Bajo el signo de cáncer
El brazo muerto no siempre está del todo muerto: a veces percibo un hormigueo leve que me toma por sorpresa. Casi no pienso en él. De hecho, sólo con esfuerzo puedo recordar cómo era la vida antes de que se apagara la conexión entre nosotros. Con el resto del cuerpo he ido ganando control en áreas que creí perdidas por completo. No ha sido fácil la recuperación, o tal vez, para no crear falsas expectativas, no ha sido fácil demorar la ruina total hacia la que me dirigía. Cuando experimento esa sensación, esporádica y casi ajena, en la que algo de vida parece habitar todavía en el brazo, entro en un vaho de melancolía. Una neblina difusa parecida a la tristeza, porque a pesar de que me esfuerzo, no puedo imaginar cómo era que, en el pasado, bebía una taza de café sujetada por ese extremo, me asía de los pasamanos en el Metro o acariciaba algún rostro.
Ahora que puedo verlo de nuevo, luego de una temporada de estar sumergido en la oscuridad total, lo descubro menguado por completo, flácido, esquelético, inmóvil. La mayor parte del tiempo me siento alienado de él, no puedo reconocerlo como propio más que por un ejercicio de rigor racional. Está allí, fijado a un extremo del tórax como un apéndice, está, existe, pero por sí sólo no puede subsistir. Apenas si puede limitarse a permanecer allí, casi muerto, asistido por el mecanismo ciego del aparato circulatorio que, irrigándolo de sangre, evita que se apague por completo. Con el otro, el vivo, el todavía fuerte, el que asume la total responsabilidad de apoyarme en el trato con el mundo, lo tomo y lo cambio de lugar cuando su presencia se hace más inútil y gravosa.
No es mucha la diferencia con la pierna que está de ese lado. Aún así, a ella todavía le puedo exprimir algún movimiento tosco y mal coordinado que, a pesar de todo, me hace posible valerme por mí mismo. La pierna y su torpe marcha representan una victoria parcial, transitoria tal vez, sobre los bichos que se han venido comiendo los cables en mi cabeza. De allí provienen todas mis ruinas: de mi cabeza y de las desconectadas fibras nerviosas que se han ido tragando poco a poco los artrópodos que se alimentan de mí. Irónicamente, el mismo ciego mecanismo circulatorio que evita que el brazo muerto lo esté por completo, es el que mantiene pujantes a los invasores. No noté su presencia sino hasta que fue ya demasiado tarde, cuando habían minado vastas extensiones de corteza y la presión ejercida por su explosión demográfica comenzó a desactivar algunas funciones.
Aquella mañana, en la que desperté sobresaltado por una pesadilla recurrente, descubrí los primeros signos de su presencia. Me levanté de la cama con determinación, pero al poner ambos pies en el suelo la habitación comenzó a dar vueltas y en un instante fui a parar contra la mesita de noche en la que estaba el retrato de los abuelos. Me golpee la nariz y derramé un poco de sangre. Luego me quedé un rato tendido en el piso hasta que cesó el mareo y me pude incorporar de nuevo. Entonces pensaba que el vahído se debía a una mala digestión de la cena anterior y seguí mi vida sin preocupaciones. En aquella época jugaba al fútbol, era delantero y buen goleador. Los fines de semana eran para el fútbol, para los amigos y para los abuelos. Ellos me recibían con manjar de mandarina y chicha andina. Los abuelos eran los propios abuelos, es decir, hacían todo lo que un niño podría querer, necesitar y gozar de unos abuelos. Cariñosos, sabiondos, bonachones, encubridores y generosos a más no poder, hacían de mí un príncipe agasajado cada sábado que pasaba a su lado.
Fueron los abuelos los que me acompañaron por los tramos más oscuros, cuando se hizo evidente que algo andaba mal con mi cabeza. Fueron ellos, los abuelos, los que me tranquilizaron durante horas mientras esperábamos en la sala del hospital. Fueron ellos los que me llevaron en brazos cuando fallaron ambas piernas y no podía sostenerme ni para ir al baño. Cuando los amigos del colegio dejaron de visitarme por las tardes, cuando los hermanos siguieron jugando sus vidas evitando pasar frente a mi habitación, cuando el cabello perdido por las radiaciones me proporcionó una imagen alienígena. Jamás lloraron, no recuerdo haberlos visto llorar o gritar de obstinación por mis interminables quejidos, por mis recurrentes y casi alucinantes interpelaciones: ¿por qué a mí?, ¿por qué abuelito?, ¿por qué no puedo jugar contigo?, ¿por qué ya no sabe a nada el manjar de mandarina?, ¿por qué abuelo, por qué, por qué a mí?
Hoy por hoy conozco bien las explicaciones técnicas y místicas de la iniquidad que padezco. Aunque ya no me quejo, todavía sigue sin respuesta esa cuestión. En cualquier caso, por la razón que sea, críptica o evidente, lo cierto es que el brazo muerto me tocó a mí. Y detrás del brazo y de la pierna lisiada y de la visión borrosa y del sabor a plomo en la boca están los artrópodos hambrientos, tragando conexiones sinápticas y apagando funciones.
