Arturo Uslar Pietri
A Isabel
I
En 1528 Giovanni Verrazzano moría colgado de una verga en una nave española. Aquella mirada que se bamboleó en agonía de péndulo del azul de babor al azul de estribor fue la primera que contempló la bahía, y el río y la isla llena de árboles en soledad. La isla fue Angolema; el río, Vandoma y la bahía, Santa Margarita. Unos nombres que venían de la corte de Francia y que pasaron por sobre la soledad como un vuelo de golondrinas.
Durante ochenta y cinco años más no se oyen sino el canto del pájaro, el rumor de la marea, el silbido de la flecha del indio, o el eco de los pies que danzan las danzas ceremoniales.
Después, asoma por la bahía la «Media Luna» con todas las velas desplegadas. Era el velero en que el capitán Henry Hudson venía buscando el paso del Noroeste para los holandeses. Lo que encuentran es aquel río que llaman de las Montañas y muchas ricas pieles que tienden los indios de la isla. Pieles para el frío de los holandeses y para el comercio de los holandeses. Pieles que más tarde no tuvo Henry Hudson cuando, buscando el paso más al norte, la tripulación lo abandonó en un bote a los hielos boreales.
Los gruesos y cabeceantes barcos holandeses siguieron viniendo a la isla a buscar pieles. Bajaban a tierra por el día y daban a los indios unos trapos rojos, unas cuentas de vidrio, un pedazo de espejo a cambio de pieles de castor, de zorro, de ardilla, de conejo salvaje. La noche la pasaban en el barco. Y cuando la sentina estaba llena, alzaban la remendada vela y rodaban con el viento por la bahía hacia el mar.
Hasta que un día del invierno de 1613 se le incendió el barco a Adrián Block. Se llamaba «Tigre» y se puso amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas. Adrián Block tuvo que construir una choza para pasar el invierno con su gente. Y allí empezó la ciudad.
Diez años más tarde ya habían trazado una calle, ya llamaban a la tierra Nueva Bélgica, ya tenían un gobernador holandés y un sello. El sello ostentaba en el centro una piel de castor extendida.
Los indios parecían llamarse Manados o Manhattan. El gobernador Peter Minuit, con su sombrero de copa y sus calzones abombados, rodeado de rojos soldados armados de arcabuces, les compró la isla a los indio El cacique venía envuelto en sus pieles. Peter Minuit fue poniendo en el suelo cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de telas, algún cuchillo. Los rechonchos tratantes iban sacando mentalmente la cuenta: cinco pesos, dieciocho pesos, veinticuatro pesos.
Luego emprendió la construcción de un fuerte de piedra en forma de tortuga, que se llamó fuerte Amsterdam, levantó una empalizada protectora en torno a las casas, dividió la tierra en granjas, en bouweries holandesas y la ciudad de Nueva Amsterdam empezó a crecer hasta tener doscientos habitantes.
Diez años más tarde hubo la primera guerra con los indios y se construyó una valla para la defensa del poblado. A lo largo de ella se extendió la calle de la valla, a la que los ingleses llamaron después «Wall Street».
Se sembró trigo, se trajeron ganados, se sucedieron los gobernadores holandeses. El último tenía una pierna de palo y se llamaba Peter Stuyvesant. Y no encontró entre sus gobernados quienes quisieran ayudarlo a resistir cuando los ingleses vinieron a tomar la isla. Nadie quería hacerse matar con los negocios tan prósperos.
La ciudad hubo de llamarse Nueva York, por el hermano del rey de Inglaterra y el fuerte, Jaime, por el rey. Y en el escudo de la «Nova Ebora», la piel del castor se redujo a un rincón para dejar el lugar a las aspas de un molino y a dos barriles de harina.
Era un reducto de comerciantes ingleses y holandeses en el extremo meridional de la isla que había sido de los indios. Se comerciaba con Europa, con las Antillas, con la harina de los colonos, las pieles de los indios y las melazas de los antillanos. Se comerciaba con los piratas que traían ricos botines del Golfo de México. En rojas casas de ladrillo vivía los rubicundos mercaderes.
