Gabriel Jiménez Emán
Llegó un momento en mi profesión de carpintero en que ya casi nadie solicitaba mis servicios; oficio que había heredado de mi padre y del cual viví por largos años. Mi padre siempre fue una persona meticulosa; los trabajos de carpintería tenían un acabado muy elogiado por los más exigentes artesanos y ebanistas; desde niño visitaba el taller de mi padre; me gustaba el olor de la madera y ver las virutas regadas por el piso; el viento las soplaba aquí y allá. Aprendí el oficio pronto; aunque no a la altura de mi padre. Poco a poco las personas fueron admirando mis trabajos y yo me esmeraba en hacerlos de calidad. Los pagaban muy bien. A medida que avanzó mi edad los objetos fueron menos frecuentes; de modo que me limité a hacer algunas piezas por encargo, mientras mis ayudantes en el taller hacían lo posible por estar al día con los trabajos; pero al cabo de los años me vi obligado a pagarles las prestaciones como trabajadores; me sentí fatigado y tuve que cerrar e idear otras formas de ganarme la vida.
Descansé un tiempo y después me dediqué a lo que más me gustaba: leer. Leía de todo: diarios y revistas, libros, diccionarios, enciclopedias y folletos. Mis conversaciones con mi mujer y amigos dieron un giro hacia lo intelectual; mis amigos me decían estar asombrados de cuanto conocimiento podía yo acumular, conceptos y datos importantes acerca de procesos sociales, históricos e intelectuales, literatura, ciencia y arte. Mi mujer confesó con orgullo que mi vida había dado un vuelco inesperado; mis amigos me llamaban «el intelectual» y hacían chanzas conmigo. En las noches leía filosofía y en el día cuentos, novelas y poesía a cualquier hora; a los poemas los usaba como a una especie de tónicos, de alicientes para vivir, se los leía a mi mujer, amigos y a personas conocidas que me agradecían el gesto. A veces leía cuentos a los niños y fragmentos morales a los ancianos para darles ánimos; yo mismo me fui reconstruyendo interiormente con la lectura de una manera impresionante; estaba asombrado de cuando había ganado mi espíritu y enriquecido mi vida social, la alegría que había comunicado a tantas personas y el conocimiento que estaba impartiendo a otros. Uno de mis amigos me dijo que me había convertido en un gran profesor, que mis disertaciones eran brillantes y era posible impartir clases en cualquier centro de estudios, aseguró que podía dedicarme a eso y convertirlo en mi profesión, si así yo lo deseaba.
Mi mujer estaba muy orgullosa de mí. Tanto, que desperté en ella nuevos ardores eróticos que aproveché al máximo y me dieron impulsos para seguir. Compré libros nuevos y comencé a organizar una biblioteca; la gente me obsequiaba volúmenes, me traía escritos para revisar y corregir, entre los cuales había algunos de gran calidad literaria, poetas y narradores espontáneos de inmenso talento. Y yo me sentía orgulloso de poder reconocerlos, el hecho de que gente de apariencia común y corriente, como yo, fueran capaces de construir mundos mediante el lenguaje y alentar a otros a realizar hallazgos artísticos de calidad, usando las palabras.
Un buen día estaba haciendo una siesta junto a mi mujer, cuando llamaron a la puerta de mi casa. Al abrir, vi parado frente a mí un señor bien vestido que se identificó como Jefe de una cátedra filosófica de la Universidad Nacional. Preguntó mi nombre y al responderle me dijo estar muy interesado en conversar conmigo. Lo invité a pasar. Yo estaba bastante asombrado. Apenas tomó asiento en uno de los muebles del recibo, dijo:
–Estimado amigo, quiero hacerle una propuesta. Me he enterado de sus conversaciones informales con sus amigos en bares y cafés, y ellas están causando un verdadero revuelo en los medios culturales de la ciudad. Así que tenemos el honor de invitarle a que pronuncie una conferencia el día del profesor universitario, a celebrarse el próximo mes en los recintos de la Universidad, en calidad de Orador de Orden.
