literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de José Fabbiani Ruiz

Feb 10, 2025

Caín

Mañana fresca, húmeda de rocío.

Corre por el mundo grande hálito de alegría, inundando todas las cosas. Tiembla el viento en la cumbre de los montes y es clara, fresca, el agua entre las junturas de las peñas.

En el pecho de Adán hay, como en todas las cosas, mucha alegría. Una alegría inmensa, que se le desborda del pecho. Sus ojos alientan nueva vida. La estrella de la tarde, la que brilla siempre con una luz pálidamente roja, cumplió la promesa: su mujer, la hermosa Eva, dio a luz un segundo hijo.

—¡Otro hijo! ¡Otro! ¡El que queríamos! ¡El que queríamos! ¡Gracias, Señor, Gracias!

La voz poderosa del primer hombre resonaba en la selva como un trueno. Los pájaros volaban, tímidos, y las fieras se acordaban de que había un rey en la Creación.

—¡Eva! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Levántate de ese montón de hojas y ven conmigo. ¡Anda! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Corría. Corría como un desaforado. Y se daba con los puños en el ancho y velludo pecho, lastimándose.

¡Bun! ¡Bun! ¡Bun! ¡Bun! ¡Bun! ¡Bun!

Rebotaban rápidamente, como redoblantes de tambor.

—¡Ahaaaa…!

Y se revolcó, también, en la hierba. Un calor intenso invadió su cuerpo. Le estremeció las carnes. Era deseo.

No el deseo brutal de la satisfacción del sexo en la hembra, sino más bien un regodeo tranquilo en las purezas de la mujer y en la caricia tierna del hijo.

Se le ampliaron las pupilas. Los ojos del primer hombre brillaron como ascuas.

Había un gigantesco helecho en aquel bosque. Su tronco sostenía abundoso ramaje, ofreciendo, bajo él, fresca y regalada sombra.

Adán encaramóse en las ramas más altas. El viento, entonces, se entretuvo en jugar con su espesa cabellera. De nuevo sonaron los golpes en el pecho del primer hombre.

—¡Ahaaaa…!

Brincaba de una rama a otra, haciendo estremecer todo el helecho. Desde allí veía su morada, cúmulo informe de piedras, cubierto de ramas y hojas secas.

Dentro estaría la mujer, con el niño en el regazo. El cuerpo extenuado por el dolor del alumbramiento, los ojos enfiebrados, quieta toda ella, seguramente lo esperaba.

—¡Aquí estoy! ¡Mira, aquí estoy! Reía… reía … reía…

Sacudió dos ramas. Una nube de hojas se deshizo en el aire. Ello era para él una distracción, como cualquier otra. Infantil, pura, sencilla. Lo hizo varias veces. Le gustaba por eso, porque era sencilla. Como correr, como pescar. Parecían las hojas diminutas, cuando volaban quebradizas, animales pequeñitos.

Y las nubes, en su correr, también lo distraían. ¿Por qué corrían las nubes? ¡Ja! ¡Jal ¡Ja! ¿De quién huirían? Seguramente que de Dios. No querían importunarlo, acariciándole las pobladas barbas. La cólera de Dios era temible, porque se manifestaba en tempestades y huracanes. Recordaba que una vez el Señor habíale tumbado la cerca de su vivienda. Él no protestó. Tal vez por eso fue que hubo su mujer un segundo niño, grande, hermoso, como ellos lo desearon. El premio de su mansedumbre. Había satisfacción en él cuando imaginaba a la hembra, allá, acostada, débil, deseando la compañía del varón fuerte. Y el varón fuerte era él.

—¡Ahaaaa…!

Reía… reía… reía…

– o –

¿Por qué sus padres eran tan severos con Caín? ¿Por qué no le prodigaban caricias como con él hacían? Le dolían los mimos de Adán y de Eva; le dolían por el hermano. Porque sentía sobre sí, como un reproche, la soledad y el desamparo de Caín, que nunca supo sino de la aridez de las rocas abruptas y del yermo cariño de quienes lo trajeron al mundo.

Y Caín nunca le dirigió palabra. Sólo una vez, cuando contaba cinco años. Acariciándole las guedejas:

—Eres hermoso —le dijo.

No creía que su hermano fuese malo. Si no lo buscaba era porque Caín huía. Tenía mucho tiempo en la montaña. Desde que Adán le reprendió, sin ningún motivo.

Oía, sí, los gritos del hermano, cazando fieras. Era hercúleo Caín. Por eso el padre no se metió más con él. Temía su fuerza poderosa. Con razón, pues que Caín aplastaba como nueces las cabezas de las serpientes.

