literatura venezolana

de hoy y de siempre

Desamparo

Dic 26, 2024

Manuel Rodríguez Cárdenas

«Para que un hombre piense en matar a otro hombre, quiera matarlo y ejecute tal propósito, debe encontrarse en estado psíquico muy diferente al de la inmensa mayoría de los hombres adultos y civilizados…» Enrique Ferri

Fui aquella noche. Sí. Lo recuerdo bastante bien. Íbamos a un baile por El Guarataro Delante caminaba José del Carmen haciendo crujir sus zapatones, con las manos caídas a los lados del pantalón. El acostumbrado bamboleo de su cuerpo se adivinaba por los trazos del cigarro en la oscuridad. Yo lo veía de espaldas, ancho, apresurado. Me daba la impresión de que lo contemplaba desde el ferrocarril, porque se alejaba de pronto, y de pronto aparecía entre los casuchines del barrio. Ponía sus pisadas de toro sobre el barro y la podredumbre que salía de las casas y corría por las laderas de la subida.

Detrás íbamos el negro Rufino y yo. Caminábamos alegremente, porque el negro Rufino era alegre. Se sabía vestir. Aquella noche se puso el traje blanco, el de los fondillos remendados, y sus zapatos amarillos, con medias azules. Rufino era «mi hermano». Por eso andábamos siempre juntos. Toda la vida nos unía. Ni él ni yo habíamos conocido familia, ni madre, ni padre, ni nada. Nos encontramos en la calle, un día, hacía ya mucho tiempo, por el Cementerio de Los Hijos de Dios. Tendríamos doce años para entonces. Y nos fuimos juntos. A correrla. Limpiábamos zapatos, vendíamos billetes de lotería y robábamos de vez en cuando. Nos parecía grata la vida. Pedíamos de comer en las casas de familia, y los domingos nos íbamos al Metropolitano, o al juego de pelota.

Dejamos la venta de billetes por la obligación que teníamos de ir a la Escuela. Allí aprendimos a leer y a escribir en letras de periódicos, pero la dejamos porque no nos gustaba. Ahora, íbamos para un baile. Ya éramos hombres y estábamos enamorados. Mejor dicho, Rufino estaba enamorado, porque a mí no me gustaba Rafaela sino María, la otra hermana, la de Rufino. Rafaela tenía los senos flojos y las caderas secas, parecía una mujer de película. En cambio, María, la de Rufino, tenía la cadera ancha y los senos apretados. Era sensual. Decía que deseaba un marido y que se acostaba con una almohada entre las piernas. Yo deseaba ocupar el lugar de la almohada. Por eso me gustaba.

* * *

En el baile estaban Rafaela y María. Entramos. José del Carmen se fue a «empujarle el caballo», como decía, a una viuda con dientes de oro. María se pegó a Rufino. El negro se veía glorioso, potente, con la hembra del brazo. Yo me fui hacia donde estaba el botiquín. Tenía ganas de beber.

En la sala se bailaba afanosamente. Trascendía un vaho caliente, mezcla de sudor, de polvos de arroz y brillantina. Una señora dormitaba, inclinada sobre el espaldar de la silla de cuero, sin darse cuenta del jadeo de la sala. El negro Rufino, sin corbata, tomaba la mano de su pareja con un pañuelo. Y sonreía.

Salí a la calle. La noche se había puesto clara, deliciosa, con una luna de almanaque. El viento, que venía de lejos, desde el mar, silbaba entre los postes. La música desentonaba, se metía por el hueco de la ventana y llenaba el marco de la calle. De la sala, apretujada, venían ruidos informes. Pero yo distinguía clara, la risa de María.

Me fui al botiquín otra vez. La risa de María.

Salí al patio. La luna bailoteaba entre el follaje del ancho mango. La risa de María.

Volví. La sala, el botiquín. El ron escocía la garganta. La risa de María.

Me fui calle arriba, trastabillando por el maldito aguardiente. Me agarraba con las uñas de las paredes, de la tierra, de los pedazos de piedra que impedían la subida. Estuve largo rato de pie sobre una charca. Sentía oscilar el corazón.

