Más Valleja serás tú
Yo no sabía que las prendas de vestir que me daba Anne-Laure eran de la casa Hermès o de Chanel. Porque noto que le gustan las cosas de antes.
No era del todo cierto. No todos los dibujos que llevaban las viejitas al cuello me atraían, solamente cuando me recordaban mis lecturas. ¿Sería una tela de La Prisionera de Proust o el broche a juego de Nora la de El Bosque de la noche y así serían las monturas con diamanticos de los lentes de las novias de El precio de la sal de Patricia Highsmith? Barnes y Highsmith habían sido elegantísimas a juzgar por una foto de Higshsmith desnuda y del comentario insolente de Gertrud Stein de que Djuna era solamente un par de piernas. Proust y Hann, que se adoraban, usaban anillos y gastaban mucho en cigarreras a la moda, pero no creo que andarían por ahí luciendo catleyas ni siquiera de las inodoras enanas, un poquito más discretas. La dama del zorrito que escribió Violette Leduc cuando se enamoró de su colega, Simone de Beauvoir, a su vez seducida por la prosa de Leduc, había que buscarla en cafés que yo no frecuentaba al menos que me citaran poetas, como Salvador Tenreiro Díaz, pero podía untarme un aroma de aquellos lugares, de los frasquitos regalados a medio destapar de Madame Anne-Laure. La falda de cuero sí y por último dos corbatas Hermès. Una para mi primo.
El primo y su amiga Florina me habían convencido ese día de ponerme la falda y una corbata de las de Anne-Laure porque el plan era que los asiáticos que lo captaron frente a la agencia bancaria donde limpiábamos de madrugada y que le confiaron pequeñas fortunas para que adquiriera tres bolsos en la tienda de Hermès durante varios días, nos emplearan también a nosotras. Treinta francos daban los verdaderos compradores por cada pieza que venían a buscar por encargo a Paris para introducirlas ilegalmente en Asia. Una vez hasta dieron cincuenta francos.
Nunca entendí de modas ni por qué no podían entrar ellos mismos a la boutique y comprar treinta bolsos de una sola vez. Cada cartera valía varios salarios franceses, ofensivo para el izquierdismo vallejiano obligatorio para los departamentos de literatura donde se diluían los clasismos de los latinos obligados a convivir entre ellos aprendiendo los golpes de la vida yo no sé y a ver de cerca autóctonos como Rigoberta Menchú. Yo solía evitar el peregrinaje que hacían los viajeros que apartaban su lucha de clases para distraerse un poco en las tiendas exclusivas, no porque no me gustaran –a fin de cuentas, apenas salía de mi cuarto me sentía en un museo de boutiques sonoras y la materia hablaba con una luz brumosa y abarcadora que caía desde las terrazas hasta el suelo. Yo pisaba como sosteniendo un trapo con el que frotaba distraída hasta que una escena golpeaba, directamente enfocada por una vida mayor repleta de todos los sentidos. La calle en París, incluso cuando la llenaba de miedos, me hacía sentir como un feto cómodo.
En la barriga de París mi catálogo comprendía tanto ir a una manifestación, Français, inmigrés, une seule classe ouvrière apoyando a los extranjeros o a las feministas, como escuchar la Lulú de Alban Berg sonando bajo la dirección de Pierre Boulez superponiéndole a la cantante el rostro de Louise Brooks muda, de tantas veladas en las cinematecas donde yo creía que se materializaría una amiga, como en Une femme m’apparut, no necesariamente baronesa como se decía que era la novia de una venezolana renombrada (Anna-Laure tenía su conde próspero, pero es que ella era de una vieja familia real venida a menos y por ello empleaba a una persona anodina como yo para cuidarle el niño y limpiar un poco y no a una institutriz inglesa de familia). Yo iba mucho a la cinemateca de Chaillot donde a Cortázar se le apareció el axolotl, justo en el acuario de al lado, así que una noche podría salirme una sirena con piernas Djuna para cambiarle el final a esa película donde las muchachas enamoradas de otras terminaban condenadas como en el poema de Charles Baudelaire por mucho que las llamara sus hermanas. Pero quién quiere la lástima de nadie por mucho que se llame Baudelaire. El detalle del tiempo siempre de vuelta en una fachada o brotando de fuentes de piedra, de tumbas de artistas y de artistas vivos, de los tapices de los misteriosos Sentidos de Cluny o de algún famoso entre la gente típicamente bella con sus niños a veces a nuestro cargo, creaba una onda expansiva de cuentos repetidos desde hacía siglos que se metían en las vidas actuales que me confiaban tanto los dueños de casa como los empleados en las cocinas apartadas y heladas, una vez terminadas mis tareas.