Gigante, musculoso, lo recordaba, desde que le vio por última vez, hacía ya algún tiempo. Abel pensaba en su hermano esa tarde. Porque oyó el grito, desde la montaña. Buscó en la memoria el rostro de Caín.

No lo encontró. Y su alma se llenó de congoja.

– o –

Va hacia el hogar.

Tranquilo, camina, el viento echándole sobre el rostro los sedosos cabellos. Ignora él mismo qué le va a decir a Adán. Sólo sabe del reclamo de un derecho para su hermano. Su padre está con la hembra, en el lecho. Por primera vez le enoja la presencia del hijo menor.

—Quita! —ruge.

Abel permanece de pie, bajo el techado que cobija la puerta de la vivienda.

La boca del primer hombre babea en espumarajos de rabia insana. Sus manos se crispan nerviosamente, sonando las articulaciones, como pedazos de madera astillada. Hubo un sordo silencio. Y las manos de Adán se mancharon con la sangre de Abel.

—Eres injusto, padre. Tú y tu mujer, mi madre, no saben nada de justicia. Él no es malo —recriminó el hermano de Caín, desde su aturdimiento.

– o –

Tarde estuosa.

Caín camina despacio, bamboleando el enorme cuerpo de un lado a otro. Dirígese hacia la fuente escondida, situada en lo más hondo de la montaña que él llama empinada.

Altísima, enhiesta, exuberante, recortada su nuca en el azul sereno del cielo. En ella cazaba y vivía el hermano de Abel.

Habla consigo mismo.

—Le pegó. ¿Por qué le habrá pegado? Yo lo vi, desde lejos, darle un golpe en la cara. Recio, porque su mejilla izquierda se llenó de sangre. Es su padre, pero hizo mal. No ha debido pegarle. Es violencia, mucha violencia…

Camina y deshoja una rama que recogió en la vereda olorosa siempre a tierra recién mojada, cuando llueve.

El bosque es frondoso y espeso. Por eso la vereda posee olor a tierra y hojarasca húmedas. El sol llega allí muy raras veces. Siempre hay frescura dentro del bosque.

El viento zumba entre los árboles, articulando y desarticulando esa música rara, peculiar, que todos conocemos. Caín corta su lento caminar. Es que encuentra el murmullo de la selva distinto a como siempre ha sido. Más hondo, golpea sus oídos. Le dicen algo los árboles en sus inclinaciones dolorosas, en su doblar y des-doblar de ramas.

Caín siente como una presión aguda en el pecho. Mesa los vellos recios y largos.

—Aha… ahaaaa… ¿para qué me quieres, Señor? ¿Eres Tú el que hablas? ¿Deseas, acaso, censurarme el que haya huido de casa? No tienes derecho a hacerlo. Sembraste amor en el corazón de Adán y en el de Eva sólo para un hijo. Para el otro, para mi, sí, oye bien, para mí, que nací bueno y que quise seguirlo siendo, rencor profundo depositaste en mis padres…

Una ráfaga penetra dentro del bosque, brinca y salta dando puñetazos aquí y allá y tira al suelo un árbol, cerca del hijo de Adán. La punta de una de las ramas le ha fustigado la cara.

—Pero no lo creas. Caín no es malo, como su nombre. El corazón del hijo primero del hombre que Tú formaste, es tan grande como el de él o como el tuyo. Si hiciste al Hombre igual a Ti, a tu imagen y semejanza y yo soy malo, como ustedes creen, Tú también eres malo, más malo, más malo que todos nosotros, porque has sido la causal, porque así como sembraste amor, también sembraste odio y rencor. ¿Qué quieres ahora? ¿Me recriminas? Pésate Tú mismo en la balanza y tendrás que despeñarte por los negros y profundos abismos a donde han ido a parar las fieras que se mueren y se pudren.

Paulatinamente arde su cuerpo en ira. Ya es el hombre dueño de sí, que se rebela, que protesta. Inyectadas las pupilas, cuajan en carmín las mejillas. Es todo su cuerpo un raudal de venas inflamadas.

—Y ya no hay remedio. Mis hijos serán como su padre o como su abuelo y toda la descendencia será igual a su ascendencia. Sembraste odio, te lo repito. Ahora recoge frutos. ¡Ahaaa…! ¿Y Tú eras el Ser bueno y todopoderoso de quien me habla Adán? ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! Todopoderoso serás, pero bueno, ¡nunca, nunca! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!

Suena fuerte, cruzando los aires, estremeciendo los ámbitos del bosque, el grito de Caín, que es como un clarinazo de alarma proclamando el reinado del Hombre sobre la Tierra.

