literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Sael Ibáñez

May 4, 2022

Mala jugada

Me he detenido a contemplar, desde el balcón de mi apartamento, la niebla que en su desplazamiento cubre a esta hora la ciudad. Es mayo y una lluvia ligera cae indecisa, suave como un vaho adormecedor. Esta sensación de adormecimiento logra diluirse a través de mis miembros, vela la conciencia y de pronto tengo la impresión como si de mí se desligara otra persona, otro yo, que bajara hasta la calle que he contemplado desde el balcón. Una vez allí, en la calle me desplazo al igual que otros transeúntes bajo la lluvia, y quien permanece arriba, en el balcón, observa a esos seres que de manera  tan diferente aceptan o rechazan al acoso de la lluvia, de la ciudad lúgubre cubierta por una bruma y del piso resbaladizo de las calles. Vidas tan paralelas y desiguales a la vez, cada uno de esos transeúntes cabalga  sobre la sensación de saberse poseedor de fuertes individualidades, de carismáticas singularidades. («Es la ciudad y sus magias», no  olvida recoger alguna literatura ganadora por nostalgia).

Animado por la impresión de desdoblamiento me alejo del balcón y me acomodo, gratamente, en un sillón de la sala: allá mi otro yo con su niebla, con su bruma y con esa licuante tristeza desprendida de la ciudad en este momento y que se pega a la piel como un olor añejo. Desde allí, desde el sillón de la sala continuo saboreando  – eso sí, como simple observador- el placer que sugiere ver llover  a la contemplación un poco absorto de ese gris adormecedor que cubre la ciudad a esta hora, en mayo.

De modo involuntario, mi vista persiste en permanecer fija sobre ese gris casi sólido de la ciudad, mientras el pensamiento de manera independiente comienza a elaborar caprichosas fantasías. Una voz, alguien se detiene a reconstruir mi vida durante los últimos meses. Confirma el hecho de que haya pasado una temporada inactiva: poca actividad física, poca actividad intelectual. Hasta hace poco, hasta el momento en que me he levantado a contemplar la ciudad, he permanecido, durante varias horas, algo adormilado, sin hacer nada; solo me he distraído en hojear una historieta afiliada al comic arte: Las crónicas del sin nombre de García y Mora. Durante esta temporada he tomado, con una cierta frecuencia, algo de alcohol, y también he cometido desfases de los que me he arrepentido nunca a tiempo y en silencio. Me he entregado a ciertos abandonos, si se quiere. Abajo oigo, en la calle, a obreros trabajando –al igual que los he oído otros días-. Trabajan en la remodelación de un edificio: golpe tras golpe sobre bloques de piedra o mármol brindan otra imagen a un fragmento de la ciudad. En oposición a ellos la voz o alguien diseña mi estado de vagancia. Así insiste en que casi no hago nada, en que casi ni pienso. He engordado un poco: la cerveza y la falta de actividad. Suelo frecuentar el sauna, en busca de la ligereza que comienzo a perder. La voz habla de una persona que ha tenido la oportunidad de malgastar su tiempo y de estar alejada de la vida agitada, del acoso de la ciudad, que se mueve como un instinto. Acerca de ella, de la ciudad, he leído hace poco en un guión de Mora: «era una ciudad donde el exceso de población traía, a veces, choques durísimos entre los hambrientos que solo tenían la vida que perder, y las fuerzas de un orden que se había caracterizado por la improvisación, el predominio de algunos por sobre el interés de la mayoría, y un dejarse ir general, que no podía confundirse con libertad…».