También había negros. En la calle donde estuvo la valla pusieron, mercado de esclavos. Los panzudos mercaderes venían los días de subasta, venían los negros hacinados, los mandaban a levantarse para observarles la musculatura, les hacían abrir la boca para mirarles los dientes y se llevaban finalmente uno solo, o una pareja, o una familia entera. Resultaban buenos los negros. Hubo un momento en que hubo más negros de servidumbre que colorados comerciantes. Lo que era peligroso. Se tomaron providencias. Se les prohibió hablar, reunirse o salir de noche. Se les vigilaba.
Hasta que Mary Burton se presentó un día diciendo que los negros tenían una conspiración para asesinar a los blancos. Y los blancos se adelantaron a asesinar a los negros. Todos los negros que señalaba Mary Burton fueron ejecutados. Hasta que Mary Burton desapareció y las gentes se olvidaron de su historia.
Los negocios eran más prósperos que nunca. El ron, la melaza y los negros servían para hacer grandes fortunas. El puerto se llenaba de velas que venían de los más lejanos mares. La mancha de la pequeña ciudad iba trepando por el campo de la isla.
Todo iba bien, pero a los ingleses se les ocurrió cobrar nuevos impuestos. Y las gentes se lanzaron a protestar. Los pesados comerciantes salieron de sus almacenes más rojos aún con la indignación. Las gentes del pueblo se echaron a la calle a dar voces y a buscar pelea. Hubo tiros con los soldados ingleses.
Un día vino de Boston el general Washington a leer la Declaración de Independencia proclamada por la Convención reunida en Filadelfia. En esa larga hora de crisis, mala para los negocios, el hombre que representa la ciudad es Hamilton. El que más va a trabajar para que la república sea buena para los negocios. Funda bancos y empresas, organiza las finanzas de la nueva república para que no pesen sobre la bolsa de los comerciantes. Organiza la primera gran parada que recorre las calles de Nueva York. Con un gran velero de madera y papel que representa la Constitución y millares de gentes en traje de fiesta desfilando durante horas por la calle. Coloca a la ciudad bajo la perpetua advocación de las paradas, que desde entonces ya no cesarán. Habrá infinitos desfiles. Todo se resolverá en un desfile, con carrozas, con muñecos, con disfraces, con estandartes, con fantásticos uniformes. Con una muchacha de lindas piernas que, vestida de tambor mayor, hace piruetas a la cabeza.
Es grande la ciudad que ha visto el desfile de Hamilton. Tiene cerca de sesenta mil habitantes. Que son los mismos que se apretujan en una estrecha calle para ver a Washington juramentarse como el primer Presidente de la Unión. Ya hay numerosos coches de caballos que recorren las calles. Y hasta algunos edificios de tres pisos. Pero todavía el Presidente, para hacer ejercicio, puede darle por la tarde la vuelta entera a pie.
Diez años después entra el siglo XIX. Las campanas que anuncian la primera hora del año nuevo anuncian el comienzo de un prodigio. El nacimiento de una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre. La gran feria y la parada perpetua a la que vendrán hombres de toda la tierra a admirarse de ser hombres.
La primera cosa extraña que ocurre es que un día, un excéntrico, llamado Robert Fulton, echa al río un barco que en lugar de velas tiene humo y que, sin embargo, navega.
Desde entonces las cosas cambian y parecen precipitarse. Empiezan a llegar barcos llenos de inmigrantes. Vienen irlandeses, italianos, polacos, alemanes. Se concentran en barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo país.
Cuando han pasado veinte años del siglo ya la población ha doblado. Ha doblado en cantidad y en velocidad. Empieza a haber una rapidez desconocida. El soñoliento inmigrante se sacude al desembarcar y comienza a andar de prisa. Ya la ciudad es tan grande que tiene un tranvía de caballos. Y un día por la mañana se llena de los gritos de unos muchachos que llevan el primer periódico de a centavo y vocean las noticias.
Se empiezan a llenar de casas las calles cuadriculadas que han sido trazadas más allá del nido de lombrices de las callejas de la vieja ciudad. Para 1840 ha vuelto a doblar la población. Las calles están llenas de hombres de altas chisteras y abullonadas levitas. Se abren los primeros trenes y los primeros telégrafos. Hay unas tabernas inmensas, llenas de cobres brillantes y de lámparas, en cuyas mesas se hacen negocios, se conciertan contrabandos, se planean expediciones para el interior y se sienta, con otras gentes raras, un pálido caballero atormentado que se llama Edgar Allan Poe.
