Ednodio Quintero
35 MM
Ocurrió en los tiempos de la fiebre fotográfica. La Pentax, amiga del alma, me seguía a todas partes, conocía de memoria todos mis secretos. Difícil explicar la presencia de la mujer. Más difícil aún reconstruir los caminos que la llevaron a mi puerta. Prefiero no intentarlo. Por lo demás, ahora, ya no tiene importancia.
Con marcas de días lluviosos surcándole la cara, ella, sin atender a mis preguntas, atravesó la sala y se dejó caer en la silla de lona, junto a la ventana, clic. Después de un breve suspiro se desató la cabellera, encendió un cigarrillo y empezó a contar, de una manera por demás desordenada, fragmentos de un extraño viaje a través de una selva poblada de pájaros, raíces venenosas, chillidos de monos. Hablaba sin parar, y mis gritos por hacerle entender mis intenciones de fotografiarla rebotaban contra aquel muro de palabras. Mi petición era una fórmula hueca pues ya había accionado el disparador una docena de veces. Ella, sin interrumpirse, continuó contando detalles de su caminata por la orilla de un profundo río, clic, infestado de caimanes. De un salto se levantó de la silla y, con movimientos lentos, exquisitos, a menudo urgidos por el aguijón de otro recuerdo, comenzó a desnudarse, clic, clic, clic. Y yo, como un caballo herido, daba vueltas en la habitación, agotaba los ángulos, con ojos muy abiertos sobrevolaba aquel campo de flores de ceniza, colinas amarillas y ensenadas propicias para burlarse de la muerte. Mientras tanto, en algún lugar de la selva un tigre-relámpago cae suavemente sobre un colchón de hojas secas.
La mujer se despidió con un hasta luego –sin entonación- y antes de que sus pasos se confundieran con los ruidos de la calle ya me había convencido de que no la vería nunca más. Sentí náuseas, y en mi cuerpo el cansancio de un combate perdido. Permanecí de pie, mirando las paredes, escuchando música de campanas, grillos, rugidos de fieras. Así, hasta que una idea, quizá un presentimiento, me impulsó a correr en dirección al cuarto oscuro.
Entre cortinas negras, ácidos y aguas de otro naufragio me di a la tarea de revelar las películas. Luego trabajé sin descanso en la copiadora. Y un rato después, las fotos regadas en el piso me mostraban pájaros de brillante plumaje, caimanes al atardecer, huellas recientes de un combate en la arena, un tigre-relámpago saltándome a los ojos.
***
ÁLBUM FAMILIAR
“Y esta es la foto dé nuestro único hijo, muerto la tarde de su quinto cumpleaños”.
Frías como cuchillos las palabras de la anciana surcaron el aire del corredor. Y en seguida, sin darme oportunidad para tomar aliento o, al menos, para buscar apoyo en una silla, otra frase se levantó de aquel hocico puntiagudo.
“Comprenderá que, para una pareja de cuarentones, se trataba de una pérdida irrecuperable; sin embargo, no nos resignamos: hicimos el intento y fracasamos. Desde entonces, nos consagramos, día y noche, al cultivo de su recuerdo”.
Mientras hablaba, la anciana dejaba que sus dedos amarillos se deslizaran sobre la fotografía. Imaginé un mundo de saña en aquella caricia prolongada. Busqué y no encontré huellas de amargura en la superficie de su rostro pálido, casi transparente. Confundido me asomé a la orilla de sus ojitos grises, y solo pude ver mi doble rostro flotando en la superficie de un pozo de aguas sucias.
Aturdido me alejé del corredor y, por un rato, permanecí de pie, arrecostado a un naranjo, contemplando el amontonamiento de nubes en la colina de enfrente. El gris torcaza anunciaba una tarde lluviosa. Y el río que bramaba abajo en la ladera, con su carga de troncos, ovejas y miles de hojas secas, se había convertido en un pozo de aguas sucias.
Aturdido me alejé del corredor y durante un rato permanecí de pie, recostado a un naranjo, contemplando el amontonamiento de nubes en la colina de enfrente. El gris torcaza anunciaba una tarde lluviosa. Y el río que bramaba abajo en la ladera, con su carga de troncos, ovejas y miles de hojas secas, se había convertido en un obstáculo para mi huida: el único puente había sido arrastrado por la crecida, media hora después de mi llegada. Así que, me vería obligado a pasar la noche y el día de mañana y la otra noche bajo el techo de aquel manicomio.
Por un momento llegué a pensar que la anciana deliraba. Descarté esta idea y la sustituí por otra más tranquilizadora: no queriendo admitir el avance de su ceguera, la anciana actuaba con naturalidad, razón por la cual podía confundir el primer plano de un perro ovejero con el perfil de su único hijo, muerto la tarde de su quinto cumpleaños.
Arreció la lluvia, y como fiera enjaulada recorrí pasillos, salas y aposentos, y pude ver, colgados a las paredes, adornando une repisa o la esquina de una mesa, pude ver: bozales, cadenas y collares, estatuas de barro, máscaras y figuras de porcelana, fotos ampliadas, dibujos y grabados… La acumulación de signos de aquel extraño culto familiar aumentó mi desconcierto. Aquella noche dormir hubiera sido un acto temerario. Presentía que al cerrar los ojos, una avalancha de perros ovejeros entraría por la ventana, a dentelladas y mordiscos destrozarían las imágenes más queridas de mi sueño.
Con la agudeza de pensamiento producida por las noches en blanco me di a la tarea de buscar una explicación satisfactoria al asunto perros. Antes del amanecer, mis conjeturas se habían canalizado hacia dos posibilidades. Primera: la pareja, ante la imposibilidad de tener hijos, decidió adoptar el perro ovejero. Segunda: la mujer, efectivamente, parió el perro. En cualquiera de los casos, la muerte había aportado un final decente.
Me levanté muy temprano, hambriento y fatigado, dispuesto a no dejarme ganar por la locura. Esperen, no se vayan. Existe una tercera posibilidad, la vislumbré al final del desayuno cuando todos nos echamos a ladrar.