Yo tomaba notas y le contaba a mi primo con el que me fui a Paris porque todo el mundo decía en nuestro pueblo que los artistas se iban primero a Francia, a probar ser pobres y tocar el arpa para recoger monedas hasta que se transformaban en Alejandro Otero, en Guillermo Sucre o en Jesús Soto. ¿El cinetismo le vino de las vibraciones de las cuerdas en un bar? ¿Había que pasar por Chile y Francia para luego mudarse a la lengua inglesa con Borges y Cortázar? Eso y otros embustes nos dijeron en Upata. Alguien juraba que era arpa y no guitarra o cuatro con lo que vieron a Soto cantando, (Guillermo Sucre tal vez violín o piano), por ahora dominábamos el cuatro y éramos pobres auténticos pero lo único que mejoraba y no mucho eran los poemas que escribíamos desde chiquitos. El francés en realidad nos estaba sirviendo para terminar de echar a perder la ortografía upatense y mezclar al gran Cadenas, con Rimbaud y Pizarnic, Vallejo y Miguel Hernández con Andrés Eloy Blanco y Renée Vivien que según los maestros eruditos era malísima.
Ese día, a la madrugada, vacié papeleras montada en tacones y oliendo a flores fermentadas de Calèche, el frasquito casi entero del que se desprendió aburrida Anne-Laure fanática ahora de Estée Lauder. La jefa, una española que se sacaba en la Sorbonne el Diploma Superior de Lengua y Cultura francesa mientras administraba la agencia de limpieza amenazó con botarme. Me apodaba despectivamente La Valleja haciéndose la que aprobaba mis aspiraciones de poetisa, aunque ya yo estaba vieja para esas gracias, ya había cumplido veinte, muy tarde para pulirme y dejar de ser india. No tragaba las pintas nuestras ni tampoco la irreverencia. Mi primo y Florina, encargados de la aspiradora mientras yo lavaba vidrios y papeleras en el piso que nos tocaba por turnos, encendían las radios sin permiso y se meneaban cantando a todo pulmón. Yo detestaba el corte paje en la cantante Mireille Mathieu (no le quedaba como a Louise Brooks en La caja de Pandora) que interpretaba por esos días una vieja canción de posguerra que retaba a quien se atreviera a atentar contra la libertad de París. Pobre del osado; se las vería con los parisinos que explotarían de rabia en las barricadas. Florina, rumana, trapecista de profesión y gran conversadora, adoraba a mi primo y me fastidiaba a dúo con él, aflautando las voces como Mathieu, para gritar cambiando la letra: Vivir, vivir, ser libre a cualquier precio y París que se vaya al carajo, qué importa París, que reviente y se queme si se mete conmigo.
Los asiáticos felicitaron a mi primo por la distinción de sus amigas (Florina llevaba mi fular al cuello y moño alto, yo sus pendientes de rubí birmano hechos por su novio engastador) pero no necesitaban muchachas, sino chicos. Así que me fui a una cabina telefónica que a veces se ponía directa para largas distancias a hacer tiempo mientras mi primo regresaba de lo de las carteras para irnos juntos a la universidad y festejar por el camino su dinero extra que le alcanzaría para un mes de alquiler. Un hombre que parecía sacado de la película Julia se acercó a la cola de la cabina preguntando cómo llegar al banco que yo me conocía bien. Fue cuando Vanessa Redgrave (era idéntico a ella, el pulso se me aceleró) puso cara de desespero y terminó invitándome a un desayuno en el café al final de la calle (se veía desde allí) donde le podría hacer el croquis del recorrido pues no tenía idea de nada, era su primer día solo en la ciudad.
En Julia, basada en un libro de memorias de Lillian Hellman, Jane Fonda es la escritora que intenta reencontrar a su amiga de infancia, Vanessa Redgrave, judía que estudiaba con Freud y desaparecida por los nazis. Anne-Laure tenía un gorro de piel idéntico al que llevó la escritora hasta Moscú escondiendo dinero en el forro para la causa del grupo de la Resistencia a la que Julia se había integrado; el colmo del esnobismo, según la frívola socialité Meryl Streep que no entendía que a la regalada Julia le hubiera dado por sufrir en Europa.