Para 1860 ya hay más de ochocientos mil habitantes en la isla. Los Bancos empiezan a parecer palacios, las estaciones de los trenes ferias, las tiendas tumultos. Unos hombres anchos y rudos que vienen del Oeste hacen crujir las pulidas tablas de las tabernas. Junto al piano está el escenario, donde unas muchachas gordas levantan las piernas entre muchos trapos mientras cantan una canción que los parroquianos acompañan con la cabeza. Los magnates ferrocarrileros construyen mansiones laberínticas. El comedor es la nave de una catedral gótica, el salón es la sala de armas de un fuerte románico, la biblioteca viene de un castillo alemán rococó. Jim Brady, el de los diamantes, resplandece como una constelación. Debajo de una profusión de mecheros de gas.
La ciudad pasa de la mitad de la isla cuando empieza a recorrerla el estruendo del primer tren elevado. Es por el mismo tiempo en que, como un gran esqueleto de dinosaurio, el puente de Brooklyn se extiende y se extiende sobre el río, sin quebrarse, hasta unir las dos orillas. Desde los edificios de diez pisos se divisa el puente descarnado como un juguete roto.
Poco tiempo después se levanta en la bahía la estatua de la Libertad. Un fantasma de bronce neblinoso que va a personificar la nueva ciudad. Son los alegres años del noventa. Los ricos negociantes invitan a comer a las bellas contraltos. Vienen marqueses y condes de Europa a casarse con las hijas de los magnates ferrocarrileros. Hay alumbrado eléctrico. El hotel Waldorf Astoria se alza en la Quinta Avenida como un palacio encantado. En labrados salones una servidumbre de circo trae difíciles platos, cuyos nombres sólo se pueden escribir en francés. Los jóvenes ricos, de bigote recortado y pulidas uñas y la muchacha ahogada en encajes y sedas miran con asombro al negro de turbante, pantalonesbombachos verdes y babuchas rojas que trae un complicado instrumental de cobres y porcelana para servir el café. La luz parpadea cuando algún millonario enciende el cigarro con un billete de cien dólares.
Después se hunde el Titanic y viene la Primera Guerra Mundial. Ya la ciudad alcanza los extremos de la isla, las calles empiezan a llenarse de automóviles de todos los colores y además de los elevados corren los trenes subterráneos. Se han construido rascacielos. La estructura de acero se disfraza de motivos góticos.
Cuando termina la guerra la ciudad entra en una vida febril y expansiva. A la muchacha de Gibson con su moño y sus encajes sucede la Flapper. Una falda corta, un zapato puntiagudo, unos andares masculinos, una breve melena laqueada, un cigarrillo en la boca, un sombrero de campana y un traje sin cintura. Los hombres que la acompañan usan estrechos pantalones y largos sacos. Y entran apresuradamente a las tabernas clandestinas donde se vende el peligroso whisky de los contrabandistas.
La trepidación de la ciudad, la trepidación de los trenes elevados y subterráneos, de las máquinas de remachar, del taconeo apresurado de la muchedumbre, se ha convertido en música. Es la era del jazz. Algunos saxófonos parece que van a llorar estrangulados. Al Jolson clama convulsamente por su madre, pintado de negro. La música canta a Chicago, a Sussie, a las tiendas de bananas, a la tristeza de San Luis. Charlie Chaplin huye por unos callejones arrastrando un niño.
Los gángsters usan clavel en el ojal y ametralladora Thompson envuelta en el abrigo. El tableteo de las lejanas ametralladoras suena como las máquinas de escribir en las oficinas. Texas Guinan se baña desnuda en una piscina de champaña. Rodolfo Valentino se muere y toda la ciudad se llena de mujeres llorosas que acaban de salir del hospital.
El edificio Woolworth sube a sesenta pisos, el edificio R. C. A. llega a setenta pisos, el Chrysler a setenta y siete, el Empire State a ciento dos.
