Agosto de 1967
Guardo con nostálgica simpatía el recuerdo de mis agostos infantiles margariteños, cuando a nuestra casa en La Asunción llegaba de visita el tío Jesús, un hermano de mi padre que trabajaba en la Creole. Su venida significaba realizar el sueño de ir a la playa todos los días, apretujados con los primos, en su Buick Oldsmobile automático y con vidrios eléctricos.
Atesoro en mi memoria los agostos de mis años universitarios, compartidos con amigos que todavía me acompañan. Por supuesto que también los de mis años adultos, en plan de padre de familia, fueron determinantes para las imágenes que archivo de mis muchachos cuando eran niños. En fin, agosto, el mes de las vacaciones, siempre ha sido un mes grato, pero, por muchas razones, nunca hubo uno mejor que el de 1967.
Ese agosto fue especial porque recibí el regalo de visitar Caracas, ofrecido si pasaba todas las materias de segundo año de bachillerato. Promesa que no fue fácil hacer cumplir a mis padres porque ese fue el año del terremoto y la gente, lejos de querer venir a Santiago de León, buscaba la manera de salir de ella. Pero esta ciudad, desde que tengo memoria, ejercía sobre mí una atracción inmensa; tal que a diferencia de otros niños no me refería al futuro con el típico “cuando yo sea grande” sino con una expresión que más que futuro signaba un destino: “cuando yo esté en Caracas”. Así serían las dimensiones de esa obsesión que mi madre, no obstante ejercer su cargo con particular celo, no encontró manera de oponerse al viaje.
Llegué a Caracas al amanecer de un sábado, debió ser a mediados de mes, en un carro por puesto; un Chevrolet Impala 1965 propiedad de un chofer amigo de la familia apodado “Tabacoverde”, quien tenía el encargo de dejarme en el apartamento 1-A del edificio Residencias del Oeste, calle Circunvalación, Catia. No era la primera vez que venía a Caracas –lo había hecho dos años antes en compañía de mi padre–; aun así, volver a ella me despertaba las mismas emociones.
Habíamos salido de Puerto la Cruz a eso de las once de la noche, después de la travesía en ferry, y pudo haber sido un viaje tranquilo de no haberse presentado un par de inconvenientes. Un margariteño, a quien “Tabacoverde” había recogido en Boca de Río, enjuto y callado, como los hombres que han faenado en el mar, cargaba un gallo de pelea en una bolsa de tela. La colgó del gancho para trajes sobre la ventanilla trasera opuesta al chofer, calculando la extensión del cordel de tal manera que el gallo reposara sobre su muslo derecho.
El gallo estuvo tranquilo durante un rato, cacareando por lo bajo, hasta que dejamos atrás Barcelona y tomamos la carretera. Entonces, cada vez que nos topábamos con un carro de frente, confundía sus luces con el amanecer y comenzaba a cantar. Sin embargo, por más que el chofer y los pasajeros se lo pidieron, el adusto gallero se negó a cubrirlo con una chaqueta, o a ponerlo en el piso del carro, porque “er gallo se me pue’ ahogá”, fueron sus únicas palabras.
El otro inconveniente vino a ser una señora que venía sentada también en el asiento trasero, en el lado opuesto al del gallero –yo iba en el medio, y una pareja joven ocupaba el asiento delantero–. Era una abuela margariteña que llevaba en los hombros el consabido “paño’e mota” de los viajeros de la isla en otros tiempos. Decía marearse en las curvas y, aunque la rotaron de puesto –ocupó el de la mujer joven que antes iba en el asiento delantero–, sus quejas no cesaron a lo largo del camino. Cada cierto tiempo, “Tabacoverde” debía bajar la velocidad de la marcha, mientras la señora hacía varias inhalaciones de un frasco de Alcoholado, y esperar a que dijera que estaba “mejorcita” para aumentarla de nuevo. En un par de oportunidades debió incluso parar por varios minutos, donde lo permitía la carretera, para que la señora se bajara del carro y asentara los pies sobre la tierra: única manera de que “se me pase el mareo, mijo”.
Los tormentosos cantos del gallo, los quebrantos de la señora y las protestas resignadas de los otros dos pasajeros le provocaron al chofer un mal humor tan espeso que en la cabina del Chevrolet, a pesar del aire fresco que entraba por las ventanillas laterales, no se podía respirar; fue como si “Tabacoverde”, haciéndole honor a su nombre, se hubiese puesto a echar humo.
