Oscar Sambrano Urdaneta
NO HACE MUCHO TIEMPO un hombre adquirió la extravagancia de que su nombre pasara a la posteridad incontaminado de maledicencias, calumnias, hablillas de comadres, críticas negativas, en fin, limpio de cuanto pudiera afectar su imagen y manchar su honra póstuma.
Por tal motivo le vino la obsesión de comportarse en forma tan correcta que nadie tuviera nada qué sentir ni qué mal hablar de él. Así que cuando se produjese lo inevitable, podría gozar la dicha de haber juntado los méritos requeridos para ingresar en el más allá de los bienaventurados y la satisfacción ─que lo regocijaba por anticipado─ de que su memoria recibiese las bendiciones de quienes lo recordarían como un ser cabal, acabado, único, incomparable.
Como se dio el caso de que este hombre había llegado a ser el último sobreviviente de una familia que hubo de extinguirse en poco tiempo, no teniendo deudos que después de su fallecimiento fueran los albaceas de los asuntos que dejaría pendientes, pensó con mucha razón que debía tomar a tiempo las previsiones aconsejables para que su tumba no contradijese lo que esperaba fuera una reputación inmaculada de su paso por esta vida.
Después de pensarlo mucho y luego de haber desechado varias ideas, eligió la que le pareció más cónsona con sus gustos austeros y sus anhelos ultraterrenos. Contrató los servicios del mejor maestro albañil de que tuvo noticias y le ordenó la ejecución del proyecto que le había diseñado un arquitecto de reconocida competencia, proyecto en el que en acato a sus instrucciones, se daban la mano el arte y la sencillez.
Esto ocurrió cuando el buen hombre sintió que se le avecinaba la hora suprema, debido a una repentina dolencia que casi dispuso de sus días. Sucedió, sin embargo, que por uno de esos milagrosos recursos de la naturaleza humana, el hombre no sólo no falleció sino que recuperó la salud y alcanzó a vivir algunos años más.
Esta sobrevida le dio oportunidad de convertirse en un celoso guardián de su propia tumba, cuyos mármoles enceraba y pulía a diario. También se esmeraba en que ni un diminuto yerbajo creciera en el gracioso jardincillo que rodeaba su monumento funéreo. Era, además, y literalmente, un esclavo del bronce de las cadenas, a las cuales lustraba hasta el cansancio, lo mismo que hacía con la cruz y la sobria placa donde estaba inscrito su nombre con letras metálicas, debajo de las cuales, en caracteres más pequeños, aparecía una frase que a primera vista parecía inmodesta, pero que a manera de confesión o testimonio, venía a ser considerada por él como el compendio, extracto o recapitulación de toda su existencia:
No tengo nada de que arrepentirme en esta vida.
Cuando al cabo sintió que verdaderamente estaba próximo su fin, contrató a un obrero de su mayor confianza para que una vez ocurrido el deceso, se ocupase de mantener impecable su tumba, cuidándola con la misma solicitud, celo, esmero y diligencia como lo había hecho él sin mancar ni un solo día. Para estos efectos, y careciendo de herederos, designó un albacea y satisfizo todos los trámites testamentarios para que se le abonase puntualmente a este obrero la suma convenida por su trabajo, la cual, dicho sea de paso, era muy generosa.
Tomando en cuenta el sino inevitable que aguarda a todo ser viviente, le hizo prometer al obrero que si por alguna circunstancia se veía forzado a mudarse, o se enfermara, o sentía que le iba a llegar, también a él, su momento postrero, le encomendase a alguien de su total crédito que prosiguiera la tarea de arreglarle su tumba, para lo cual en su testamento se incluirían las disposiciones legales pertinentes.
Por fortuna todo transcurrió como fue previsto. A la muerte del buen hombre que había cuidado de su propia tumba y que no tenía nada de qué arrepentirse en esta vida, el obrero dio fiel cumplimiento a su compromiso, conservando la tumba como cuando vivía su dueño: pulcra, reluciente, impecable, incólume. Y así continuó por mucho tiempo, hasta que sintiéndose atacado fuertemente por un reumatismo artrítico, traspasó esta responsabilidad a un primo suyo, quien ─dicho en honor a la verdad─ fue tan meticuloso y tan formal como su antecesor.