Yo me quedé cortado por el asombro. No podía imaginarme todo aquello: un simple carpintero dando una charla frente a un grupo de eminentes profesores y estudiantes de avanzada. Mi mujer estaba con la boca abierta y me miraba con ojos de perrita cariñosa. El profesor concluyó su invitación con una sonrisa magisterial que no dejaba lugar a dudas.
–Agradezco mucho su cortesía, estimado profesor, pero creo que no poseo los méritos para esa importante actividad –atiné a decir, con voz trémula.
–Entiendo su sorpresa, estimado amigo –respondió él– pero no puede negarse. Es un clamor de la colectividad y sería muy egoísta de su parte no participar en un evento como éste, que nos dignifica a todos por igual.
Con otros argumentos similares a estos, el profesor prosiguió sus alegatos hasta que las lágrimas brotaron de los ojos de mi mujer y yo no pude contrariar aquella emoción, que tenía mucho de sensual ternura.
–Está bien, profesor –corregí, pero deme unos días más, que todo ha sido muy repentino– contesté, extendiéndole la mano derecha para agradecerle.
Se despidió cortésmente, colocándose el sombrero. Después de marcharse él, mi mujer se abalanzó a mis brazos. Me la llevé al lecho e hicimos el amor como nunca.
Al otro día nos levantamos livianos como plumas; nos dimos sendos baños y luego devoramos un desayuno rico en grasas. Luego fui a mi habitación a arreglar algunas cosas y reposé un rato, para luego comentar con mi mujer los pormenores de la visita y de la invitación.
–Esta es una gran oportunidad, mi amor, para que hagas una carrera como profesor –dijo ella. Algo maravilloso nos ha sucedido.
–No, mi amor, yo no deseo eso. Una cosa es dictar una conferencia y otra convertirse en un profesor. Nunca he tenido vocación de enseñar. Yo soy un carpintero con hábito de lectura, sólo eso.
–Pero mi amor…
–Tienes que aceptar esa conferencia.
–Pero…
–Te ruego que no insistas, mi amor. Ahora debo organizar algunas cosas y perdóname… que de pronto me he sentido mal…
–No fue mi intención…
–Olvídalo. Pasemos a otro tema.
Me retiré un tanto contrariado, y vagué durante algunas horas por las calles del centro de la ciudad. Anduve por ahí sin rumbo fijo; me detuve un momento a tomar un café y a hojear un diario, sin leerlo. Me perdí en divagaciones sobre esto o lo otro, y al final volví a la casa un poco más calmado. Ya había tomado la decisión de dar la conferencia. Repasaría algunos filósofos, sobre todo autores de los siglos diecinueve y veinte, vistos a mi manera. A la final, no iba a ser muy complicado si miraba el asunto por el lado no académico, más informal, trataría de darle a la charla naturalidad y despojarla de afectaciones. De todas maneras, la conferencia debía mantener cierto tono de autoridad. Así se lo hice saber al profesor que vino a visitarme, y estuvo de acuerdo. Pero, me dijo, obligatoriamente tenía que hacerlo desde un podio.
Repasé los libros de los pensadores a los que iba a hacer referencia: Kierkegaard, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger, Marx, Sartre, Cioran. Por ahí iba la cosa, entrelazados con algunos otros de la antigüedad y demás poetas y pensadores de la antigua Grecia que había leído desde joven. No había podido seguir estudios en la Universidad debido a problemas económicos en el seno de mi familia. Entonces surgió lo de la carpintería y me sumergí en el oficio que me había legado mi padre, como dije antes, aunque a veces a los libros también los veía como a objetos artísticos de elegante acabado, algunos de los volúmenes de tapa dura los trataba como a objetos de ebanistería y los sacaba para olerlos y manosearlos; el olor del papel y del cuero producían en mí un intenso placer.
Cuando me sumía en la lectura de ideas mi alma se inyectaba inmediatamente de una energía diferente; era como si atravesara el tiempo y las palabras buscaran un significado distinto, pero tampoco sabía muy bien en qué consistía; muchos de aquellos volúmenes me parecían abstrusos a causa del manejo de un lenguaje extraño para mí; hacía esfuerzos inmensos por descifrarlos y disfrutaba con su sola lectura, aunque no comprendiera el contenido.