De pronto, cesaron los ruidos en la sala del baile. Debían estar afuera, tomando el aire o bebiendo; las mujeres orinando detrás de la casa. Regresé.

Al pasar por el patio, bajo la dulce claridad de la luna, lo vi. María estaba allí sobre la tierra, con el negro Rufino. Y el negro Rufino ocupaba el lugar de la almohada.

Esperé con la sangre ardiendo. Habíamos partido todo: la cama, la comida, las distracciones y los sufrimientos. Debíamos partir también la mujer. La cabeza me daba vueltas. Pero debíamos partir la mujer. Y esperé. Cuando se alzaron de la tierra, me interpuse entre los dos:

— Ahora me toca a mí.

Así decíamos siempre cuando, el uno después del otro, mordíamos el pedazo de pan, subíamos a la cola de los autobuses o consumíamos el mugre cigarrillo. Era nuestra fórmula. Pero esta vez Rufino pareció no comprender, y me cruzó la cara con sus manos anchas. Una, dos, tres veces. Yo insistía y forcejeaba. La carne me atraía con furia incomprensible Y me abalancé en su búsqueda. La muchacha corrió, desesperada, con la cabellera resplandeciente bajo la luna.

Nosotros quedamos allí, forcejeando brutalmente. Una mano se aferraba a mi carne, me hendía los huesos. La otra iba y venía golpeándome.

Recordé que tenía miedo a Rufino. Y un espanto frío, largo, mezclado con sudor y sangre, se apoderó de mis profundos resortes. ¡Si viniese alguien! Pero Rufino golpeaba, y la mano seguía clavada allí, mientras la otra subía y bajaba sacudiéndome como a una piltrafa.

Fue entonces que tropecé con el mango del cuchillo. Lo saqué lentamente, con fruición. El negro no se apercibió. Lentamente, también, escogí el sitio. Un dedo por debajo del ombligo. Y lo hundí por entre la camisa abierta. Un golpe espeso de sangre y excrementos, me corrió por los dedos hasta la manga…

Sin embargo, la mano seguía allí, clavada. desgarrándome la carne. Por eso empujé la hoja dos, tres veces sin escoger el sitio, hasta que los dedos se abrieron con crujido  de madera seca.

Quedó a mis pies. Había perdido un zapato y, a la luz de la luna, comprobé que la media no era nueva. Estaba rota en la extremidad y por allí asomaba la punta de un dedo amarillento. En el ambiente flotaba un olor desconocido. Pero no sentía miedo. Ni remordimiento. Sólo un temblor en las piernas que aumentaba al alzar los talones.

No recordaba al antiguo Rufino, nuestra infancia, ni nada. Para mí se había vuelto otro después de muerto.

Comencé a caminar tranquilamente. Me acosté y dormí con un sueño profundo. En el ensueño, planeaba mentiras absurdas. Me veía corriendo por las márgenes de un arroyo tranquilo que recordaba haber visto antes, no sé dónde, cuando era pequeño.

* * *

No podía esperar benevolencia por parte de aquel Juez. ¡Qué iba a esperar! Cuando me llevaron a su presencia, con las manos esposadas, me di cuenta de que aquel hombre era una cosa completamente distinta a un ser humano. Al menos era distinto a los seres humanos que yo entendía, porque era distinto a mí. Lo comprendí al entrar en la sala, al ver sus ojillos fijos clavados en mí con insistencia, con odio, con nerviosidad. Él era la justicia, la venganza social, el mandatario con que la colectividad amparaba su sueño de bestia gorda. Yo era el reo, la piltrafa humana, el tábano que incomodó el sueño de la bestia gorda. Por eso me odiaba. Por eso yo no lo entendía. Y lo odiaba porque no lo entendía.

El Secretario era un pobre diablo. Escribía y escribía, con los ojos hundidos. Me complací en analizarlo. Le faltaba un mechón de pelo, tenía las uñas sucias y se pasaba las manos por la bragueta cuando creía que nadie le observaba. Era un pobre diablo. Decía tener hijos, muchos hijos, y odiar espantosamente a su mujer.