Casi llegando al café, frente a su hospedaje, el hombre idéntico a Redgrave se dio cuenta de que no llevaba sus papeles y sin ellos no podría hacer su diligencia bancaria, que por favor lo esperara en el patio interno del edificio del frente mientras él subía al primer piso donde se estaba quedando con una familia. Sus modales, el porte, el traje y de pronto se me viene encima y no hay patio interno, ni nada, sólo el olor en la oscuridad donde me empuja violentamente. El edificio parecía deshabitado. Sentí el primer golpe. No se veía nada, pero me vino la voz de Florina explicando en cierta ocasión su regla de oro a propósito de esas cosas comunes que nos pasaron de niños: si no sabes matar a un hombre mejor hacerte el dormido, todo se acabará más rápido, a los asesinos lo que más les gustaba era que se defendieran.
Me quedé quieta, pero igual me golpeaba contra paredes que yo no veía. Sentía algo caliente entre mi pelo y luego un filo helado. Entonces empecé a susurrarle, pero a Julia.
Describí su mandíbula de arcángel, suéltame y te podré acariciar, dime qué te gusta, aquí estamos incómodos. ¿No quieres verme?, yo sí te quiero ver. Realmente él olía a rosas de Bulgaria. Yo no, yo estaba pudriéndome. No me quiero perder el tiempo de la flor amarilla. Sin quemar, sin quemar. París no acabará conmigo. Este es un rincón sin gracia, maloliente, hay una mano que lanza el líquido cremoso sobre una plancha caliente que rechina con la mantequilla y el azúcar para llevar la espátula como una batuta de maestro hasta materializar una crêpe en un trozo de papel entre la mugre. Era como si Florina me fuera dictando largas parrafadas, algunas lascivas retenidas, otras poderosas, como cuando contaba del éxtasis del trapecio. Recuerdo un jardín frondoso mientras me pasaba la navaja sin terminar de hundirla. Mi otro yo no quería irse así de Paris. Me dio vergüenza el cuento que le contaba para no dejarme morir en brazos de Vanessa Redgrave y no caer como Lulú en una calle, pero esta vez asesinada por su enamorada, la condesa más triste del mundo.
Noté sus lágrimas también. Noté que cuidaba mi falda, se dedicaba a ella. Entreabrió una ventana (de pronto apareció una ventana) y me tendió su pañuelo para que me la limpiara. Un fular de seda, seguramente con el distintivo de la calesita de Hermès.
Nunca le conté a mi primo ni a Florina. Madame Anne-Laure, futura condesa, pero de las felices, (por lo pronto treintañera experta en el futuro de la alta costura) tampoco se enteró de cómo terminó la pieza de piel de cabra olvidada en una tintorería donde la llevé a arreglar porque ya la había dañado al tratar de desmancharla. Se la había ofrecido a Florina, pero extravié el recibo de reclamo. Le dejé de recuerdo todos los fulares que me había obsequiado Anne-Laure. Boté la otra corbata.
Espirulina y las de Inwood
La madrugada cuando los comandos arrasan con lo que queda oyen los gritos de los rebaños, de la amapola blanca, del maizal y del pasto, de las lechosas cargadas, de los mangales y guamos centenarios, de la quebrada con sus remolinos y del lagarto ladrón.
Cuando empezaron las quemas en el campo, un lagarto malamañoso invadió la cueva de Espirulina debajo de las cayenas y la tortuga de tierra nacida prematura fue a parar a su cuarto. Espirulina decide no volver a sacar la cabeza. En vano le repite, ahora puedes mirar, es la prima en la pantalla, se le olvidó pintarse una ceja, sal para que te rías.
La prima de Inwood llama cada dos horas. Está peor de cuando los visitaba en el siglo pasado y toda la familia en piyama convocaba a cine continuado en su honor y preparaban cerros de cotufas con mantequilla, tostaban casabe chorreado y espolvoreaban de sal y adobo tajadas de mango verde burrero y no bien arrancaba la primera película la prima exclamaba “esta la vi” porque claro que tenía muy vista a la chica con una antorcha que suele anunciar a la productora y distribuidora de cine y televisión Columbia Pictures.
