literatura venezolana

de hoy y de siempre

Esvástica de sangre (selección)

Dic 17, 2024

Eloi Yagüe

Marilyn rojo satén

Nueva York me proponía la noche más excitante de mi vida. Poco después de las once salí del local de Sotheby’s, en la Calle 72 con Avenida York, sin atender la oferta de estrafalarios personajes que se exhibían en la plaza y aceras adyacentes, y que acaso en otra oportunidad habrían motivado mi atención. Pero esta vez no. El objeto de todo mi interés era una pequeña caja de cartón identificada con una etiqueta, y tan liviana que podía llevarla en una sola mano. Era como una alucinación, no podía creer lo que había obtenido después de tantos años de espera. En algún momento la caja desapareció y vacié su contenido en mis bolsillos, tras rozarlo brevemente con estremecimiento. Continué en taxi el trayecto hasta el hotel donde haría tiempo de cualquier manera (sabía que no podría dormir), hasta que fuera la hora de dirigirme al Aeropuerto Kennedy y abordar el primer vuelo de la mañana con destino a Caracas. Ya cumplida mi misión, nada me retenía en Estados Unidos.

Mientras tomaba un whisky en el bar del hotel recordé la expresión atónita del público asistente a la subasta, cuando fue ofrecida a la puja una pequeña muestra de la ropa interior de Marilyn Monroe. Tanto el martillador como los asistentes se sorprendieron cuando doblé el precio inicial propuesto por la casa. Hubo un comprensible momento de murmullos y sentí que me miraban y señalaban. No hice caso: esa prenda tenía que ser para mí y no me importaban los comentarios que pudieran suscitar mis esfuerzos por conseguirla. De pronto alguien del público, que al principio supuse un empleado de la casa subastadora, formuló una cifra mayor que la mía. Miré con rapidez hacia el lugar de origen de la voz y reconocí enseguida los inconfundibles rasgos orientales de uno de los agentes de Yoshida, el coleccionista japonés que consideraba mi más acérrimo enemigo. Nuestras miradas se cruzaron y noté que el individuo estaba asustado, si es que acaso puede notarse la palidez y algún gesto bajo aquella imperturbable máscara de marfil que, sin embargo, me miraba como pidiéndome excusas. Era evidente que su jefe lo había enviado a ese trabajo sin advertirle mi presencia. ¿Pensaría el viejo Yoshida que yo iba a delegar tan delicada tarea en cualquiera de mis subalternos? Sin duda los años le habían reblandecido el cerebro, y el pobre diablo que había despachado a Nueva York tenía que enfrentarse a mí sin estar preparado.

Sin perder tiempo dupliqué su cifra. La sala se alborotó ante la suma que yo ofrecía, tan elevada que mi contrincante no se atrevió a superarla, y optó por retirarse. El martillador, visiblemente satisfecho, cumplió su ritual de rigor, y al oír el golpe del mazo supe que había conquistado mi anhelado tesoro.

Después pagué una cantidad adicional para poder llevarme de inmediato mi reciente adquisición. Guardé con prisa en mi portafolio los certificados y constancias de autenticidad de las prendas y, renunciando al espléndido brindis que por cuenta de la casa subastadora se ofrecía a los asistentes, me marché pidiéndole al administrador que me dejara salir por una puerta trasera, a fin de evitar cualquier contacto con periodistas y demás curiosos.

¿Por qué lo hice? ¿Por qué di tanto por esas pequeñas prendas de tela y encaje negro? La razón es simple: coronar una obsesión que me asedia desde hace muchos años, un desvarío al que me entrego con secreta devoción desde que tengo memoria.

La compra de la ropa de Marilyn representa el punto álgido de mi culto clandestino, porque ya no se trata sólo de una fotografía, como las que tengo por miles en todas las poses, reflejando todos los aspectos de su vida, ni de artículos de prensa coleccionados desde que empezó a figurar en Hollywood hasta la actualidad, ni de las copias de sus películas, compradas a precio de oro, así como los recortes de secuencias desechadas de muchos filmes, un material totalmente inédito que observó hasta la saciedad en la sala privada de mi mansión.

