por qué la muerte,  en medio de una esperanza? Al pensar en esto salta nerviosamente en la silla ya extendida (cómodamente trata de leer el periódico de la mañana que ha comprado en el terminal), y mira a su vecino que, impasible, le importa poco lo que haga él. Piensa que él, romo otras veces, viaja desde la gran ciudad de los rascacielos, que él es uno entre tantos de los miles de pasajeros que toman el expreso, con el intenso deseo de andar de un lado a otro, en cualquier parte, observando el panorama rápido del ancho camino o mirando hacia el mar (o soñando en él, como ahora, para satisfacción íntima y desalojo de las acumulaciones intranquilizadoras que intoxican y acobardan para la acción).

Allí ha quedado, como siempre, le ciudad gigantesca, monstruo agitado, mundo inmenso e intenso en un mundo pequeño, voces del mundo entero en las calles y en los pisos, como si los millones de pequeñas historias hicieran de ella la plataforma del hombre para toda su historia. Alirio recuerda a Yadsga (¿acaso a Betty?) y oye el rodar de la máquina, como si buscara el sueño para evitar todo contacto con ese mundo dejado, allí cerca, y también  para  seguir despreciando  el mandato de la rutina.

Lo mejor, se dice, es abrir el montón de páginas del periódico y dejar que el sueño caiga insensiblemente sobre sus ojos. Levanta el peso de papel que lleva en sus manos. Recuerda que una vez hizo un pequeño periódico que enviaba, desde la provincia de su país, a la reina de la ciudad del Ávila. Era esa hoja una hormiga laboriosa, ante este gigante rotativo de la gran ciudad. Puede ser, entonces, Sara o Susana (¿o el recuerdo de Fanny?) la inmediata vivencia removedora de su sangre. Las columnas son ahora un laberinto de noticias de todo el mundo. Congestiona sus ojos el apelmazado conjunto de anuncios. Lee, por un momento, las noticias sobre las amenazas bélicas. (Yadsga escapará a la trampa que se tiende nuevamente sobre las indefensas ciudades, totalmente amenazadas). Atrás, desde el movimiento de la bahía de Nueva York, los barcos están hablando por sus chimeneas para contar a la Estatua de la Libertad la angustia de la llegada de mucha gente al mundo salvador. También, en la gran ciudad, muchos hombres les están diciendo a esos barcos que regresen y no confíen mucho en lo que aquí dicen estos periódicos de la libertad condicionada a los caprichos de la bolsa. Pero todo esto no es lo que interesa a Alirio. Quiere ver algo que le emocione, en medio de esas páginas profusamente cargadas de anuncios comerciales. Voltea una y otra página, y lee cómo una muchacha ha entrado en una lujosa tienda y ha tomado un vestido semipesado, para equiparse, ante la cruda amenaza del frío invernal que se avecina. La policía la ha tomado por sorpresa y ella llora. La fotografía dice lo íntimo de esa pequeña historia que Alirio apenas puede soportar. Pero allí, al lado de esta información, hay una cara de hombre rudo. Se lee que es el jefe de una banda de gangsters. Alirio intenta descubrir en él a alguien que ha sido una preocupación suya, desde que ha querido entrar a descubrir un poco la vida de estas grandes ciudades industriales y mercantilistas. La ley, dice la noticia, está detrás de estos hombres, pero los deja circular por las calles. ¿Para qué pensar en estas cosas sin importancia?, se pregunta Alirio. Tiene sueño y lo que busca es poder dormir en la travesía de cuatro horas, hasta que alguien le diga que está de nuevo en la estación de llegada a la ciudad de su trabajo diario, de su rutinaria vida de solitario estudiante y funcionario. Voltea la hoja, cuidadosamente, para no estorbar la tranquila apariencia de su vecino, y es ahora, sorpresivamente, un hombre volcado hacia las estaciones laberínticas del absurdo…

(Hay aquí una laguna que nadie se atreverá a llenar, a menos que el propio Alirio pueda desentrañar algún día cómo es el momento en que al hombre le sorprende lo inimaginable, aquello que muchas veces esa la el potencial de resistencia en las fibras del corazón, que aun quiere aparecer como la raíz del sentimiento).