El Juez también sería casado, y habría padecido por lo menos tres infecciones venéreas. Pero era el Juez. Y ahora estaba allí, ante mí, en cumplimiento de su ministerio. Doblaba, distraído, los bordes del paño que cubría la mesa, mientras meditaba sus preguntas. Después me las soltaba. Interiormente debía sonreír, pero se ponía grave, serio, con los ojos llameantes, cuando yo respondía.

— Dé lectura a lo actuado, Secretario… No… Salte eso… Más adelante. Lea las deposiciones de los testigos.

Yo pensaba:

— Deposiciones, deposiciones… Así decía Rufino.

Y el Secretario, terminando la lectura: «Es todo lo que sé… Terminó, se leyó, y conforme, firma… etcétera, etcétera, etcétera…»

El Juez volvía de nuevo:

— ¿Qué dice usted a eso?… Confiese la verdad… ¡Jure!… No, no jure. ¡Para qué va a jurar usted!

Yo pensaba en cómo sería la mujer de aquel hombre. Cómo se acostaría. Tendría senos, sí, de seguro, todas las mujeres tienen senos. Pero el hombrecito de ojos fríos me desconectaba los pensamientos a cada rato. No dejaba hilar un solo sueño con tranquilidad.

— Reconstruya el delito.

Yo no entendía.

— Que diga cómo fue el asunto… ¿No sabe cómo le mató?

Con naturalidad, conté todo. Expuse lo del baile, los tragos, la mujer. Dije de aquella mano fría que no me soltaba, y cómo saqué el cuchillo y lo hundí. Precisé lentamente, con agrado, todos los detalles. Inventé un poco, para pintar mejor la entrada de la hoja en el abdomen.

— Sentí que el cuchillo tropezaba adentro con algo. Debía ser un hueso, porque era un obstáculo duro y blando al mismo tiempo. Como una almohada. No, como cuando se pone la mano debajo de una tabla y se golpea encima. ¿Usted nunca ha golpeado así en la mesa?

Pero el Juez no se movía. De seguro que nunca había golpeado.

— Doblé el mango hacia abajo y empujé. Entonces comprendí que la hoja iba entrando. Todo esto fué muy rápido, pero yo sentí en la mano una vibración como la que deja el papagayo en el hilo. ¿Usted no ha elevado papagayos?

Había preguntado una tontería, pero el Juez no se movió. Terminé exagerándolo todo, hecho un lío:

— Yo no lo maté… Fue él. Pero yo debía vengarme. Lo maté con gusto, porque yo soy un hombre muy macho. ¿A quién se le ocurre revolcarse en el suelo con una mujer, delante de otro hombre? Era muy pretencioso. Por eso sería… Pero yo no iba a ser más pendejo. Yo soy un hombre de pelo en pecho. Mire, fíjese, tengo pelos.

El Juez no entendía nada de aquello. Estábamos en dos mundos distintos. No sabía de la emoción que produce matar un hombre y saberse uno, a su vez, hombre completo. Las vidas son como las barajas: se agregan unas encima de otras y si se quita una carta, las de abajo quedan más solas, pero más poderosas porque aguantan menos peso. Aquel viejo no sabía de esas cosas. Por eso, tal vez, reprochaba mis acciones.

— Usted es un animal. ¿No piensa en lo espantoso de su delito? ¿No piensa en la vergüenza que ha caído sobre usted? ¿No piensa en la mancha que ha arrojado en pleno corazón de la sociedad? ¿No piensa, no piensa, no piensa?

Pero yo no pensaba en nada. Nunca me ha gustado pensar delante de la gente que habla, pero entonces no pensaba porque no sentía ganas de pensar.

El viejo seguía diciendo:

— Usted es un engendro de la naturaleza ¡Merece veinte años!

Yo quería decirle algo, pero tuve la conciencia de que si lo decía nadie me iba a entender. Por eso no lo dije. Yo quería decirle:

— No me pregunte más necedades. Qué sabe usted de nada. Usted tiene hijos, tiene una mujer con pechos y piernas, come bien, duerme bien. En su casa hay comodidad. Usted tuvo padre, y madre, y tíos. Cuando era muchacho le regalaban juguetes de cuerda, lo ponían a recitar detrás de una silla y se orinaba en los pantalones. Yo no he tenido nada. ¿Entiende bien? Nada. Ni siquiera pantalones que ensuciar.