Ya el sol se insinuaba tenue en el horizonte, cuando entramos a la autopista del Este. Recorrido un trecho, sin que nadie se lo hubiese preguntado, tal vez para vengarse de los pasajeros, “Tabacoverde” señaló un área indeterminada a su derecha y dijo: “Por allá fue que se cayeron los tres edificios hace dos semanas, eso todavía huele a muerto”. Palabras que no dejaron de impactarme, pero que pasadas unas horas ni siquiera recordaba. En Catia no había vestigios del terremoto, o yo no los recuerdo, o tal vez, entonces como ahora, allí no se siente mucho lo que ocurre en Altamira.
Estuve en Caracas durante unas tres semanas y mi aproximación a ella fue como la del adolescente que debuta con una meretriz veterana. Llegué a casa de una prima de mi abuela, Carmen Dolores, que trabajaba como enfermera en el Hospital Vargas. El domingo siguiente a mi llegada, en la tarde, fuimos y regresamos, siempre en autobús, a El Junquito. El frío que entonces hacía allá arriba era la gran atracción y para sobrevivirlo me consiguió prestada una chaqueta de su yerno que me quedaba inmensa. La verdad es que si algo no ha cambiado en Caracas es El Junquito. Ya entonces era caótico, con demasiada gente y demasiados carros, y con el mismo olor empalagoso de las fritangas de cochino estancado en su atmósfera. Caminamos un rato, compartimos una cachapa con queso, nos entretuvimos mirando a unos muchachos volando unos papagallos, sentí el frío nunca antes experimentado que habíamos subido a buscar –razón única por la que el viaje valió la pena– y nos regresamos.
Estábamos ya dentro del autobús –Carmen Dolores me había cedido el lado de la ventana– cuando una pareja veintiañera llegó hasta sus puertas, pero no subieron, se quedaron allí mientras hablaban. Era una conversación tirante; él parecía tratar de convencerla de algo –que subiera, tal vez– y ella negaba con la cabeza, mientras mantenía la mirada fija en el suelo. Él no paraba de hablar; argumentaba, pero no con ira sino más bien como si le estuviese pidiendo algo. Ella hablaba poco, muy poco, y seguía negando con la cabeza. El joven trató entonces de asirla por el antebrazo, un gesto desesperado, un último intento por ser escuchado, y ella se zafó con un tirón, no violento pero sí firme, volvió a negar con la cabeza, le dio la espalda y lo dejó parado al lado del autobús.
El joven tardó unos minutos en subirse, tantos que pensé que tampoco lo iba a hacer. Otros pasajeros, que habían entrado mientras él hablaba con la muchacha, ocupaban los asientos y debió quedarse de pie, justo al lado del banco donde estábamos sentados Carmen Dolores y yo. Entonces me di cuenta de que lloraba, que jipiaba como un niño, y las lágrimas le corrían por las mejillas sin que él hiciera algo por contenerlas o esconderlas de las miradas de los demás pasajeros. Se mantuvo llorando todo el trayecto desde El Junquito hasta Catia, y tal vez más allá porque nosotros nos bajamos y él se quedó en el autobús llorando.
Fue la primera vez que vi a un hombre llorar por una mujer y durante varios años no le encontré explicación –lo atribuía a alguna debilidad de carácter del galán de marras–, hasta que a mí me tocó hacer su papel, con la edad que él tendría aquella tarde en El Junquito, año más año menos. Me recuerdo también con el corazón roto, en un autobús que hacía la ruta Chaguaramos-Veredas de Coche, llorando por la novia que me había dejado, sin que me importara en absoluto que otros pasajeros miraran mis lágrimas. En esos instantes uno está a solas con su dolor, los demás no existen.
En aquel agosto, a pesar del poco tiempo transcurrido desde el terremoto, Caracas se me presentaba amable y gentil. Paseaba por sus calles y plazas, en compañía de un amigo margariteño, William Fernández, y no recuerdo haber sentido temor alguna vez. Ni siquiera cuando atravesamos el túnel peatonal, relativamente oscuro, que había entre Puente Hierro y El Cementerio –después de haber disfrutado la película Herbie (Cupido motorizado) en el teatro Actualidades, a donde iba la gente de San Agustín a ver cine.