Quisiera, se dice Alirio, después de una hora de sopor, estar ahora en el bar del chino Chang, en compañía de Julián o de Luis, para decirles, en palabras deshilvanadas. su entusiasmo ante la elección de la reina de la ciudad. Pero mira al hombre que aún está allí impasible, al lado suyo, y siente de nuevo la intensa gana de pararse e ir al bar del coche de lujo para  tomarse un trago. ¿Por qué no lo hace? Levanta el periódico, doblado todo por la página donde él ha estacionado su búsqueda de noticias y mira el retrato de Angélica. Es una fotografía un poco borrosa, acaso tomada de su  pasaporte  de extranjera  del sur. Lo que allí dice pudiera leerlo muchas veces, pero esas tantas veces acaso tendría que hacer de nue­vo un recorrido por las nebulosidades del absurdo. En su cabeza ronda un mundo  de  interrogaciones, que  acaso Yadsga  podría desentrañar con su bondad de mujer admirada de lo que la ciudad le muestra, sin demasiado asombro. Pero Alirio comprende que un expreso es un expreso, que marcha a muchos kilómetros por hora sobre la vía para servir la acelerada vida de las gentes que trabajan o viajan para  divertirse. No podría hacer parar la máquina para regresar a la inmensa ciudad de las pequeñas historias desapercibidas, aun cuando ese fue su primer intento en el momento en que leyó de nuevo las líneas debajo de la fotografía y pudo darse cuenta de lo inútil de su intención. Piensa entonces que la hermosa cabeza de Angé­lica debió guardar, toda ella, la angustiosa hora de su resolución.  Desde un décimo cuarto piso, en uno de los rascacielos de  la ciudad,  la  reina habla saltado hacia su fin. La habían recogido, averiguaron su nombre y su procedencia, prepararon su cuerpo para el viaje rígido del regreso a su país, lo llevaron al siguiente día a uno de esos mismos barcos que alguna vez la trajeran a la ciudad de Nueva  York,  y ahora irá (porque eso fue hace dos días, el mismo en que él, Alirio, llegó a la ciudad para pesar uno de tantos fines de semana) acompañada de su pensamiento y allá, a donde él regresará pronto para ponerle unas flores (sin color) en  su tumba, le harán a ella un acompañado funeral.

Alirio, por necesidad, toma un cuaderno de su maletín de viaje y hace allí lo que será, a su regreso al sur, una viva vuelta a su deseo de escribir, como en aquellas horas de compañía en la casona en que Fanny le oyó recitar algunos de sus primeros poemas y los de otros de sus compañeros.

«Hay en  los contornos», escribe  Alirio, «una  nostálgica  disposición del tiempo para maniatar los movimientos.  El otoño me carga de melancolía. Ahora recuerdo, de nuevo, los versos de alguno de mis compañeros, esos que allá en el jardín, frente al viejo balcón del hospedaje en la ciudad del Ávila, eran los dulcificadores del  encuentro sexual con Fanny. (Es verdad, las gotas viven -viven por seguir muriendo). Pero allá había luz, alternada con la sombra, y aquí, ahora, en el otoño, la sombra persiste hasta en mi sangre. (No sé por qué lo hizo). Ruedo en esta máquina que me aleja de su muerte, del sitio de su fin y es imposible que pueda definir su actitud. El momento en que lo supe hace apenas unos minutos, será, para siempre, el exacto tránsito entre la vida y la muerte, ya que en mi estará su imagen traspasando el tiempo. No toqué sus manos sus finos dedos de reina, ni puse mis labios en los suyos, que habría sido mi triunfo vital. Acaso, de haberlo podido hacer, no me habría atrevido a inclinarme sobre su cuerpo para hacerlo en su ausencia definitiva, en el momento en que ya ella no podía decirme que era el suyo un contacto que me devolvía aquello que yo le había dado por mucho tiempo. Pero, entonces, frente a su silencio, quizás hubiera ardido mi fe para descubrir qué fondo de amargura precipitó el instante del tormento. Yo hubiera (y lo podría intentar aún) llegado con el ánimo dispuesto a descubrir secretos, a situarme dentro de su íntimo torbellino, a saturarme de esa intensidad dramática de su joven vida. ¿Cuántas veces fue ella víctima de sus propias inquietudes? ¿Cuántas en su mundo externo, de aquello que acaso no era el mundo que anhelaba? Estoy seguro de que sus grandes ojos buscaban un horizonte detrás de cuya línea de sueño estuviera la isla de su tranquilidad buscada y no hallada. Intuyo que la muerte de su padre sacudió sus cordajes humanos, hechos a la intensidad de los acentos de un mar bonancible, repentinamente sacudido por tormentas asesinas. ¿O negaron a su sensibilidad el libre juego de sus más intransferibles deseos? Pensar en todo esto es necesario para mí, en el instante en que debo someterme a una máquina que se traga el espacio y no me permite echar a correr por mis propios movimientos hacia su sombra que allá, en el sur, me esperará bajo mi ardiente sol. Esto aquí me ata y el escribirlo me libera. Ahora voy un poco de regreso, con mi sangre en el puño, a pulso de vivencias. La carta que escribí en el terminal de las líneas férreas que sacuden subterráneamente a Nueva York, puedo reconstruirla ahora mismo, o cuando quiera, porque la llevo aún en lo vivo de mis fibras. ¿Quién osará abrirla? Podrán leerla, pero no entenderla, porque mi atrevimiento era sólo para el gran silencio de una emoción liberada. Mi posesión de Angélica se transforma ahora en una posesión de mí por ella, y la futura liberación no podrá ser porque yo lo quiera sino por el querer de ambos, en una perpetua fuga de la realidad. Si lo pudiera hacer, si alcanzara el tiempo para estar presente en todas partes, haría que mi carta fuera enterrada junto con su cuerpo, ya que así nadie, ni yo mismo, violentaría su memoria pasa hacer de ella un escape hacia el conocimiento de eso que debe permanecer oculto. Pero esa carta dirá a otros lo intenso y secreto de un ideal humano. Por ello habré de reconstruirla y hacer de ella la viva flor de su memoria. Angélica (me lo dice este quedarme aquí sin movimiento propio) será siempre el tiempo de esta máquina que no me deja escapar. Sólo el tiempo, no la materia que rechina y devora el espacio. ¿A quien escribiré ahora, a quién diré que estoy en una soledad interminable, donde la única puerta será, acaso, el olvido? No, hablar de olvido ahora parece una irreverencia. No será olvido, será una salida hacia el encuentro final. Entretanto escribiré a mis padres. Diré a mi madre que espero volver a ella para que me diga qué debo hacer de nuevo, y que al arrullo de sus tiernas palabras una mujer buena y honesta disfrutará de mi apacible amor. Entretanto quisiera no pensar en nada más. Mi tierra ardiente volverá a verme, iré con mi flor a reverenciar el recuerdo. El mundo me rodea, lo humano es alrededor y amar con toda la sangre del corazón. ¿Habrá sufrido alguien este mismo intenso sentir del cuerpo atado a una máquina veloz, alguien el deseo se somete a sus cadenas? Porque no es la liberación seguir las huellas del drama y abrir las ventanillas para dejar el. cuerpo entre las piedras de la vía. Esto niega el valor y la altura del sufrimiento. Lo cierto y eterno está en la posible palabra que guarda la memoria. Y es esto lo que hago por ti, Angélica».