Meses antes de que perdiera la visión por completo el abuelo me llevó en su carro hasta la playa. Los médicos habían prohibido toda clase de excursiones que implicasen un esfuerzo adicional para mi cuerpo, pero el abuelo no podía ver cómo se consumían las horas sin que yo pudiese gozar, así fuese tan sólo un rato, del esplendido sol que bañaba la tarde. Sol que sólo podía ser espléndido si disfrutaba en la playa. Cuando divisé la línea costera fantaseé con salir corriendo hasta la orilla de la playa y tirarme un clavado entre las olas. Tuve que conformarme con que el abuelo me llevara cargado hasta la arena mojada y que la abuela me rociara un poco del agua de mar en el rostro. Nos quedamos allí toda la tarde, hasta que el sol comenzó a ocultarse y el cielo se fracturó en tonos rojizos. De la arena se asomaron unos diminutos ojos que nos observaban cautelosos, erupciones de polvillo salían del suelo de la playa formando pequeños cráteres en su superficie. A los ojos vigilantes les siguieron unas tenazas, exoesqueléticas prolongaciones que una vez que han sujetado algo jamás lo sueltan. Cientos, tal vez miles de diminutos cangrejos comenzaron a invadir la playa y de pronto estuvimos rodeados de un ejército de crustáceos. El abuelo estalló en un arrebato de ira como nunca antes lo había visto, intentó patear y aplastar a los cangrejos que velozmente se metieron en sus escondrijos. El abuelo siguió golpeando con un palo la superficie de la arena mientras los maldecía y les gritaba que me dejaran en paz. Entonces comprendí que de algún modo lo que había en mi cabeza, lo que me impedía jugar al fútbol, ir al colegio y sentir el sabor andino de la chicha que me preparaba la abuela tenía que ver con los cangrejos.
Como yo nunca dejaba de pensar en los cangrejos que vimos aquella tarde en la playa, le pregunté a la abuela cuál era la relación entre ellos y el tumor que crecía en mi cabeza. Se quedó un rato en silencio y luego me explicó que las palabras tienen orígenes extraños y que tal vez de allí proviene su poder enigmático. La abuela, que dictó clases en una escuela secundaria por treinta años, me explicó con absoluta sencillez que un médico griego llamado Galeno fue el primero en utilizar la palabra cáncer para referirse a los tumores que encontraba en sus enfermos. La palabra cáncer, me decía ella, significa originalmente cangrejo, por eso el abuelo odiaba tanto a aquellos medrosos animales.
La ceguera me duró más de un año. Año en el cual me sentí atrapado en una prisión sin paredes y por ello mismo sin ventanas. La prisión estaba colmada de imágenes, figuras confusas en las que se mezclaban recuerdos con deseos, temores con pensamientos o todos con extrañas sensaciones corporales. Privado como me encontraba de ver algo fuera de mí, me di cuenta del horror que significa no tener párpados en la mente. Durante más de un año permanecí confinado a un mundo sin día ni noche, sin tiempo y sin espacio definido. En ese mundo de mis enloquecidas conexiones sinápticas venía una y otra vez la silueta del artrópodo marino de cuyo cuerpo semiesférico brotaban infinitas patas y tenazas sin que yo pudiera impedirlo. Al parecer, en medio de severas fiebres alucinatorias, gritaba enajenado a toda hora. Mi débil conexión con el mundo exterior era la voz de mi abuela que incansable me arrullaba y me repetía una y otra vez que todo iba estar bien.
La abuela se dio a la tarea de mantenerme anclado a la realidad con el hilo de su voz. Al principio me leía las historietas o novelas fantásticas que encontró por docenas en mi cuarto, luego, al darse cuenta de que con ello sólo alimentaba mi bestiario delirante se limitó a contarme los sucesos de la vida familiar. La abuela se convirtió en un noticiero doméstico que me mantenía al día sobre cómo iban las cosas en el negocio de papá, sobre las peleas entre él y mi mamá por asuntos sin importancia o sobre lo rápido que estaban creciendo los gemelos. Me repetía una y otra vez que todos me extrañaban y que pronto estaría de nuevo con ellos. Sólo cuando el escándalo cesaba un poco en mi cabeza podía aferrarme al hilo de su voz y abrigarme a la esperanza de que aquella promesa de la abuela fuera cierta. De algún modo encontraría la salida del laberinto y escaparía a la voracidad del artrópodo, mientras tanto sólo tenía que resistir y eso fue lo que hice.
Se invierte ocho veces más energía en el ataque que en la defensa, y si aquello que crecía en mi cabeza iba finalmente a derrotarme no sería sin haber agotado todas las alternativas para impedírselo. El abuelo lo tuvo siempre claro, mucho más que el resto de la familia que me daba ya por desahuciado. Pese a las negativas de mis padres que sólo veían en sus esfuerzos inútiles dilaciones a un fin previsible, el abuelo me llevó a cuanto lugar hizo falta. Desde médicos alopáticos, pasando por brujos, homeópatas, imponedores de manos, exorcistas, chamanes y médiums. Sin importar su procedencia cualquier ayuda sería buena. Mi nueva actitud, la de invertir todas mis energías en resistir, comenzaba a rendir ciertos frutos y poco a poco recuperé parte de la visión; la luz del mundo exterior iluminó tenuemente la prisión en que yacía. Pensé que la estaba alucinando, pero a medida que su forma persistía y no se desdibujaba en alguna otra figura monstruosa comprendí que de nuevo podía ver, no sin esfuerzo, la sonrisa de la abuela. La gradual recuperación de mi visión y con ella la desaparición progresiva de mis crisis delirantes, infundió en el abuelo la convicción de que era posible ganarle la partida a los cangrejos. Decidió ponerme al tanto de todo cuánto me pasaba, del origen de mi enfermedad y de las acciones que en adelante tomaríamos para pasar de la defensa a la ofensiva. Ya no me habló más como a un niño, y prohibió a la abuela que me mimara con boberías. En lo sucesivo, si queríamos recuperar terreno frente a los artrópodos debíamos asumir una actitud combativa.
