Como suelen morir muchos amores…
Tres meses tenía Fidel Cañizo yendo consecutiva y dominicalmente al pueblo de El Valle, solo por refrescar la vista sobre los adorables encantos de Margot Escámez, una trigueñita reilona y muy dada, opulenta de formas, pícara, mordaz, y al reírse, ¡qué gracia en el rostro!, la boca abríasele como una fruta de granado y apretaba los ojos hasta ponerlos chiquiticos, casi imperceptibles, como unas estampillas vistas de canto.
Fidel la conoció en Caracas, la siguió, la galanteó y a poco supo que la niña se iba a temperar con su familia al pueblo de San Roque y de las cachapas.
Era la hija mayor de Lorenzo Escámez, empleado perenne en Fomento, y la seguían por orden periódico de dos en dos años, siete hermanitos de uno y otro sexo, hasta llegar a Ramoncín, un caballerete de once meses, que según la modesta aseveración de don Lorenzo, era la raspadura.
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¡Y estaba rebién con Margot! ¡Bah! ¡Cuándo le iba a fallar a él, a Fidel Cañizo, muchacho simpático si los hay, ninguna de sus aventuras de Tenorio romántico!
Su especialidad eran las novias bonitas y los fluxes grises; poseía una percha de variaciones en gris, desde el severo color pizarra hasta el verdeante flor de romero, que combinados con sombreros de fieltro también de tonos grisáceos y zapatos amarillos o cortebajo de patente eran la envidia de sus conciudadanos de la parroquia de Candelaria.
Cómo iba a perderse de aquel fiestón, digno remate de un domingo delicioso, con paseítos por el Muñingal, excursión a Tasón en carreta y alpinismo por el cerro con detrimento de los cortebajo. Durante la jira campestre, a los bamboleos del carro en los baches, ella se apretujaba contra él, se le frotaba encima riendo. Y en la tarde, mientras otros mataban el tiempo jugando al poker y pegándose palitos, o desgañitándose en la gallera, él dejaba caer la hora dulcemente, a su lado, vuelta y vuelta por la plazoleta rural.
Verdad que, para permitirse otras expansiones, no llevaba en el bolsillo sino el pasaje de retorno y diecisiete centavos, entre los cuales uno monaguero que sonaba como una morocota.
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Margot insistió en el momento en que Fidel acababa de darle una gomita, de tres que se cogió en el botiquín mientras pedía un vaso de agua:
—No se vaya, Fidel… Es una fiestecita de confianza.
—Pero, ¡en este traje!
—Ya le digo que no hay etiqueta. Y usted siempre está bien.
—¡Ah! El último tranvía sale a las diez y media.
—¡Caramba! Usted por complacerme, ¿no sería capaz de ningún sacrificio? De aquí a Caracas son cuatro pasos y por el cerro, un brinquito. Además, si no quiere brincar, pida un automóvil.
Fidel, sin réplica, aceptó.
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Divina noche de alegría, de amor, de esperanza. Margot no bailó durante la fiesta sino casi exclusivamente con él, que era un maestro en toda clase de pasos excéntricos.
Orgulloso, envidiado, sonriente, la llevaba entre sus brazos en los giros de la danza y le hablaba al oído cosas banales e íntimas. Ella, ruborizándose, callaba, y, aunque no quedaron en nada definitivo, Fidel sentía llenándole todo por dentro, una satisfacción inmensa que le hacía ir a cada instante al sifón de cerveza a tomarse una grande pisada con un sanguchito.
A cada intermedio un viaje al sifón, o dos, si la dama de sus desvelos le dedicaba una sonrisa.
Fidel sentíase feliz y embuchado.
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Pero se presentó lo que no estaba escrito en el almanaque; a medianoche —a cosa de la una— empezó un aguacero de padre y muy señor mío, un chaparrón terrible que hizo circunscribir el baile a la sala y los corredores. Llovía a cántaros y sin descanso, media hora, una hora, dos…
Las parejas acercábanse a la linde del patio, tendían la mano y miraban el infinito negro, imperturbable, chorreando como si en la corte celestial también tuvieran fiesta con un sifón de cerveza descomunal.
Las tres y pico. Los invitados se fueron yendo uno a uno o por grupitos, arrimados a la pared, saltando bajo la protección de los aleros. El arpa recostábase en un rincón, enmudecida, cubierta con su cobija roja.
La familia Escámez y unas amigas y parientes aguantaban bostezos en torno de la conversación con que Fidel Cañizo quemaba sus últimos cartuchos:
—¡Qué broma! ¡Quién iba a esperar semejante palo de agua!
Los amigos de Caracas con quien pensaba hacer el regreso se habían ido temprano; él no, él estaba tan divertido, tan dichoso, que quiso gozar hasta el fin; y, ahora, ese camino, solo, ¡ese pantanero!
Y Fidel pensaba en su flux gris acure, el que tenía puesto esa noche. Fuera, el agua sostenía una sonata inacabable sobre el pavimento y las canales.