Ahora sí quisiera hablar, piensa Alirio, y mira hacia el vecino, pero éste duerme como cualquier pasajero que se despreocupa de lo que oye y ve, en espera del preciso momento en que la máquina rechina más fuerte y avisa el término del viaje. Para Alirio un nuevo viaje comienza. Le es imposible permanecer ahora, después de lo escrito, clavado en la butaca de viaje. Se levanta, un poco tambaleante, y va hacia el bar del coche, y allí dice que le den whisky. Siente que ello es una de esas imbéciles ocultaciones necesarias a quienes han de cubrirse con lo más fácil cualquier apremio espiritual. Lo hace casi sin pensarlo, porque allí, entre los pasajeros que circulan en el tren, no le será posible desviarse de su imperiosa soledad dolorosa.

—Uno más —le dice al barman, luego de apurar el primer vaso en unos intranquilizadores segundos.

Con el vaso en sus manos mira hacia aquello que, pasajeramente, le deja contemplar la velocidad de la máquina. El mundo rueda cerca y lejos de su presencia. Es un panorama de otoño que circunda su encadenada emoción dolorosa. Sabe que ahora, después de un tiempo inmediato, desconcertante, la máquina rodea la cintura de la ciudad donde Poe intuyó vidas fantásticas, bajo la sombra de un signo fatídico, y donde grabó la memoria sentimental de Annabel Lee en versos que iluminaron el os-curo signo de «El Cuervo». Dentro de pocos momentos estará en su residencia y no sabrá cómo evitar el estallido de su sangre. ¿Tendrá que solicitar la grata compañía de Brenda o irá a pedirle a Elsa que desea salir con ella, a pesar de su temor de hacer algo indebido? ¿O quizás pida un permiso a sus superiores inmediatos y regrese a decirle a Yadsga que le acompañe al lugar donde podría besar el suelo para recoger acaso una gota de la sangre que no sintió vibrar bajo su propio cuerpo? Pero no, estos nombres no son más que gratas sombras en un momento de asidero imaginario. Acaso ni eso. Ahora es un prisionero de la máquina que se traga el espacio y alarga sádicamente el tiempo. Alrededor suyo hay apenas un mundo de gentes que ignoran impasiblemente el interno inundo de un hombre. El otoño —dice— señala que el mundo es triste. Terrible será el frío del cercano invierno. ¿Vale la pena soñar en que después, entre verdes que florecen, existe una primavera?

***

Los ojos salvajes

«¿Quién tiraba el dado, decidía la vida de un hombre antes de nacer? Les daba narices a todos, les ponía ojos, estómagos y sexo, sin mayores diferencias. Pero los apartaba ya en el vientre de sus madres. Algunos no debían sonreír nunca, ni recibir sonrisas; los otros eran arrastrados a la luz del día, y para ellos brillaba el sol. Y habían salido, siniestra multitud, habían roto las paredes de los sótanos y las cadenas de hierro para calentar su piel al sol. Ahora así pensaban y guiñaban los ojos, ahora todo estaría bien; el rancio olor se evaporará en nuestros cuerpos, no lo exudaremos más. Pero el mundo iluminado sin murallas no era para que ellos lo gozaran, estaban muy poco acostumbrados a la estridente luz. Pateaban y forcejeaban como ciegos; lo que agarraban partían en pedazos. Uno tenía que vigilarlos; como a bestias salvajes, uno tenía que guiarlos». Arthur Koestler —«Los Gladiadores».

Es apenas la tarde.

Un aire de lluvia atraviesa al río desde la llanura.

La ciudad alza su peñón de antiguo dominio sobre las aguas. Allí, en lo más angosto del cauce, la ciudad apoya los pies en la roca de la orilla para no resbalar en el agua de su gran río. La ciudad arde en el calor sofocante de la llanura. Allí, con ella, está Guayare. Está solo, con la mirada en el agua terrosa. Con los otros pescadores y solo, frente a las nubes que amenazan echarse encima del río, de las sabanas, de los caminos por donde él, hombre, llegó a la tierra en la tiniebla del tiempo. Por donde más tarde venía el toro ciego que ahora le muestra, allá, entre la nube, los cuernos luminosos. Había seguido él, hombre oscuro, aquella manada de ganado para regresar a la orilla fluvial de donde salió temeroso, como ensogado. Y aquí está otra vez, con la espalda hacia la selva.