Jimmy Walker, el alcalde, es tan buen mozo como un actor, tan gastador como un gángster, tan poderoso como un banquero, tan atractivo como un campeón de polo, tan elegante como el Príncipe de Gales, tan galante como un héroe de novela. Cinco millones de personas están enamoradas de él. Y él sale de los teatros resplandecientes para entrar en los dancings dorados y de los dancings para llegar, con dos horas de retraso, a presidir las más esplendorosas y resonantes paradas que la ciudad ha visto.
Cuando las gentes alzan la cabeza hacia el cielo es para ver las grandes letras de humo que ha trazado un avión: «Tome Coca Cola».
Todos se van a hacer ricos. El hombre que friega los portales sueña con tener un yate. El yate de míster Morgan costó tres millones de dólares. Las acciones suben en la Bolsa, tan rápidas como los pisos de los rascacielos. Todo el mundo puede especular.
Hasta que ocurre el pánico de 1929. Los que tenían una oficina de cristales en el piso sesenta se tiran por la ventana, o bajan a vender manzanas a la acera. Las calles se llenan de vendedores de manzanas. Los teatros se quedan solos y apagados. Las largas colas de los que buscan empleo se apretujan a las puertas de las agencias. Los periódicos se llenan de avisos en letra menuda en los que se ofrecen en venta toda clase de cosas y se solicitan empleos de toda especie. Los bancos de las plazas se llenan de hombres sin afeitarse.
Las gentes oyen los radios. No hay sino malas noticias. Habla el padre Coughlin y dice que hay que reformarlo todo, que se ha vivido en pecado contra la justicia social, que la culpa de los males la tienen los judíos. Los hombres barbudos escupen con odio debajo de las tres bolas de oro de la tienda del prestamista donde acaban de dejar el marco de plata del viejo retrato de la familia. Nadie compra manzanas. Por el radio también se oye la voz de un nuevo Presidente que habla desde Washington. «No hay que temer sino al temor», dice.
Comienza la recuperación económica. Ahora no sólo habla el radio sino que hablan las películas. La isla va sintiendo cada vez más su propio espíritu y su peculiar carácter. Sus rasgos se acentúan y definen con el cese de la copiosa inmigración. No se parece siquiera a los burgos que le han incorporado. Está en medio del río como un buque, como un buque en viaje en el agua fugitiva, sin contacto posible con los burgos que se divisan en las lejanas orillas.
En donde debería estar la chimenea del barco se levantan las torres cuadrangulares de Rockefeller Center. Es la ciudad de la radio que va a constituirse en arquetipo de la isla. En giróscopo del barco. En un hueco está la plaza de hielo desde donde los patinadores ven alzarse la torre de setenta pisos toda en piedra limpia y vidrio. A la altura de las cabezas hay fuentes, jardines y tiendas. En el extremo oeste, el teatro más grande y dorado del mundo. En el lindero oriental se alza el edificio de la Gran Bretaña, oloroso a tiendas de tabaco, cuero y agua de colonia; el edificio de Francia, colgado de carteles de turismo. Al edificio de Italia le cubren el nombre y la moldura de la fachada donde estaba tallada el hacha del lictor. Es la Segunda Guerra Mundial.
La ciudad desaparece en el silencio y en la sombra. No se encienden luces por la noche. Parece que todos los hombres se han marchado. Cuando suena una sirena todos alzan la cabeza hacia el cielo frío y abierto. Podría ser el aviso de una escuadrilla de aviones enemigos. La primera bomba de cuatro toneladas convertiría en granizo todo un rascacielos. Las calles se cubrirían de montañas de escombros. Cinco cuadras más allá otro rascacielos. En el tirón de las raíces se cegarían los túneles del tren subterráneo. Saldrían melenas de cables chisporroteantes por todos los huecos. Cuando los últimos surtidores y cataratas de escombros hubieran caído no quedaría nadie vivo entre los grises cráteres. Pero el mugido de la sirena se pierde y acaba sin que se haya oído ninguna detonación. Las mujeres de uniforme vuelven a apresurar el paso.
Al terminar la guerra hubo una alegría seca y breve. Terminaba en Europa y seguía en Asia. Hubo que numerar los días. Primero fue el día «V.E.», después «V.J.». Todo el mundo estaba sobrecogido con la bomba atómica. Muchos hablaban de una crisis inminente. De millones de desempleados.