Y él mira soberbio a las alturas… Caín ya no quiere llegar hasta la fuente. Es tarde. Casi de noche. Irá mañana, cuando alboree el nuevo día. Encima de la montaña más alta, apuntó, temblorosa, la primera estrella…

– o –

Un hilo de viento frío cruzó por toda la Tierra.

El corazón del primer hombre no palpita con regularidad. Es que el hilo batió también en su pecho. Temeroso, cree en algo grande que pueda sucederle.

¡Era tan grata la vida apacible que llevaban!

Clava sus ojos en los de la mujer. Ella también siente miedo. Ambos se olvidan de sí mismos y oyen, paralizados, el largo ulular del viento que silba y bate en las puertas de la morada del primer hombre.

Silba aguda, implacablemente…

– o –

Noche con mucha plata en el cielo. Plata pura, maciza, que desbarata las tinieblas de las primeras noches, iluminando al mundo, como si fuese de día.

La vereda se le quedó atrás y ahora está dentro de la morada de los padres. Busca el lecho de Abel.

Allí se encuentra, en un rincón, cúmulo de ramas y hojas secas, con pieles de cabra encima.

Aparta con cuidado los mechones de cabello que su hermano tiene sobre la cara, y mira. El pómulo derecho se le ofrece abultado, de un color de carne estropeada.

—Caín…

Murmura quedamente Abel. Y la voz delgada del lastimado llega hasta los oídos del hermano mayor.

—Yo sabía que tú no eras malo, que vendrías a verme. Estaba seguro de ello, Caín. Pero ten cuidado, Adán puede despertar. Es mejor evitar una nueva reyerta. El es violento, tú lo sabes. Vete y vuelve mañana; ellos saldrán…

—Sí, Abel, volveré cuando tú quieras. Sólo quería saber de ti, verte. Por eso vine.

El hermano menor deja colgar la cabeza hacia la izquierda. Una sombra se escurre y trepa hasta el techo de la vivienda. Una sombra que no es de Caín ni es de Abel. Larga, quedóse inmóvil, de repente.

Caín giró todo el cuerpo.

Y el padre y el hijo se amonestaron con la mirada. Adán avanza hacia el lecho de Abel. Caín no se ha movido.

Las sombras, en la morada del primer hombre, se espesaban cada vez más. La plata de la noche fue derritiéndose lentamente.

El lecho de Abel está vacío.

Yace ahora sangriento, entre el padre y el hermano. Intervino cuando este lanzara a aquel una tremenda pedrada.

Y Adán también cayó. No pudo resistir el empuje del hijo mayor.

– o –

Caín también recogióse en la soledad de su alma.

El hilo del viento no cesó nunca de batir en los dominios del hombre.

***

Una historia vulgar

Hoy ha vuelto la tristeza de otros días. Se ha escurrido silenciosamente, como siempre, y ha llegado hasta mí, aguda como punta de alfiler.

En este momento, huyendo de mi mujer, he caído de golpe en el cuarto que tengo asignado. Reposo la humanidad en la mecedora vieja, negra, ancha y muelle. El cuarto siempre está en penumbra, apenas iluminado por unas lamparitas que acostumbro a encender al Sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen del Carmen. La luz del día no cabe, no entra en él. Así puedo recapacitar, con toda tranquilidad, sobre lo que ha sido mi vida.

Estoy, pues, solo con las lamparitas. Josefina, que habita en la sala, duerme; y José, tres años mayor que ella, juega en la calle.

Son los únicos hijos que me quedan; los otros han muerto, unos al salir del vientre de la madre; otros, meses después.

Mi mujer, en la cocina, habla sola, disparatadamente. Gorda, inmensa, de carnes blancas y flojas, he comenzado a odiarla. Sí, con un odio silencioso y áspero, como la tristeza que en este momento, siento dentro de mí. A veces me da lástima, pero no puedo quererla como cuando joven.

Yo creo en Dios; por eso siempre le prendo lamparitas a mis santos. Fuerzan esa creencia muchas cosas, entre ellas un miedo terrible que le tengo a la muerte.

¡Qué inmensa soledad!

Son las cinco y media de la tarde; hasta mí llegan el reposo y la tranquilidad de la hora. Ronroneando el gato, taciturno y ondulante, se escurre pegado a la pierna derecha. Es muy amigo mío y tiene ya cerca de cinco años. Quiere subirse hasta las rodillas, pero se lo impido, pues acostumbra soltar mucho pelo. Mira un rato las paredes del cuarto, curva el espinazo, maúlla y luego se marcha, regresa a la cocina, donde mi mujer prepara los macarrones.