Es roca de siglos la piedra desde donde el hombre mira a otros hombres en los momentos de tirar éstos los coladores para atrapar algunas sardinas. Las zapoaras y los morocotos apenas comienzan a rebalsar las corrientes del río. Los peces huyen de ellas para caer en los remansos orilleros y morder los anzuelos o quedar cogidos entre las pequeñas redes redondas. Es roca de mucho tiempo, sedimentación de las aguas, de la tierra arenosa. Desde allá el hombre mira hacia la otra orilla. No buscará irse de nuevo por la tierra llana hasta los lugares que atraen con ofrecimientos de otra vida diferente a la suya. Él es hombre, Guayare solo, restos de indio. Él allí oye decir a Cani, la muchacha de traje roto que ha vuelto para buscarlo y vive con él, unas palabras dislocadas. Se las dice al más joven:

—Turepa, dame unas sardinitas, de las que no muerden, porque si muerden entonces son como yo y no son sardinitas.

Es Guayare el que oye, el que a veces silba, el que no piensa con detenimiento pero ya siente con tristeza de vida desorientada. Es Guayare el que oye lo que Turepa responde, mientras otro hombre viejo que vino hasta la piedra también, el pescador Curiapo, escucha las palabras para defenderse a su turno.

—No hay sardinitas, Cani. Comerás césped del río, sabe a zapoara.

Turepa mira a los otros hombres y agrega:

—Hoy te libraste, Curiapo. Yo conseguí no más que una zapoarita.

El viejo escupe y se defiende:

—Porque la tarraya me haló y supe sostenerme, y no me fuí con los peces hasta los remolinos pedregosos, y pude agarrarme sin miedo, y tú llegaste sólo con el anzuelo y con el colador, y sin brío no se consigue la moscada, porque esto es de hombres, como este Guayare, que ahora descuida la pesca y no hace sino mirar y mirar la otra orilla, allá donde sudan los hombres de las minas negras, donde se queman las almas de todos sin que se salve una, una solita, para andar como el ánima sola.

Cani tararea y canta su canción preferida, que también es la de todos:

 Tarara rará rará…

que si comía la zapoara

le botara la cabeza.

El viejo Curiapo la sondea por debajo de su sombrero de palma, que encaja en su chata frente de caimán como alero de choza, bajo cuya sombra las ventanas de sus ojos asoman su malicia de años.

Guayare ya no espera nada de nadie en este lado del río, al pie de la ciudad caliente, debajo de los árboles que refrescan las horas de col alto, sobre la piedra donde los hombres dicen que «se libran» cuando consiguen los peces y los llevan a vender colgados en ganchos y en anzuelos. Solamente Cani le acaricia a veces la cabeza tostada, si ella está allí con más calma y no ha llegado para pedirle unas sardinitas a Turepa. Cuando Turepa se las da la quiere llevar a su rancho. Le dice que él pesca por distracción, que allá tiene hortalizas y legumbres y un buen pedazo de tierra para trabajar. Pero ella dice que Guayare es todavía su hombre y que por nadie se irá al otro lado, de donde Guayare y ella vinieron con el traje despedazado y la cabeza atolondrada, como hueca. Ni a ninguna otra parte.

Turepa sabe mirar a la mujer con ardor que le llega en el aire del clima. Sabe que su cuerpo está entero, que tiene en sus brazos el poder de los años. Pone su cara alegre en cada momento en que Cani se arrima a Guayare y éste quédase mirando el agua. Turepa lleva en su cabeza una gorra de lino blanco, ladeada como ala de garza que cruza el vuelo. En sus palabras locuaces hay siempre despreocupación, sonrisa de tiempo sin nubes. Le dice al viejo:

—Te doy mi colador por tu tarraya, Curiapo. Ya no puedes con ella.

—Te vas a enredar en ella, fachoso.

—Guayare no la quiere por dos sardinas, porque el plomo que tiene está hueco.

—Hueco tienes el rabo, mono sin rama.

Los otros ríen y la corriente cercana del río también ríe con sus dientes de espuma brillante. Guayare oye al viejo, mientras apenas trata de sonreír. Le gusta que hablen. Las palabras le saben mejor que los pescados fritos, que ya no come con gana. Lo que dice Turepa es para él un pedazo de vida nueva, pero le entristece la suya propia. Si Cani supiera oír esa voz con su sangre de hembra rechazada, no estaría a su lado tocándole la cabeza y mirándole como perrita faldera. Cani es todavía una sardinita pescada que puede revivir a la orilla del río, entre corrientes de sangre. Sabrosa sardinita de aletas cariñosas y de pecho abridor para romper el agua corriente. Pero le pusieron unos adornos de mujer y en su vestido lleva la muestra del descuido que pone en las palabras. Apenas tiene ya ojos para mirar a los hombres. Se le cierran frente al brillo del río, en los días abiertos. Ya la mirada se le esconde entre su pelo que siempre le cae sobre la frente con insistencia de ramas espantamoscas.