La isla se hizo más pequeña que nunca. Todas las gentes que regresaban de la guerra no parecían caber en ella. No había habitaciones en los hoteles, no había apartamentos desocupados. Un veterano, con su mujer, sus hijos y sus muebles se instaló a vivir en un bote a la orilla del río; otros acamparon en el Central Park. Aprisa acudían la policía y los fotógrafos. Una tienda anunció que vendía medias de nylon y se forma una cola de mujeres y hombres que le daba la vuelta a la manzana.
Más que nunca las tiendas parecieron tumultos y los hoteles ferias y las calles procesiones. La isla era cada vez más un buque lleno de turistas apresurados.
En los bares apareció la televisión. Cada vez que el parroquiano, en la penumbra, sube los ojos del vaso de cerveza, mira las grises sombras de dos boxeadores que se pegan, o la cara angustiada del hombre que está tratando de contestar a la pregunta de setenta y cuatro dólares: «¿Quién anotó la primera carrera en las series mundiales de baseball en 1913?». O «¿Cuál es el que llaman el Estado del Oso, entre los de la Unión Americana?».
Cuatro millones de voces suenan por cuatro millones de teléfonos. Dando y recibiendo noticias. Porque cada tres minutos hay un matrimonio y cada cinco minutos nace un niño y cada doce horas asesinan a una persona. Y si la mujer que contesta al teléfono, de primera palabra dice el nombre de aquel cereal para el desayuno, gana un abrigo de visón, una refrigeradora, un bote de remos, la pintura de una casa y un pasaje por avión para el África del Sur.
Y también cada cierto tiempo un visitante de la torre de observación, sobre el piso centésimo segundo del edificio «Empire State» se lanza bruscamente al aire. Se podrían contar los largos segundos que tarda en estrellarse sobre el pavimento de la calle. Pero, sin duda, tiene tiempo de vislumbrar la isla como un barco cabeceante. Casi lo mismo que, en el bamboleo de su cuerda de ahorcado, vio Verrazzano el barco en que moría.
II
Donde se mecían, al viento del estuario del Hudson, los tulipanes de la Nueva Amsterdam, se alzan ahora las inmensas torres de la baja Nueva York. Quizá nada exprese mejor el contraste entre lo que fue y lo que es, que la brutal diferencia entre un tulipán y un rascacielos, que es casi la misma que hay entre un burgués de los Países Bajos que fuma su pipa de espuma, lee su Erasmo, cultiva las flores y los repollos de su huerta, y cuida de su barba en el oro de luz que entra por la emplomada vidriera que dejó entreabierta Vermeer, y uno de esos atareados seres que pululan entre los sombríos troncos de las inmensas y apiñadas torres.
De la vieja villa holandesa, a la orilla del mar, con su fuerte, su muralla, sus galeones y su burgomaestre, no queda sino alguna hoja seca que vuela en un retazo del cielo, el cementerio de la iglesia de la Trinidad y los nombres pueblerinos y melancólicos de las calles. Lo demás está enterrado y desaparecido bajo las inmensas moles de cemento armado, o de concreto, como con poético sentido dicen los arquitectos.
La iglesia de la Trinidad es un pedrusco negro y puntiagudo, olvidado sobre un paño de grama, que apunta hacia el paño de cielo que asoma allá lejos, iluminado, entre las sombras de los rascacielos. Algunas borrosas lápidas señalan las tumbas entre el césped. Son de gentes que se durmieron en el XVII y en el XVIII, entre el borde del «rococó» y el del mar de las luchas imperiales. Allí yace la doncella a quien conmemoran sus padres inconsolables y el capitán que regresó enfermo del último viaje de té para morir en la calle del Cerezo. Y allí está también, un poco a la intrusa, Fulton, abandonado de sus humeantes y ruidosos émbolos y calderas y Hamilton, arrullado por el rumor de las taquillas de los Bancos.