Al abuelo, quien fuera militar de carrera, le gustaba hablar de la enfermedad como si de un código cifrado se tratara. Y la clave con la cual les fue posible tomar algunas decisiones arriesgadas provino de una fuente inesperada. El largo peregrinar por especialistas de todas las medicinas terrenales, espirituales u ocultas nos llevó a la casa de una señora. El encuentro no tuvo nada de espectacular, a diferencia de otros sitios a donde fuimos no hubo profusas bocanadas de tabaco, escupitajos de ron, ojos desorbitados o tambores afroamericanos. La señora se limitó a conversar con el abuelo, le hizo algunas preguntas sobre el tiempo que llevaba en esa situación, sobre mis padres, sobre mi infancia, comentó un poco sobre política, incluso aventuró pronósticos para la copa del mundial de fútbol. Finalmente, tras haber conversado con el abuelo por varias horas sin que aquel diálogo ameno tuviese un sentido aparente, ella se limitó a decirle que el mal era una cuestión de perspectivas, y que a grandes males sólo podía oponérseles soluciones radicales, que sólo otro mal podría contener aquello que crecía dentro de mí. La señora le dijo al abuelo que ella no tenía la respuesta a mi situación pero que no olvidara que ante la mordedura de una serpiente la única respuesta se encuentra en el propio veneno. Entonces sacó de un pequeño frasco de vidrio un trocito de cuero seco que alguna vez perteneció a un ofidio venenoso, me lo regaló y dirigiéndose a mí me prometió tenerme siempre en sus oraciones.
La recuperación inicial no duró demasiado y pronto comencé a tener no sólo problemas para hablar sino que se hacía cada vez más débil mi respiración. Desesperados, los abuelos me llevaron de emergencia al hospital donde me aplicaban la quimio y la radioterapia, allí los galenos estabilizaron mis signos vitales. No obstante, el equipo médico le explicó a mi familia que tal y como avanzaba la enfermedad mi expectativa de vida era a lo sumo de algunas semanas, que la presión que generaba el tumor contra mi cerebro pronto haría que fallaran algunas o todas mis funciones vitales. Así que tan solo restaba esperar a que los cables que me conectan con el resto del cuerpo se fueran apagando uno a uno hasta que ya no quedara ningún signo de actividad cortical. Yo no recuerdo nada de ese período, lo que sé me lo contaron los abuelos cuando salí del coma y progresivamente fui recuperándome. Desde mi punto de vista yo había entrado en un sueño profundo en el que no era más que una cosa que piensa pero sin conciencia alguna sobre ese pensamiento. Ahora me encontraba a merced del cangrejo y de lo que el abuelo pudiese hacer para salvarme de sus tenazas.
La abuela me contó luego cómo mi padre y el abuelo se trabaron en una penosa discusión sobre lo que debía hacerse en ese momento. Mi padre, rendido desde el principio ante la persistencia del artrópodo, creía que lo mejor era no prolongar mi agonía. El abuelo, convencido de que aquello sería lo mismo que meterme una puñalada en el pecho, se negó en todo momento a rendirse. Una mañana, a la mitad de una inspección médica, el abuelo, con el ceño fruncido y con la mirada fija, le preguntó al doctor que dirigía mi tratamiento si no había alguna cosa final que se pudiese hacer para intentar salvarme. La respuesta inicial no se hizo esperar y no pasó de un monosílabo, un simple y determinante: no. Pero luego repuso que quizá quedaban los virus oncolíticos. El abuelo no comprendía qué podían significar esas palabras y le urgió a que le explicara. El médico habló de un tratamiento en fase experimental que consiste en inocular en el núcleo del tumor grandes cantidades de cierto tipo de virus, que neutraliza y a veces incluso revierte del proceso metastásico. Un procedimiento sencillo que una vez aplicado sólo resta esperar la respuesta del organismo. Sin embargo, acotó, en este país jamás se había intentado. El abuelo, que a pesar de ser militar de carrera sólo entiende de metáforas, le preguntó al médico cómo se llamaba ese virus, a lo que éste respondió: herpes, herpes simple.
La disputa entre mi papá y mi abuelo se prolongó por una semana. Semana en la que el viejo coronel retirado le exigía a su hijo que autorizara el procedimiento quirúrgico. El abuelo no sabía absolutamente nada de ninguna medicina terrena, espiritual u oculta pero cuando la abuela le explicó el origen extraño de la palabra herpes, entonces él entendió que esa era la única esperanza que me quedaba. La abuela siempre insistía en que las palabras tienen poderes enigmáticos y el abuelo siempre le creía. Cuando salí del coma, con idéntica sencillez me explicó la abuela que un siglo antes de que Galeno usara cáncer para referirse a los tumores, otro médico griego, Dioscórides, había usado la palabra herpes para referirse a ciertas lesiones que salían en la piel. La palabra herpes, me decía, significa: serpiente.