La niña nació mucho después, pero se sabía todos los cuentos de la vieja prima despistada de su abuela que se fue con una amiga primero que nadie. Espirulina se le subía a la barriga y miraban estrellas mientras compartían hojas con lentejas. Sin contar los peces, están matando a todos los animales del mundo, dijeron en el preescolar. La noticia había servido para que la niña no echara de menos la carne que ya no podían comprar cuando perdieron el campo porque ya no hubo cómo pagar las extorsiones. Los granos comenzaron a escasear también. Costaba menos traer brócoli del Brasil que encontrar agua para regar un tomate en la jardinera colgante del apartamento donde vivían ahora casi escondidos.
En Inwood, con el alma en vilo, la vieja prima repasaría el video de la niña cantando como una nativa de Kamarata en el coro de su escuela, rostro y flequillo igualitos a los de la actriz Patricia Velásquez haciendo de momia pulposa. Igualita, fue el comentario aprobatorio, disimulando el susto, la niña estaba en los puros huesos. Empezó a enviarles cajas de comida y luego algas espirulina en polvo para la anemia cuando a la pequeña le dio por tragar solamente cosas verdes. La última vez había agregado tinte rubio para el pelo pensando que si lograban camuflarse entre los desplazados nativos tendrían que distinguirse en algo para que no les tiraran a matar.
Solamente a una viejita que llevaba tanto tiempo en USA se le ocurriría pensar que indios rubios inspirarían respeto, pero la complacieron aclarándole el pelo a la niña que salía furiosa en las fotos porque había averiguado que el tinte no era ecológico y el químico acabaría siendo absorbido por las raíces, las piedras, el río, los animales y las nubes, camuflados bajo tierra hasta nuevo aviso.
Había cantado el solo del himno de Venezuela en pemón, obligatorio cuando salió el decreto gubernamental Por el Orgullo del Habitante Original, antes de las últimas protestas de líderes y posgraduados de diferentes etnias abandonadas a su suerte. Los caciques o capitanes comunitarios estaban desapareciendo, presos, traficados, no se sabe. La brillante capitana Henrietta ya lo venía diciendo en sus tuits desde hace rato sin que le hicieran caso: Quieren quitarnos el territorio para rematarlo.
Henrietta era demasiado venezolana, como para tomarla en serio; tenía parentescos con gente del mundo entero y entre los regionales la hibridez obvia que la confundía con blancos o negros “criollos” daba desconfianza. Ella no firmaba decretos ordenando salvar el mundo o dar la vida por el subalterno. No sacaba videos con desgarradores discursos para darle voz a los sin voz y cuando raramente tomaba la palabra (aunque se comunicaba en cinco idiomas) en los medios internacionales era para discurrir sobre el enemigo llamado impunidad e infantilismo político.
Cuando dejó su trabajo de administradora de mineros y no retomó sus giras por el mundo denunciando, estudiando diferentes indianismos, decidiendo que no quería mandar sino proteger lo suyo, aumentaron los chismes que casi le destrozaron el perfil. Se dijo que alguien del mundo diplomático le regaló en París un labial rojo de Guerlain, homenaje a la gran escritora de su país, con la indirecta: ahora que te van a volver invisible, por traidora, píntate la jeta que calladita y pintadita te ves más bonita, india creída, horrorosa. Pero ella ni pendiente. Cuando la paseaban por los Champs Elysees para que tomara nota sobre la importancia de tener una marca local, aquello era la marca Paris, después de una jornada mundial sobre cooperativismo en la que se presentó sin atuendos étnicos y nada más que con el típico disfraz de venezolana a la moda: bolso vistoso y enorme sonrisa, a alguien se le ocurrió ponerla a prueba en una boutique de la Maison Guerlain. Teresa de la Parra, la escritora de los blancos de tu país pone a su personaje, aquella mujer inútil, a adornarse con Guerlain. Henrietta ni se inmutó. Comentó que lo de ella no eran las tiendas de antigüedades sino las minas de oro, mientras se pintaba la boca delante de todo el mundo y sin espejo. Se fijó en las abejitas de los pomos de cristal de Guerlain y dijo que no lucían tan bellas como las avispas tipo esmeralda (todo el mundo gugleando qué eran esos bichos) que iban más con el personaje de de la Parra.
La muchacha del libro que leían en otras épocas no era como una modelo del probador parisino favorito del entorno presidencial que descansaban de vez en cuando en París entre lucha y lucha de clase. Las María Eugenia Alonso eran irisadas y poderosas sin retoque, daban demasiado miedo. Las sacrifican antes de llegar a viejas. Parecían más avispas esmeralda hipnotizadoras capaces de controlar al animal más indestructible de la creación con el arma tóxica que producían sus cuerpos que paralizaban a las cucarachas y las devoraban vivas. La belleza no es inútil, es peligrosa, concluyó (todo el mundo gugleando dónde comprar Ifigenia).