Pero no dije una palabra. Sin embargo, me martilleaba en los oídos aquello de «merece veinte años». Y me lo repetía insistentemente: merece veinte años, merece veinte años, ¡merezco veinte años!

Lo llevaba escrito en lo más hondo cuando salí del Juzgado? Crucé la acera entre dos policías y, entre dos policías, me senté en el celular. La vía pasaba rápido a través del enrejillado del carro. Los árboles de la Plaza Bolívar comenzaban a florecer y se mecían cadenciosos al aire dulce de la mañana. Por allá lejos, por El Guarataro, debían andar Rafaela y María, cogiendo agua en la pila. El viento que viene del mar en gruesas bocanadas silbaría en la posteadura y muchachos con grandes ombligos recogerían colillas de cigarros, como lo hiciéramos tantos años Rufino y yo. Un vaho de profunda melancolía comenzó a invadirme. Una casa, un arroyo, un árbol, una mujer con un libro. Siempre se piensa en eso cuando se está triste.

«La primavera con sus colores llena de flores…».

decía la Cartilla de la Escuela. Y recordé la estampa, donde una niña dulce, de amplias bombachas, daba de comer a un corderito. Huí de la prisión antes de la sentencia. José del Carmen, el de los zapatones y las manos caídas, facilitó mi fuga desde afuera. Adentro fue fácil encontrar cómplices. Mi retrato, de frente y de perfil, apareció en las esquinas. No me gustaban aquellas fotografías. Me las hicieron cuando estaba recién entrado. Resulté un poco triste, y no me parecía. Yo había pensado en hacerme un buen retrato cuando saliera para mandárselo a María. Entonces puede que ella me hubiese querido, y nos habríamos ido a vivir juntos para El Callao, donde dicen que se consigue mucho oro. Pero ahora andaba aquella fotografía por las paredes de todas las esquinas. Salí.

No tenía plata, ni deseos de huir. Tenía ganas, además, de ver a María. Aquella imagen, sus piernas desnudas y resbalosas, la cadera y el vientre oprimidos, la luz de la luna, el silbo del viento entre los árboles, me detenían. Deseaba ver a María. Y me quedé.

* * *

Fui a dar a una casa de vecindad. Era un edifico viejo, hediondo. Las paredes de los cuartos, cubiertas de mugre, rezumaban un agua pestilente que corría por los pisos y encenagaba el ambiente. Las piezas se abrían todas al patio, ancho, espacioso cuadrilátero cruzado por cintas de alambre que servían para secar ropa. De día, cuando los hombres y las mujeres salían a trabajar, quedaban dentro de la casa los chiquillos. Eran feos aquellos muchachos. Y sucios. Decían palabrotas y pintaban obscenidades en las paredes.

En la tarde comenzaban a llegar hombres y mujeres. Venían cansados, sudorosos, jadeantes, después de haberse revolcado como puercos entre las suciedades del taller. Por eso el viejo cascarón no estaba nunca silencioso. De su vientre infernal salía constantemente un ruido grueso, como de marejada, que chocaba afuera con el vocerío de la calle y caía nuevamente sobre el patio, para meterse en las piezas y colarse hasta nuestros huesos. El reflujo excitaba los nervios de aquella pobre gente. Gritaban, gesticulaban para hacerse entender. El ruido salía de nuevo aumentado, del vientre infernal. Chocaba con los ruidos de la calle y regresaba otra vez, más grueso, más ancho, para meterse nuevamente entre las piezas y colarse a los huesos. La gente gritaba más. El ruido volvía a salir, más grueso aún. Regresaba más denso. La gente gritaba mucho más… Y así todo el día. En la noche estaban enronquecidos, con los ojos saltones y las venas del cuello hinchadas. Entonces, para calmarse, hombres y mujeres se abofeteaban, se escupían, golpeaban a los chicos, y terminaban por echarse en los camastros.

