Alan Brito
Faltaban diez segundos para que terminara el partido. Así lo indicaba el cronómetro, un viejo reloj de agujas al cual había que darle eventualmente unos golpecitos para que continuara andando. La chicharra no era tal, sino el agudo silbido de Pancho, que como pésimo jugador de baloncesto, era estupendo árbitro.
El tiempo se detuvo cuando cayó la dura falta sobre Alan Brito, a quien justo cuando ejecutaba el doble paso, uno del equipo contrario le dio un soberano carajazo en el antebrazo. Se prendió la trifulca aunque no pasó nada, no a esta altura del relato. El juego estaba empatado y desde la raya de tiros libres teníamos la oportunidad de ganar —de ganar y salir corriendo.
Alan Brito era una rata. Hay que decirlo. Era de los que se burlaba de todo el mundo. Bautizaba a diestra y siniestra con soeces apodos a la gente y sus vulgares piropos espantaban a las chicas que por mala suerte le pasaban por al lado. Una rata con todas las de la ley, el típico guapetón de barrio, el que bajaba la santamaría en el día y la subía en la noche.
Pancho separó a Rea cuando se le fue encima a Alan Brito. «Quédense quietos, a jugar». Rea le hizo una seña con la mano en forma de mágnum cañón corto o cualquier arma. «Vas a tener que… para que me ganes». Omito el verbo que va justo allí en los puntos suspensivos y el correspondiente y viril sustantivo.
Era flaco y esmirriado. Sus brazos y piernas aparentaban la ductilidad del alambre. Las múltiples golpizas no le estropearon nunca los huesos. La piel sí, la piel duele, duele y se marca con raspones y pretéritos trazos de puñal como dentelladas de tigre. Así sus brazos. El destino le colocó un nombre que se transformó en apodo. Alan Brito terminó siendo “Alambrito”. Con el tiempo se acostumbró. El día que por primera vez alguien le acuñó el pseudónimo, se bajó los pantalones cortos y sacudiendo con su mano derecha el miembro, dijo: «aquí está tu alambrito».
Rea se burlaba de él mientras preparaba el primer lanzamiento de tiro libre. Todas las ofensas iban en diminutivo haciendo rima con el metálico sobrenombre. Pasó el dorso mugriento de su mano para secarse el sudor de la frente. Escupió hacia un lado de la cancha con rudeza, rebotando el balón para que el sonido plástico de su eco opacara los insultos y amenazas. Tras cada intimidación acompañada con gestos de un puño golpeando la otra mano; de un antebrazo rebanando un cuello; de ojos entornados afinando puntería, Alambrito notaba empequeñecer el diámetro del aro, cerrando la oportunidad de sumar un miserable punto para irnos arriba en el marcador.
Falló. El quinteto rival estalló en carcajadas. El borde de la cancha se abarrotó de gente para ver el desenlace final. Alguien se levantó la camiseta blanca dejándonos ver, calzada entre el pantalón y la ingle, un arma. Luego la tapó con la sutileza de quien arropa a un niño para que siga durmiendo. En sus labios pude leer «pilas… si no, los quiebro».
Segundo y último lanzamiento. Cesta. Un punto arriba. Estamos ganando. Jugar de visitante en barrio ajeno es como nadar ensangrentado en una piscina de tiburones. Todos celebramos con recato, chocándonos las manos, mientras Alambrito se agarraba el miembro con la mano izquierda y con la derecha se lo señalaba con el dedo pulgar, como si le diera de beber con el dedo: «¡quítate esa maña, carajo!», recuerdo que le decía su abuela. Lo hacía con exagerado y vulgar paroxismo mientras iba caminado de retroceso a defender nuestra cancha en los últimos segundos.
El silencio incomoda, más aún si viene de bocas de lobos salivando rabia enmudecida, y múltiples miradas que navegan en sus escleróticas de cerveza y resentimiento. «Plankkk…» balón al piso y vuelve a la mano; «Plankkk…», va de nuevo Spalding contra el asfalto; «Plankkk…» y se detiene ante la marcación de Cachimbo, uno de nuestro equipo, duro en la defensa pero malo—malo en el ataque. Quiere quitarle a mister Spalding de las manos a Rea y éste se defiende. Le da un codazo a Cachimbo en la boca. Le parte el labio. Nadie protesta, hay miedo, se huele, se mezcla con el olor a cerveza que baila el tango de la vida junto a la muerte.