Guayare ve que el río es lento, poderoso, que lleva en sus aguas las sombras de la selva, que se acuesta en él la pereza de las nubes cargadas y el sol pleno de las llanuras durante los días en que las lluvias no se han descuajado todavía desde los truenos por las ramazones de los relámpagos. Ve que el río se revuelve con el impulso motorizado de algunas lanchas pescadoras o de pasajeros, mientras las curiaras y los bongos chapalean bajo la fuerza de los hombres que recogen las tarrayas pesadas de plomos, con incautos peces enredados en su seno. El río es lento y así es el hombre Guayare en todas sus horas, en sus movimientos de animal, pegado a su chinchorro y a la playa donde consume raíces y peces frescos. Así oye lo que dicen los hombres extraños, en palabras conocidas. Voces que ya le han circulado en la sangre, en la vida que se le ha ido en el viento. Los otros hombres han dicho: «Estarás allí todo el tiempo como un puerco en el barro, sin saber nada más que aquello de que formas parte, eso que en la tierra te precipita para lograr de ti un alarido alegre o cargado de miradas tristes».

Los otros hombres, los mineros extraños, dicen todas sus palabras raras cuando lo invitan a seguirlos por entre los árboles, los pastos y los ríos. Los mineros le dan confianza. Comen de los pescados y de las raíces de que se alimenta él, Guayare solo. Es el hombre de mirar receloso y boca para callar siempre, con el peso de la indiferencia y la atracción de la vida simple. Él, Guayare solo, dice que no. Alza la mano y señala las nubes cargadas. Luego tiende el índice hacia el río. Dice que su rancho de paja espera verse cubierto hasta el mismo techo, cuando lleguen las lluvias pesadas. Él, entonces, irá más arriba, hacia las colinas verdes donde animales cimarrones se ocultan entre las matas. Esperará allí hasta que el río baje y en el cauce vea otra vez las piedras donde la planta humana no se moja en los días de sequía y las manos hábiles se preparan de nuevo para la pesca en la próxima subida de las aguas.

Guayare es como un buey cansado que se para debajo de un árbol. Sin ser viejo lleva en su espalda un invisible bulto de años. Su rostro suda ahora con la facilidad de un espejo arrimado al calor del agua hirviente. Él mismo no comprende por qué en su rostro y en sus manos se estira la piel oscura, y en ella hace surcos el sol del verano. Vive, sin duda, atormentado por el escozor que le produce su pasada vida bamboleada, sin proponérselo. Cani lo mira y él rehúye la insistencia de ese querer andar ajeno sobre las preocupaciones de su vida. No lleva en su cabeza sino un trozo de tela pintada, que se amarra a la nuca como cualquier lavandera de las entrantes del río. Es ése su plumaje de hombre tribal, maduro ya de los golpes y ahora anclado en un rincón casi miserable de su vida. Allí están todos para verle su figura de mono mejorado por el cruce de la sangre entre los ardores húmedos de la selva. Es lo único que le queda para mostrar: su torso de brillante piel cobriza y su pelo liso recogido por la tela de pintas, chorreado en las sienes como pequeñas hiedras sobre cualquier palo de caoba.

No iría con los otros hombres a lugares distantes. El cielo, la tierra, el agua, los animales, la hierba, su mundo de pequeñas cosas y de emociones por actos sin complicaciones, vinieron desde muy lejos hasta él. O acaso él, Guayare sólo, hombre de sí mismo, fué hasta esas cosas, hacia sus cosas, para ver el tiempo a su manera, para pedir al viento sus orientaciones y sus deseos de pequeña bestia.

Él sabe por qué está allí y por qué no se irá de ese lugar suyo. Si lo hace, será hacia la espalda, por entre los árboles gigantes. No es por Cani, que ya debe ser de Turepa, si ella quiere. A él no le importa. Los mineros querrán llevársela también, otra vez, si pueden, junto a los hombres jóvenes que los siguen, que son sangre de la tierra. Él no, no se irá por las sabanas ardidas, por los claros selváticos, por los caminos del ganado, hasta donde se achicharran las almas en aceite negro hirviente.

Él sabe por qué. Había mucho trabajo sobre la tierra distinta. Él trabajó duro, con esfuerzo de su sangre que enlazaba lentas serpientes en su cuerpo y enredaba las horas en los árboles frondosos. Pero allí encontró a Cani. Sus horas se aclararon para despertar las serpientes de su sangre y seguir el agitado movimiento de los hombres que le mandaron a trabajar. «Tienes el color de cobre de mi piel y ninguno de esos hombres te hará la vida como la quieres, porque son compradores y vendedores de riquezas». La mujer oyó las palabras y las entendió, lo mismo que entendía las que le decía el viento entre los árboles. Ella vino también de las raíces de la selva. Aquí los hombres deseaban sus senos de merey pintón, sus formas de colina parda, moldeada por el agua y el viento.

