Rufino Blanco Fombona
EL DOLOR DE PEDRO
era la media noche. Pedro acababa de matar la luz de su lámpara. Los cuadros, las efigies galantes, adorno de las paredes; la bujía de cera roja del velador; el mármol resplandeciente del aguamanil; los volúmenes, de tafilete bruñido y lustroso; cuanto era sonrisa de la luz, en la estancia, cuanto devolvía el beso de oro de la lámpara en nota luminosa, entraba en la obscuridad. La habitación, paramentada de sombra, yacía en la mudez. La luz no cantó más su canto de notas risueñas. En el centro del dormitorio, Pedro, en pie, parecía una estatua cubierta de un paño fúnebre.
Y el joven entró en el lecho, y se arrebujó en las frazadas, gustoso de respirar aquel ambiente de soledad bienhechora.
Apenas reclinaba la frente, satisfecho de sí mismo, aquella noche consagrada al estudio, apenas oreaba sus párpados el ala del sueño, cuando escuchó un ruidecillo. Se puso A oír: el ruidecillo era como de patas de mosca sobre una cuartilla de papel; como de un vuelo susurrante de cínife; como de enjambre de hormigas arrastrando un ala de mariposa.
Y desde el propio lecho acechó el sitio del rumoreo. En una pata del escritorio que simula una garra de león, miró lucir una chispa como de astro, intensa, de luz amable y generosa.
Pedro creyó ver un brillante, rico regalo de algún duende; pensó que alguna hada munífica le hacía, por manera curiosa, aquel gentil presente. Pero el diamante comenzó a titilar como un Véspero, al pie del escritorio, y temblante, movía su luz bajo la zarpa de caoba.
Pedro comprendió que mal podía ser un diamante la lucecilla vivaz y móvil. Y encendió la bujía de cera encarnada.
Entonces pudo ver una cosa épica. En una red de araña, de tenue urdimbre gris, un gusano de luz, un cocuyo, se debatía prisionero, acometido por inmunda cucaracha.
Pedro se llenó de piedad y de ira.
De piedad hacia el pobre animalito luminoso; de ira por el bicho repugnante, nauseabundo y traidor.
Al momento ideó redimir de aquella trampa gris, y salvar de aquella sabandija, al mísero en prisión; más, primero, quiso matar el insecto ascoso, y lo persiguió por todo el cuarto con una rabia carnicera. La cucaracha, medrosa, corría y corría, hasta perderse quién sabe en cuál rincón de la pieza.
Fatigado de una vana persecución, Pedro se restituyó a la tarea de salvar la luz, presa en la red gris de la araña. Tomó de sobre el pupitre una plegadera de marfil, y, con dulce piedad, lleno de ternura, redimió al insecto infeliz, al pobre animalito luminoso.
En la punta de la plegadera de marfil, ya en salvo, el cocuyo daba su claridad, como una sonrisa fulgurante de gratitud.
Y sucedió que en un aleteo, acaso en una vibración de regocijo, el insecto, resbalándose, cayó sobre la pierna desnuda de Pedro. Este, en un movimiento de nerviosismo, sacudió la pierna, rozada con aspereza por las alas y patas del cocuyo; el cocuyo rodó por la alfombra, y Pedro, de súbito puesto en pie, impensadamente lo aplastó con su planta.
Mientras tanto, la sabandija inmunda, la perseguida cucaracha, miraría la escena, de fijo, desde algún rincón de la pieza, vibrando las alas, oblondas y parduscas, en explosión de contento.
Víctima de una tristeza irracional y profunda, esa noche, Pedro no pudo conciliar el sueño. Las horas pasaban. Pedro vio las primeras tintas de la aurora entrar en orlas de luz por las rendijas de la ventana. Abrió un postigo. Y entonces fue, después del triunfo del dolor, el triunfo del color. Los cuadros, las efigies galantes, adorno de las paredes; la bujía de cera roja del velador; el mármol resplandeciente del aguamanil; los volúmenes, de tafilete bruñido y lustroso; cuanto era encanto de la luz, devolvía en notas risueñas el beso del alba.
***
HISTORIA DE UN DOLOR
Eran los cuatro pensionistas, cuatro bohemios unidos por el amor al laurel y por el capricho de una juventud gitana. Fraternizados por el ideal, que era uno mismo en todos, y por la primavera, que en todos florecía, se juntaron como palomas viajeras en la rama de un árbol del camino.
Esa mañana, la charla de sobremesa rodó sobre cosas íntimas, páginas de hogar; y uno, el más joven, amable hijo del Sur, decía la historia de un dolor.
—Aun veo, expresaba, aun veo con extraña fijeza de alucinado, a mi padre en su lecho mortuorio, enflaquecido por la enfermedad, pálido, respirando ya el aliento fatídico de la Muerte, la azabachada cabellera riza sobre la almohada muelle y nívea.
A un lado del lecho veo a mi pobre madre, desolada, y discurriendo en la sombra, los ojos enrojecidos, los rostros pávidos, espectrales, a mis hermanos pequeñuelos, para quienes todos tenían una mirada de compasión, míseros niños que, como las fieras del bosque, presentían la tempestad, sin comprenderla.