Percibo en mi agotamiento y el paso del tiempo a través de los recuerdos que tengo de amigos y amantes a quienes he perdido, a quienes han visitado las enfermedades o una muerte súbita. Estos acontecimientos me hablan de que el tiempo pasa y esa realidad se torna sensiblemente física. Con la partida de ellos, de mis amigos y amantes, he perdido frescura, me he situado al fondo de mi juventud. Hubo ocasiones en que,  frente a un rostro hermoso y amado que tiene por virtud arrancar confesiones cálidas, dije: cuando noto en mí signos de madurez, no puedes imaginar cuanto alegra esa a mi juventud. En ese momento no puedo decir lo mismo. Realmente no estoy preparado para enfrentar la madurez que traen mis próximos años. Me he distraído demasiado en los arrogantes días pasados y no he prestado atención al ladrón bíblico que llega de madrugada y nos roba el buen tiempo.

En medio de esta sensación de pérdida aparece Delia, con quien he compartido muchos años de mi vida, esta aparición no pudo ser más desgraciada, porque aprovecho la ocasión para culparla de todos mis males: todas mis pérdidas se centran negativamente en Delia. No podemos evitar en esta ocasión repetir el modelo propio de las parejas que discuten y se acusan mutuamente de que mi vida la he perdido por tu culpa. Sacamos a relucir entonces nuestros pequeños oídos, las ligeras venganzas, nuestros honestos y familiares rencores, los aborrecimientos acumulados, el acoso impulsivo y mecánico, nuestra vida en común con su sinfonía de malos olores.

De repente supongo oír que me llaman. Adivino como en la lejanía, como en sueños, un rostro y una voz familiares. Mientras el rostro me contempla con serenidad, la voz se despoja de la siguiente recriminación:

-Hay ocasiones en que me inspiras miedo.

-Algún sentimiento debe unirnos – no puedo evitar responder de una manera absoluta mecánica.

(«En todo tengo preferencia por los días grises», se me oye decir con frecuencia). Abajo, en la calle, continúan los golpes secos, cortos sobre la piedra al mármol, y lentamente me voy dando cuenta de que la somnolencia en que he caído hace unos momentos comienza a abandonarme.

Mientras Delia se retira ofendida y rabiosa a su habitación, lastimada por el «algún sentimiento debe unirnos», trato de levantarme del sillón, casi despierto del todo, con la amarga convicción de que durante mi desdoblamiento que se inició cuando contemplaba la lluvia y la bruma que a esta hora cubren la ciudad, alguien me ha hecho una mala jugada.

-¡Delia!- la llamo entonces con el dolor, casi gritando, impulsado por un agrio desaliento.

Ya es tarde, me digo. ¿Tarde para qué?: con terrible momentánea claridad de conciencia, se me impone esta pregunta. Pero no insisto, rehúyo toda respuesta. Acuciado por cierto inconfesado cinismo, me llego nuevamente hasta el balcón. Abajo, en la calle, los obreros continúan ofreciéndole con sus golpes sobre el mármol o la piedra un nuevo aspecto a este fragmento de ciudad; persisten la lluvia y ese gris casi solido que saturan. Transeúntes que se desplazan a esta hora, en mayo, sobre calles fangosas, y yo desde aquí observándolos, con la convicción de haber estado hace poco entre ellos, todos con la idea fija de cabalgar sobre fuertes individualidades. (Vuelven las palabras del poeta: «entre la indiferencia de los rostros que pasan se interpone un destino variado».) Oculto en medio de ese festín de destinos, no es imposible vislumbrar un corazón que comienza a secarse y a diseñar su estrategia de abandono. Yo mismo o alguien que podría ser su víctima. Abajo, en la calle…

 

La máscara de mi vida

Rodolfo Corbaia sintió ligada su vida, desde temprana edad, a un propósito absorben te: la literatura. En verdad él también pudo haber dicho que nació con destino literario, pero una empecinada modestia que lo acompañaría mientras viviera lo desvió siempre del hecho de aplicarse a sí mismo loables generalizaciones procreadas por altas mentes literarias o de una casuística que dibujara un destino capaz de ampliar, de manera vertiginosa y luminosa, su exacta condición de hombre sencillo, su convicción de saberse un hombre sencillo.