Sin embargo debo aclarar que en mi colección no hay un sólo videocasete, pues la cinta magnética es el más bastardo sistema de reproducción de la imagen, un soporte que no se merece la gloria de Marilyn, hecha sólo para el celuloide perforado a razón de 24 fotogramas por segundo. Además no hay ritual más sublime que el del cine: al colocar con amoroso cuidado los rollos en el proyector, al enfocar y vigilar la proyección, me aproximo a sensaciones que seguramente tienen algo que ver con el éxtasis.

Al concluir la sesión reproduzco en la moviola los gestos con los que más me identifico. Luego, todo acaba cuando reintegro la copia a la bóveda acorazada, protegida por un circuito cerrado de televisión, donde guardo lo que hasta hace poco era mi mayor tesoro.

Sólo me faltaba lo que acabo de obtener, porque poseer estas prendas equivale a dar un paso abismal hacia ella. Considero que éste es un premio a mi constancia, a mi tesón, desvelos y esfuerzos por recopilar cualquier material que pruebe su fugaz tránsito por la vida. Ahora entro en un pequeñísimo círculo de iniciados, los escasos coleccionistas que poseen objetos usados por ella. Pero hasta en esa elite mi privilegio es mayor, pues soy la única persona en el mundo que tiene la ropa interior de Marilyn Monroe. Por fin puedo aspirar algo de ella: su perfume, afincado en lo más recóndito del tejido, llega a mí a pesar de los años transcurridos. Y no sólo ese aroma, extraño al fin a su olor natural. No, hay algo aún más exquisito y embriagante: el sudor. Los residuos de esa secreción perduran con más fuerza aún que los del perfume. Ahora puedo sentir ese casi imperceptible efluvio segrega-do por sus glándulas Tal vez el último día que usó estas prendas tuvo una gran sudoración bajo las luces del set de filmación, llegando a empaparlas.

Sin poder contenerme me dirigí hacia el camerino, uno de los escenarios de mi liturgia obsesiva, tomé las piezas y, frente al espejo de iluminados bordes, me las puse para ser ella, para traerla desde donde estuviera, ignorando las barreras que nos distanciaban.

Comprendí de pronto que la muerte fue lo que verdaderamente la salvó en mi memoria. Si no hubiera fallecido tendría ahora más de sesenta años, y la visión de una Marilyn envejecida actuaría en mí como potente revulsivo. Debía apropiarme por completo de su recuerdo, donde se había detenido toda mi vida como el instante exacto en que una copa está a punto de estrellarse contra el piso. Al ponerme su ropa asumí como propia su muerte y el destino que la consumió. Un precio para su expiación, la que le negaron en vida quienes la usaron como un dócil animal con labios para todos. Había cambiado mi suerte por la suya, por ese torbellino que la deshizo, esa vorágine de la que ya era presa, ese olor a hospital y a vómitos que la había acompañado en la frontera de su vida como lo hace ahora conmigo. Marilyn detenida en un gesto provocativo, enfocada desde arriba sobre un fondo de rojo satén, su mórbida desnudez, la blancura de su piel que contrastaba con la intensidad escarlata de las sábanas, de donde parecen surgir sus labios entreabiertos y los endurecidos pezones… Marilyn agonizando sobre la cama orinada de un sórdido motel, un brazo desmadejado colgando tras el movimiento final, el frasco vacío entre los dedos, las pastillas tiradas sobre la alfombra mojada de ginebra barata, con círculos negros por las quemaduras de los cigarrillos…

Así debió ser, así como ahora que estoy en el mísero cuarto de este motel de carretera, vistiendo ya no su ropa, sino sus jirones, las piezas del rompecabezas que faltaban por encajar y que, ahora, colocadas sobre mi cuerpo, ofrecen la imagen más grotesca que alguien pueda dar. Así, con el rímel corriéndose sobre mis mejillas y los labios manchados de un carmín cualquiera, me dispongo al gesto decisivo para terminar de juntar los restos de Norma Jean Baker, para completar la asunción, el nuevo estadio de una vida que ya no me deja vivir, la necesidad de rendir el homenaje supremo. Ahora ya no falta nada. Ahora, cuando empiezo a conocer los baldíos paisajes que aparecen en esta ensoñación ponzoñosa, producida tras una ingestión masiva de barbitúricos.