En Caracas, en aquellas vacaciones, comí por primera vez una hamburguesa, una pizza napolitana, un dulce de hojaldre, descubrí los refrescos Green Spot y me fume el cigarrillo iniciático. También en esa estancia cayó en mis manos una revista gringa hasta entonces desconocida, Playboy, y por poco me muero de la impresión y sus solitarias secuelas. Caminaba por la ciudad y sentía la transparencia de su aire verdiazul y en él, oh maravilla, flotaban las notas de la música de Los Beatles (hablé de esto con Enrique Lazo y me dijo que probablemente eran las canciones de Sergeant Pepper, que había sido lanzado internacionalmente en mayo de ese año y que ya se escuchaba mucho aquí).
Pero nada de lo anterior iguala el hecho de que fue en Caracas, en ese agosto de 1967, que pude estar solo, alejado de la apretada convivencia familiar margariteña, que aunque cálida es invasiva (un profesor de Filosofía amigo solía decir que los margariteños emigraban más por el peso de la madre que por la falta de trabajo). Fue esa la primera vez que sentí y degusté la realidad maravillosa de ser un individuo de la especie humana, libre, y por esa misma razón, condenado a serlo –como enseñaba entonces Sartre a los jóvenes que al año siguiente, desde París, cambiarían el mundo–. Por supuesto que en aquellos años no entendía nada de filosofía existencialista, pero, y tengo de eso una memoria nítida, me sentía del carajo.
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Jóvito Villalba, el hombre que no quiso ser presidente*
Mucho antes de que la política fuese algo más que una palabra y tuviera algún sentido para mí, ya Jóvito Villalba era su representación. Como he escrito en otras notas, en nuestra casa Jóvito fue desde el comienzo de los tiempos una auténtica deidad que formaba con Dios y la Virgen del Valle una santísima trilogía, algo hereje y, tal vez por eso, muy margariteña. En la modesta sastrería de mi progenitor, su nombre era pronunciado con gran respeto y su imagen presidía las sesiones diarias de sus feligreses en aquella convulsionada década de los sesenta.
Al revisar su biografía, es obvio que Jóvito Villalba encaja en la categoría del personaje heroico de la tragedia griega: el semidiós capaz de realizar grandes proezas, de soportar indescriptibles sufrimientos, de ser perseverante en sus actos y tener fe en la verdad de su evangelio. Desde muy niño, cuando se me catequizó en su culto, supe de su resistencia a Juan Vicente Gómez y al autoritarismo militar, de su encarcelamiento, durante siete largos años en el castillo de Puerto Cabello, de los grilletes en sus tobillos y de las llagas que le produjeron, de sus exilios y persecuciones.
Como cualquier semidiós griego, Jóvito tenía un gran poder que ponía al servicio de su causa: el verbo. Era capaz de torcer el curso mismo de la historia en tan solo cinco minutos de discurso. Era tan magnífico en ese arte que nunca se preocupó por escribirlos, los decía y sus seguidores, cual apósteles, se encargaban de propagarlos a los cuatro vientos. De esa manera su evangelio llegó a todos los rincones del país y alcanzó a una legión de seguidores, los urredistas, cuya militancia era tan bizarra como pudo ser la de los primeros cristianos.
La voz de Jóvito, a pesar de la distancia y el aislamiento de Margarita en aquellos años, me resultaba tan familiar como su imagen. Mi padre, que era además músico y tenía cierta capacidad histriónica, era capaz de repetir de memoria, imitando el timbre de voz metálico y ligeramente nasal del líder, segmentos enteros de sus discursos más famosos. Actuaciones que aumentaban su frecuencia en la medida en que las cervecitas y palitos de ron Florida, con los que se honraba al dios Villalba en aquel modesto templo de La Asunción, liberaban el espíritu y facilitaban la tarea. En sesiones más sacramentales, en tiempos de campaña electoral, tenía una colección de sus discursos en discos de 78 rpm que eran escuchados por los compañeros de partido como quien escucha música clásica: en silencio, con mucha atención y con aplausos al final.