Así, vencidas las resistencias de mi papá, se autorizó a los médicos para que perforaran mi cabeza e introdujeran con una cánula diminuta una hambrienta serpiente en el escondrijo de los artrópodos. Ella, la que rampa y serpentea, sólo se come las células que se reproducen con rapidez y en mi cerebro las únicas células que se reproducen son las del tumor. Al final la señora tenía razón, Brasil ganaría de nuevo el mundial de fútbol y sólo otro mal pudo contener aquello que crecía dentro de mí. Allí dentro se libra todavía una batalla infinita entre la serpiente y los cangrejos, y mientras los agentes del mal se ocupan unos de otros yo he podido extender mi esperanza de vida de unas cuantas semanas a poco más de quince años. Pude incluso sobrevivir a los abuelos, que tal y como decía la cariñosa, sabionda, encubridora y generosa profesora jubilada que era mi abuela, es como Dios manda.
El brazo muerto no siempre está del todo muerto, a veces percibo un hormigueo leve que me toma por sorpresa. Casi no pienso en él, de hecho, sólo con esfuerzo puedo recordar cómo era la vida antes de que se apagara la conexión entre nosotros. Con el otro, el vivo, el todavía fuerte, el que asume la total responsabilidad de apoyarme en el trato con el mundo, sujeto aquel trocito de cuero seco que alguna vez perteneció a un ofidio venenoso.
***
Camila y los seres de la noche
«¿Vale la pena vivir si no puedes entrar en el juego del apareamiento?» escuchó decir al narrador de televisión mientras la pantalla proyectaba imágenes de canguros tirados en los suelos de la planicie, sumisos, humillados, aceptando la derrota tras una feroz pelea. Machos que apostaron en el juego del apareamiento y perdieron en el intento. Uno más entre tantos otros era aquel documental de la televisora nacional, en el que se refugiaba esa larga noche, uno más, nada especial ni novedoso, las mismas insólitas tomas en la madriguera de una familia de ratones campestres, los mismos ángulos imposibles siguiendo el trepidante correr de un guepardo en la llanura africana, las inusitadas formas alienígenas que habitan en lo profundo del abismo marino. Otro de tantos registros que congelan para las generaciones futuras el recuerdo de las bestias, hermosas y horrendas, que han ido desapareciendo progresivamente de la faz de la tierra. Nada nuevo, nada que no haya visto antes en aquel u otro canal privado, no obstante, aquella frase inocente, colocada por el guionista en el libreto del narrador sólo para reducir el tedio de las imágenes, lo arrancó de golpe de su letargo insomne y lo proyectó hasta el filo del precipicio de la reflexión.
Se preguntaba cómo había llegado hasta allí, dos metros bajo tierra aquella cámaravoyeur para captar el instante preciso en que los testículos del ratón campestre se hinchan dos veces su tamaño natural para inyectar cientos de mililitros de testosterona en su sangre, obnubilando la visión de aquel minúsculo animal que en ese momento sólo piensa, si es que piensa, en aparearse. ¿Cómo, cómo llegó hasta allí el ojo fisgón del etólogo interesado hasta en el más mínimo detalle del comportamiento sexual de ese Don Juan del bosque? ¿Quién vela por el legítimo derecho de aquel león africano de que no se revelen sus dos días incesantes de copulación felina? Es increíble que con la mirada atenta en sus receptores de televisión, miles de millones de personas no se hagan exactamente la misma pregunta: «¿Vale la pena vivir si no puedes entrar en el juego del apareamiento?»
La noche ha sido larga y tranquila, el pequeño aparato de televisión apenas si puede proyectar con dificultad la señal que le llega desde los confines de la ionosfera. La oficina es un amplio salón acondicionado para hacer las veces de un despacho, dos hileras de archivadores rebosan de expedientes a la espera de un procedimiento de investigación, tres escritorios de dispar tamaño y diseño acumulan otro tanto de documentos y evidencias sumariales. Cinco máquinas de escribir, una de ellas todavía en servicio activo, dos ordenadores cuyo cerebro data del neolítico informático arrojan la tenue luz de sus monitores. Junto al televisor destacan un teléfono móvil celular de última generación y una pistola Glock, austriaca, calibre 9 milímetros. Fuera de su funda impresiona su delicado y elegante diseño, novecientos cinco gramos de polímero y quince mortíferas balas reposan en silencio. Detrás del televisor, un mapa de la ciudad atravesado por banderines, notas y fotos, permite tener una idea de cómo marchan los casos más importantes. Afuera, violines cartilaginosos componen una melodía monocorde, miles de grillos frotan sus patas desde el fondo de los tiempos.
El silencio superficial de la noche esconde una dinámica profunda. Hacia la media noche la ciudad está encendida de extremo a extremo, una frenética actividad se está llevando a cabo en los sótanos de los clubes, los hospitales, los salones de baile, la medicatura forense, los cibercafé, las funerarias, las discotecas, los cementerios. Sucesiva y simultáneamente, telúricos movimientos sacuden el lecho ocasional o permanente en el que los amantes se dan encuentro. Por los cuatro puntos cardinales la lava ardiente del deseo mueve la tectónica de placas del inconciente colectivo, que estalla en erupciones de semen, sudor y sangre. Son los seres de la oscuridad que cada noche se despojan de su piel diurna para deslizarse por el asfalto capitalino, reptando por entre calles y avenidas, destilando feromonas e inyectado su veneno. Son los seres de la noche, esos que a la luz del día se esconden bajo la piel de un pastor de iglesia, una secretaria, un padre de familia, un estudiante universitario o una niña de su casa.