Henrietta caminaba y hablaba como si fuera la dueña de las galerías de tiendas, de los museos, de los parques, de los puentes sobre el Sena, mientras el delegado que los guiaba maldecía la hora en que se prestó para darle una emboscada a la insoportable representante de Las Naciones Venezolanas. Henrietta imperturbable, con su protuberante boca roja explicando las semillas de sarrapias de Guayana que usaron hacía cien años como fijador de perfumes de Guerlain que ella detestaba por el toque de vainilla. De las caraotas aromáticas de la cumarina, ella prefería comer de la pulpa azafranada de la sarrapia con pinticas, la variedad que perfumaba caseríos enteros en otros tiempos, según testimonios de viejos de Guayana (¿Gu-a-ya-na quedará en Guyana? De pronto todo el mundo avanzó con la ayuda de Google Mapa e Imagen, entre calles de la marca Paris y los Tepuyes, que eran inaccesibles por tierra, en el territorio más antiguo del mundo como rezaba la publicidad encargada de crear la marca Venezuela Bolivariana Libre, en realidad un proyecto confiado por La Revolución a empresarios chinos, iraníes, rusos y colombianos, comprometidos con la causa de los pueblos en vías de liberación de la garra imperialista norteamericana).
Cuando le advirtieron a la gran maestra Cusicanqui, invitada de honor, que la Henrietta era una farsante que hablaba mejor inglés que español y se ponía pinturas nada ecológicas que costaban el equivalente a la comida de seis meses necesitada allá en su tribu, Cusicanqui se encantó con ella. La maestra también andaba en París dictando seminarios en la École de Hautes Études, desmontando las invenciones de los expertos en colonialismo y post-colonialismos. Y los chismes que le dieron de la Henrietta eran intrigantes en más de un sentido: que escuchaba a Amy Winehouse y jazz clásico, que veía alienantes series nórdicas de detectives, que podría ser una espía evangélica infiltrada por una transnacional que interceptaba la reserva del tesoro nacional que la Revolución sacaba del país para ponerla a salvo, ante la inminente invasión yanqui. Henrietta, con su aire de alienada y frívola venezolanita que aseguraba preferir el cítrico, el jazmín y la madera de los perfumes de Carolina Herrera, quién sabe si manejaría información sobre el gran negocio de revenderle todo a terroristas. Cusicanqui al parecer se reunió en secreto con Henrietta quien después de aquel viaje no pasó por Caracas y se instaló definitivamente en su tierra, por los lados de las fronteras con Brasil y Guyana inglesa, a pelear, so pretexto de que le hacía falta su abuela.
Mientras tanto, la chamana oficial del país, Paraguachona Mokomatira, se había ocupado exclusivamente de tribus de otros países, simpatizantes becados por la Revolución que diseñaban para ella tocados ritualistas muy bonitos. Coleccionaba invitaciones a presidir fundaciones de la resistencia de los pueblos originarios, al lado de la actriz famosa de la película Roma, la premiada Aparicio, y codo a codo con alguna descendiente de emperadores prehispánicos experta en la sanación de las heridas de las subalternidades. La Revolución en ese tiempo financiaba también las logísticas en nombre del apodado querendón presidente. La chamana Paraguachona, Gran Madre de Todas las Naciones comprendía su propia importancia. Había vivido el epicentro de la historia con El regreso del Gran Cacique del Amor. Se doctoró con una tesis sobre la metamorfosis del héroe, el militar puro, muy cariñoso y como todo aquel que ha despertado su conciencia, entregado en la cruz del dolor para trascender en la flor de la edad, por la salvación de su pueblo.
La vieja prima odiaba por su parte a Paraguachona tratándola de “pacha-mamatúsabesqué” y de igual modo a toda la plana de apóstoles del transcendido a quienes, después de tildarlos de mistificadores que justificaban crímenes, o de enamoradizos de caciques de otros siglos, olvidando sus modales de mestiza guayanesa profesora de Inwood bajaba el nivel arengándoles una retahíla de improperios.