***

Amigo hasta la muerte

Cuando vengan a arrestarme no ofreceré resistencia. Ni siquiera me levantaré del sillón, junto a la mesa del teléfono, donde los espero fumándome un cigarro. Al lado del aparato se encuentra el viejo revólver, aún caliente, con que cumplí la última voluntad de mi amigo. Su cuerpo yace en el centro de la sala, manan-do sangre en abundancia. Pero ya no es él, ya no es el compañero de estudios con quien intimé en la Facultad de Derecho hace ya más de treinta años…

La vida nos llevó por caminos diferentes. Mientras él concluía de manera exitosa sus estudios y se disponía a cumplir la brillante carrera que lo convirtió en uno de los abogados empresariales más prestigiosos del país, yo me vi obligado a abandonar la universidad y a inscribirme en la policía para poder mantener a mi familia. No me quejo: él era mucho más inteligente que yo, y además no tenía vocación para el derecho. Los vericuetos jurídicos siempre me han parecido el recurso de unos cuantos vividores para mantenerse en el tope mientras los demás nos rompemos el culo.

Sé que está mal que yo diga esto, después de todo soy policía jubilado, pero precisamente mi condición de ex funcionario me da derecho a opinar. Además conozco demasiado bien cómo se bate el cobre dentro del poder judicial y hace tiempo dejé de hacerme ilusiones sobre «el imperio de la justicia». Es muy arrecho y verraco ver libre por la calle a un carajo que hace dos días estuvo a punto de matarte. En este momento hay menos jueces honestos que balas en el tambor de mi Smith & Wesson 38 recortado, el mismo con el que liquidé a mi amigo.

A él lo dañaron su idealismo y su inteligencia. Un hombre nunca debe ser demasiado inteligente. Y si lo es, más le conviene hacerse el pendejo. Yo pensé que ya había tenido bastante con todos los chascos que se llevó durante la década de los sesenta, cuando era un cabezacaliente y se empeñaba en defender a los guerrilleros presos, para que no fueran procesados por la justicia militar, y a dar discursos a favor de los derechos humanos. Más de una vez estuvo a punto de amanecer tirado en una zanja, con el mosquero en la boca, pero él no le hacía caso a las amenazas telefónicas ni a los papeles intimidatorios anónimos. Recuerdo aquella noche, cuando llamó por teléfono a mi casa, pidiendo ayuda desesperado. Al llegar a su apartamento vi que estaba rodeado por mis compañeros del Cuerpo. Yo no sabía que también eran agentes de la División Política.

La guerrilla fracasó. La gente no estuvo dispuesta a apoyar a cuatro locos barbudos metidos en el monte, cayéndose a tiros con las patrullas militares. A mi amigo le costó mucho asimilar la derrota del movimiento, pero al fin comprendió que la situación del país era muy distinta a la que había imaginado. La riqueza petrolera, la bonanza económica hizo que muchos abandonaran sus ideales y se dedicaran a ganar dinero fácil. El billete se convirtió en el dios de todos en este país. Y mi amigo no escapó a eso.

Yo mismo llamé por teléfono reportando un homicidio, y di la dirección. Seguramente el jefe del levantamiento será el comisario Contreras, quien heredó mi cargo cuando me jubilaron. Es un buen policía, formado por mí, y seguro se sorprenderá cuando yo confiese de inmediato la autoría del crimen. Tendrá que esposarme, como manda el reglamento, aunque le de vergüenza amarrar a su viejo compañero.

Después de graduarse, mi amigo se dedicó a asesorar a los sindicatos en materia de contratación colectiva. Pero cuando se dio cuenta de que los sindicalistas iban a tomar whisky con los abogados patronales y que aceptaban los cheques por debajo de la mesa tuvo un «conflicto de conciencia», como solía llamarlo. Durante varios meses anduvo bastante deprimido. Fue su primera crisis seria, que yo recuerde.