Otra de las virtudes que mi mujer y amigos me hicieron notar era mi capacidad para hacer resúmenes de vidas de escritores o artistas. A veces, sin darme cuenta, empezaba a hablar de un escritor y no paraba hasta hacer toda su biografía, complementando con detalles graciosos que hacían sonreír a la gente. Aquella era una virtud que debía aprovechar, me dijo un amigo, y era bueno beneficiarme de ella en el momento de dar mis clases.
A medida que se acercaba el día de la charla yo me iba poniendo más inquieto. No entendía por qué, si más bien todo aquel panorama ofrecía ventajas para mí y no problemas. Trataba de llevar una vida normal pero no podía; de repente perdía el apetito sin ninguna explicación o bien me daba un hambre voraz sin razón de ser. O me inquietaba por cualquier cosa. Le daba la mayor importancia a cosas comunes y corrientes. Llegué incluso a pensar que estaba comenzando a perder la razón, cuestión que no tuve el valor de comunicar a mi esposa.
Mi hipersensibilidad era tan notoria que incluso llegué a inquietar a las personas que iban por la calle o a otras sentadas en bares o cafés, las cuales me miraban de soslayo o hacían gestos exagerados cuando me veían pasar o entrar a algún sitio. Generalmente andaba solo y entonces las situaciones de extrañeza se acentuaban hasta hacerse insoportables; cuando iba a acompañado con un amigo o amiga estos se ponían a conversar con otras personas y me dejaban solo. Cuando me encontraba inesperadamente con alguna amiga, ella se me quedaba observando con un aire lastimero que me conducía a la vergüenza. Aunque tampoco podía afirmar que era verdad. Yo se lo confesé a mi mujer y entonces ella me dio un beso en la frente como si yo fuera su hijo, un beso que lejos de complacerme me irritó y me condujo hacia unos celos absurdos. Claro que después, cuando llegamos a casa, yo me desquité de aquel beso fraterno y le di un buen beso en la boca utilizando la lengua, y entonces todo culminó en un acto de pasión; yo sentía aumentada mi hombría y ella también su sensualidad y entonces hizo presencia un alivio profundo bajando por todo mi cuerpo, como un torrente refrescante. Recuperé así las energías para continuar.
La situación con los niños era distinta. Con ellos no tenía dificultades para comunicarme ya que estos parecen estar dominados por fuerzas puras, en el mejor y el peor sentido de esta palabra: puras en bondad y en maldad, puras en ingenuidad y en malicia. Los niños se convertían en una especie de cátedra viviente de la existencia, pero nada de aquello se podía explicar, era casi imposible trasladarlo a cualquier tipo de argumento serio. En cambio, sí eran susceptibles los niños de ser abordados por la poesía, aunque la poesía no solía frecuentarme mucho por aquellos días debido a la presencia inefable de la prosa de ideas, que estaba anegando mi espíritu en un océano de certezas y de dubitaciones simultáneas. La poesía se me presentaba más bien como una especie de utopía triste, de un lenguaje ensimismado que sólo podía ser entendido por otros poetas.
Mi vida privada se estaba complicando y mi vida pública había tomado un giro completamente inesperado, molesto pudiera decirse; a veces echaba de menos mi vida de carpintero y aquel olor de la madera cuando pasaba el cepillo sobre ella, las vetas, los colores, el momento maravilloso en que los clavos entran en ella y se ajustan perfectamente al sitio que les corresponde. Si era necesario, estaba dispuesto a regresar a la carpintería en caso de que aquellas cargas de dudas siguieran apareciendo en mí, porque me parecía algo sin sentido que el solo conocimiento de los libros y de las ideas llegaran a perturbarme, en lugar de convertirme en una persona más lúcida y tranquila.
Mi mujer sugirió que nos fuéramos unos días al mar, a casa de unos amigos muy agradables y gentiles que vivían en el litoral, y me pareció una idea magnífica. Allá fuimos a dar cargados de víveres y de todas las ganas de pasarla bien, en medio de la benéfica brisa marina, las arenas de la playa y frente al padre océano, en ese paisaje donde las aguas azules y el cielo se juntan en una especie de milagro.