Ahora la prima, a cualquiera que siguiera políticas gubernamentales sin chistar, muerto de miedo o ascendido a millonario, lo descalificaba con un rotundo “mama-túsabesqué”. Hasta se enfureció con las representantes del Black Lives Matter agasajadas y paseadas por la Revolución en Venezuela, con un respectivo donativo: Qué carajo hacen esas negras con el maldito negro. (En los últimos tiempos ya no disimulaba delante de la niña que protestaría, prima revisa tu racismo, mira que soy media negra, no tienes que ofender tampoco a los gays ni a nadie, qué clase de comentario era eso de que aquella era la revolución de una cuerda de maricones).
En el gremio de los maestros de prescolar de la niña la lucha por la verdad también era desigual. Los que se dedicaron a extraer lo mejor de las políticas para conseguir un funcionamiento mínimo de la vida comunitaria, distrayendo a los dirigentes con un sí, sí, sí, con respectivas ofrendas, (la prima dixit), lograron preservar algo, sobre todo en Caracas. En Guayana no. Nunca llegó el material instructivo del Nuevo Ministerio de Educación e Inclusión, por lo que obedecieron el decreto de festejar La Resistencia de Las Naciones Autóctonas inspirándose en videos del siglo pasado donde aparecían nacionales medio desnudos, después de una rigurosa selección de los más bonitos.
La verdad es que ya nadie tenía tiempo de andar investigando, ocupados de la cuasi mudanza que significaban los preparativos para pasar las noches con sus días, en las colas de cacería de gasolina. Los carros se volvían cuartos de dormir, llenos de almohadas, botellas para beber, frascos para orinar, portarretratos del matrimonio donde se vio por última vez a toda la familia, linternas, galletas importadas de contrabando, la música favorita, juegos de cartas y dominó y una pistola. Por tantas carreras y también por fallas de internet, para el día del acto cultural muchos les pusieron a los niñitos mocasines de Piel Roja, meneos hawaianos o tocados de chaquiras que en realidad reproducían dibujitos de Disney. Los maestros corregían sin mucho empeño, pernoctando en las mismas colas de los padres de los estudiantes donde aprovechaban para inútilmente corregir: No, haloa no era banawi. Traje de egipcia tampoco, la película de la wajuu Velásquez no es una historia de yukpas. Plumas de colores del tío travesti sí.
A la niña no la mostrarían en taparrabos, aunque se vio completa la película El abrazo de la serpiente, como recomendó la vieja prima de Inwood. No solo porque ya ningún nativo andaba así en Guayana, sino porque a ella se le notarían las costillas. Los expertos del gobierno no se habían dado cuenta de que el guayuco, la pintura de onoto, los manjares de gusanos, las iniciaciones a base de filtros mágicos fermentados con saliva y los senos al aire, los nativos lo dejaban para sus ceremonias privadas y luego, cuando los fueron despojando de todo, tuvieron que dejarlo para los días que les mandaban turistas que les daban de comer. Hasta que dejaron de llegar porque el gobierno hizo contratos con otras comunidades menos desconfiadas de los negociadores del Arco Minero.
Con un cintillo de pelusitas y taparrabos la pequeña parecería una propaganda de religiosos que muestran esqueletos de niños agonizando para financiar sus viajes con los donativos de gente sensible. Así que nada de demonios ni de ángeles de la selva, la muchachita llevó tacones y boca roja para hacer su solo. Bien derecha y elegante como se presentaban las abogadas, antropólogas y médicas indígenas intermediarias, en los actos oficiales de Caracas. Lo cierto es que la mayoría de los niños rechazaron penachos con plumas de verdad. Ninguno permitiría que desplumaran a las aves de la casa, casi tan flacas como ellos. El pemón de la clase les enseñó groserías en algo parecido a taurepán. El chinito cantó en chino. El turquito impidió, desgañitado, el asalto del zamuro del basurero de la cuadra (a alguien se le ocurrió plumas oscuras para algún tocado de piache malo) que se disputaba la basura con autóctonos que vestían igual que los criollos que también empezaban a vivir de las sobras.
Cuando al fin se iban, la prima de Inwood recomendó coser dobles forros a la ropa para ocultar celulares, medicamentos, dólares, euros, reais, las prendas que les quedaron de la venta de todo y las credenciales apostilladas. Encontrarían la chaqueta de la niña en un barrial, con todo intacto a pesar del hueco del forro a la altura del pecho, entonces sintieron que lo que tanto habían temido les había alcanzado y era como si los quemaran vivos.