En la sala suena, clara como un cristal que se rompe, la voz de Josefina, llamándome. Ella es delgadita y a menudo enferma. La madre, muy raras veces la deja salir de las habitaciones, pues teme adquiera un resfriado. En ocasiones le combato semejante idea, pero siempre salgo perdiendo, y, además, temo que mi indignación llegue al extremo de abrirle el cráneo de un garrotazo.

Josefina ha entreabierto la puerta de la sala y me mira con sus ojos claros e inteligentes.

—Papá, ven —dice, e inclina graciosamente la cabecita.

Después llega hasta donde estoy y me toma la mano. Yo me dejo conducir.

—Siéntate y cuéntame el cuento del Gallo Pelón.

La miro largamente, me siento en el borde de la cama y comienzo: ¿Quieres que te cuente el cuento del Gallo Pelón?

Pero mi mujer rompe el silencio de la sala con un agudo chillido:

—¡Vénganse a comer!

Y, más bajo, le oigo: marranos…

A duras penas tengo que ir a la cocina; le digo a Josefina que después volveré. Ella no articula más que estas tres palabras:

—Sí, papá, ve…

Es una mesa más grande que pequeña, restos de mi antiguo esplendor económico. Es una vergüenza para un hombre confesar estas cosas, que implican una derrota, pero me he propuesto ser sincero.

Ingiero los macarrones incómodamente, pues siento sobre las espaldas el peso de la mirada de mi mujer. Entiendo que me odia, como yo a ella. Antes nos queríamos, no puedo negarlo, cuando poseíamos dinero, mas ahora sucede todo lo contrario. Un eterno mal humor se cierne sobre nuestras cabezas.

Josefina no está en su puesto de costumbre; la madre le ha prohibido venir. Quisiera tenerla siempre a mi lado, es la única dulzura que para mí hay en la casa. José llegó hace un momento y se ha sentado frente a mí. Este muchacho es bizco, medio idiota. A menudo forma unos alborotos terribles, y Leopoldina dice que cualquier día de éstos lo va a matar.

Nadie habla; sólo se oye el ruido de las mandíbulas. Afuera, en el pequeño corral, se aplasta el ruido de una guayaba que cae.

La tarde se empapa lentamente de triste melancolía. Un gris plomizo tiñe el cielo, antes azul.

Mañana debo salir temprano a ver si me pagan la comisión de una venta que hice la semana pasada. Da flojera pensarlo, con estos calambres que han comenzado a atacarme las piernas.

—¿Qué me ves? —pregunto bárbaramente a mi hijo.

—Nada, papá, nada. Pero no me grites ¿oíste?

—¡Calla, grosero!

José inclina la cabeza, mas en esa aparente sumisión descubro una gran rabia interior.

Leopoldina, a medida que quita los platos, los va lavando. Ella come después; yo no podría resistirla.

Repentinamente, descargo un puñetazo sobre la mesa.

—¡Carajo!

José abre desmesuradamente los ojos.

Leopoldina dejó caer unas cuantas gotas de café caliente en el cuello y se me chorrearon a lo largo de la columna vertebral.

—Cuidado, papá, que te va a doler la cabeza —apenas puede articular José.

—¡Eres un animal, mujer del demonio!

Al momento tuve que dejar la cocina; ya en la puerta de mi cuarto, oí el llanto entrecortado de Leopoldina…

La noche, clara, sin los grises de la tarde, la entreveo a través de los barrotes de los dos ojos de la puerta; la siento en el absoluto silencio de la hora.

Todos duermen; dos gatos acuchillan este silencio acogedor con sus maullidos desagradables. El único momento en que puedo mirarme a mí mismo. En la sala también duerme mi mujer; hasta aquí llegan sus prolongados resoplidos. Rezo un Padre Nuestro, porque olvidé hacerlo al principio, antes de acostarme.

Las llamas de las lamparitas tambalean, crepitan, casi se extinguen.

Quiero levantarme, y no puedo; una gran pesadez lo impide. Quiero levantarme para ver la noche espléndida, para llenarme con su frescura, y así descansar un poco de esta fatiga interior que me agobia.

Y, lentamente, siento como un hervor en todo el cuerpo. Algo que fuese quemando hasta la última célula de mi cuerpo; un desgarramiento total. Pienso en mi mujer, pero hace tiempo que sus carnes se han reblandecido, que sus pechos cuelgan, inertes.