Luego, moviendo palancas para que obviaran su pasado izquierdista, consiguió una beca para Estados Unidos, adonde fue a hacer estudios de posgrado. Al regresar, tres años después, se asoció con un amigo suyo economista, también excomunista, y montó una oficina de asesoría empresarial. Tuvieron un éxito inmediato. En menos de dos años ya eran millonarios.

Empezó entonces a llevar una vida de lujo y placeres que nunca antes había conocido. Manejaba buenos carros y tenía hermosas mujeres, salía en televisión y asistía a fiestas y cocteles de la «alta sociedad». A veces me invitaba a pasar el fin de semana en alguno de los clubes náuticos donde poseía acciones. Entonces salíamos a pasear en su yate y recordábamos los viejos tiempos de la universidad, cada vez con menos frecuencia, pues ya no le gustaba hablar de eso. Yo lo ayudaba en pequeñas faenas, algunas de ellas sucias, como por ejemplo escarmentar a algún sindicalista comecandela, o proteger su mansión cuando recibía amenazas de atentados. Me pagaba muy bien esos trabajos, y me decía que yo contribuía a «consolidar su reputación». Varias veces me propuso dejar la policía y trabajar para él, pero yo nunca quise hacerlo. Soy policía de corazón, me gusta mi trabajo, y podía ayudarlo mejor como asesor, desde mi condición de funcionario.

Más nunca volvió a meterse en política y se molestaba conmigo cada vez que le insinuaba que se inscribiera en el partido, que podía hacer carrera e incluso salir como diputado. «¿Te imaginas los contratos que podrías obtener como parlamentario?», le argumenté. Pero a él aún le quedaban resabios de su antigua militancia. O tal vez era un sentimiento de culpa disfrazado.

—Escúchame —me dijo una vez—, con la pasantía que hice en política ya tuve más que suficiente. En este país todos los partidos son una cueva de ratas, y cada vez que paso frente al Congreso tengo que taparme la nariz para no vomitar. Qué va, prefiero entenderme, pistola en mano, con sindicalistas corruptos que compartir una curul con esa canalla.

Los problemas comenzaron cuando se enamoró de esa muchacha que conoció en un restaurante del Este. Desde que la vi por primera vez me di cuenta de que era una cualquiera, una masajista cazafortuna, y además cocainómana. Eso sí, era un hembrón, tenía un cuerpo fabuloso y mi amigo enloqueció por ella. Comenzó regalándole perfumes importados, vestidos y joyas carísimas, y terminó montándole un penthouse.

Tenía a mi amigo comiendo en su mano. A mí me molestaba ver cómo se dejaba manipular por esa perra, y estaba convencido de que en cualquier momento le echaría una vaina bien fea. Confirmé mis sospechas una vez que fueron de vacaciones a Miami y la descubrieron con unos gramos de coca. A mi amigo, que no sabía nada del asunto —yo sí porque tuve acceso a su expediente y conocía sus antecedentes— le costó mucho trabajo y dinero salir del problema. Tuvo que mover todas sus palancas, y muy buenas debían ser, para haber podido escapar de los federales. Cuando fui a recibirlos al aeropuerto y la vi a ella con las orejas de Mickey Mouse y carita de «yo no fui» me convencí de que enredándose con ella mi amigo había hecho el peor negocio de su vida.

Sin embargo, a pesar de mis advertencias seguía obcecado por la muchacha. Por mi cuenta, sin decirle nada a él, la sometí a vigilancia. Una tarde por fin la descubrí. Llamé a mi amigo a su oficina, desde un teléfono público cercano al edificio. Le conté en qué andaba su novia. A los pocos minutos nos encontramos en la entrada de la residencia. Me ofrecí a acompañarlo pero quiso subir solo. «Esta me acompaña», dijo abriéndose la chaqueta para mostrarme la Desert Eagle.50 que siempre cargaba por recomendación mía.

Subió en el ascensor, que llegaba directamente al apartamento. Cuando se abrieron las puertas y vio la sala, descubrió las primeras pruebas de la traición. Una botella de champán, unas líneas de coca, sobre la mesa de cristal, ropa tirada sobre el sofá. Los gemidos salían del cuarto y se oían en toda la casa. Cuando llegó a la habitación los vio sobre la cama, ella y su socio en la compañía.