El balón en el aire detuvo el tiempo. Visitantes —nosotros— y locales contuvimos la respiración. Vimos la inmensa naranja de plástico cortar el aire, apartar de bruces las notas de alguna música caribeña que sonaba en el ambiente; vi el tablero agigantarse con descaro de trampa y supongo que ellos lo vieron empequeñecerse. Spalding giró varias veces sobre el aro y decidió a nuestro favor. Pancho silbó anunciando el final del partido. Mister Spalding seguía con su onomatopeya “Plankkk… Plankkk… Plankkk…” y de pronto se combinó con un “Pum…Pum…Pum”. Estaba mareado del golpe que recibí, pero logré salir junto al Madera del pequeño infierno deportivo. Él, que me levantó de sopetón del piso dándome la mano, recibió un disparo en el gemelo del lado derecho y supongo que me sirvió de pantalla. Alguien del público se levantó la camiseta dejando ver el metal y su consiguiente pólvora, el mismo que segundos antes me alertó sobre mi osadía que nunca fue.
Corrimos, todos corrimos excepto Alambrito, que como estaño, estaba siendo moldeado por infinidad de anónimas patadas. Me devolví corriendo para defenderlo y la detonación que caló en su humanidad me detuvo en seco. Spalding ya estaba en manos de los niños que querían imitar a los más grandes en la cancha. Recuerdo que el círculo humano que lo rodeó no me permitió verlo por última vez. Lo que quedó en mi mente fue de nuevo la voz de Spalding contra el asfalto, combinándose con la tos seca del arma que antes estaba tranquila tras un pantalón; un definitivo “Pum” sobre la virilidad de Brito, lo dejó hecho alambre del recuerdo.
***
Pega Camacho
Llegó sudoroso, con el corazón palpitando a ritmo de cerveza y derrota. La mandíbula iba de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, como si fuera una vieja y dentada máquina de escribir. Desenfrenada en su independencia motriz. El lugar se había tragado todo el smog de su motocicleta antes de que apagara el motor. Todos sabían de qué venía; todos eran cómplices; todos callaban pero nadie reía; tal vez un pensamiento colectivo irracional y salvaje se levantaba entre el fulgor del resentimiento y por ello todos callaban.
— ¿Qué pasó con el juego? ¿Ganamos? –preguntó Yulaidys.
Él la ignoró, como si no existiera, como si el eco de su voz no fuera más que la reminiscencia de una infancia llena de maltratos pretendiendo olvido. Abrió el refrigerador para reabastecer su entonación etílica:
— Esta vaina ya no enfría –dijo mientras manoseaba la botella que llevaba en el pecho un animal ártico.
— Te pregunté que qué pasó con el juego… ¿no oíste, Pega?
Pega Camacho le respondió, pero antes de hacerlo recordó que algún tiempo tuvo un nombre distinto, normal, aplicable a cualquier ser humano; recordó a Rufino, su padrastro, haciendo negocio con Cleotilde, su madre, vendiendo fantasías quebradas y piernas entornadas y duras, moldeadas por las escaleras mientras equilibran incontables baldes de agua. Ya con doce años las niñas eran buena mercancía.
Valmore vio el cierre de la transacción cuando vendieron la flor intacta de su prima, “mi primita”. Así la recordaba. Desde aquel momento no supo más de ella, no de su inocencia aún envuelta de sonrisa mientras elevaban un papagayo al final del cerro, arriba, donde nadie llegaba, no; pero sí supo luego de botellazos y redadas policiales; de una buena felatio para que la soltaran y la dejaran trabajar en santa paz; de “una buena pelota de plata” para que el policía corrupto no la jodiera y del “así te quería ver pajarito”, cuando una vez lo consiguió de civil unas cuantas escaleras abajo, resultando más vecino que ninguno; del sonido seco y rítmico que solo dan las furiosas balas; del “prima, ahora sí puedes trabajar tranquila”.
Valmore siempre supo de rumbos negros y torcidos; de la necesidad de barrio y de hambre atroz. Cuando niño aún el dinero sucio no llegaba, estaba bajo el mismo techo de zinc pero aún no era suyo. Cuando intentó llevárselo una sola vez, Rufino le partió la boca y usó su oreja izquierda como cenicero para apagar el cochino Cónsul sin filtro. Para calmar su dolor ardiendo en llamas y sus gritos desesperados, tiró al piso su endeble humanidad y a pesar del suplicante “no lo hago más… no lo hago más”, descargó su vejiga pletórica de miaos sobre su cabeza mientras le ordenaba “no te tapes carajo, porque si no, vas a tener que abrir la boca”. Con el tiempo conoció los favores que la pega traía consigo, de su inhalación y el emponzoñamiento de los vapores en el cerebro, de esa puntada aguda pero delirante que hacía despegar extrañas figuras al instante.