Inconsciente, venzo la pesadez que me agobia, y arrastro mi cuerpo hasta la sala. Leopoldina duerme pesadamente. Un aire caliente, denso, comprime este cuarto sin luces y sin ventanas. Recuerdo los ojos de la puerta del mío y la fuerza sensual del pedazo de cielo que a través de ellos se ve.

La sábana no le cubre todo el cuerpo; el seno derecho me ofrece su blancura.

Pienso que algunas veces he querido golpearla. Pero el deseo es fuerte, agobia como la pesadez de hace un momento.

Creo sudar. Las sienes golpean con fuerza.

Muy cerca tengo ya el aliento de mi mujer.

Mas ella ha entreabierto los ojos y hubiese gritado si no le tapo la boca con la mano derecha; en la izquierda sostengo el seno blando, fláccido.

Poco a poco escurro la mano hasta ceñir con ella la cintura.

—No, Pancho, por Dios, que estoy enferma…

Yo no le respondo nada. Cada vez me acerco más y más al cuerpo de mi mujer.

—Que me dejes, que me estás haciendo daño…

Suspiro fuertemente, igual que un fuelle.

—Vas a despertar a Josefina, vete para tu cuarto…

Con pausa, en medio de la atmósfera tensa de la sala, fuí sintiendo que me invadía una dulce tranquilidad…

Amaneció la mañana muy friolenta. Había olvidado decir que cruzábamos el mes de diciembre. Bostecé ampliamente y miré largo rato el ojo de la puerta.

Un aire fresco penetra por él. Palpo un recuerdo lejano; creo que mi mujer ha sido sólo una pesadilla; pero el ruido de los platos en la cocina me trae a la realidad de las cosas. Soy casado y tengo dos hijos; me considero un hombre irremediablemente perdido.

Pocos momentos después la voz de Leopoldina se escurre por las rendijas de la puerta:

—¿No vas a tomar café, Pancho?

Ella espera; yo no le contesto.

—¿Estás sordo, Pancho?

—Sí, tráemelo con leche.

Tuve que hacerlo. No la puedo ver; sin embargo —ya lo dije— me da lástima a veces.

Instintivamente, busco mi reloj, un reloj grande, de plata, con dos rubíes y creo que un pequeño brillante. Es un reloj de bodas y lo quiero como si fuese un hijo.

Las ocho, debo levantarme. Con este frío, se entumece todo el cuerpo. Todavía se regala un suave calor de cobija, pero afuera me espera el agua fría.

De nuevo se acercan los zapatones de mi mujer.

—Pasa —le adelanto.

Ella sitúa la tacita en una silla que siempre coloco a la cabecera de la cama. Nos miramos de reojo. Quise hablarle; un fuerte portazo cortó mis intenciones.

El café me defenderá contra el frío, no hay duda. Y lentamente me voy calzando los zapatos, poniendo los pantalones. ¡Qué agradable es este aire de mañana! El agua del chorro al caer en el viejo barril suena como una música niña, que también quiere el amanecer.

José y su hermanita no se han levantado. Mejor, no puedo dilatarme. Desde la puerta de la cocina pregunto a mi mujer si hay desayuno.

—¿Cuál desayuno? ¿Me diste dinero acaso para que lo comprara? El poquito de leche que tengo ahí es para Josefina.

En verdad, ayer yo no entregué diario. ¡Qué diablos! ¿De dónde lo iba a sacar?

A pesar de todo, siento como un gran vacío; imagino que puedo ser un perfecto sinvergüenza. Pienso para lavarme la cara. La neblina mañanera ha ido desapareciendo; ya el sol calienta la tierra.

Entro al cuarto y salgo de él calladamente, pues no quiero que Josefina se despierte. Entreabro la puerta de la sala. En la boca de mi hija descubro una dulce sonrisa. Arriba, sobre una repisa, Satanás y el Arcángel Gabriel luchan desaforadamente.

Clavo las rodillas en el reclinatorio; miro la imagen del Corazón de Jesús, para luego comenzar:

—Creo en Dios Padre, Todopoderoso…

Momentos después y ya en el anteportón, espeto a mi mujer:

—¿Hoy no te vas a bañar tampoco?

Molesta el movimiento del autobús; el hedor a gasolina quemada se mete hasta por los poros. Debo estar a las nueve en punto en la Plaza Central, así lo prometí a García. Pienso con fruición en el dinero que me debe. Hace días vendimos una casa entre los dos y convinimos en que partiríamos la comisión. Compraré camisas y zapatos, unos pantalones y pagaré los meses atracados de casa que tengo pendientes. ¿Mi mujer? ¡Bah! que se conforme con unas medias. Pero no debo olvidar a Josefina; a ella le llevaré unos juguetes y los caramelos que me pidió el domingo pasado.