Pero ya no hay huella del Cerezo en su calle. El turista en Manhattan, que entra a la ciudad baja, encuentra los nombres y la angostura de las viejas calles, pero ahora ya no son calles sino el angustioso fondo de una profunda y estrecha garganta cavada en la lisa piedra, donde la luz desciende acobardada y difusa. Cuando alguien abre la vista desde el agitado, incesante y oscuro hormiguero, logra ver en lo alto un estrecho callejón de cielo. Las gentes no caben en las angostas aceras e invaden la calzada. Clavados profundamente, a lado y lado de la estrecha calleja, los tremendos edificios suben sin término por la escala de sus ventanas iluminadas. El fastial penetra en las hilosas nieblas sucias de humo fabril. En veces, un avión extraviado choca con una torre.
Los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona. Andan de prisa, desde luego, pero con una prisa aún más indiferente y absorta que la de aquellos que se ven en la ciudad alta. Salen de una majestuosa puerta llena de dorados, atraviesan algún delgado callejón y se sumen por otra gran puerta dentro de una inmensa sala que arde en luces.
Detrás de las ventanas iluminadas están los dueños de la riqueza del mundo. Las tres cuartas partes del dinero de la humanidad se concentran en este oscuro y magno pedazo de la isla de Manhattan. Millares de contabilistas anotan, por medio de sus máquinas, a cada segundo, los mínimos resultados del movimiento de flujo y reflujo de todo lo que el ser humano compra y vende en toda la redondez de la tierra. Una menuda cifra, añadida a las infinitas columnas de números es la elegía o el epinicio que condensa toda la novela que ha vivido el criador argentino o el cosechero de algodón del Perú o el comprador de arroz de Siam, o la del barco que acaba de destrozarse sobre un arrecife del Mar Rojo. Sin saberlo, no hacen sino inscribir epitafios. De una breve orden de uno de estos hombres, que tienen su escritorio junto a la nube, en el piso cincuenta, resulta que millares de cultivadores salgan con sus enormes maquinarias a sembrar trigo en el Canadá o que los mineros del estaño tengan que reducir su trabajo a la mitad, o que empiece a levantarse la obra de un ferrocarril o de un acueducto en una ciudad de los Andes o del Golfo Pérsico.
Nunca ningún Aladino tuvo en sus manos tanto poder material como estos hombres joviales, canos, vestidos de paño gris, y nunca, tampoco, tanto poder material ha sido disfrutado con menos imaginación. Tal vez para fortuna de los demás hombres. El poderío para estos Aladinos de las cifras rara vez llega a transformarse en botín y en fruición.
Sobre el cuadriculado de la desaparecida villa holandesa se alza ahora este reducto. Nada queda que justifique el nombre de las viejas calles. La calle del Cedro, la del Canal, la de la Doncella, la de Juan, la del Castor, la del Pino, la del Muro. Todo es igualmente poderoso, inhumano y frío: la piedra, las gentes, el ambiente. No queda la puntiaguda casa de Juan, ni el muro que separaba de las salvajes soledades, ni el canal con sus barcas cabeceantes, ni el empinado cedro rumoroso en la esquina. El panorama de ahora es piedra lavada y está fuera de la medida de nuestros sentimientos. Es como el lecho de una corriente subterránea que nadie sabe a dónde va. Son unas catacumbas donde se huye de algo y donde algo se engendra que no es lo que estamos habituados a ver.
En ciertas horas el turista llega a olvidarse de que aquí, entre las torres de la baja Nueva York, hay hombres y mujeres. Más parecen seres de otra raza, los marcianos, o una artificial casta de termitas deformados para el trabajo. Lo cierto es que en esta exagerada impresión hay algo de la reacción temperamental del que mira asombrado un mundo que no puede ser el suyo. Pero aun así, lo que predomina en el fondo de estas gargantas es un tipo humano que se parece más al hombre que a la mujer, es decir, al ser desaparecido, indiferenciado, en una tarea. Vemos, ciertamente, mujeres; pero tienden a hablar, a gesticular y a caminar como los hombres. Sólo les quedan, irreductibles, como una bandera de nostalgia, las magníficas y cuidadas cabelleras de las americanas, que florecen en lo gris como una encendida planta erótica. Su intuición, seguramente, les ha enseñado lo que la vieja sabiduría talmúdica descubrió con mucho ver y mucho reflexionar; que los cabellos son también una desnudez.