Mantiene los ojos fijos en la pantalla del televisor, una columna de humo se levanta desde la punta del cigarrillo que se consume con cada nueva bocanada. En la zona de combustión del cigarro, allí y sólo allí, la temperatura alcanza los seiscientos grados centígrados, el resto del cuerpo permanece entumecido por el frío. Harto ya de ver al ratón campestre ir de madriguera en madriguera repartiendo sus semillas, decide acudir a un llamado natural que hace horas que reclama su atención. Semidormido, semidespierto, en el umbral de la ensoñación todavía le queda energía para preguntarse ¿cuándo fue la última vez que se le hincharon las pelotas hasta reventar de deseo, cuándo fue la última vez que entró en el juego del apareamiento y salió ganando? El hilo amarillento de secreciones salinas que se precipita hasta el retrete genera un sonido inconfundible. Todos los sonidos de la noche se magnifican y transforman espectralmente, el desagüe, suena como un eructo. La cuestión en juego —se dice— no es cuándo fue la última vez que te apareaste, sino, esa es la cuestión real, ¿cuándo fue la última vez que jugaste el juego de la seducción y saliste ganando?
No tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre esta pregunta porque una llamada telefónica lo sustrajo de sus pensamientos y condenó irremediablemente lo que prometía ser una guardia tranquila. Una vez más los seres de la noche se han cobrado otro tributo, ha sido derramada la sangre sobre el altar y ahora hay que levantar los cuerpos. Toma de la mesa su teléfono móvil celular, enfunda su Glock, precavidamente verifica que las otras dos cacerinas estén en el chaleco antibalas y mientras se dirige a la salida, despierta a su compañero de guardia con una palmada en el hombro. Se percata de que no ha apagado el televisor y echa una última mirada a la pantalla. Las franjas multicolores indican el cese de transmisiones por el día de hoy.
Se da inicio al ceremonial de la División Contra Homicidios, hacer acto presencial en la escena del crimen, recolectar la evidencia, realizar las pruebas dactilográficas y de balística si fuera necesario, interrogar a todo posible testigo o sospechoso. Misma rutina cientos de veces reiterada en momentos y lugares diferentes de la ciudad. La única satisfacción del trabajo, más allá de uno que otro enfrentamiento ocasional con el homicida, es la reconstrucción del crimen, urdir la trama de los hechos. La elaboración del informe, que prepara con especial esmero, revive por instantes una antigua pasión por la escritura. La elaboración del informe es la oportunidad propicia para la exposición de una realidad tan radicalmente cruel, que preferimos consolarnos con la creencia de que tales relatos, tales testimonios, no son más que obras de ficción. Pero él sabe que no es así, que la imaginación del escritor es siempre estéril comparada con la imaginación de los seres que hormiguean en la oscuridad, ellos, que operan noche a noche el eterno ritual de semen, sudor y sangre.
La patrulla avanza sin prisa hacia el lugar de los hechos, nadie tiene urgencia en llegar, él menos todavía, prefiere mantener sus pensamientos alejados del trabajo hasta el último momento. Se conforma con mirar a través de la ventanilla lo que ocurre en el furor de la noche. Noctívagos, hurgan entre los desechos de basura buscando tesoros de latón y aluminio, quizá también un poco de alimento en descomposición temprana. A lo lejos, una rubia de piel canela exhibe sus rojos ligueros y camina desenfadada por la avenida, algún vehículo se detiene para acordar el precio del servicio, quizá es demasiado costoso, quizá a ella no le convence el cliente, el conductor avanza solo y ella sigue paseándose serena por la acera. Cuando finalmente pasan a su lado, puede constatar que carece de caderas y que la espalda amplia como la de un nadador hace juego perfecto con el bulto apretado que hay entre sus piernas.
No todos los que transitan en la oscuridad de la noche pertenecen a ésta, los seres de la noche no son simples personas que por error se han salido de sus cálidas camas. Los seres de la noche, son aquellos que se alimentan en la penumbra y han aguzado sus sentidos más allá de cualquier límite, siendo capaces de oler a kilómetros a otros de su especie. Se reconocen entre sí por las feromonas que destilan a su paso, beben las secreciones corporales de sus víctimas y se aglomeran entre las grietas de la ciudad, donde celebran orgiásticos las milenarias fiestas del dios Baco. Ocasionalmente matan a los que consideran turistas, animales diurnos que por capricho personal invaden su territorio. Durante años él ha sido un turista de la noche, jamás ha podido entrar plenamente a la profundidad de las cavernas, jamás ha podido entender la tectónica de placas que mueve el inconsciente colectivo, el magma lascivo que sacude secretamente al mundo.
Hasta este mes trabaja en la División Contra Homicidios, pedirá traslado a otra dependencia, ya no soporta el olor a placenta fresca cada vez que descubre un nonato envuelto en papel periódico o tener que tomar miles de contradictorias declaraciones de quienes habiendo visto todo, no recuerdan o no quieren recordar nada de lo que les pueda ser útil en la resolución de un caso. Como si llevara esferas de plomo en la sangre siente su cuerpo más pesado que nunca, se entierra en el asiento de la patrulla y cierra los ojos para no seguir viendo lo que ocurre a su alrededor. El oficial que conduce el vehículo lo ve condescendientemente, y aunque la autopista está desolada, disminuye la velocidad, dándole así unos minutos adicionales al detective para que repose en el asiento contiguo. La patrulla avanza sin prisa hacia el lugar de los hechos, nadie tiene urgencia en llegar.