¡Cuán dolorosa fue aquella despedida! De los rincones salían enmarañadas cabecitas rubias. Las tímidas voces empapadas de llanto, alguien las extinguía, piadosamente, a besos.
Todos íbamos a comulgar. El altarito se alzaría en la propia estancia del enfermo. Quizás Dios obrara un milagro; y ¿por qué no? ¡Había hecho tantos! Pero la Muerte caminó muy de prisa, e impidió celebrar aquel último banquete. Súbito el enfermo llamó a mi madre, volvió el rostro hacia ella, la miró con una mirada dulce y profunda, y comenzó a morirse.
Yo nunca había visto expirar a nadie. Cuando miré la palidez de aquel rostro querido; cuando oí aquellas preces interrumpidas por sollozos, y la voz trémula de mi madre que imploraba para que llevasen al señor Cura; cuando sopló el viento de ultratumba en la alcoba donde mi padre se moría, temblé un momento con temblor extraño, y desalado, medio loco, eché a correr, calle afuera.
Llegué instintivamente a la Catedral: vi a un sacerdote.
—Señor Cura, señor Cura, le dije, corra usted conmigo; venga a auxiliar a un moribundo.
Algo murmuró el levita en son de excusa: no le era posible.
—Señor, señor; venga usted, por Dios; y le besé la mano, allí, en el pórtico de la iglesia.
Me señaló el Seminario, al lado del templo: podía ser que ahí encontrase algún sacerdote. Y volé al Seminario. Un Cura se paseaba tranquilamente; me acerqué a él, trémulo.
—Señor Cura, mi padre se muere; auxilie a mi padre.
El buen Cura me hizo saber que no podía abandonar el Seminario.
Algo pasó en mi alma, algo muy doloroso. Me imaginaba yo que todo el mundo debiera estar triste: mi padre se moría. ¡Aquel hielo me heló! Así murió mi fe, de muerte violenta, asesinada por los Ministros de Jesús.»
El joven calló. Su alma, paloma enferma y nostálgica, volaba a cernerse con voluptuosidad melancólica sobre el deshecho hogar paterno, y volvía, en el pico el recuerdo, como bendita rama de boj.
Y cuando concluyó de hablar el joven del Sur, una llama de indignación ardía en todas las miradas, llama a cuyo fuego se evaporaron muchas lágrimas, prontas a humedecer los ojos.
***
CARTA DE AMOR
Aunque escribo esta carta pensando en ti, mujer, no es para que tus queridos ojos claros la desfloren, ni para que tu corazón apresure su latir oyendo la confesión del mío.
Me dirijo a ti, en pensamiento. No eres tú quien está lejos de mí, sino tu corazón. No exento de triste voluptuosidad me abro a ti, de fantasía, como remedo pesaroso del tiempo, aun cercano y tan dulce, en que hablábamos de amores, las cabezas muy juntas, mis ojos en tus ojos, tus manos en las mías.
Sin embargo, verás estos renglones. Después de todo, tienes derecho a mirar por la rendija de luz que abrieron tus ojos en mi alma. Ahora no será, sino algún día, cuando yo me aleje más de tu memoria; y de ti no quede en el corazón del bardo errante más que un recuerdo, terrón de mirra, de esos que aroman la juventud.
Lo más dulce de nuestro amor fue su génesis: el espacio del primer saludo al primer beso; lo más noble su plenitud: el paréntesis de felicidad; lo más inquietante su ocaso, que, como toda agonía, es un dolor.
Hoy es sábado. Algunas semanas atrás este día era para nosotros de encanto. Nos complacíamos, por una extraña convención, en adornarlo con las rosas florecidas en esta mañana de juventud. Lo imaginaste un día propicio; y era en efecto un día de locura. Aunque, a la verdad, tu capricho no lo comprendo ahora; para nosotros ¿cuál día no era sábado?
¡Hoy, cuán distinto! nos separamos, huyéndonos. Tú correrás a tus amigas, o al parque, o al vértigo de la avenida; yo me encierro voluntario en estos muros, abro la jaula a mis tristezas y las miro batir las alas de sombra.
¿Vuelan tus horas tranquilas? ¿Nunca me consagras tu pensamiento? ¿Es verdad tu ficción? ¿Nada turba tus noches? Tu máscara es de impasible. No revelas sino harmonía y bienaventuranza.
Pero dudo que indiferente vayas, hoy mismo, adonde yo solía acompañarte, sitios que este sábado tal vez andarás sola.—¿Nada te dirá la mudez elocuente de las cosas; de esas mismas cosas cuyo acento silencioso interpretabas ayer por favorable a nuestro amor?
Si conocieras hoy la curiosidad de mi pluma y de mi espíritu, radiante de júbilo me creerías enamorado. Y de veras te digo: nunca me despertaste más interés que ahora, cuando te pierdo.