Pero también a este segundo celador le llegó el día en que por achaques de vejez no le fue posible continuar puliendo los mármoles ni bruñendo los bronces, ni desyerbando el jardincillo, el cual se vio paulatinamente invadido por un matorral, hasta que desapareció entre la maleza.
Las letras en las que se encontraba escrito el nombre del buen señor se fueron desprendiendo una tras otra, mientras que por ser de menor peso, las chicas no llegaron a caerse. Así que, cubierta por una pátina que casi la hacía ilegible, la frase No tengo nada de que arrepentirme en esta vida, se comenzó a destacar por haberse quedado solitaria, lo que hizo que se fuera haciendo famosa y prestándose a numerosos y peregrinos comentarios.
Transcurrieron algunos años en los que la industria turística vino a ser una de las más florecientes del país. Atraídos por la aureola de un bienaventurado milagroso que había llegado a adquirir, numerosos viajeros visitaban el cementerio donde se encontraba la tumba del desconocido que no tuvo nada de qué arrepentirse en esta vida.
Pronto la concurrencia de turistas favoreció que se abriesen pequeños restaurantes de comida criolla, al frente de los cuales, los vendedores de artesanía ofrecían estatuillas y estampas del rostro que aseguraban era idéntico al del hombre que había cuidado su propia tumba.
En vista de que el sitio se convirtió en un centro de atracción, y de que podía producirle buenos dividendos a las rentas municipales, en sesión memorable en la que brilló la elocuencia de los ediles, el Alcalde demostró que el abandono de la tumba contrastaba penosamente con la veneración de que era objeto los restos allí sepultos afeando de paso el campo santo, desacreditando a los concejales electos democráticamente por el pueblo y dando mala impresión a los forasteros, muchos de los cuales, deseosos de mostrar a sus familiares y amigos tan pintoresca como increíble inscripción, se hacían
fotografiar procurando que el momento saliese como fondo, con lo cual contribuían a la promoción gratuita del lugar.
Considerando todas estas circunstancias, así como el hecho de que la tumba había sido incluida en el itinerario turístico previsto para los visitantes de otras regiones del país y también, y muy principalmente, para los turistas extranjeros, el Cuerpo Edilicio dispuso en pleno que se reconstruyese el monumento sin que se escatimaran gastos. Ordenó que se replantase el jardincillo y se pintasen todos los túmulos con colores muy alegres, pues había que darle personalidad a este cementerio, diferenciándolo de todos los demás. Y lo más importante, que se erigiese una nueva placa, con grandes letras doradas, legibles desde cierta distancia, donde ya no apareciese el nombre del difunto, que no venía al caso, sino la frase que se había hecho célebre por sí sola: Aquí yace uno que no tuvo nada de qué arrepentirse en esta vida.
Como además de los turistas y visitantes curiosos, comenzaron a acudir a la tumba numerosos creyentes que referían los milagros del desconocido, también la iglesia consideró que había llegado el momento de tomar parte en algo que seguramente le concernía e hizo colocar un cepillo de mediano tamaño, el cual, muy pronto, hubo de ser reforzado con otros, para dar cabida a los abundantes donativos, óbolos, dádivas y limosnas que las gentes depositaban en pago de alguna promesa o en solicitud de algún favor. En virtud de la disputa que se produjo entre el Economato del Cementerio y la Casa Cural acerca de quién
o quiénes debían ser los administradores y beneficiarios de aquellas generosas dádivas, en la que no era extraño que apareciesen de pronto divisas de gran aprecio y valor, el Arzobispado y la Alcaldía, en memorable acuerdo salomónico, decidieron dividir lo que se recolectara, en tres partes: una para los fondos de la iglesia, otra que sería entregada a las Rentas Municipales y, una tercera, destinada a los gastos de mantenimiento y ornato de la tumba, que había llegado a ser una importante fuente de ingresos y un centro donde la curiosidad y la fe se daban la mano.
Y fue así como el buen hombre pudo continuar cuidando su propia tumba, la cual aún permanece reluciente, encerado sus mármoles, bruñidos sus bronces y cargadas de flores las plantas del pequeño jardín.