Ella también podía decir: «Me hacen gozar como una cierva suelta en el claro del bosque, cerca del río, entre la hierba». Guayare escuchó el rumor de la garganta de Cani, que salía con aliento de su propio mundo, que saltaba en la boca de gruesos labios húmedos, como un arroyo despeñado. La llevó a su rancho, en el campo de trabajo. Allí la puso a lavar ropas grasientas y a cocinar para los dos. Por las noches cuidaba sus miradas de gata que reía entre las complacencias del sexo. Para distinguirse entre las exigencias de la tierra extraña no llevaban sino los perfiles de sus rostros, el color que el sol iba oscureciendo más en los días de trabajo. En la choza de techo pajizo cruzábanse sus ojos y anudábanse sus manos, para vestir la vida con los adornos que su sangre encontrada revivía en las mejores horas de goce elemental.

Aquellos hombres eran de esos que rondan detrás de los trabajadores por la orilla del río. Le habían dicho esas palabras, que ahora le llegan en las hojas caídas, bajo el viento de la lluvia que se acerca: «Estarás allí todo el tiempo, como un puerco en el barro, sin saber nada más que aquello de que formas parte, eso que en la tierra te precipita para lograr de ti un alarido alegre o cargado de miradas tristes».

Él era un hombre para algo más. Le descubrieron la fuerza para la pelea bruta con otros hombres. Le hicieron fiera, entre los hombres.

—Eso era así, Curiapo.

El viejo oye y echa sus palabras en el río:

—Así es, Guayare.

Ahora se lo dicen entre sí, como en secreto. Eso es la fuerza de los puños, el brillo de los metales convertidos en monedas. La fuerza suya, la de él, domesticada por los hombres, saltó en la lona con bríos instintivos y alcanzó la habilidad de las bestias civilizadas. En las peleas agitaba su cabeza con lentitud, sin arrogancia, porque a él no le agradaba el nombre deportivo que le sobrepusieron a su nombre. Le llamaron El Terror de la Selva. Los hombres gritaban, en algarada feroz, cada vez que sus manos aporreaban la cabeza, el pecho, el rostro, los costados de los otros peleadores que como él subían a las lonas en cuadrilátero para despertar el ánimo adormecido en los campamentos de trabajo. Sus puños dejaron hondas huellas en los rostros de sus contendores. Él, Guayaré a secas, el terror de la selva para los espectadores, cayó también un día entre la furia de los gritos. En ese momento su mundo se hizo más oscuro, volvió a las tinieblas de su origen. Su cabeza le quedó después como hueca, mareada. Ya no volvió a ser el guía de sus pasos, su vida simple.

Mira a Cani, ahora, y no comprende por qué ella ha vuelto hasta él. Allá se quedó, como ciega, hueca como él, entre la fuerza de los puños y el brillo de los metales. Seguramente la golpearon como a él, después, cuando ya sus formas frescas fueron tomando la escualidez de los jardines sin abono. Él la mira y sus ojos se pierden, como allá, entre los remolinos de la corriente del río. Busca en el agua el término de la luz, el comienzo de la sombra, eso que para sí mismo está oculto en la sangre que lo mueve sobre la tierra. No respetaron su condición de hombre. Le miraron la piel, el rostro triste, la voz tímida. Cani era alegre, con esa risa que busca salirse por las ventanas para correr por todas partes y ofrecer la felicidad. Por ella lo miraban a él con la codicia del dinero. Él no lo tenía en abundancia, como los otros. Las miradas de los otros eran para él como un brillo de monedas robadas. Entre su niebla de fracaso pidió a Cani lo que podía pedir: la tierra suya, bajo los árboles, entre los peces, era la delicia del mundo, el bien de la caricia sin metales. Pero ella era alegre, juguetona, como las novillas de la sabana. La enlazaron para llevarla a corralejas de lujo. En cada oreja lucía pendientes en que brillan las culpas. Cada brazo se ató con metales que llevan a rincones infestos, prisiones de la luz. Eso era natural. El cuerpo de Cani mostraba las formas de la belleza desnuda. La veían desde el mundo que no se acostumbra sino entre adornos donde la fealdad cubre lo hermoso, lo creado para el libre andar entre los deseos. Cani no oyó las palabras que él, Guayare, hombre golpeado, dijo como respuesta a los demás hombres que lo habían invitado a irse por los caminos de la tierra.

El tiempo tornóse fatigante. Él, hombre simple, quedó en la soledad que lo puso en camino hacia la vida suya, de nuevo, con los ojos tristes para mirar el agua, para seguir el césped que viaja suavemente, para señalar las pequeñas naves dirigidas por las manos del viento.

—Aquello era así, Curiapo —torna decir, como entre furiosa multitud que grita.

—Es así, Guayare —sigue el viejo, como haciendo eco a las palabras sueltas.

Todo eso lo sabe el viejo de chata frente de caimán. Antes que Guayare fué él, antes que él otros hombres supieron de la tierra perforada, de la vegetación enmudecida, de la furia humana desbocada.

—No sé por qué me duele el cuerpo cuando el viento se cuela por mi camisa.

El viejo sabe responder para calmar el ánimo despeñado:

—Eso no es dolor, son presentimientos, Guayare.