Estuvo a punto de dispararles, pero no se atrevió. Tal vez si hubiera sido un desconocido lo habría hecho. A su socio lo dejó ir y a ella la botó del apartamento medio desnuda. Otro ejemplo del idealismo de mi amigo. Yo los habría matado, más aún siendo un abogado tan respetado como él. Sabía muy bien que la legislación es benévola en estos casos. Además, un macho no se puede dejar montar los cuernos. Y menos por su mejor amigo.

La locura le vino desde entonces. Después del incidente, la disolución de la compañía y la ruptura con la zorra, mi amigo entró en una crisis de despecho que lo desquició en pocos meses. Desvariaba, ya no se podía ni hablar con él: o saltaba de un tema a otro a una velocidad sorprendente, o se quedaba callado mirando al techo. A veces me provocaba golpearlo para que reaccionara. Nunca aceptó buscar ayuda psiquiátrica.

Empezó a vagar por las calles. Me lo encontraba en los peores tugurios cuando salía de comisión a practicar alguna redada, y tenía que llevármelo a casa para que pasara la noche en mi sofá. Otras veces lo recogía en las aceras donde se quedaba dormido, borracho y con peligro de que lo asaltaran y acuchillaran.

Llamé a la Central hace casi media hora, notificando el suceso, pero no me identifiqué. Contreras ya debe saber que es la dirección de mi casa, pues se la di al funcionario de guardia. Ya me parece oír a lo lejos, aunque acercándose, el aullido de la sirena. Dentro de poco, la luz intermitente entrará por las ventanas y se proyectará en las paredes. Cuando llegue Contreras con los demás le abriré la puerta y lo invitaré a la habitación para explicarle a solas lo ocurrido. Le contaré cómo mi amigo acudió a mí en busca de ayuda, durante uno de sus arrebatos de lucidez. Pero lo que me pidió me dejó horrorizado. Quería que lo matara. Yo me negué, pero me argumentó con su labia de abogado de tal manera que logró convencerme. Me dijo que era demasiado cobarde para suicidarse. Por eso apelaba a mi amistad, para que yo lo ayudara a acabar con esa angustia que lo consumía.

Lo que terminó de convencerme fue el argumento de una novela policial que ambos habíamos leído. Yo casi nunca leo libros, sólo la sección deportiva del diario y el suplemento hípico, pero él me la prestó e insistió tanto que yo la leí. Y me gustó. No recuerdo el título ni el autor, pero sí el argumento: a los caballos, tal vez los más nobles animales, se les debe ayudar cuando están enfermos o heridos sin posibilidad de sanación. Entonces los matan de un tiro para ahorrarles sufrimiento.

Su petición fue tan dramática que accedí. A fin de cuentas ya me queda poco tiempo, he vivido lo suficiente. Mi mujer murió hace dos años, mis hijos ya hicieron su propia vida, y tal vez una cárcel sea mejor para pasar estos últimos meses que la soledad que me rodea.

Al final, mi amigo me dio la última prueba de su desequilibrio mental, haciéndome firmar un contrato que, según él, era una fundamentación jurídica para eximirme de toda responsabilidad sobre su muerte. Estaba convencido de que era un brillante alegato que sentaría jurisprudencia en el país. Yo lo leí sin entenderlo, y cuando alcé los ojos del papel vi que en en la mirada de mi amigo brillaba la locura. Sin embargo, lo firmé, sabiendo que no tendría ningún valor legal, sino como prueba de su profunda perturbación.

Lo demás vino de manera natural, mientra él tomaba una taza de café. Un sólo disparo en la frente bastó y estoy seguro de que, como a los caballos, le evité dolor. Su última expresión era casi placentera.

Ya escucho los pasos de la comisión saliendo del ascensor al pasillo y acercándose a mi puerta. Como un último homenaje a mi amigo, antes de destruir el documento me permití copiarlo como un anexo a mi diario personal. Ya que carece de valor legal para una hipotética defensa que no intentaré, al menos me servirá para recordar tras las rejas a mi amigo de toda la vida.

Sobre el autor

Deja una respuesta