*
—¡Quédese, hombre, quédese!
—Aquí dormirá también Panchita y Dolores y mi tía Carmela.
—No podemos ofrecerle algo tan bueno, como lo tendrá en su casa, pero la fuerza de las circunstancias… ¡Cómo se va a ir así para Caracas!
Fidel agradeció encantado aquella nueva prueba de confianza; vio a Margot que le sonreía y se dejó conducir por el señor Escámez a un cuarto del segundo patio, un cuarto grande, encalado en color rosa a cuyo extremo fulgecía un catre con las sábanas limpias, acabadas de mudar. En el otro ángulo había una cuna de baranda.
El joven despojóse de sus ropas y se echó a dormir, pensando de Margot algunas cosas poco decentes.
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No llevaría mucho roncando cuando despertóse urgido y rápidamente sentóse a la orilla del catre. Encorvado, con ambas manos y los talones, buscaba debajo sin lograr el objeto de sus pesquisas. Prendió la vela, se puso en cuatro pies, registró todos los rincones y… nada. ¡Se habían olvidado de suministrarle un adminículo tan importante! Y en el cuarto no se veía nada que pudiera sustituirle, ni un perol ni una botella; apenas la ponchera y la jarra, pero no. ¡Qué porquería! ¡Cómo iba a lavarse la cara por la mañana, allí mismo! Y salir al patio, mucho menos…
A Fidel, tímido en el fondo, a pesar de sus arrestos tenoriles, le asustaba que lo sintieran: en la casa conocían bien sus intenciones con Margot y podían juzgarle muy mal si lo encontraban fuera. Además, ya no llovía, no había lugar a que se confundieran los ruidos.
En estas cavilaciones sintió un llanto leve… Era en el rincón del cuarto. ¡Ah! Allí estaba Ramoncín, el maraco de los Escámez, inquieto en su cuna.
El chico le presentó a Fidel la tabla de salvación cuando ya no podía más; un recurso supremo: trasladaría mientras tanto el niño al lecho y… después, cuando vinieran a recogerlo ¡qué diablos!, lo más natural que un niño de once meses pudiera compararse con el clásico pimpollo de ruda.
Realizó la operación con el mayor cuidado; arrulló a Ramoncín un instante en los brazos y lo puso en el catre.
¡Qué delicia! Al cabo de unos minutos respiró grueso y tranquilo… Dios no ha hecho nada imperfecto; creó las angustias para suministrarnos el goce de las liberaciones…
Ahora, Ramoncín a su cuna, convertida en piélago…
Pero, cuando Fidel levantó a Ramoncín de su catre, en el centro de las sábanas blanquísimas había una enorme mancha, tibia y fresca, de color mostaza!
—¡Maldito muchacho! —gruñó Fidel—. ¡Van a decir que fui yo!…
*
El amanecer le encontró en el corredor de la casa, ya vestido, y en cuanto la sirvienta abrió el portón, el enamorado de Margot salió casi en carrera dando una disculpa estúpida. Desde aquel domingo Fidel no ha vuelto más nunca a El Valle. Lo odia profundamente.
Titirimundi
Dice un antiguo refrán que «los duelos con pan son menos». Por mi parte, creo que si al pan se le puede agregar un pedacito de jamón, rebaja aún más el efecto lamentable de las ausencias eternas. La preocupación de los buenos padres de familia es no dejar a los suyos, en el instante de despedirse de este mundo, sin un algodón que les evite el ayuno y hasta la abstinencia, por lo cual se desloman trabajando de día aunque en otras horas se preocupen de aumentar la prole.
Quiere decir, pues, que se equivocan de medio a medio quienes tienen como el órgano sensitivo por excelencia el corazón; a la verdad, ese puesto le corresponde al estómago que es donde residen las más tiernas expresiones sentimentales.
Por tal razón, muchas gentes suponen que entre un velorio y una comida diplomática existe poquísima diferencia; en punto a la seriedad funeral con que se mastica en ambos actos, no queda la menor duda respecto a semejanza; y en lo copioso mucho menos.
Se habla bajito y se traga duro, solo que en vez de los brindis de rigor, son de rigor los alaridos de los dolientes, las exclamaciones metafóricas y los recuerdos de candorosa vulgaridad:
—¡Tan bueno que era!… ¡Lo que le gustaba lavarse la cabeza con aguacate podrido! ¡Y lo que son las cosas: la caspa se le había caído de verdad!
En cuanto el moribundo lanza el último resoplido vital, hay alguien que, junto con el servicio de La Equitativa, se encarga de confeccionar el menú obligado de las cenas de velorio: las galletas, el chocolate, el queso y demás etcéteras, sin que se olvide el brandy, desde luego.
En una ocasión apadriné una boda y tan mala mano tuve (o tan buena), que a los nueve meses mi ahijada murió al echar al mundo su primer producto.