Aquello es así. Él lo sabe y piensa que Turepa podría ver cualquier día esa vida y echar a rodar la sangre por la tierra chamuscada. Pero éste no lo hará, seguro. Turepa se quedará en su mancha de plantas comestibles, junto a su rancho. Tendrá hijos. Esto le da envidia, pero podrá ser así, con Cani. Ellos verán venir la nube cargada y rezarán con palabras sencillas. Cani es buena mujer. Ya él, Guayare solo, no estará aquí, junto al río. Irá tras su mirada, como vino, hacia sí mismo. En el agua deslizase el color de la tierra, que ya no es sino el trapo enjuagado de la suerte. Aquello es así, como una nueva selva donde los hombres saben mirar monstruos traídos de la tierra distante. Allí, para verse vencedor, el hombre se acostumbra a pasar entre gansos negros, de cuello que sube y baja, de cola de candela que infesta de humos gaseosos el aire, gansos para extraer interminables lombrices negras, todo el tiempo. Eso es el ancho campo del otro lado del río, donde la tierra suda un denso sudor oscuro. Guayare solo, hombre, está ahora con la mirada sumergida en la entraña del río. El agua es un reflejo de innumerables mechuzos humeantes, infestos. Curiapo la mira y teme, porque sabe de eso. Los mechuzos ya son para él incendio de cosas olvidadas. Para Guayare hay una sola humareda que viene desde su sangre y encuentra la sabana reseca, el campo de gansos con la cola de candela. Y después, con pasión palpitante, el toro que rompió la corriente del río para seguir el rumbo de sus ojos ciegos hasta la cimarronera donde ahora muge con libertad de bestia sagrada.

Guayare buscó el camino para volver. La manada de ganado vino, tras la madrina, y él detrás, como piedra que rueda. La punta de ganado lo arrastró hacia la ciudad caliente, desde el otro lado del río ancho y turbio que lleva céspedes como bongos y se engruesa con la tierra buena de las montañas. Siguió detrás de las pintas, de las boñigas, sobre el barro revuelto por las pezuñas despeadas. Él sabía por qué. Seguía al ganado, como peón. Sus pies movían pasos de regreso a su gusto, sin comodidad, pero también seguían un rumbo destinado. Él era, se lo dijeron allá, un hombre de la selva, donde se da el oro como el pasto y los hombres llevan cobre en la piel. El camino de regreso era distancia para meterse en sí mismo, con andar despacioso sobre su propia vida. Las raíces de su sangre habían levantado la frente de muchas ramas para adorar soles y lunas. Fueron también brazos para cazar, para buscar la pesca en los ríos gigantes. Salió, así, del misterio, entre danzas que incendiaban de lujuria la selva, en guerras que desconocían la extensión de los caminos. Era un mundo suyo, aquel mundo de sus raíces humanas.

La punta de ganado vino hacia el río, por el camino embarrado. Él se puso a la zaga, con el canto en los labios nostálgicos.

Novillito, novilliiiiiiiito.

Otro hombre silbaba en la manada delantera. En la segunda, en la punta siguiente, Curiapo caminaba cansado, con los años sobre los hombros. En la última, la suya, se distinguía el andar instintivo del toro ciego que levantaba el hocico para oler el rumbo en el viento. Él puso sus sentidos y su cariño en el animal. Su cariño estaba huérfano. Aquel animal ciego iba delante de su vida, entre las sombras, hacia el matadero, por la muerte.

La chalana quedó repleta con el primer lote de animales. Luego vino la segunda. Atrás esperó la tercera, donde él cuidó de hacer entrar en el embarque al toro ciego que seguía a la madrina. Subían el río contra la corriente poderosa, hacia la mata que guía las embarcaciones. Subían, pesadamente. El peso doblegó la chalana y los animales se deslizaron en el agua del gran río, después de cruzar la corriente donde las embarcaciones cambian el rumbo hacia la ciudad. Un bote lo recogió a él, otro a los conductores de la máquina. Desde el bote él miraba el testuz del toro ciego, como a un tronco a la deriva. El toro ponía sus ojos sin mirada en dirección opuesta a la de sus compañeros. Desde el bote, afanoso, él cantó sus palabras que eran como nuevo cariño:

Novillito, novilliiiiiiiito.

El toro parecía sordo, además. La corriente lo fué empujando como a un trozo de césped con cornamenta, pintado de puntos blancos. Sus grandes ojos sin luz guiábanse otra vez por el olfato, por el hocico levantado en proa hacia la orilla de donde había partido. La corriente dominaba sus esfuerzos que buscaban la orilla. Llevaba el empeño de volver por sus caminos, hacia su querencia. Las huellas lejanas le olían a la cimarronera de sus años de ternero arisco, donde en pelea brava con otro ternero perdió los ojos que sabían ver el color brillante de las novillas para saltar sobre ellas y hacerlas suyas bajo el viento cálido de la llanura, entre las lluvias pesadas y los soles que destiñen la piel pintada de las crías correlonas. Alcanzó la orilla y por allí se fué, escondiéndose de las miradas que buscaban enlazarlo. Le descuartizarían y le venderían en cecina. Cruzó las matas, una tras otra, hasta hacerse otra vez señor de la cimarronera donde sabría querer a las novillas y a las terneras vírgenes.