El mullido follaje arropa en la penumbra el suelo de la selva, pese al intenso sol que reina sobre las copas de los árboles, bajo sus ramas el clima desciende a temperaturas templadas. Inmóvil, la selva parece estar a la expectativa de acontecimientos dramáticos, nada se mueve bajo el ramaje, una alfombra de hojas muertas recubre la superficie. El sonido de pisadas sobre la hojarasca rompe el denso silencio. Avanza a paso firme entre las palmas, el pecho magnificado por el chaleco antibalas delata una respiración acelerada, en la cintura reposa la Glock lista para fulminar lo que sea que se esconde en la espesura. Profusas gotas caen de su frente, es un sudor gélido, lleno de temor, toda su confianza está cifrada en el cañón de su pistola y en su habilidad para penetrar el cuerpo hostil con certeros proyectiles. Maullidos se dejan oír claramente conforme se aproxima a unas bestias felinas que retozan a pocos metros. Juguetean entre sí lamiéndose los rostros, mordisqueando sus orejas y frotándose contra sus cuerpos. Tres cuerpos curvos y estilizados se entrelazan en una danza hormonal. Hace rato que las bestias han notado la presencia del observador, sin embargo, continúan inconmovibles ante el intruso, ocasionalmente le lanzan miradas penetrantes, hipnóticas pupilas verticales cuya elipse resulta misteriosa y embrujadora. También le muestran sus afilados colmillos en una mueca que no sabe cómo interpretar. Su mirada permanece fija en una pantera de color pardo que parece gozar a plenitud aquel restriego. No puede dejar de mirar el espectáculo zoofílico, se debate entre el asco y la excitación, el morbo se agita en su pecho y su mente combate la testosterona que irriga todo su cuerpo. Un ratón campestre cruza veloz por su mente. La pantera se incorpora, balancea la larga cola, lo mide con la mirada, asume posición de ataque e inicia una carrera a toda velocidad en su persecución. Él, desenfunda apresuradamente la nueve milímetros, la empuña con ambas manos y aprieta el gatillo, un proyectil incandescente como un sol se desliza dentro del cañón de la pistola, derritiéndola por completo a su paso, el fogonazo de la detonación funde el propio proyectil en un líquido viscoso que finalmente sale goteando de la punta flácida del cañón. Incapaz de penetrar en el cuerpo hostil que se le abalanza, se entrega resignado a su destino.
El tiempo de los sueños es inconmensurablemente infinito con relación al tiempo de la vigilia, una vida entera puede transcurrir en un sueño, porque el tiempo es una cuestión discursiva y sólo se da en el discurrir de la narración, milenios pueden quedar comprimidos en una estrofa o un minuto se puede dilatar en la más larga y tediosa de las descripciones. No es la narración la que transcurre en el tiempo sino éste el que se despliega dentro de ella.
Abre los ojos mientras su mente calibra las coordenadas espacio—temporales en las que se encuentra, al instante reconoce la ciudad, la patrulla, la situación. Van camino al lugar de los hechos, están próximos a llegar. Se reincorpora en el asiento asumiendo una posición más digna de su rango, ajusta la pistola dentro de la funda y se prepara para entrar en acción. Se estacionan frente a un hotel, hay cierta agitación en el vestíbulo, ya han llegado los bomberos y un equipo de reporteros gráficos. El encargado del hotel los intercepta atropellando frases y oraciones unas sobre otras, la hiperbólica gesticulación y la histérica descripción hacen que se le despierte un inesperado dolor de cabeza. Levanta la mano derecha, y con la palma abierta hace un gesto en señal de que se calle, el encargado entiende de inmediato el significado amenazante de esa palma abierta y se limita a decir el número de la habitación en la que han ocurrido los hechos. Los tres, el detective, el oficial y el encargado, caminan por el vestíbulo hasta llegar a los ascensores, esperan unos segundos hasta que el aparato abre sus puertas, y una vez adentro el oficial corta el paso del encargado del hotel, indicándole que hasta allí llega su compañía. Aguardan en silencio los dos hombres, el detective ve la hora en su reloj y se percata de que son las dos de la mañana, si se apresura, podrá dormir un rato con su mujer antes de que al amanecer se marche para el trabajo.
Irritado, constata por los sonidos característicos que se escapan por la rendija inferior de las puertas, que no han desalojado el hotel y que detrás de las paredes todavía se libran obscenas batallas. Se gira hacia el oficial y da la orden de evacuación inmediata del edificio. Finalmente, la puerta entreabierta de la suite 405 deja ver el movimiento ajetreado de los fotógrafos forenses, capturando todos los detalles de la escena. Otro oficial se acerca para ponerlo al tanto de la situación.