En los primeros dos días fue así; hicimos fogatas, nos bamboleamos en hamacas, bebimos cervezas y nos dimos chapuzones, preparamos platillos con mariscos, pero luego las cosas comenzaron a adquirir para mí matices inesperados. Primero, me embargó un enorme calor producto de una insolación; luego se despertó en mi cuerpo una sed insaciable que dio paso a un humor temperamental; ello me produjo vergüenza debido al buen trato que había recibido de mis amigos. Mi mujer también estaba avergonzada y me lo hizo saber; yo pedí excusas a todos y el asunto quedó zanjado, creo, pero yo continúe con una vergüenza enorme y debimos regresarnos a la ciudad antes de lo previsto.
Cuando llegué a casa me invadió de nuevo aquel molesto sentimiento de extrañeza, pero no le dije nada a mi mujer para no preocuparla. Me limité a guardar silencio y a cumplir las rutinas domésticas. Hicimos compras, cocinamos, descansamos y dormimos; incluso los sueños eran muy distintos en aquellos días: yo aparecía en ellos vestido de payaso de circo y daba volteretas sobre un columpio, o caminaba como un equilibrista sobre la cuerda floja; o iba montado sobre el lomo de un caballo dando vueltas en círculo, hasta el vértigo.
El día de la conferencia se acercaba y mis nervios estaban de punta.
Recibí varias llamadas telefónicas del profesor desde la universidad, para confirmar la cita. Más que el interés por la charla, yo tenía prisa por salir del compromiso, y este detalle era realmente extraño. Me ponía ansioso porque iba a desilusionar a mi mujer y ello me incomodaba porque mi mujer era el más grande tesoro que tenía y podía tener. Me senté frente al escritorio de mi estudio y me puse a hacer unos esquemas para la charla. Ya tenía la idea principal, las citas que iba a introducir y los autores, y hasta el remate de la disertación. Hojeé algunos volúmenes donde aparecían fotos de filósofos. Me fijé en una fotografía de Federico Nietzsche, el conocido perfil de Federico con sus grandes bigotes y me provocó halárselos, arrancarle unos pelos para jugarle una broma. Siempre me pregunté cómo era la voz de Nietzsche y cuál era su verdadera personalidad, su estilo de vida. Me hubiera gustado saltar y meterme en el tiempo suyo y tomarme con él unos tragos de vino rojo, hasta emborracharnos juntos.
Por allá andaban las caras ceñudas de Kant y Hegel; la mirada cristalina de Kierkegaard y las greñas de Schopenhauer; los serenos ojos de Goethe, la barba apostólica de Marx y el ojo estrábico de Sartre; estos rostros y gestos de los pensadores componían un mosaico de la perplejidad humana, que estaba ahí para realizar con él una especie de juego infinito de las ideas.
Durante la semana previa a la conferencia me puse a hacer ejercicios, montaba bicicleta, me ponía los guantes de box para golpear un saco o me iba a nadar a la piscina de un hotel cercano, o a trotar por las cuadras del vecindario. A veces me sentaba en las plazas y me ponía a observar a los perros. Unos iban solos y otros acompañados por sus dueños, y siempre me dirigían la mirada. Me gusta verlos cuando sacan sus lenguas y ladran; de sus ojos sale un guiño extraordinario, una mirada comprensiva muy superior a la de los humanos, creo. Pienso que si hay algo maravilloso es andar desnudo y en cuatro patas por la calle con la pelambre expuesta, y que ello no cause ninguna reacción especial en nadie. Yo había tenido ya cuatro o cinco perros en mi vida y llegué a quererlos tanto que me sentí muy desdichado cuando murieron. Me prometí que nunca más iba a pasar por un dolor así. Los perros son irremplazables. Me gusta verlos cuando se alejan por el parque meneando sus colas al lado de sus dueños; también cuando se enfurecen y exhiben sus colmillos al defenderse o al cuidar un pedazo de carne.