Pasaba todo mi tiempo dentro del cuartucho, echado sobre papeles del periódico. No salía nunca, ni veía a nadie. Sólo de noche en noche me iba a visitar José del Carmen. Llevaba algo de dinero, provisiones para tres o cuatro días: queso, pan de trigo, pedazos de papelón. Yo le preguntaba por María. Estaba acorralado.

El cuarto apestaba a todas las suciedades que recogía en latas viejas para botadas por las noches. Cuando la casa parecía dormir, salía afuera, iba a la cocina común, al excusado común, miraba las estrellas. Pensaba en María, que a esas horas estaría acurrucada en la canta con su almohada entre las piernas.

Algunas veces salía hasta la calle. Quería buscar trabajo, y encontrar alguien con quien conversar. Recordaba que Alfonso Romero trabajaba de noche en una panadería… Pero no podía ser. Al menor ruido, un automóvil con trasnochadores, una carreta, cualquier cosa, corría a esconderme en lo más profundo de mi ratonera con el corazón acelerado. No podía ser.

Así me lo decía José del Carmen cada vez que iba a llevarme la comida o los treinta bolívares del alquiler. Había que esperar. Los hombres olvidan, las mujeres olvidan, los Jueces olvidan. La policía también debe olvidar. Entonces, me iría sobre un camión. Hacia el Territorio del Amazonas, hacia Guayana, hacia cualquier parte de ésas, misteriosas, sombrías, llenas de bosques y culebras donde hay oro y caucho, con indias que muelen yuca.

Por eso esperaba. Y por María. Me agradaba soñar con ella en la soledad de la pieza, detrás de la puerta atrancada. El ruido, entonces, se embotaba lentamente y, sin saber cuándo, me encontraba transitando con el pensamiento:

Me pondría mis zapatos de dos tonos. Ah, sí es verdad, se quedaron en el calabozo. Entonces las alpargatas nuevas… Pasaba por el Mercado y le compraba una papeleta de polvos «Sonrisa», de esas que tienen pintada una mujer bonita, con los cachetes colorados. Era domingo. Debía ser domingo, o día de Fiesta Nacional. Con lo que me gustaba ir al Capitolio para ver la Batalla de Carabobo… Salíamos. En la Plaza tocaba la Banda Marcial. Yo le compraba un paquete de cotufas, que comía a dos carrillos aunque le hacían doler la barriga. Entonces entrábamos al cine para ver una película de vaqueros. En la oscuridad de la sala comenzaba a manosearla.

Pero no se podía soñar tranquilo, sin que interviniese la carne. La carne aullaba, la sangre corría, en la extremidad de los dedos la sentía batirse rabiosamente.

Silbaba. Daba vueltas por el cuarto. Me echaba de nuevo. El pensamiento regresaba, sin dejarse amputar…

Le acariciaba los pechos… Andaba nuevamente: los pechos. Me acostaba otra vez: los pechos, pechos de mujer. Cantaba: los pechos. Los pechos son redondos, duros, dejan en las manos una sensación suave, como de terciopelo, la punta vibra.

Aquella mancha del techo se parece al General Gómez. Ese hombre sí que tenía vacas… Las vacas son hembras. Tienen pechos. Los pechos de María.

Y el pensamiento me ganaba la partida. Una, y otra, y otra vez. No había manera de arrojarlo de allí. Siempre girando alrededor de un mismo punto, como el carrousel, iba y volvía.

* * *

Aquella vez debía estar profundamente dormido. No supe cuándo comencé a descender hacia la vigilia, pero en ese lugar aún penumbroso que media entre el sueño y la conciencia, me di cuenta de que algo raro, inesperado, contrario a la costumbre, había sucedido.

Tardé bastante tiempo en convencerme de lo que fuese. Por fin afronté la brutal realidad: la puerta estaba abierta. El lindero que me separaba del mundo, de la jauría que me buscaba, estaba allí, de par en par.