Por noble impotencia ante la poesía o por ser su única capacidad creadora eligió el campo más explícito de la narrativa. La poesía distinguía un orden animado por la concreción y la exactitud al que el escritor, después de intentar aproximarse a él y terminar desengañado, ya no aspiraba consumar como medio de expresión. Esta contrariedad ante la poesía se manifestaba solo por la incapacidad de escribir buenos poemas, pues en todo lo demás su amor por ella carecía de límites. En todo caso, su prosa nunca estaría ayuna de hálito poético. La escritura de cuentos y novelas alcanzó un notable desarrollo con él. Llegó a ser un escritor abundante. Una vez que eligió el campo de la narrativa, una oscura preocupación trabajó a Rodolfo Corbaia: la inconformidad frente a su obra. Él pudo en tender que no se trataba de una suerte de impotencia ante el acto de escribir que lo invadiera y lo inutilizara, sino del angustiante propósito de identificar una forma para su literatura. Aspiraba identificar un sello original que justificara su escritura: era hijo de su siglo, cuando imperaba esa aspiración como algo fundamental. Tal legítima preocupación vino a velarla el comentario que hiciera un crítico en determinado momento, al escribir en un artículo periodístico «Rodolfo Corbaia es ante todo un sólido narrador». Ese sólido no le decía mucho, no satisfacía un definitivo deseo, en su interior, de ser amado por el dios Thoth. En todo caso, él propendió a pensar que si la búsqueda de una forma literaria personal que lo identificara y sus sentimientos estaban en desacuerdo, él optaría por seguir el dictado de sus sentimientos; esto debido a que llegó a imaginar que un sentimiento auténtico bien expresado es superior a lo impuesto por modas estilísticas. Aunque esta especie de proclamación nacida en lo más íntimo de su espíritu sería, como todo lo que aconteciera a su vida, la sombra de una convicción más que una convicción.
Enumerar el catálogo de su obra muestra a un hombre de escritura infatigable y descubre un ordenamiento teórico capaz de nivelar su pensamiento por épocas. Porque si bien en los temas elegidos para forjar su literatura siempre estuvo presente lo ficticio, no dejó de aprovechar materias históricas, sociológicas, antropológicas, sicológicas o la ficción pura. De igual modo exploró temas fantásticos y policiales. Como abundante fue su obra, también larga fue su existencia; la vida del escritor declinó a la exhausta edad de ochenta años. Aun cuando se comenta que su obra, a esa edad, era ya definitivamente impersonal; estaba absolutamente enmascarada.

El amor que sintió por la literatura fue omnímodo: tanto empeño lo decidió a rehuir el arte oficial en una primera época de manera sutil pero eficaz; esto le permitió realizar un trabajo equilibrado, literario, al tiempo que la crítica no lo descuidaba. Cuando cumplió treinta y cinco años era ya conocido y tomado en cuenta; lo satisfizo tal distinción. Algunos premios obtenidos en el momento preciso apoyaron a los críticos para justificar esa distinción. Fue por esa época cuando apareció un trabajo ensayístico sobre su obra; el libro oficiaba el nebuloso título La sombra y el sueño en Rodolfo Corbaia. La aparición de ese trabajo no obedecía a una casualidad; resumió la temprana atención crítica de otro hombre, Víctor Constante, por la labor literaria del escritor. En adelante, este hombre intensificaría su interés por él. Así como escribir ese libro llevó a Víctor Constante hasta las fuentes de una niñez tardía, preocupada en leer novelas de aventuras, del mismo modo perseguiría más tarde la evolución de su pensamiento durante una madurez adusta, pródiga en escritura. Como Constante ya no lo abandonaría más, Rodolfo Corbaia amplió el mundo de su soledad hacia él y tuvo, entonces de compañero a alguien que no solo llegó a entender y manipular con facilidad su obra sino también su vida. Sin duda, en algún momento debió de unirlos la amistad  y la confianza de un trabajo en común. De este modo, con el tiempo la crítica formulada por el perseguidor llegaría a gozar de mayor interés, para los lectores de Rodolfo Corbaia, que cualquier otra.