La voz del hombre, ahora, se alza y dice:

—Curiapo, allá está el toro, lo veo allá en la nube. Aquí el agua me dice que está contento.

—Deje ese bicho endemoniado, Guayare, le va a embestir en un descuido.

Las palabras del viejo no le sirven para sacarlo de la nube en que vive, del agua que lo adormece. Allá, para él, está el toro ciego. Allá lo ve ahora, lo distingue en sus pintas blancas, lo mira desde la piedra, que es roca de siglos. Desde aquí, donde alguna vez le conquistaron, en el comienzo, en los primeros días cuando la vestimenta de los hombres apenas cubría las partes pudibundas del cuerpo cobrizo, lo ve y le silba. Los conquistadores se dieron el gusto de ponerle encima el yugo del dinero. Ahora no. Aquí, con Cani, que ha venido por el río, que se ha pegado a sus manos y ya no le importa que sea suya, vive su vida. Cani es un poco tonta y dice que lo quiere. Con ella ve correr el río y pesca para comer. Él ya no sabe pensar, sino mirar. En la mirada lleva la luz de su destino. Escoger el camino del regreso para ser el dueño de su manada de horas, de las que le quedan para vivir en tranquila compañía de la tierra suya, es su canto de amanecer. No quiere que le dominen las cosas que le rodean. Le arrastrarían como el viento a las nubes, hacia el vértigo que le atormenta. Allá está la nube negra, donde el toro ciego muge en el trueno y levanta sus cuernos en los relámpagos.

Los otros hombres, Turepa entre ellos, se han ido ya a los ranchos. Curiapo no. Este es viejo y está intranquilo por la mirada encendida de Guayare, que es una laguna de misterios. Cani espera que Guayare recoja su tarraya y su colador y vaya al rancho a echarse junto a ella. Guayare la mira y le dice que vaya al rancho y haga la comida. Cani se aleja y otra vez tararea y canta:

… que si comía la zapoara le botara la cabeza…

A Guayare, hombre solo, no le importa ya que ella llegue primero al rancho de Turepa, si quiere. Turepa es hombre para trabajar en la tierra. Cani podría quedarse allá. A él, ahora, le gusta mirar la nube oscura montada en el viento de la otra orilla. Sale la nube desde la tierra llana y se eleva para cruzar el río. Cruzará los caminos, caerá en brava embestida sobre la vegetación sedienta y sobre los animales insolados. Allá aparece, en ella, el toro de cuernos iluminados. Los alza hasta el cielo en breves salidas de su mata cimarronera. Se asoman los cuernos una y otra vez. El toro muge enfurecido desde la nube que ha de regar la tierra.

—Es él, Curiapo, mírele los cachos y oiga como brama para llamar a sus novillas desgaritadas.

El viejo no comprende. Guayare lo dice y mira el agua de la corriente con insistencia endemoniada. Cree que todavía es posible enredar algo, algún pez retrasado, en la pequeña red redonda. La tira con furia y dice a Curiapo que así, como él, no lo hace nadie, ni Turepa. Turepa estará acaso con Cani. No sabe bien si le importa ya. Pero la furia le enlaza con las aguas del río. El viejo Curiapo mira la habilidad de Guayare. El viejo está intranquilo, como si el río comenzara a tirarle de los pies. Guayare mira el agua con ojos perdidos entre la nube donde los cuernos luminosos, ramazones de los relámpagos, se entrecruzan veloces. Muge de nuevo el lejano trueno de la llanura. El hombre aquí, junto al río, sólo ve ahora, en su oscura tarde lluviosa, un trozo de césped rojo desmembrado entre la corriente que rebulle en la orilla pedregosa. Allí hay peces y corrientes que le electrizan el cuerpo, que le invitan a ver la piedra sumergida en el fondo del agua terrosa. Nadie más, él sólo, sabe que sus raíces tienen contacto con las raíces de la roca dormida, echada allí desde la edad misteriosa de su sangre.

Resbalar hacia la muerte sería mostrar el brillo de un relámpago en los ojos que saltan desde un rostro hacia una nube cargada de lluvia generosa. Pero la muerte, para Guayare, sería otra vez el principio, la invitación del río a buscar las cosas ignoradas. Él ahora quiere irse por las huellas húmedas donde las ramas hablan con el viento de las tormentas. Extiende la red sobre la roca y no dice palabras innecesarias. Se aleja sin hablar. Son pasos hacia la ausencia total, lejos del río y de la roca, hacia la sombría existencia elemental. Son casi saltos. Lleva una mirada en la que renace el mundo suyo. El mundo iluminado de sus impulsos casi bestiales. Silbará y vendrán las aves a comer en su pañuelo. Por allá, a la vuelta de un árbol gigantesco, encontrará el rastro perdido. Dominará al jaguar con sus manos, hasta rendirlo. No mira atrás. El viejo Curiapo le vería los ojos encendidos, como de sol detenido en la lluvia que refresca las hojas del árbol de su rancho. Sus ojos de amargura brillan con la luz atávica del misterio.

El tambor pardo del río resuena ahora bajo innumerables golpes que se confunden en el ondeaje primitivo de un sonido grave y lento: Ton. Ton. Ton. Ton. Ton.

Llueve.

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