En el cuarto principal se encuentra el cuerpo sin vida de un hombre de cuarenta y cinco años con los pantalones caídos a la altura de las rodillas, presenta heridas a lo largo de toda la espalada causadas por un objeto punzopenetrante. Una mujer, de aproximadamente treinta y dos años, fue llevada de emergencia por el personal de paramédicos al hospital, al presentar politraumatismos y fracturas en el rostro. El encargado del hotel refirió que una mujer desnuda, salpicada de sangre, apareció en el lobby y se desmayó sobre la alfombra. Actualmente la mujer es atendida por el psicólogo forense. En el cuarto, además del cuerpo del occiso, fueron encontrados los documentos de identificación de los involucrados, de donde se pudo constatar que la víctima es el esposo de la mujer encontrada en el lobby, también se tiene la identificación completa de la mujer que fue llevada de emergencia al hospital y se está tratando de establecer su relación con la pareja. Uno de los espejos de la habitación se encontró partido en pedazos. En los puños del hombre se detectaron manchas de sangre sin evidencia aparente de heridas. Hay sangre por toda la cama, huellas de pisadas hasta la entrada de la habitación y salpicaduras en la manilla de la puerta. El peritaje determinará a quién —además del cadáver— pertenece la sangre.
El interrogatorio inicial a los empleados revela que una pareja de mujeres se registró en la habitación 405 a las diez y media de la noche. Treinta minutos después la pareja solicita un servicio de bebidas a la recepción y el licor es requerido al coffee bar del hotel. A las once y cuarto aparece un hombre de tez clara y estatura promedio solicitando saber dónde se encuentra alojada su esposa, muestra su identificación, y el empleado al verificar la correspondencia de apellidos le indica el número de habitación. El recién llegado instó al recepcionista a que no se molestase en anunciarlo, porque lo estaban esperando. El encargado de la recepción refirió no haber puesto mayores reparos, ya que, además de que la discreción y privacidad forman parte de la cultura de servicio del hotel, también es práctica frecuente la pernocta de parejas o tríos en el recinto. «De hecho, -refiere el empleado de la recepción- otras dos mujeres y un hombre se alojaron en la suite 404 apenas un hora antes y entregaron las llaves de la habitación sin mayor novedad poco después de la media noche». A las once y treinta el camarero toca la puerta de la habitación 405 para hacer entrega del servicio, no obstante, a pesar de su insistencia nadie salió a recibir el pedido. Al interrogar al camarero, éste refirió escuchar unos gritos dentro del cuarto. En otras circunstancias le hubiese llamado la atención ese hecho, pero esos alborotos generalmente no son más que la escenificación de alguna fantasía sexual de los clientes, y es política del hotel no molestar a los huéspedes si se sospecha que están ocupados en alguna faena privada. A las doce y media de la noche aparece en el lobby del hotel la esposa de la víctima, completamente desnuda, empuñando un trozo de vidrio.
El dolor de cabeza se intensifica mientras escucha el reporte del oficial, quien ha hecho un excelente resumen de la evidencia parcial sobre el caso. De momento parece claro el qué de la situación, lo que está por dilucidarse es el cómo y el por qué de los sucesos acaecidos. Así que mentalmente, mientras pasea el lugar de los hechos, procede a hacerse una serie de preguntas y a aventurar posibles respuestas. Primero, ¿por qué el esposo llegó cuarenta minutos después que las dos mujeres se hospedaran? Pudo haberse retrasado por cualquier motivo, además, una tardanza de media hora no resulta nada extraño en este país, así que no parece relevante la diferencia de horarios. Segundo, ¿por qué el hombre no sabía la habitación en la que se registraron su mujer y la acompañante? Si él no sabía el número del cuarto es porque no existía ningún acuerdo de verse en ese hotel, así que el marido con seguridad estaba siguiendo a su esposa y quería sorprenderla, eso explicaría su insistencia en que el recepcionista no anunciara su llegada. Tercero, entre el momento en que llegó el esposo y el momento en que el camarero tocó a la puerta, habrán transcurrido unos quince minutos, es probable entonces que las dos mujeres abrieran sin sospechar, pensando que era el servicio de bebida.
Con la punta de un bolígrafo levanta la mano occisa y fija su mirada en las manchas de sangre de los nudillos, recuerda que el oficial le indicó que la otra mujer presentaba severas heridas en la cara. Aunque hay que esperar el peritaje, no parece haber duda alguna de que la víctima fue también el victimario de la segunda mujer. La visita no pretendía ser amistosa. Los pantalones a la altura de las rodillas sugieren que el hombre tuvo tiempo suficiente para obrar un último ultraje. Observa detenidamente el espejo fracturado, hay una zona de impacto que corresponde aproximadamente a la de una espalda menuda, el fragmento de espejo —empuñado por la esposa en el lobby del hotel— habla por sí mismo.
El yugo que une a los conyugues no subyuga en lo absoluto el fervor de los deseos, menos aún el objeto a ser deseado. Aquellas dos habitantes de la isla de Lesbos se daban encuentro en ese cuarto de hotel para recrear los versos de la bella Safo. ¿Quién sabe cuántas veces las amantes habrán cruzado el mar Egeo para unirse en un húmedo abrazo, pubis contra pubis, y compensar así el sufrimiento de una vida a la sombra, de un amor furtivo que a los ojos de familiares y amigos sólo podría pasar por una firme amistad?