A Jóvito no solo se le podía caracterizar como un semidiós que había sido gestado por el Espíritu Santo en una virgen margariteña. Su condición iba más allá de ser el héroe mitológico realizador de grandes hazañas que estaba condenado por un destino perverso. Jóvito fue también, envuelto en el mayor romanticismo al que un dirigente político pueda aspirar, una emanación de la novelística latinoamericana, incluyendo sus formatos cinematográficos, radiales y televisivos. Era un compendio que contenía toda la nobleza, bondad y solidaridad que pueda tener “el muchacho” del cuento. En lo personal siempre lo vinculé a Aureliano Buendía. ¿En qué otro personaje político podía pensar ante una de las más recordadas líneas de García Márquez? Aquella de: “El coronel Aureliano Buendía promovió treinta y dos levantamientos armados y los perdió todos”. Los “levantamientos” de Jóvito fueron democráticos y pacíficos, pero igual los perdió todos.
Como a cualquier héroe mítico de estas tierras, a Jóvito también lo castigó una infamia. Ganó las elecciones de 1952 a la dictadura de Pérez Jiménez (realizadas para elegir una Asamblea Constituyente que elegiría al Presidente de la República), quien desconoció el resultado, apresó al líder urredista y lo envió al exilio. Un cuadro muy parecido al de la Venezuela actual: el demócrata que se enfrenta con muy pocos recursos a un aparataje dictatorial extraordinariamente poderoso y resulta atropellado. Y entonces vino la mentira que, a fuerza de repetirse, si bien no llegó a convertirse en verdad, logró hacerle mucho daño: Jóvito “vendió” las elecciones. El escarnio de los héroes fallidos no es novedad en esta Venezuela que de siempre se ha pasado de caribe (por lo caníbal).
Pero si el dios urredista era heroico, sus seguidores no lo eran menos. Como los muchos hijos del coronel Aureliano Buendía cargaban una cruz de cenizas marcada en la frente que los identificaba y si alguna enseña pudiera haberlos distinguido habría sido, en latín, claro está: fidelis per saecula. Al llamado del Maestro, marcharon detrás de Wolfgang Larrazabal en 1958, detrás suyo en 1963, detrás de Miguel Angel Burelli en 1968, detrás de Jóvito otra vez en 1973 (como candidato residual después del fracaso de un intento de pacto con el MEP y el PCV), detrás de Luis Herrera en 1978 y detrás de Lusinchi en 1983. Al final, creo, la disminución de su caudal electoral tuvo más que ver con la muerte natural de sus seguidores que con la deserción.
Visto retrospectivamente, siempre hubo una razón política, buena, dicho sea de paso, para cada una de esas decisiones. El consenso, el pacto político que incluyera a más sectores del país fue una de ellas. Cuando apoyó a Lusinchi contra Caldera, por ejemplo, lo hizo convencido de las perversiones de la reelección presidencial (y miren si tenía razón). Creo, sin embargo, que detrás de toda esa racionalidad política había un factor personal: Jóvito en realidad nunca quiso ser presidente. Le faltaba la megalomanía y la vanidad adicionales para serlo.
Esa capacidad de Jóvito para buscar y materializar el consenso, fue su gran aporte a la política y la democracia venezolana. Vista su actuación a partir de 1958 (y la de Betancourt y Caldera), es claro que fue él, y no alguno de los dos expresidentes, el gran artífice del Pacto de Punto Fijo. Acuerdo político que le dio estabilidad al nuevo sistema político y que fue imprescindible para crear el período más fecundo de nuestra historia republicana. No es la idea hacer de esta nota un debate sobre Punto Fijo, baste por ahora decir que las decisiones políticas deben ser vistas en el contexto de su momento histórico y que hay que ubicarse en aquella Venezuela que no sabía aún cómo ser democrática.
Este 23 de marzo es el cumpleaños de Jóvito Villalba –nació en 1908, en Pampatar– y este escrito es para celebrar su efemérides, un regalo de corazón para “el tribuno de América”, como gustaban llamarlo sus seguidores. Jóvito fue uno de los padres fundadores de la Venezuela del siglo XX, un país nuevo que se negaba a seguir hundido en el pantano de la dictadura y el militarismo. Fue por eso uno de los padres de nuestra democracia, gestor de esos cuarenta años cuya estabilidad y paz se añoran. Coautor de un sistema que fomentó el surgimiento y consolidación de un concepto –la tolerancia política– que antes de su tiempo no existía y que ahora tanto se echa de menos.