La pequeña desapareció.
Buscándole conversación a otro niño lo fue siguiendo, esquivando a los armados. Al alcanzarlo le cantó el himno en seudo taurepán y el niñito soltó la risa, porque era un disparate. Se escondieron para sus secretos y cuando hubo señal él puso un vallenato cristiano pemón, de YouTube. Ella descosió el sitio donde ocultaba a Espirulina. Hacía años, cuando la prima huyó a Inwood llevaba quelonios del tamaño de una moneda, ocultos en el sostén, sin que los detectaran.
Sus padres repartieron todo, suplicantes. La madre regaló su diploma de posgrado a cambio de pistas. La prima tuvo un preinfarto en Inwood, pero siguió llamándoles, dando ánimos. Pepito De Grazia el líder político de Guayana amigo de infancia de la abuela y la prima lloró con ellos desde su propio escondite. Hasta que recibieron el aviso de parte de la capitana del Maurack, Henrietta. Que la niña estaba más allá de Boa Vista en un campamento donde varias recién nacidas respondían al nombre de Espirulina como segundo. La niña se alegró de verlos, preguntó por la prima, ya tenía una ahijada en el poblado improvisado, Henrietta Espirulina, porque conoció personalmente a la lideresa que no tenía hijos como las otras, ni seguía a marinovios o esposos, a pesar de sus orígenes pemones y adventistas. Hablaba claro y sin tapujos y se pintaba la boca, aún para trabajar el conuco. Tampoco quiso pegársele a nadie del gobierno ni de la oposición, porque lo de ella no era hablar y mandar, sino mediar y confrontar buscando el cambio con una mente privilegiada de estratega, no como los locos del Abrazo de la serpiente (esto opinaría la prima después). Era como salir de una vez así, capitana de nacimiento, con un penacho invisible destinado a los dirigentes, con su boca roja como cualquier personaje descendiente de Teresa de La Parra que se le escapa a los cazadores caraqueños (y esto se le oyó tan cursi a la prima).
La niña había perdido el tinte claro. Ya era trilingüe y tenía su propia grama di ouro. Les enseñaría a negociar.
Espirulina también había ganado peso comiendo pescados que parecían flores, con mucho cuidado porque las quebradas y pozos aparecían cada día más envenenadas. El quelonio, hecho un experto, escondía la cabeza cuando no se debía tocar el agua.
La prima no sabe si volverá a tener salud, pero envía un video donde Arepa de Morcilla y Olegaria Emperatriz, sus enormes morrocoyes viejos, sacan la cabeza cada vez que ella pone a todo volumen la niña cantando en taurepán y a la otra niña noruega que aparece en una serie nórdica donde se refugian unos escapados del crimen, en una aldea lejana, y que canta Valerie con el alma de Amy Winehouse que cruza las aguas y entonces la prima puede imaginar que la visitan, en el laguito de Inwood. O que ella visita en un paraje que dejó de existir.
Vagones transparentes
En el cuarto había una cama y en la cama una oscuridad cubierta de partes delicadas y hondas respiraciones como un vuelo de pájaros inmediato a levantarse; en el cuarto todo como un olor, un movimiento de sábanas que recordaba partes vivas de algo que empezaba a desaparecer
Alfonso Vallejo. El lugar de la tierra fría (1969)
—Oí el ruidito —casi no se le entiende, porque baja la voz—. Están a punto de entrar.
Debo llegar al tema pastilla. Pregunta que si recuerdo su montaje de El cero transparente de Alfonso Vallejo. Yo nunca vi sus puestas en escena de cuando en Caracas se atrevían a producir obras que en España todavía eran secretas. El cero transparente es un presente sin rumbo, entre la nada del pasado y la del futuro. El lugar movedizo e ideal se llamaba Kiu, ciudad levantada en la mente colectiva efímera. Parece escrita hoy.
—La gente lo quiere todo fácil, hasta el sufrimiento lo quiere fácil, selecciona varias burbujas saturadas, entra y sale donde se llora más alto, suelta un alarido aquí, otro allá, que de seguro calzará con alguna agonía poderosa que tampoco le interesa mucho rato—yo solamente quería hablar de la dosis y ella de la vida de sus personajes. Ahora lee el diálogo y las acotaciones de la parte del guion cuando los seres de El cero transparente, que habitan el espacio común de una enfermedad difusa o mental, se preguntan unos a otros por un tren con destino imaginado:
FOSTER- (A BABINSKI) Perdón, señor, ¿es éste el tren de KIU?