Por lo que resta de noche no hay más nada que hacer, ese violento encuentro forma parte del eterno ritual de semen, sudor y sangre. Da la autorización para que se lleven el cadáver a la medicatura forense, ordena el traslado de la mujer a la comisaría para dar inicio al expediente inculpatorio, y dispone que sea clausurado el cuarto piso del hotel mientras duren las experticias. Observa su reloj, son las tres y media de la madrugada y la ciudad no descansa, restan todavía algunas horas antes de que el sol de la mañana repliegue a los ejércitos de la oscuridad, los seres de la noche que todavía se mueven de extremo a extremo de la urbe. Sube a la patrulla y da instrucciones al oficial de que lo deje en su casa, pretende estrecharse a su esposa antes de que llegue el amanecer.
Una vez en su casa, la abraza tomando con delicadeza su seno, ella aprieta la mano contra su pecho y murmura alguna frase afectiva mientras él termina de plegarse a su cuerpo. Una tímida erección va adquiriendo fuerza. Procurando activar el mecanismo reflejo de la excitación, acaricia con movimientos circulares el pecho de Camila y lame febril su nuca. Camila responde con desgano los avances de su marido, se voltea y deja que su lengua se introduzca dentro de la boca y que su dedo escarbe debajo del pijama buscando el clítoris dormido. A pesar de que Camila hace horas que debe reposar cálidamente sobre su cama, en ese momento parece abatida por el cansancio, como si la embestida amorosa del esposo significara un esfuerzo adicional.
Con movimientos seguros voltea el cuerpo de Camila y tomándola por la cintura la coloca boca abajo. Ella, con las rodillas incrustadas en el colchón y la cabeza posada sobre la almohada, le expone sus glúteos firmes y torneados sin el más mínimo rastro de imperfección. Es un magnifico espectáculo el que Camila le entrega a su esposo. Con ambas manos, abre el pliegue formado por las nalgas y descubre ante sus ojos las cavidades profundas de su mujer. Dos abismos carnosos le hacen sentir un intenso vértigo, como si temiera perderse para siempre dentro aquellos orificios, en las profundidades secretas donde se ocultan los eternos misterios de la humanidad. Desde su ángulo de visión, el ano se le enfrenta mórbido y compacto, negro como el averno marino, más abajo, rojiza y viscosa se expande la vulva en pliegues ondulados. Debe tomar una decisión, apuntar al objetivo correcto y con certeros proyectiles de semen penetrar en el cuerpo hostil.
Él no sabe que Camila tiene su mente ocupada en los recuerdos, en el rito iniciático que había tenido lugar esa noche. Mientras él soportaba entumecido las primeras horas de frío frente al televisor, Camila tomaba unas cervezas con su mejor amiga en el Baco coffee bar. Allí, entre luces estroboscópicas, las imágenes superpuestas de cuerpos sudorosos y danzantes embriagaban a Camila en un insólito estado de excitación, en medio de la pista de baile sentía como si, pedazo a pedazo, una antigua y gastada piel se le fuese desprendiendo. La música del Deejay la proyectaba más allá de su cuerpo. Sabe que su esposo está ocupado en la División Contra Homicidios. Resignándose a sublimar sus deseos con la música trance, cierra los ojos y se entrega por entero aCosmosis, California Sunshine, Space Cat y todas las bandas de música electrónica que elDeejay ha seleccionado para su diversión.
Camila tiene su mente ocupada en los recuerdos, evocando el instante en el cual, en medio de la penumbra siente la fricción de un cuerpo contra sus senos, el calor de una piel húmeda que se abraza contra la suya, sin abrir los ojos se deja llevar por la cadencia de sus movimientos. Por la retaguardia, siente la presión de un bulto que aprieta contra la minifalda y unas gruesas manos que la toman por la cintura. Abre los ojos, delante, su amiga frota sus senos contra los de Camila, acariciándole el rostro con las manos. Detrás, besándole la nuca, el novio de su amiga la domina con sus fuertes brazos. Bajo las sombras, sus felinas siluetas se confunden entre sí.
Camila tiene su mente ocupada en los recuerdos, y él no sabe que cuando se dirigía semidormido al lugar de los hechos, Camila era atravesada por el conducto excretor con un mástil del tamaño de una torre. No sabe que los dedos de aquella amiga jugaron con el clítoris erecto de su esposa, No sabe tampoco que ella bebió sus fluidos genitales. Mientras él se despertaba sobresaltado en medio de una pesadilla, seis brazos y seis piernas se enlazaban en el eterno ritual de semen, sudor y sangre.
Esa noche, en la suite 404 de un hotel capitalino, los emisarios del dios Baco oficiaron el bautismo. Son los seres de la noche, esos que a la luz del día se esconden bajo la piel de un pastor de iglesia, una secretaria, un padre de familia, un estudiante universitario, una niña de su casa o una esposa enamorada. No todos los que transitan en la oscuridad de la noche pertenecen a ésta, los seres de la noche no son simples personas que por error se han salido de sus cálidas camas. Durante años él ha sido un turista de la noche, jamás ha podido entrar plenamente a la profundidad de las cavernas.
Se dispone a penetrar a Camila del modo tradicional, pero las válvulas que le bombean sangre al pene se detienen y pierde el poder de la erección. El exceso de trabajo, café y cigarros no son buenos para el amor. Un ratón campestre cruza veloz por su cabeza. Jamás ha podido entender la tectónica de placas que mueve el inconsciente colectivo, el magma lascivo que sacude secretamente al mundo. Incapaz de penetrar en el cuerpo hostil que se le abalanza, se entrega resignado a su destino y recuerda de nuevo aquella frase inocente: «¿Vale la pena vivir si no puedes entrar en el juego del apareamiento?»