Un día ocurrió el hecho insólito de que una perra muy linda que andaba medio perdida y hambrienta se enamoró de mí. La perra me contempló con sus ojos amorosos durante una hora y logró enternecerme de tal modo que yo creí también haberme enamorado de ella. Nos fuimos acercando y yo puse mi mano sobre su cabeza y ella lamió mis dedos con dulzura. Luego se sentó a mi lado y yo compré un paquete de tostones de plátano y se los di para que comiera, después le ofrecí café con leche azucarada y ambos permanecimos sentados el uno al lado del otro en una acera de la calle, como si fuéramos novios. Yo me di cuenta de este absurdo y tuve que despedirme de mi enamorada y ella de mí, pasando su lengua sobre mi nariz y después se marchó, entre triste y contenta. Si no existieran los perros, los gatos y los caballos este mundo sería invivible. Ah, se me olvidaba: y también los pájaros.
Miro los pájaros en los árboles ir piando de rama en rama y me invade un sentimiento sublime, a partir del cual puede construirse, creo, toda una filosofía mucho más profunda que cualquier tratado de lógica, aunque esto pueda sonar exagerado. Sentarse en un banco de la plaza a contemplar cualquier cosa constituye uno de los mejores ejercicios de libertad.
Así como hay una magia en los parques también hay una magia en los cafetines, una magia en los bares y una magia en los puertos. No voy a hablar de todas estas magias juntas porque me perdería en medio de divagaciones, aunque sí pudiera decir que la magia de los bares en el mar es única y puede fabricar un hechizo duradero del que no provoca salir, y más cuando a éste se une la belleza física de la mujer, y el erotismo que ella produce al combinarse con el paisaje embriagador de los puertos.
A veces me pasaba horas enteras vagando por los alrededores de la ciudad y hasta me perdía en algunos laberintos urbanos y luego no sabía cómo salir; entonces daba vueltas por algunas cuadras y me ponía a hablar con gente desconocida que me revelaba cosas inauditas, y luego esas cosas me eran de mucha utilidad para seguir adelante. Me quedaba contemplando el horizonte y me imaginaba a dónde habían ido a parar las almas de los filósofos que tanto admiraba; me figuraba situaciones extraordinarias, como que ellos estaban reunidos en algún cementerio conversando acerca de nosotros los vivos y haciendo todo tipo de conjeturas sobre cómo andaba el mundo en la actualidad y los tiempos tan difíciles que estábamos viviendo, un tiempo sin esperanza muy distinto del de ellos, y que justamente por eso estaban en la obligación de repensar el mundo y la existencia por nosotros, a través de sus palabras perdurables.
Existe también una magia cotidiana que se encuentra oculta en los pliegues de la realidad y que es muy difícil de localizar porque la realidad la esconde cuanto puede detrás de una gruesa capa de velos de la rutina y la sociedad los ha vuelto automáticos; pero esa magia algún día termina por imponerse devolviéndole a la vida su íntima belleza y su íntima verdad. A nuestros hogares hay que cuidarlos para que no se impongan las leyes de esa rutina destructiva, construida en una especie de alucinación egotista y suficiente, según la cual cada quien es el único responsable de lo que ocurre, cuando la verdad es que los responsables de la infelicidad de muchos se debe a la de otros tanto o más infelices.
Durante la noche, casi no soñaba y si lo hacía soñaba que me preparaba a dar la conferencia de una manera tan real que me hacía dudar acerca de que aquello podía ser un sueño, y que la conferencia era sólo una excusa para escarbar dentro de los enigmas que se acomodaban acurrucados entre los intersticios de mi sueño, como si mi cerebro fuese el receptáculo de un experimento científico para averiguar las verdaderas claves del conocimiento humano, y éstas a la postre servirían para que la humanidad se redimiera y pudiera surgir un mundo más justo y lleno de paz, como lo deseaba la mayoría de la gente, y no la casta que aun gobierna el planeta mediante el siniestro manejo de la política; pensaba que a través de la conferencia yo podía contribuir a despejar varios de los graves problemas que aquejaban a mi país y a la humanidad toda, poniendo al día y en práctica las ideas de los más notables filósofos. Pero algo nuevo y revelador siempre aparecía en el sueño, y ese algo se concentraba en la visión de un jardín con numerosas flores movidas por el viento mientras eran salpicadas por la llovizna y luego desde el rocío de aquellos pétalos surgía una profunda fragancia embriagadora que me mantenía por un buen rato lleno de éxtasis, y luego me indicaba que debía volver a lo real, como en efecto ocurrió durante tantas mañanas.