En este momento el colector interrumpe mis divagaciones. El movimiento del autobús aturde, con nostalgia pienso en mi muelle colchón.

Olvidaba que nos encontrábamos en plena efervescencia política, o mejor, al borde de ella. El Presidente de la República amaneció hoy muy grave, dicen que no dura hasta mañana. Las calles cercanas a la Plaza, y ella misma, muestran una faz silenciosa y taciturna, ante la incógnita de la hora.

La gente tiene miedo de hablar, de comunicarse. El pasajero que llevo al lado y yo nos miramos, sonreímos y no decimos nada. Al fin, el incómodo aparato me suelta en la esquina de la Plaza Central. El reloj de la vetusta iglesia marca las nueve y cinco minutos.

Desciendo la escalinata y momentos después me encuentro situado debajo de los árboles de la Plaza. Pasa una mujer, pasa un hombre, un niño, y todos van apurados y silenciosos; García no llega. Comienzo a intranquilizarme y a maldecir la familia de mi socio.

Encima de mi cabeza las ramas se mueven tranquilamente; algunas hojas caen, produciendo con ello una música agradable. Prendo un cigarrillo, y, contemplando el humo que asciende, cierta melancolía se me introduce dentro del cuerpo. Es el momento, el silencio de los que pasan, la música de las hojas, el recuerdo de mi casa sin diario.

García viene. Desde aquí le diviso la pajilla, ya manchada por el uso implacable. Él comprende que se ha hecho esperar.

—Perdona, Maimone, pero mi mujer se levanta muy tarde.

—¿Y tengo yo la culpa, viejo? Necesito ese dinero, comprende…

—A pensar en dinero ahora, hombre. ¿Y el viejo?

—¿Qué viejo?

—¡No vas a saber tú quién es el viejo! ¡El Presidente, Maimone, el Presidente!

Y con aire confidencial;

—Se está muriendo…

—¡Se muere el Presidente! Pero ¿qué gano yo con que se muera ese señor?

Lentamente García me conduce hasta el otro ángulo de la Plaza. Ya fastidia su conversación.

—Oye, déjate de palabras inútiles y págame mi comisión.

García abre los ojos más de lo común, mete la diestra en el bolsillo del pantalón y saca unos billetes de banco.

—Toma esto y mañana te daré lo demás —me dice.

No le respondo, aprieto terriblemente los billetes. García se fué, de seguro. No siento, no veo nada; los hombres, las mujeres, los niños, pasan con más silencio que antes.

Mi presencia allí es innecesaria; además, estos billetes me pesan demasiado.

Empiezo a caminar, sin dirección fija. Parece que los ojos de los que a mi lado pasan se clavasen en los billetes. Aumento la rapidez de mis pasos, casi corro, un sudor frío humedece la frente…

Pero he metido el pie derecho dentro de un hueco, y las manos, al chocar contra el suelo, sonaron como dos nalgadas.

Sólo levanté la cabeza para gritar:

—¡Mis billetes! ¡Mis billetes!

Cuando llegué a casa, todavía mi frente estaba húmeda, con un sudor frío y pegajoso.

Jadeando, penetré en el cuarto. Nadie se percató de mi presencia. Una y media. Siento aún el escozor del sol sobre las espaldas. Me he restregado los ojos y resuello fuertemente. La rodilla derecha me duele, la siento inflamada. Cierro la puerta, para desnudarme; quiero refrescar el cuerpo un momento, antes de almorzar.

Hay una brisa infantil que penetra por los ojos de la puerta; afuera, en la calle, silba el viento; desde aquí se oye. En el patio tiemblan las matas de palma, produciendo un susurro leve, que agrada.

Ha resultado realidad mi sospecha. Tengo la rodilla mal parada. Me duele; he tenido que lavarla con agua yodada.

Siento ruido de platos en el comedor; ya esta gente ni me espera. Pero lo que me extraña es que almuercen sin dinero, porque yo no le di nada a Leopoldina esta mañana. Quizá pidió fiado en la pulpería de la esquina.

Una gran fatiga se apodera de mí; es hambre, pero me da pena, o rabia, o vergüenza, ir a la cocina.

En el patio continúa el susurro de las palmas.

Bostezo.

Los ojos casi se me cierran. El sudor se ha evaporado por completo, no tengo otra distracción que el susurro de las palmas. Él me trajo alivio. Y en este silencio de mi cuarto he recordado cuando mi madre leía en las tardes tranquilas del mes de mayo la «Oración por Todos», de no recuerdo qué poeta.