Los extraños pobladores circulan verticalmente por entre sus torres: torres de cemento, torres de cifras, torres de luces y casi nunca pueden pasar, sin trasformarse, de los límites precisos de su ciudadela. Ya a sus espaldas los acecha la Quinta Avenida, donde los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres, y la Plaza de Washington, con su arco viejo, sus árboles y sus casas georginas tan fragantes a hogar y a vida interior. O también, al frente, la sucia marina, llena de casuchas, de cajones rotos, de frutas aplastadas, de hierro viejo, de letreros tuertos, de carbón, de escamas de pescado, a la inmensa y geométrica sombra de un puente inmenso. Esta tampoco debió ser la marina de la Nueva Amsterdam. Es una ribera inorgánica y descomedida. Recala en ella el turbio rezago de la inmensa marea de este nuevo mundo, tan confuso. Los marinos y los maleantes son tal vez los mismos de Cardiff o de Cartagena o de Marsella. Las mismas gorras negras, las mismas franelas azules, los mismos tatuajes, las mismas pipas, los mismos agrietados rostros sin afeitar. Hasta las mismas cantinas con los mismos nombres -Bar de la Media Luna- pero sin leyenda. Hay en este trozo de viejo puerto algo que falta, algo que no acopla, algo que rompe la sinfonía. Algo que tal vez está representado en aquel incongruente letrero que dice: «Antonio Lo Verde. -fishing».
Dentro de estos límites estrechos se alza, sobrehumano y aplastante, el reducto con sus extraños habitantes. Quien se aventura en él por primera vez comprende que ha entrado en un mundo distinto. Nada allí está hecho a la medida del hombre.
De la vieja aldea holandesa no quedan sino los nombres sin sentido de las calles, y las tumbas de la iglesia de la Trinidad, y alguna Biblia olvidada en la gaveta de un banquero, porque ni siquiera la penumbra recuerda a Rembrandt. Es, para ello, demasiado gris y le falta oro. Todo el oro que yace muerto en los vastos sótanos, más abajo de las callejuelas.
III
En Manhattan la tierra es más cara que el alabastro, las alcobas están más altas que las torres de las catedrales, hay más riquezas reunidas que en todo el resto del mundo y la acumulación de seres humanos, cosas, máquinas y edificios desmesurados es la más impresionante que en ninguna época haya existido en el planeta. A veces parece la fantasía de un geómetra puritano y a veces un escenario para las hazañas terroríficas de Gargantúa. A veces parece un ser vivo, entero, distinto e indiferente a todo lo demás y en ocasiones, también, por su vertiginosa y mecánica fuerza de crecimiento, da la impresión de lo inhumano y hasta de lo inorgánico.
Ha sido el campo de algunas de las más grandes hazañas materiales y morales del hombre. Muchas de sus cosas carecen de semejanza o de precedente con ninguna otra. Hay la más alta torre y el hombre más rico del mundo, y el semental más caro, y el niño que toma más leche, y el crimen perfecto, y los mejores y más admirados atletas. Pero de todas estas cosas y muchas otras que no nombro, la más impresionante es la de la soledad en que viven y actúan las gentes. Manhattan viene a ser, por sobre todo, la isla de los solitarios. Un mínimo islote poblado por millares de solitarios, apresurados, abstraídos en invisibles fines, incomunicados dentro de la campana neumática de la soledad.
En donde está el hombre está la soledad como su sombra, que lo sigue, lo acecha, lo espera. Más dramático que el destino de Pedro Schlemyl, cuando vendió su sombra, ha de ser el de la persona que llega a vender su soledad. Y hasta casi podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece, y que hay algunos que no han merecido ni merecerán ninguna.
Los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria.
No es, en general, la de ellos la rica y fecunda soledad que Dios regala a algunos elegidos y que es el reino donde el hombre entra para luchar sin tregua por encontrarse a sí mismo y vislumbrar el rostro de su Deidad y las luces de su destino. La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o que son desgraciados.