Al poco tiempo ya eran cinco, a veces muchos más, los que conformaban la banda de Valmore. Rateros de carteras y bisutería engañosa que más de una ocasión pasaba por oro. El premio: delirar con la química del pegamento que subía cual erupción por sus narices hasta atragantarlos y hacerlos toser con plenitud de éxtasis y falsa madurez. “Los pega—pega” se hicieron de temer al poco tiempo. Su líder, Pega Camacho, sabía en dónde, cuándo y cómo, conseguir el exquisito material de los nobles zapateros.
De navajas y puñales ya había vivido mucho. Le resultaba poco práctico y el contacto cercano con la víctima siempre resultaba un riesgo que pudiera voltear la moneda del instante y el ajusticiamiento. Ahora nada como la pólvora para saldar cuentas y en ese asiento contable de la vida, pronto le tocaría a Rufino saldar una deuda, que gracias a las buenas piernas de la “primita”, pagaría sin darse cuenta.
Pega Camacho la convenció en contra de su voluntad. Solo debía llevárselo al sitio en donde los rudos “pega—pega” lo esperarían escondidos. “Pero no tarden, que yo a ese perro no se lo hago ni por millones”. La tarea sería sencilla, Rufino nunca imaginó que su deseo por magrear a aquella hembra se haría realidad después de tantos intentos inútiles por poseerla. No se lo creía, hubo un coqueteo, una pierna invitando al sexo desde una falda que subía con lentitud hasta el límite de aquello que tanto quiso. Una palabra sucia y obscena que acribilla la imaginación sedienta de placer enceguecido, no se hizo esperar para hechizarlo por completo. “No toques, espera que lleguemos al sitio para que me deshagas…”
Y no fue, esa invitación al desgarre carnal no llegó nunca. Solo pudo palpar escasos segundos la piel tersa de su muslo bien depilado, para la fiesta de quien la paga billete sobre billete. Ella se levantó bruscamente y Rufino no entendía el por qué. “Y a ti qué te pasa, ahora le tienes miedo al tigre con el cuero casi en tu boquita”. Una voz en sus espaldas repitió con falso eco lo que él mismo acababa de decir, “el cuero en la boquita es el que te vamo a poné ahorita”.
Rufino saltó del sofá. El pantalón desabotonado y el cinturón ya cayendo por su peso, les hizo el trabajo más fácil de lo que se esperaban. Le ordenaron que se terminara de quitar los pantalones, obedeció; que se tirara en el piso, obedeció; que le pidiera perdón a la “primita”. Se negó, y acto seguido, tenía cinco armas de distintos calibres apuntándole hacia el miembro. “Cierra la boca con todas tus fuerzas y si la abres, el rato se te hará eterno”. El cañón largo chocaba con sus dientes, “No abras la boca…”, le decía Pega Camacho. Quería introducirle el frío metal hasta lo más profundo, “órdenes son órdenes, no abras la boca, perro…”, dijo la primita. Los labios comenzaron a sangrarle por la dolorosa resistencia hasta que los incisivos y caninos cedieron. Se los tragó de un solo golpe ayudado por el coctel de saliva y sangre que acumulaba en la boca. “No lo hago más… no lo hago más”, dijo. La frase retumbó en la memoria de lo que fue Valmore antes de transformarse en Pega Camacho.
Rufino sintió la tibieza de cinco orines distintos correr por su cabeza, a través de su rostro ensangrentado recibiendo la ablución por su perverso proceder, inagotable y siempre presente. Luego una solitaria detonación dentro de su cavidad bucal acabó con la tortura. Ella vomitó, “Qué, ¿tas cagada?”. “No, estoy preñada”.
— Sí, te escuché… perdimos por un punto.
Reía. Sorbió un trago profundo de la botella y se limpió la boca con el dorso de la mano. Yulaidys no entendía por qué la risa si el resultado no había sido favorable. Ella escuchó disparos antes de que llegara pero no le preguntó. Tomó el arma que había dejado sobre la mesa y constató que el tambor no estaba lleno; faltaban dos balas que sumaban la misma cantidad de detonaciones que aún retumbaban en el silencio.
— ¿Hubo muerto?
Pega Camacho solo sonrió.