BABINSKI- (Mordisqueando el puro con rabia) Ki.
FOSTER- ¿Qué?
BABINSKI- (Mirándole de arriba abajo) Ka.
FOSTER- No le entiendo, perdone. ¿Es usted japonés?
BABINSKI- Kiu.
FOSTER- Exactamente…, sí, el tren de Kiu. Eso le estoy preguntando…
(Explícito) ¿Kiu?
BABINSKI- Ko.
FOSTER- ¡Esto es para volverse loco! ¡Ka…, Ko…, Ki…! ¿Pero qué lengua es
ésta?
(BABINSKI le enseña los dientes.)
—Otra vez los ruiditos—se interrumpe—.Aquellos actores creaban al doctor Vallejo. Neurólogo y poeta, a fin de cuentas. Todos creen compartir el mismo vagón.
— ¿Y si llamas al asistente del médico y verificas lo de la dosis?
—Lo llamo, lo llamo. Y también iré a buscar limones frescos. Hay que sellar las entradas con esferas de conjuro. Bueno, no todos los limones son redondos, tú me entiendes.
No se puede hablar de este año difícil. Parecíamos ocupadas por los ruidos de todas las cabezas. Tampoco cuenta que sólo quieren financiar propuestas en clave de acciones afirmativas, espectaculares. Montajes que cooperen con la inserción de refugiados o logren fondos para las zonas damnificadas del planeta no puede ubicarse en un vagón que en realidad es un tren-manicomio-despeñadero hacia la nada.
—Reapareció por las redes la muchacha que me prestó el disco de Penderecki, el del Dies Irae, que usé para la puesta. A ella le fue muy bien en televisión.
Los personajes viajan en una semioscuridad. Apenas un reflejo de las ciudades que cambian de sitio, pasando, a veces ilumina sus siluetas. La muchacha del disco estaba enamorada entonces del sonidista y recuerda aquella vida paralela creada entre los silencios, los subtextos, la luz, el sonido y el ritmo que llevaba la directora como si ella misma caminara con ellos por un hilo de funambulistas. No le preguntará por él. Para qué. En Caracas tuvieron tantos mundos que todavía alcanza. Sus nietos españoles quieren actualizarla, le muestran los fragmentos de la ópera Kiu compuesta a partir de la obra de teatro, le señalan en una calle a autores y actores vivos. Se muestra entusiasmada. Pero en realidad prefiere el recuerdo de la directora marcando las entradas de Los Lamentos de El Día del Juicio y ella al lado del sonidista como una extensión de Pederecki, de los actores, de los silencios, de la otra escena entre función y función. Cuando empezó haciendo monólogos de negrota bella en Alemania, para lo que tuvo que oscurecerse, rizarse, sacar más culo, inventarse acentos (ella que era políglota desde pequeña) entendió que se había bajado de aquel tren. A veces vuelve a leer poemas de Alfonso Vallejo. Sus nietos creen que su abuela es una gran lectora del poeta peruano estrella. Ella no los contradice. Una noche buscó por las redes a aquellas gentes de la escena de Caracas.
—Espera, que me termino de vestir con algo más caliente y salgo a buscar limones.
Sigue contando. Siempre puede hacer una propuesta nueva, con la mirada de ahora y esa manera tan personal que tuvo siempre de capturar el alma del momento y de no fijar nada, de llegar y de irse, pero por lo pront
o hay que calibrar la dosis, saber cuidarse porque empieza el frío de noviembre.
Ahora no paramos de reír pues al calzar una de las botas tocó algo duro al fondo. Un limón petrificado. Solía lanzarlos por las esquinas de la casa para disipar las malas vibraciones. Promete que sí, que hablará con el médico.
Más tarde vuelve a llamar. El asistente del médico se había equivocado. No era media pastilla. Que todavía no sale la orden para la resonancia magnética. Que ya todo está en orden. La casa tiene la vibración adecuada. No encontró limones, pero sí un incienso de clementines. Me envía un selfie donde luce la misma belleza de huesos largos aunque acentuada por la luz que se llevó con ella en cada emigración. También puede beberse un vinito, pues tiene el encuentro con la muchacha aquella de Penderecki, y puede: dos copas. Pienso que ahora sí hemos calibrado la lengua. Estamos preparadas para cuando lleguen.