El curioso que se detiene a observar las gentes que pasan por las calles congestionadas de Manhattan advierte de inmediato que todas están solas. Cada unidad parece ignorar a todas las otras, y revela en los gestos, en la acelerada angustia del paso, la sensación interior de estar abandonada a sus propios recursos y no poder comunicarse con nadie. No es una expresión serena o gozosa la que sus rostros revelan, como suele ser la de los que gozan de los paraísos secretos de la meditación solitaria, lo que, en uno de sus aspectos, llamaba France las silenciosas orgías del pensamiento; aquellas sublimes voluptuosidades en las que fueran doctos, desde San Antonio y Erasmo, hasta Tartarín, toda la vasta gama de los hombres dotados de vida interior. Ni saben que están condenados a la soledad, ni tienen el gusto, ni el arte, ni la ocasión de gozarla.
Ciertamente debe haber en la isla de Manhattan muchos que cultivan una soledad creadora, pero quienes la caracterizan no son éstos, sino los millones de solitarios transeúntes que desconocen su propia condición.
Están en todas partes. Son casi toda la gente que llena las calles, los teatros, que se paran en las esquinas a mirar los matices cambiantes de los avisos luminosos y las noticias de los diarios.
Yo he visto estos solitarios apretujados en increíbles racimos en los andenes y en los coches del tren subterráneo. Apenas queda espacio para mantenerse en pie dentro del denso rebaño, y sin embargo todos van solos, nadie está acompañado; entre el ruido de las ruedas y los mugidos del motor es raro oír una voz humana, y cuando se oye todos los que la alcanzan se vuelven como recién despertados, llenos de sorpresa y hasta de desazón. Cuando alguien quiere informarse sobre el itinerario se dirige al plano mudo que está en la pared, con el gesto con que el peregrino en el desierto o en el mar mira las estrellas para consultar el rumbo. Tampoco casi nadie mira a otro, y cuando por azar dos miradas se cruzan, instantáneamente se desvían llenas del temeroso presentimiento de haberse asomado al más allá. En los andenes esta masa se forma sin soldaduras ni unidad, y se deshace sin desgarramiento, con la silenciosa mecánica con que las moléculas de los líquidos se yuxtaponen y se separan. Moléculas de soledad.
Las tiendas también están repletas de solitarios. Yo he visto florecer la admirable comunicación de la simpatía humana entre mercaderes y compradores y simples curiosos en los zocos árabes, donde hasta los camellos y los asnos parece que entran en el diálogo abierto y en el interés de lo que se debate. Y recuerdo también la viva comunidad de relaciones que florece en voces, interpolaciones, regateos, testimonios y consultas en las tiendas de España, Italia o Francia. La más grande tienda del mundo en la isla de Manhattan no se parece a nada de esto. Está repleta de enfermos de soledad. Nadie parece enterarse de que allí hay otros seres humanos. Y cuando al final, después de una silenciosa preparación, alguien se dirige al hortera, en voz baja y rápida, recibe una contestación más breve todavía. Es un ser que, en una encrucijada de su destino, consulta a la pitonisa y recibe la enigmática respuesta que ha de resolver por sí solo.
Pero donde estos solitarios llegan a lo más hondo de su condición es en esos grandes refectorios donde entran por un instante a comer lo imprescindible para alimentar el cuerpo. Allí no es necesario gastar una palabra. El solitario toma de largos mostradores y va colocando en una bandeja el magro condumio que necesita y luego se sienta en una mesa, abstraído mientras come sin tregua. No se percata de que otros tres solitarios se han sentado a la misma mesa, y hay momentos en que parece que han llegado al milagro de hacerse invisibles los unos para los otros. No llegan a compartir ni el pan, ni la palabra, ni menos el sentimiento.
Al hombre de otro mundo que ha caído en esta isla termina por formársele un complejo de angustia ante tanta soledad sin provecho. Llega a creer que es necesario que un día llegue algún profeta a la isla y emprenda de inmediato una gran cruzada, o un gran despertar. Por medios mágicos congregará a los habitantes de la isla para decirles que no pueden seguir como están, que es necesario que aprendan a estar juntos, a estar en compañía, a disfrutar del maravilloso don de la presencia de otros seres humanos.
Pero mientras llega a ocurrir esta revelación, la isla de Manhattan continúa poblada por millones de solitarios que ignoran que están solos.