Al escritor, guiado en todo momento por su pertinaz modestia, no lo perturbó el acercamiento de Constante. Aún más cuando resultó inobjetable reconocer que el crítico contribuyó a que el número de sus lectores creciera. Así, poco tiempo después de aparecer el libro de Constante y cuyo propósito era ordenar la trayectoria del escritor hasta ese momento, además de procurarle un mayor renombre, este fue distinguido con el Premio Municipal de Literatura: quizá de ello derivó la confianza que lo animó a salir definitivamente de su apartamiento voluntario. Su nombre avanzó entonces hasta el arte oficial pero sin estruendo; en esa avanzada, es indudable admitirlo, jugó papel táctico Víctor Constante, el hombre que logró rodear de un mayor interés al escritor y sus libros. En su trabajo crítico, él definió la obra de Rodolfo Corbaia representativa del momento actual que viviera el país. Ya que según la interpretación de Constante, el país resumía su estructura en una suerte de sombra y sueño, estructura vista tan a tiempo por el escritor.
Sin ánimo de poner en duda el valor intelectual del crítico, Rodolfo Corbaia no pudo evitar pensar para sus adentros, mientras leía el libro de Constante, hasta qué punto él compartía su enfoque analítico, toda esa vislumbre de sombra y sueño, esa bruma teórica con que él arropaba su obra. Ciertas observaciones hechas por el crítico visiblemente desviaban los propósitos perseguidos por el escritor. En un principio él propendió a la confusión; no podía ignorar que Constante, en algunas ocasiones, velaba su vida sencilla, equilibrada, literal, y la mostraba como animada por una naturaleza apasionada, insurgente, literaria. Había un empeño, en él, de vincular ostensiblemente su vida a las elaboraciones ficticias del escritor. Y él, Rodolfo Corbaia, bien que estaba dispuesto a renunciar a ser identificado con la actuación de sus personajes.

Aun cuando él aspiraba exponer en ¡os libros que escribía el verdadero rostro de la literatura, donde si bien no estarían ausentes asomos de su existencia, tampoco deseaba abrumar sus ficciones con ellos. Sin dejar de estar vigilante, confió en las interpretaciones hechas por el hombre que era ya su amigo. Las aceptó como válidas connotaciones que, de alguna manera, escapaban a su singular preocupación de escritor. Pensó, una vez más con humildad, que todo lector lleva dentro a un creador. Esto lo animó a concebir una sospecha tardía: era posible que Víctor Constante llegara a entrever ese equilibrio formal tan aspirado por él en su escritura y que nunca había llegado a concretar en su ánimo artístico. El vértigo lo aisló en ese pensamiento; fue una lastimadura para el escritor llegar a tan rendida conclusión. Pero se vio en la necesidad de aceptarla o rebelarse. Su conducta evidenció, entonces, un desdoblamiento necesario. Apoyado en aquella sospecha, parte de su vida y de su obra empezó a estar definida por el otro, el crítico. Este no dejaría de hilvanar sus propósitos a través de la literatura del paciente creador.