De todas maneras, yo continuaba preparándome para la conferencia. El día llegó y yo estaba tranquilo, pues había seguido el consejo de mis amigos y de mi mujer, me relajé y tranquilicé; la noche anterior dormí como un lirón, así que por la mañana estaba completamente en forma. Tomé un desayuno frugal y me dirigí a la universidad a dictar mi charla.
Al llegar al mayestático edificio me estaba recibiendo en su puerta el cuerpo de profesores, por el que sentía el mayor respeto. Después de las reverencias del caso, me hicieron pasar a un gran salón coronado por una tribuna de honor desde donde vi todo el espacio repleto de personas, estudiantes y amigos. Lleno de cierto rubor subí y me coloqué junto a las autoridades; el decano de humanidades hizo una presentación de mi persona con un estilo equilibrado y sin hacer observaciones exageradas, lo cual me agradó. Los amigos más cercanos aplaudieron el discurso del decano; los demás permanecieron discretos; mi mujer lucía nerviosa y entusiasmada en primera fila. Mis sobrinos –no tengo hijos y debo conformarme con ellos– se sentaron en segunda fila al lado de algunos de mis hermanos y hermanas. Luego comencé a divisar una serie de personas que no había visto nunca, mujeres y hombres viejos y jóvenes, casi todos bien vestidos, excepto uno que llevaba una camisa rota en uno de los cuellos. También me fijé en un hombre como de mi edad –unos cuarenta años– que se me parecía físicamente y yo no podía comprender de dónde había salido. Me miraba fijamente sin sonreír; su presencia me inquietaba en aquel auditorio. Más allá se destacaba la figura de un anciano barbado que llevaba un traje gris y tenía una mirada orgullosa y triste; en el momento en que lo miré desvió sus ojos hacia otra parte y yo no supe qué pensar.
Puse ahora mi atención en mis notas para iniciar la conferencia. Agradecí primero a las autoridades universitarias; dirigí unas palabras corteses al auditorio y comencé organizar mis ideas mientras miraba a un punto vago del salón y mis ojos tropezaron con la presencia de una mujer que sobresalía del lote de personas debido a una especie de aureola que se formaba en torno a ella: se trataba de una beldad de tal perfección facial y de un rostro blanco que inundaba el espacio; sus ojos eran pardos y sus facciones delicadas, como surgida de otra dimensión para situarse exactamente ahí. Una cascada de cabellos rojos caía sobre sus hermosos hombros de esmalte; de repente me sonrió, su gesto llegó hasta mí nítido y la gracia elevó mi espíritu dejándolo suspendido en un cielo particular, sin saber qué hacer ni dónde aposentarse. Mi conferencia aún no se iniciaba y el auditorio estaba inquieto mientras yo permanecía anonadado con la presencia de aquella maravilla.
Apenas retomé el hilo de lo que venía diciendo –que no era gran cosa, sólo unas palabras preliminares que aún no habían logrado cautivar a nadie– mi atención se fijó en la figura de un niño como de seis años que tenía en brazos a un bebé, conformando un cuadro que yo nunca había presenciado y menos unos niños de tal belleza: el niño vestía de marrón con pantalones cortos y zapatos negros lustrosos, mientras que el bebé iba de capucha roja y chupaba una mamila, sonreía y miraba con sus ojos azules en derredor, repartiendo ternura. Nunca había visto a aquellas personas y no podía imaginarme de dónde habían salido; entonces comencé a buscar con la mirada a familiares o amigos pero no los encontraba; los buscaba en los mismos sitios donde los había visto primero, pero una extraña neblina ofuscó mis ojos y me impidió ver el lugar preciso en el que se encontraban ubicados desde el principio.