Debían de ser las diez o las once. El sol se encontraba alto ya, en su camino. Se filtraba por entre los agujeros del techo y decoraba con arabescos los ladrillos. La noche anterior estuve dando vueltas alrededor del cuarto sin poderme dormir. Al fin me había echado sobre los periódicos, rendido de cansancio. Por eso olvidé atrancar la puerta.

La gente debió pasar y haberme visto. Ya alguno daría el pitazo. La vieja de al lado, a quien oía escupir toda la noche y a la cual profesaba un odio sordo porque pensaba que me espiaba por la cerradura. O el hombre de enfrente, que conocía a José del Carmen.

Pero ¡quién sabe!, tal vez no se habían fijado. El policía del «Número Diez» me hubiera detenido. Recordé un incidente lejano y tonto que alivió mí angustia. Fue la vez que Rufino y yo nos emborrachamos dentro de la pulpería de musiú Abelardo, después de robarle. El italiano roncaba como un animal mientras nosotros bebíamos brandy con galletas de soda. De pronto se levantó y encendió la luz, miró cuidadosamente por todas partes, detuvo los ojillos en el lugar donde nos encontrábamos y salió. Estábamos descubiertos. Seguramente había ido a avisar a la policía. Nos detendrían irremisiblemente. Sin embargo, al poco tiempo, le oímos roncar de nuevo. Nosotros pudimos saltar fuera, a la vida, llenos de una rabiosa alegría. Abelardo era miope.

El recuerdo me hizo incorporar de un salto, sonriendo, hasta esconderme en el vacío que dejaban la hoja de la puerta y la pared. Por convencerme, miré hacia los papeles, donde antes estuviera tendido, y una melancolía infinita me invadió. Era imposible que no me hubiesen visto. Aquella vez estaba perdido. Debía huir inmediatamente, irme de cualquier modo.

Saldría a la calle, me escurriría por las paredes. Puede que no hubiera policía de punto en la esquina y que lograse tomar el autobús. Entonces podría salir a la carretera, montarme en un camión, irme a Guayana. ¿Por qué lado estaba la carretera de Guayana? ¿Y si me vieran, si fuera mejor no hacer nada, si no se habían fijado? La duda me envolvía… ¡Si estuviera allí José del Carmen! Recordé que no regresaría hasta el domingo. Debía irme, hacer algo, pues. La puerta estaba abierta. Vendrían y entrarían por allí. Había que hacer algo. Pero, ¿qué?

Comencé por empujar la hoja de la puerta. Me detuve, sin embargo, en mitad de camino. Se darían cuenta. La vieja de al lado refunfuñaba. Venía del lavadero un parloteo de mujeres y oía correr el chorro de agua en el patio.

Sentí helárseme la sangre cuando comprendí que unos pasos se acercaban cautelosamente.

Dos ojos anchos, bordeados de inmensas ojeras, arremansados y serenos, se asomaron dentro. Recorrieron lentamente las paredes. De allí saltaron al piso, se detuvieron, luego subieren al techo, parecían contar los rayos de sol. Sentí miedo, miedo de aquellos ojos, miedo egoísta por una vida que sólo era un bagazo estrujado, pisoteado y fétido dentro de los engranajes del mundo. Pero sentí miedo, y deseos de vivir ese bagazo en paz, a la orilla de un río.

Los ojos parecían buscar algo perdido. De pronto se fijaron en mí. Se quedaron mirándome. Había zozobra, pena, dolor, amargura, qué sé yo, en aquellos ojos. La verdad fue que se quedaron mirándome y sonrieron. Yo los vi iluminarse de una gracia que nunca había visto ni sentido.

— Buenos días.

No contesté.

— ¿Usted de nuevo aquí?

Tampoco dije nada, porque no encontraba nada que decir. La verdad era que nunca le había dado los buenos días a nadie.

— ¡Ah, pues!

Había sonado tan bonito aquello, allí, en el mismo sitio donde yo temblaba de miedo, que me sentí mejor. Creo que también sonreí. Era una niña, de siete años apenas. Andaba descalza, tenía los pies sucios y cuarteados, las manos llenas de ampolladuras, el cuerpecito flaco, la cara débil, y dos ojos inmensos que giraban sin cesar. Debí sonreír.