Yo te he visto junto a mí, delirante de pasión. Yo he sentido rodeado mi cuello de tus brazos, blancas serpientes de amor; y tus caricias me han envuelto en fogosa nube. Yo he oído tus confesiones, entre besos.
Yo vi el oriente puro de todas las perlas de tu alma. Tu cuerpo y tu corazón fueron míos. ¡Y nunca te amé como ahora! Te amo con el amor piadoso de lo que se va: como ama el jardinero la planta que un día cultivó, y ve deshojándose; como ama el padre, entre sollozos, al hijo que se muere.
Tus primeras caricias me fueron dulces, muy dulces, doblemente dulces; representaban una conquista sobre tu corazón y un robo a tu marido. Tú eras «la fruta del cercado ajeno.» Eras manzana de oro de un jardín hespérido, guardado celosamente; y tu conquista valía por un trabajo hercúleo. Eras, en ilusión, la Elena a cuyo rapto ardería Troya.
Además, vi tu hermosura intrépida, casi desdeñosa, afrontar la granizada de lisonjas, que llovía sobre tus primaveras, aun en flor; y tuve por valerosa la empresa de rendirte, en lid galante.
Roto el hielo, enfrenado tu indiferentismo, siendo ya mía por cópula ideal, me produjo tu amor dulces horas de dicha, tan dulces, ay, como fugaces. Paseé tu gentileza de mi brazo, por entre los disparos de la envidia, frente a rivales sin fortuna, bajo miradas rabiosas. Mi vanidad se adornó con tu hermosura. Te lucí como una joya.
Y cuando tu cariño se cristalizó en besos, cuando florecieron las ternuras, estuve lleno de alegría y de vanidad pensando cómo desterré de tu corazón a tu esposo. Entonces fue cuando una gran orquesta rompió en dulzuras líricas, allá adentro en mi alma. Algo cantaba en mi corazón; pero en voz de sirena, suave y pérfida.
Supe un día, con detalles que arrancan gritos de angustia, toda tu historia. Con tu marido no eras feliz. La mujer frágil, de alma tierna, no se compadecía con el obeso patán. El marrano de tu esposo no te merecía. Las pezuñas del cerdo no eran para tus formas delicadas. Cuanto a tus amadores, ¡eran tan insulsos! Fui yo el primero, me dijiste, cuya necedad no te acidulaba los galanteos. Por eso fueron para mí tus más zalameras coqueterías. Por eso me amaste.
No bien supe de tu boca estas miserias íntimas, cuando comenzó a suceder en mí una cosa extraña; algo semejante a lo que debe de ocurrir al espectador, si luego de seducido por el encanto de las decoraciones, entra en el escenario. Allí verá las aureolas desvanecerse. Allí verá que la magia es obra del tramoyista; cómo las lágrimas las dicta el apuntador.
De tus confesiones mi vanidad de amante salía maltrecha. Tus confidencias mataban mi ilusión. ¿Cuál era mi triunfo? ¿Sobre quién vencía? ¿Sobre tu esposo? No lo amabas. ¿Sobre tus pretendientes? No los apreciabas. ¿Sobre tu corazón? Tu corazón era, ahora lo veía, una presa fácil. Ya no me envanecí de tu afecto.
Tú, entretanto, me querías más. La flor de tu alma, rociada por vez primera con blando rocío de amor, abría sus pétalos, rosados y llenos de perfume. Por eso padeciste de veras, en tu orgullo y en tu amor, cuando empezaste a advertir la tibieza ó el cambio de mi afecto.
¿Qué pasó por tu alma? Casi me atrevería a decírtelo. Pensaste primero, que era ficción de enamorado feliz; luego fue cuando comprendiste que una como racha de invierno penetraba en mi pecho, marchitando queridas y verdes ilusiones. Allá en tus mientes no me juzgas con generosidad; me supones más cruel que infeliz. Y ¿cuándo será que te perdones el haberme amado?
Sin embargo, sabe que soy la víctima, en esta novela sentimental; víctima de una idea, de una preocupación, de una locura, de algo más fuerte que mi voluntad, de algo que tuerce el cuello a una dulzura dentro de mi alma.
Perdiéndote se apaga un sol de mi cielo. Te distancio de mi corazón, a mi pesar; a ti, en cambio, te separa del mío el orgullo. Te dices ofendida con mi proceder. El sacrificio de tu amor es el tributo que pagas a tu vanidad.
Ave de paso, yo volaré lejos, muy lejos, más allá de los horizontes. Padeceré la nostalgia de tus caricias; y los besos nacidos en mi boca, para tu boca, los besos que nunca te dí, me abrasarán.
Pero correrá el tiempo. Cultivaremos nuestras almas; y otra cosecha de amores, acaso más rica, un día colmará nuestra ventura. Cuando se abran las nuevas rosas, y sus pétalos nos llenen otra vez de fragancia, recordaremos con melancolía el viejo amor.
Este amor, que es ahora un dolor, será mañana una memoria dulce. El alma nunca se arrepiente de haber querido; y con más ternura guarda, en el estuche de los recuerdos, la memoria de un amor desgraciado, que la de un amor feliz.