Para colmo, cuando traté de fijar mi atención sobre las notas acerca de la conferencia, entró una fuerte ráfaga por una de las puertas del salón y las hojas salieron por los aires. Esto causó la risa de algunos de los asistentes, incluso algunos niños salieron a buscarlas riendo a carcajadas y la atención de todos los asistentes se volcó en ellos; no pudieron alcanzarlas pero yo notifiqué al auditorio que no las necesitaba y me dispuse a dar mi charla sin necesidad de éstas. Empecé entonces a argumentar mis ideas y cuando había alcanzado ya cierto nivel de atención entre el público, un hombre ingresó al salón dando tumbos. Estaba ebrio y caminaba en zigzag mientras profería confusos anatemas entre dientes que volvieron a llamar la atención de los asistentes. La gente, por supuesto, comenzó a murmurar y el borracho se apostó en una de las esquinas del recinto a gesticular: alzaba el puño amenazando a no sé qué (probablemente a Dios) fruncía los ojos y la nariz y mascullaba palabrotas. Pronto vinieron del personal de seguridad de la institución y se llevaron al hombre ebrio en guinda; costó mucho para que el auditorio recuperara la normalidad.
Cuando miré por segunda vez a la mujer de la aureola, ella estaba comiendo palomitas de maíz como si estuviera en un cine; algunas cotufas caían fuera de la bolsa e iban a dar a sus piernas y se quedaban en un punto intermedio de sus muslos; por un momento, cuando vi a algunas de las palomitas ahí una de ellas cobró vida y salió volando convertida en un pequeño pájaro distinto de una paloma, que fue a posarse en uno de los capiteles más altos del techo del salón, donde la estaban esperado otros pajaritos. No logré nunca explicarme un fenómeno así, pero debía aceptarlo porque estaba ocurriendo en una situación completamente real.
A los pocos instantes las luces comenzaron a titilar; la energía eléctrica estaba fallando y aunque era plena luz del día, los aparatos de aire acondicionado fallaron y el calor se hizo sentir; la avería eléctrica duró solo unos pocos minutos, aunque el auditorio ya había sido penetrado por la fatalidad. Las autoridades universitarias comenzaron a sentirse nerviosas y las reacciones del público se hicieron presentes. Le consulté a las autoridades si valía la pena proseguir con el evento y no se atrevieron a responder, aunque yo pensaba que lo mejor era continuar haciendo una charla espontánea, una conversación informal sobre temas filosóficos, pero la gente quería una charla formal, un desarrollo conceptual del que ellos pudieran aprender cosas concretas sobre aspectos importantes del pensamiento contemporáneo.
Le dije al decano que a esas alturas era una insensatez realizar algo así, pero él no estuvo de acuerdo conmigo y me recomendó que tratara de recuperar al auditorio. Entonces me esforcé e intenté animar al público con algunas frases humorísticas sobre los filósofos y el público respondió, efectivamente. Pero entonces al poco rato la mujer bellísima comenzó a mirarme, con lo cual quedé como hechizado (yo temía que mi mujer lo notara, pues no quería problemas de ese tipo ahora para mi) mientras el hombre que se me parecía, situado en la parte derecha del auditorio, también me dirigió otra de sus penetrantes miradas. Pensé por un momento que se trataba de mi alter ego, un doble creado por mi propia imaginación para atormentarme mentalmente. Después el anciano se levantó de su asiento y me señaló con la mano para luego apretar su puño amenazante. Este gesto me hizo perder el sentido de ubicación y ya no pude seguir con la charla, mientras el chico con el bebé de rojo en brazos vino caminando hacia mí y puso al bebé gimiendo en mis manos y yo no sabía qué hacer; llamé entonces a gritos a mi mujer para que viniera a cargarlo. Ella lo recibió emocionada (creo que estaba llorando); en ese instante el hombre ebrio volvió a entrar al recinto y los vigilantes no tardaron en echarlo esta vez a puñetazos, con lo cual el ambiente pasó de difícil a crispado y de tenso a violento. Mi conferencia no pudo siquiera llegar a la mitad, pero las autoridades, los decanos y el rector estaban muy alarmados con la situación; luego de calmados los ánimos me invitaron a seguirlos a una de sus oficinas para continuar allí una charla más pausada sobre diversos temas urgentes para el país, y yo por supuesto acepté.