He olvidado la letra, pero la música todavía perdura.

¡Recuerdo cuántas cosas ahora! Yo quise a mi mujer, lo prueba el hecho de que desobedecí la orden del médico. Él me dijo que no me casara porque estaba enfermo Nunca dijo el nombre de la enfermedad. Olvidé la orden del médico, dejé pasar el tiempo, y a los tres meses de sucedido aquello, uní mi destino al de Leopoldina.

Ahora me duelen ambas piernas. Oigo la voz aguda de José y la vacilante de Josefina. El gato maúlla en la puerta, se ha dado cuenta de mi presencia.

El susurro de la brisa entre las palmas ondula, sube, baja, penetra por los ojos de la puerta del cuarto. Se ha hecho mi mejor amigo esta brisa íntima y cordial. Los ojos se me cierran, poco a poco voy perdiendo la noción de la realidad exterior. Todo se borra, todo calla. ¡Qué tranquilidad!

Iba camino del Cielo. Primero, en ferrocarril, contemplando paisajes tranquilos, llenos de sol. La ventanilla era amplia y podía sacar la cabeza plácidamente, sin temor al peligro de un poste o de la rama de un árbol. Brisa fresca hacía entrecerrar los ojos de cuando en cuando. Había olvidado a todo el mundo, inclusive a mi mujer y a mis hijos. Sólo sentía a Francisco Maimone.

Una flor amarilla, diminuta, vista en medio al verde de los montes, me llevó hacia la infancia, hacia la novia de los doce años, cuando escribimos papelitos, hurtándonos a la vigilancia de los padres. Yo creo que la tuve; si mal no recuerdo ella una vez me dió una bofetada porque le rompí un huevo de tortolita, y también torcía los ojos cada vez que le pedía un beso.

Pero el recuerdo de la pequeña novia se va escapando a la memoria, como a los ojos la florecilla amarilla.

Observé que todos los que me acompañaban iban en silencio. Creo que se encontraban en situación análoga a la mía, hablando consigo misma; mirando, por encima de todo, el paisaje interior.

Pasan montes, ríos, valles, sembrados.

La brisa sigue golpeándome la cara. Un cerro pelado, amarillo, se irguió; nubes blancas pasaban por encima de él.

Ignoro cómo sucedió, pero salí del tren; me vi de repente caminando por encima de aquellas nubes blancas. Estiré los brazos, miré hacia arriba y sentí como si fuese a despeñarme, a zambullirme entre aquel mar blanco y azul.

Lentamente una honda tristeza se fué apoderando de mí. Presentí vago dolor. Las nubes, el azul, la atmósfera pura, desaparecieron uno a uno.

Creo, en verdad, que he soñado…

En la calle, en toda la ciudad, se siente un silencio desacostumbrado. Un vendedor de periódicos echa al aire la noticia: ¡ha muerto el Presidente!

García no se equivocó; el viejo estaba mal.

Leopoldina se ha acercado a la puerta del cuarto, y pregunta:

—¿Escuchaste, Pancho?

—¿Qué, mujer de Dios?

—Murió el viejo; no dejes que José salga a la calle.

Mi mujer me asusta; toda la ciudad calla, como si estuviese pendiente de su propio hundimiento.

Por fin se fué el viejo; tenía ya treinta años mandando. ¡Qué carajo! Volverá otro, como cuando desapareció el anterior a éste, su compadre. Nuevos Ministros, nuevos Gobernadores, nuevos Presidentes de Estado. Pero ¿y García, y yo, y los demás, cómo quedamos? ¡Lo mismo, hombre, lo mismo! Sufren Francisco Maimone y sus hijos, sufre el vendedor de periódicos que va regando la noticia, sufren los peones que en la esquina limpian las aceras, sufrimos todos los hombres que trabajamos; en cambio, ellos, los eternos holgazanes, los que viven pendientes del cambio de gobierno para adherirse al presupuesto nacional, no sufren. ¡Qué van a sufrir si tienen su habilidad para meterse hasta las narices del que venga a mandar!

Hoy no le he puesto su velita a la Virgen del Carmen; debo hacerlo ahora mismo.

Pocos momentos después, la velita ardía. El tiempo ha desteñido a la Virgen; ya casi no tiene nariz; lo único que ha conservado en todo su esplendor son los ojos. ¡Oh, los ojos de la Virgen! ¡Si ella fuera de carne y hueso, cómo la adoraría! Me echaría a sus pies, besaría esos ojos maravillosos, la abrazaría, la abrazaría…

—¡Pancho, por Dios, José quiere irse a la calle! ¿No oyes unos gritos?