En horas de pesadumbre, Rodolfo Corbaia se preguntaba si había hecho lo correcto. Un día de clara angustia, sin embargo, casi se gritó a sí mismo ganado por la inseguridad: ¿por qué no hacerle caso, por qué no entregarse a la visión de otro que vislumbra lo que uno mismo no es capaz de ver en el propio ser?. Una sensación amarga cruzó por su garganta al reflexionar en que había utilizado, para forjar esa idea que podía ser válida en todo caso, una palabra abiertamente desagradable: entregarse. Era como si se preguntara que hasta cuándo iba a ser paciente, hasta dónde lo conduciría su estilo de vida. Tuvo coraje para imaginarse un creador: saboreó esta palabra, la paladeó a gusto y reconoció despertar en su espíritu antiguas asociaciones, encumbradas creencias, la idea de que él era muchos, no el alguien que era. Pero le faltó convicción para oponer esa contundente palabra, creador, a la sombra de la otra, la espuria entregarse y lograr que la aplastara con su proverbial carga de significación, pues la sensación de amargura acompañada de otra de frialdad, que recorría su columna vertebral, así se lo dio a entender. Debió admitir que se sentía confundido una vez más en este instante. Se atrevió a pensar que no hay nada tan débil y fuerte como un escritor; era un consuelo o una magia. En todo caso esta última sensación pobló su espíritu necesitado de algo regio que lo poblara.

Los libros de Rodolfo Corbaia, ahora, se acostumbraron a mostrar un prólogo extenso; prólogo que dilucidaba al lector el sentido y la estructura de ellos y que firmaba el crítico. Además Constante abundó en conferencias sobre la trayectoria del autor a quien él dedicaba toda su atención y estudio. Y por una suerte de ironía llegó el momento en que ya no se distinguía a quién prestaba el público mayor atención, al escritor o al crítico de su obra, pues cada conferencia o prólogo, cada trabajo publicado en periódicos o revistas, transmisiones radiales o televisivas, significaban algo así como una celebración del crítico tanto como del escritor analizado; aun cuando un observador de espíritu despierto, también hubiera reconocido una especie de descuido por el creador frente a la magia expositiva del otro. Víctor Constante debió de pescar esta sutil y caprichosa reacción ante íes oyentes directos de si opiniones sobre el autor. Y eso pudo satisfacerlo y confirmarlo en algún propósito maquinado. Pues a medida que el público reafirmaba ese oscuro propósito suyo, Constante propendió a una mayor vigilancia del escritor. Sabía que lo que estaba haciendo era costumbre hacerlo por muchos otros críticos pero ante escritores muertos: instaurarse como los voceros más apropiados y casi absolutos en la interpretación de las obras de esos autores. Solo él, al fin, lo realizaba ante un prestigioso escritor vivo; él, Víctor Constante.
Así transcurría la noble vida de Rodolfo Corbaia. No es casual que a los cincuenta años obtuviera el Premio Nacional de Literatura. La vigilancia y fuerza crítica que lo anulaba, al mismo tiempo lo ayudaba a adquirir méritos. Quizás debido a esa costumbre ya asumida por sus lectores, la de ver nublado su punto de vista frente al crítico o debido a otra extrañeza culpable, las circunstancias que rodearon la entrega del Premio Mayor a Rodolfo Corbaia confirmaron su dependencia del hombre que tendía a anularlo y encumbrarlo al mismo tiempo.

La tarde cuando Rodolfo Corbaia se dispusiera a recibir el Premio Nacional, mientras silbaba una melodía añosa, serena y cálida, un hecho casual trajo la preocupación a s corazón. Tan siquiera una idea vinculada a casualidades reveladoras podría explicar esa momentánea angustia que aprisionó la mente del escritor. No fue otra la razón de que ese día, al cruzar la sala de su apartamento donde se encontraba un espejo de dimensiones medianas, al tratar de buscar en él una última verificación a su arreglo personal, se sintió suspendido y como con miedo de observa a cabalidad el reflejo indeciso de su rostro en el espejo. Impactado por aquel suceso, el escritor no pudo evitar darle explicación racional a esta enemiga sensación: en él se impuso la idea de que evitó verse en el espejo por temor reconocer la imagen de otro, no la propia. Fue inevitable que el escritor se descubriera especulando. Algo dentro de él sonrió, al pensar que para especular no hace falta más que un espejo. La prueba está a mano, se dijo, mientras su cara desglosaba una sonrisa lastimosa y tímida. Aun cuan do ese inseguro humor se distendió sobre la geografía de su espíritu, evitó mirarse en el espejo de nuevo.