Naturalmente, al aparecer yo en la casa mortuoria, el viudo que se hallaba entregado a las delicias de los cuentos picantes cambió de expresión, se puso en pie con los brazos abiertos y se abalanzó sobre mí ululando:
—¡Ay, hermano!… ¡Qué grande es esto!… Y quitándome el sombrero y el bastón de las manos, agregó: Pero no te sientes todavía que tú debes traer mucho frío de la calle: vamos a echarnos un brandicito en voz bajona.
Después en la mesa vinieron los recuerdos tristes; mi ahijado, que me quedaba enfrente, se dirigía a menudo a mí, entre hipos:
—¿Que te parece?, esta ensaladera nos la regalaste tú el día del matrimonio. ¡Quién me iba a decir que la estrenaríamos en su velorio! ¡Porque yo nunca le quise dejar comprar repollos que le gustaban mucho, pero le producían gases!
Y cambiando de tono como un «imitador de estrellas» género Darwin, interpelaba a un señor que a la punta de la mesa engullía bizcochos:
—Don Amenodoro, ¿usted como que no come queso?… ¡Ay, ella sí, ella comía de todo!… No se aflijan, muchachos, entren, que si falta se le echa agua al chocolate.
Pero jamás he visto mayor divergencia entre el buen apetito y el duelo, que en mi estimada amiga doña Servanda Gansillo, quien, además de sus diez arrobas y un hermoso lunar en el cachete izquierdo, poseía un sentido de la alimentación inquebrantable.
Doña Servanda iba todos los días a misa y al regreso de la iglesia entraba a casa a saludar y siempre con la misma música:
—Mijito, vengo a saludar y echar una descansadita porque estoy muy débil y me canso caminando.
Mi mujer, que esperaba a la huéspeda, llamaba a una de las niñas:
—Natividad, prepárale algo a doña Servanda, para que aproveche.
Y la chica ponía sobre la mesa lo que le teníamos reservado de antemano, un desayuno como para un púgil de peso completo: un bistec con dos huevos a caballo, un plato de caraotas refritas, un pedazo de torta, una escudilla de café con leche, galletas, pan, queso y mantequilla a discreción.
Doña Servanda devoraba hasta las migas charlando de las pláticas del párroco y de lo delicadita de salud que tenía a Eduvigis, la segunda de sus retoños, gravísima con la tifoidea.
Una mañana, mientras doña Servanda se hallaba en funciones, vinieron de su casa a avisarle que Eduvigita estaba agonizante, porque no pudiendo resistir la dieta se había comido la perilla del velador y una astillita le perforó una tripa.
—Ya voy para allá.
Mi buena amiga consumió la última galleta y planeó con la mayor rapidez que su gordura le permitía; al llegar a su casa encontró a la niña boqueando:
—¡Mijita, que antojo! Te hubieras comido más bien un paquete de algodón fenicado!
Apenas pudo darle la bendición maternal y Eduvigis entregó su alma al Creador; se fue seguramente a sentar en el banquete de los Bienaventurados, porque esa gente donde veía una mesa allí estaba.
Hubo los naturales llantos, doña Servanda se hundió en su butacón, jipiando, hasta que alguien le dijo:
—Todo no puede ser dolor, mamá, debes pensar en ti también, porque tú no te habrás desayunado, ¿verdad?
—En casa de las León me tomé un taquito.
Su modestia llamaba taquito aquel descalabro que todas las mañanas causaba en mi presupuesto doméstico.
—Ven para que completes.
Y la hija le repitió una ración análoga a la que se comió en casa, agregándole funche con guiso, unas salchichas alemanas, bizcochos y un tazón de chocolate. En ese instante llegué yo a dar el pésame, abracé a las muchachas y a los varones y pregunté por la mamá:
—Pase al comedor.
Doña Servanda se levantó y se me colgó del pescuezo, hecha un mar de lágrimas.
—¡Ay, Santiago, qué cosa tan horrible!… ¡Puá, puá!… ¡Ay, mi hijita, se nos fue para siempre! ¡Puá, puá! ¡Yo también quiero morirme! Que no me la quiten. ¡Puá, puá!…
Yo notaba que a cada frase le sonaba la boca fofa, como si estuviera mascando. En efecto, doña Servanda no dejaba de llorar, pero tampoco dejaba de comer.
Cuando regresé a casa me dijo mi esposa:
—Santiago, ¿qué patuco es ese que tienes en el hombro?
—¿Cuál, mi hijita? —le pregunté quitándome el paltó—. ¡Huele a chocolate!
Comprendí lo ocurrido: mi doliente amiga aprovechaba el brazo que me tenía pasado por el cuello para darle, sobre mis espaldas, un mordisco a un bizcocho empapado en chocolate que se había traído en la mano.
Hube de darle el paltó a los chinos.
Y, furiosa, mi mujer exclamó:
—Qué señora tan tragona.
—¡Uhm! ¡Ríete de la ballena que se tragó a Jonás!
Cuando vayas, abrázala con cuidado, porque yo no quiero quedarme viudo.