Antes de dejar el salón de conferencias busqué con la mirada a la mujer bellísima que había identificado (ella era, con mi mujer, la razón última de casi todo mi esfuerzo) y también a los dos niños: el de ocho años –y esta vez me fijé bien– era yo mismo a esa edad y el bebé que tenía en brazos era el bebé que nunca pude tener ni pude darle a mi mujer. El hombre ebrio apaleado no me preocupaba porque es sabido que los borrachos casi siempre tienen la razón en todo; el único inconveniente con ellos es la manera de cómo dicen las cosas, desde la relampagueante y casi nunca comprensible lucidez del borracho, que enfrenta a las personas con realidades que no desean ver. De modo que varios de mis anhelos estaban realizados en ese auditorio y con esa conferencia interrumpida que, después de todo, había servido para que las cosas surgieran a la realidad.
Seguí a los profesores hasta una oficina privada muy amplia y elegante donde había licores, habanos y canapés de muy buen gusto, y nos pusimos a charlar. Tomamos unas copas de vino primero y después panecillos y café; los catedráticos estaban tratando de decirme que deseaban de todo corazón contratarme para el próximo semestre, pero la realidad política nacional se había vuelto muy complicada, los recursos para las universidades nacionales habían mermado y las contrataciones eran limitadas. Yo entendí perfectamente el mensaje (incluyendo toda su hipócrita verdad), sin embargo habría posibilidades más adelante, me aseguraron, de dar un curso de filosofía para jóvenes. Les dije que sí, que encantado. Terminamos de saborear los canapés y los panecillos, algunos licores dulces y el aromático café, después de los cuales hasta me atreví a encender un habano cubano que disfruté hasta el final, y debe haberme prestado un aire de cierta importancia.
Salí de aquella oficina liberado de muchas cosas, en busca de mi mujer.
En efecto, afuera estaba ella, esperándome. Me dijo que había devuelto el bebé a su abuelo, quien era justamente el borracho que andaba perdido otra vez por el auditorio. El hombre parecido a mí me andaba buscando y era en efecto mi alter ego, como había pensado, pero él nunca iba a encontrarme, en verdad. Eso ya lo sabía y tampoco me preocupaba.
Todo aquel esfuerzo de meses se había convertido en un proyecto de vida muy extraño e incomprensible. Ya no podía creer más en este tipo de ideas ni en invitaciones; mis cualidades como profesor no podían ser probadas ante grandes auditorios y talvez ni siquiera ante un grupo de estudiantes. De todas maneras, antes de irme de allí, les dicté al reducido grupo de profesores una charla mínima sobre cuestiones filosóficas acorde con el tiempo en que vivíamos, con un estilo propio que me salió del centro del espíritu y ni yo mismo sabía de dónde había surgido. Les dejé a todos anonadados y aquello fue como una compensación académica que mi propio espíritu había generado para estar en paz con los hombres, las mujeres, los niños, los animales y conmigo mismo, rociándolos a todos con buenas dosis de pensamiento libre, sin citar a un solo filósofo.
Después volví a casa con mi mujer, y muy pronto la dejé embarazada, nuestro hijo se llama Dante, en honor al Alighieri. Es un bonito chico, parecido a ella.
Me puse a trabajar de nuevo la carpintería para fabricar los muebles de un pequeño restaurante que establecimos para hacer comida italiana en esta pequeña ciudad. Duré año y medio perfeccionando el diseño de las diez mesas de madera con sus respectivas sillas, que hicimos entre mis hermanos y yo, en un pequeño taller de carpintería de la casa. La verdad, es una hermosa profesión, la mejor de todas, creo, después de cocinar salsas, ensaladas, carnes, pastas y postres, todo esto es grandioso, ver a la gente comiendo, riendo felices y disfrutando de la vida.
Leer libros y reflexionar en serio también, a veces, pero cuidando de que las ideas no vayan un día a devorarte.
Sobre el autor
Gracias por la magnífica edición.
Gracias a ti, Gabriel Jiménez Emán. Siempre hemos sido lectores de tu obra. Por cierto, pronto también publicaremos algo de Elisio Jiménez.