Me acerco a la puerta y veo que José trata de abrir el anteportón. Leopoldina se lo impide. Grito:

—¡Vete para la cocina, muchacho!

—Papa, pero si yo quiero ver lo que está pasando…

—¡Qué te quites de ahí!

José baja la cabeza cada vez que lo regaño; comprendo que si lo sigo haciendo terminará por odiarme. Descubro que una lágrima madura en sus ojos. Con las manos metidas dentro de los bolsillos, me mira un momento, y luego se va hacia donde lo he mandado.

Procedí mal, es verdad. Perdóname, muchacho, pero esta situación es una cosa terrible, cada vez me siento más débil, más viejo. Me horroriza pensar que pueda desaparecer de un momento a otro, y ustedes se queden en la miseria, aunque mayor miseria que ésta no puede haber.

El dinero que me pagó García se fué casi todo en cubrir parte de nuestras deudas; volvemos a las mismas. ¡Presidente de la República, Presidentes de Estado, Gobernadores, Secretarios, que se vayan a la mierda! ¡Son unos holgazanes! ¡Necesito trabajo! ¡Tengo hambre!

Me duele la cabeza, me duele todo el cuerpo. Grité a Leopoldina que no tenía ganas de comer, que me iba a acostar. Y así lo hice. De nuevo me encuentro en la cama, frente a una lamentable realidad.

—Perdóname, José, ¿oíste?

La velita crepita, como siempre. La Virgen me mira con sus ojos hermosamente tristes, con una tristeza de siglos.

No tengo ganas de hacer nada; sólo dormir. Huir de mí mismo, olvidar en un momento de sueño los sinsabores de toda una vida.

Casi no veo los ojos que me obsesionan…

He estirado largamente el cuerpo. Pienso que no le he dado el dinero a Leopoldina. Sin embargo, tengo pena de decirle: toma. Pena de mí mismo, del hecho vulgar que se repite todos los días. Allí están las monedas, en el bolsillo del paltó. Éste me resulta una cosa tan familiar como una oreja, como una pierna. La vida se hace amarga. Dan ganas de suicidarse. Muchas veces lo he gritado y la vecina le ha preguntado a mi mujer que si estoy loco. Ignoro la respuesta de Leopoldina.

Todo ahora me parece un sueño. Pero ya no existen los elefantes ni los soldados de la infancia. Sólo la miseria y el dolor han dado vueltas alrededor de mi casa; penetran, aúllan, salen y entran por los ojos de la puerta del cuarto.

Inconscientemente lancé un zapato a la velita de la Virgen. Sus ojos brillaron y se sumieron luego en la obscuridad. Yo quiero a esta mujer. Muchas veces he soñado con ella, hasta que la he poseído, en la más dulce de las posesiones. Recuerdo su cuerpo, sus carnes blancas, tiernas y duras a la vez.

La puerta del cuarto se entreabre y aparece Josefina.

—¿Qué te pasa, papaíto? ¿No vas a comer?

La respuesta es una insinuación a que se acerque a mí; ella lo hace dulcemente. Siento en la frente la ternura de sus manos pequeñitas, delgadas y graciosas.

—Papaíto, anda, vamos a comer.

Yo no le contesto, con el propósito deliberado de que continúe acariciándome. ¿Para qué moverme, si en este momento vivo una paz que jamás había sentido?

Hay luna en el cielo. Los ojos de la puerta se iluminan. La cara de Josefina es pálida, como esa luz que penetra en el cuarto. No encuentro las palabras que definan mis sentimientos. Varias veces le acaricio los cabellos. Ella sonríe.

—Papaíto, ¿sabes una cosa?

—¿Qué cosa?

Josefina vacila, inclina la cabeza. Pero yo hago que la levante otra vez.

—Anoche soñé que tenía un novio, papaíto. Ya había crecido bastante y vivíamos todos en una casa bien grande, con un corral lleno de gallinas y pavos. Tú y mamá estaban hechos unos viejecitos, como aquellos que salen en el cuento que me contaste el otro día. Éramos felices…

Josefina ha callado un momento. No se oye ningún ruido en la casa.

—Sí, papaíto —continúa— y mi placer favorito era verte en el corral, contemplando las gallinas. Yo sé que a ti te gustan mucho esos animales, y por eso fué que soñé con ellos…

Mas Josefina ha vuelto a callar. Se ha quedado mirándome fijamente a los ojos; y pregunta: —¿Lloras, papaíto?

*Imagen: Escultura de Adán (autor desconocido). Museo Trapiche de los Clavo (Boconó). Foto: Marinela Araque (https://iamvenezuela.com).

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