La muchacha avanzó y se plantó frente a mí. Llevaba una muñeca sucia en la mano, con la cabeza despegada. Me pidió que la compusiera. Yo sentí de pronto un odio violento. No podría irme mientras aquella mocosa estuviese allí.

Pasó como un relámpago: si la atrajera al rincón donde me encontraba y la estrangulase, si le cortara la respiración de un tajo, entonces podría huir. Y estiré la mano con violencia.

Fue un movimiento rápido, seco, inconsciente; realizado sin seguridad, mientras espiaba por la rendija. La sentí saltar asustadamente, retirarse con un horror indefinible y angustioso. La vi correr hasta el rincón opuesto, temblando, miserable, rendida a mí en un gesto de renuncia total. En mi mano de hierro estaba la muñeca con la cabeza desgonzada.

Se hizo un silencio largo y espantoso. Los ojos de la niña me imploraban desde su angustia, vuelta un montoncito de carne estremecida; me imploraban con la ternura de los mil niños del mundo; me decían algo que yo no entendía bien. El silencio crecía, se estiraba, corría por el patio, me zumbaba en los oídos. La mirada se me iba de la mano, donde la muñeca temblaba descuadrada, al rincón donde la niña sufría. De allí volvía otra vez a la muñeca, para regresar de nuevo.

Era absurdo todo aquello. Pero en el hondo silencio, comencé a pegar cuidadosamente, hilo tras hilo, la desvencijada cara de la muñeca. Cuando terminé, la niña sonreía en el rincón, llena otra vez de dulce, infinita, tranquila, mansa bondad.

* * *

Ahora estoy aquí, en la Cárcel, condenado a quince años. Nunca más he vuelto a saber de José del Carmen, ni de María, ni de Rafaela. Se fueron borrando lentamente de mi vida, así como se borran los muñecos que uno pinta sobre las paredes. A veces me acuerdo de Rufino. ¡Qué grande era ese negro! A veces, también, me acuerdo de El Guarataro, de los vientos que pasaban desde el mar, silbando entre los postes. Pero nada más.

Hoy tengo a Carmen Aurora, la muchachita con nombre de goleta y ojos azorados. Viene a verme todas las semanas con su manta. Está muy delgada todavía y me preocupa verla así. Pero tiene una muñeca nueva. Yo se la regalé con lo primero que gané aquí tejiendo capelladas. Le estoy haciendo una repisa para su cuarto y un Niño Jesús con espina de bucare que encargué al interior. El médico dijo que padecía de la garganta. Pero no quiero que la operen en el hospital. Allí va a pasar las noches muy solita, y puede que sienta miedo otra vez.

Me lo paso pensando en que cuando salga de aquí, si me porto bien, ya ella será una señorita. Yo estaré viejo y quién sabe si seré un hombre triste. A veces me la figuro casada y con hijos que me esperen por las tardes. Me conmueve pensar en estas cosas, y sin embargo es todo cuanto hago durante el día en los ratos libres.

Cuando llegué, los presos creían que yo no tenía a nadie. Yo también lo creía. Qué felicidad, la tarde que se apareció Carmen Aurora con su mamá y yo les dije que era hija mía. Y cuando el alcaide dijo que se parecía mucho a mí de físico, ¡pero que ojalá no se me pareciese de alma! Desde entonces empecé a llamarla «hija» de vez en cuando, entre la conversación. Tenía miedo de decirle lo que deseaba, pero ella un día me pidió la bendición al despedirse. Ahora lo hace siempre, y cuenta los días de la semana para saber cuándo le corresponde volver. Además, me trae las planas que escribe en la escuela con su letrota y me regaló un retrato.

Mañana es día de visita. Carmen Aurora vendrá. Ya la veo con su carita triste pegada a las rejas, con su sonrisa tan bonita y tan dulce. La última vez dijo que me traería pasteles. Yo le guardo los veinte bolívares que economicé esta semana con las capelladas. No gasté sino en una caja de cigarrillos. Pude lograr que me comprasen una manzana en la calle. Era para mí, porque el maestro de escuela nos dijo que contenían vitaminas. Pero me dio pena comerla, cuando mi niña la podía necesitar. Ahora la guardo debajo de la almohada en espera del día de mañana. Siempre que me voy a acostar la miro, tan bonita, tan roja, con sus millones de vitaminas, y pienso en la cara de Carmen Aurora cuando se la entregue. Seguramente que no ha comido nunca manzanas. Pero esta vez tendrá una porque yo se la he comprado.