Hemos dicho que obtuvo el Premio Nacional a la edad de cincuenta años. Lo mereció con una novela que tituló La máscara de mi vida. A la entrega del premio fueron invitados varios críticos para hablar de la obra del escritor. Estaría Constante, obviamente, como máximo expositor. Él se encargaría d corroborar el justo equilibrio que existía entre la vida del autor y sus libros, tema elegido por él a la hora de exaltar al autor premiado.
Además de Rodolfo Corbaia y los apologistas de su obra, sentados frente a una amplia mesa, había en la sala, donde se entregaba el premio, una concurrencia numerosa, de hombres y mujeres, todos ellos ligados a movimientos artísticos y literarios; creadores y críticos, y diferentes personas vinculadas al mundo cultural. El acto prosperó en justificaciones lógicas, motivadas por el carácter supremo del premio, hasta que la concurrencia tuvo la oportunidad de oír a la persona más indicada para hablar del creador. Entonces el crítico aplicó al autor de La máscara de mi vida lo significativo del galardón recibido y sus palabras vaporosas exaltaron el mérito alcanzado por Rodolfo Corbaia después de largos años dedicados al trabajo literario. Luego analizó, profundamente, el carácter singular, equidistante entre obra y vida del escritor; fue en este momento cuando sus palabras desviaron toda oposición y alcanzaron distender una apología sin límites. La concurrencia asimiló su entusiasmo y reconoció el valor de aquel hombre abnegado, que exponía de manera tan viva y certera la preocupación literaria de otro hombre, quien en ese momento padecía aturdido por tantas referencias desprendidas de su obra, referencias que él nunca tuvo el propósito de corporeizar en su universo literario. Sin embargo, el crítico las había visto y expuesto con nitidez clásica. Rodolfo Corbaia, abrumado, intentó, durante unos breves instantes cuando Víctor Constante hiciera una pausa para renovar su ánimo discursivo, asomar una observación con el propósito de aclarar ciertos puntos relativos a su obra, sobre todo a su novela galardonada La máscara de mi vida. No pretendía, claro está, desmentir la interpretación impulsiva y celebratoria del crítico pero sí suavizarla. El resultado fue una fría indiferencia por parte de la concurrencia y una mirada condenatoria por parte del crítico. Después de esa interrupción infeliz, asaz desgraciada para el escritor, Constante prosiguió, animado por la confianza con que el público lo apoyó: indudablemente este se había acostumbrado más a él que al creador. Ahora solo importaba lo que el crítico pudiera decir de Rodolfo Corbaia; su voz, reflejada en sus libros, hacía ya tiempo había perdido identidad.

Como es lógico imaginar, el acto finalizó con una ovación brindada tanto al crítico como al hombre que le había servido para lograr notoriedad frente a sus lectores.
Aun cuando nadie lo afirma con certeza, algunas personas supusieron oír el siguiente diálogo entre el escritor y el crítico, una vez que los dos abandonaran juntos el salón donde había sido entregado el Premio Nacional de Literatura de ese año.

—Todo hombre está hecho de límites; quizás usted, señor Constante, esté hecho de límites menos limitantes que los míos —dejó caer el escritor. Rodolfo Corbaia en tendió a cabalidad lo que Constante dijera a su vez:

—Cada hombre alimenta a un perseguidor dentro de sí. Hay quienes tienden a rechazarlo. Usted, señor Corbaia, podría contarse entre los que no aspiran materializar ese repudio.

—Por mi modestia.

—O por la insistencia del perseguidor.

—Su apellido es Constante.

—No sea literal, por favor —asomó el crítico con cautela maliciosa, según delataba una excesiva brillantez en su mirada.

— ¿Me odia usted?

—Odiar es un sentimiento muy majestuoso, si a ver vamos.

—Ya lo sé, me desprecia.

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