Le guardo otras cositas: un cepillo de dientes, una piedra de centella, dos espejitos y una oración que es muy buena para las enfermedades del pecho. También le estoy haciendo un par de zuecos floreados para su maestra, que la quiere mucho y me manda saludos.

Estoy alegre y sin embargo, como siempre que la espero, me pongo triste, muy triste, de vez en cuando. Es cuando pienso que pudiera no venir, que estuviera enfermita, o que la madre no quisiera traerla más. Después de todo, no soy sino un preso, un criminal a quien todos odian por haber matado a su mejor amigo, un pedazo de cardo que le nació al camino. Me encuentro, ahora, con que no tengo derecho a que me quiera un niño.

Pero las ideas, los pensamientos, batallan en mí. No quiero admitir eso, no lo comprendo bien, puesto que yo siento un cariño que nunca había sentido. Tengo derecho, pues. Ella vendrá. Y una y otra vez recuerdo lo que pasó aquella mañana.

Estábamos en el cuarto solos. Había querido matarla y huir lejos, muy lejos, hacia un lugar remoto donde las indias muelen yuca. Ella me miraba con sus grandes ojos azorados. Y cuando terminé de coser los hilos de la muñeca, me sonreía llena de mansa bondad.

Le entregué el juguete, sin decir palabra. Ella se sentó en un rincón, sobre el lío de mis ropas, casualmente, y comenzó cantarle en voz queda a su vieja muñequita. Se fue quedando dormida, sin sobresalto, con hambre tal vez. Se durmió profundamente.

No podía cerrar la puerta y dejar la niña adentro. No podía estarme allí tampoco, enjaulado, mientras los otros corrían denunciándome de policía en policía. Debía despertarla, sacudirla, para tomar mi ropa y huir. Tenía tiempo de salir a la calle, tomar el autobús, ganar la carretera, meterme en el camión que tanto había soñado.

Necesitaba sacudirla, despertarla, huir. Los momentos pasaban con una celeridad angustiosa. Vendrían por mí.

Me acerqué cautelosamente. No podía tomarla con mano firme ni llamarla en voz alta. Tal vez se asustaría de nuevo. Me miraría entonces con sus ojos inmensamente abiertos. Volvería a ser el montoncito de carne estrujada sobre el rincón. Correría otra vez por el cuarto presa de sorda angustia. No, no era posible. Era mejor esperar a que despertase con la misma dulzura con que se había dormido.

Y esperé, contando los minutos, seguro de mi gran sacrificio, temeroso de un ruido cualquiera que viniese de los mundos de Dios.

Pero ellos llegaron antes. Los condujo hasta mi cuarto el hombre de enfrente. Traían los revólveres desenfundados. Al jefe le colgaba del cinto una peinilla con banda verde. La niña despertó sobresaltada.

— No te asustes, esto es nada, —le dije, sin saber por qué lo hacía.

Y me llevaron, a empellones brutales. Después me trajeron aquí. Los ojos de la niña me seguían. Comencé a trabajar y a reunir. Pensaba en la niña día y noche, como si la hubiera asesinado. Me mortificaba aquel pensamiento tan horrible, y sentía el goce de no haber tenido fuerzas para llevarlo a cabo. Rufino, en cambio, no significaba nada. La niña me seguía.

Y comencé a mandarle mis ahorros. Vino un día, y otro, y otro. Ha venido siempre. Mañana vendrá también. Yo la quiero. Le guardo una manzana llena de vitaminas y dos espejitos. Le estoy fabricando un Niño Jesús con espina de bucare y un par de zuecos floreados para su Maestra. También le tengo una oración para el pecho.

Tiene que venir. Sí, Carmen Aurora vendrá mañana. ¡Tiene que venir!

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