Mariño-Palacio, el que debía morir
Posiblemente solo, posiblemente entre las cuatro paredes de una clínica, posiblemente desprovisto de lucidez durante mucho tiempo, Andrés Mariño-Palacio, agarrado a aquel guión que tanto amaba Pedro Emilio Coll, ha muerto. Mariño-Palacio fue el mayor talento del grupo Contrapunto y uno de esos prematuros que abren camino cuando los rezagados no lo encuentran ni con estrellas polares, brújulas o guías críticas. Mariño-Palacio apareció de pronto, con menos de veinte años encima, en la cuentística. El ojo atento de Picón Salas inmediatamente supo medirlo. No así los agónicos del criollismo y los pulidores de versos que, más celosos que recelosos, trataban de clasicizar sonetos bien medidos.
El límite del hastío define una concepción de la existencia. Heredero del spleen de José Asunción Silva, el hastío de Mariño-Palacio es casi ya una náusea sartriana. Un año más tarde, cumplida la veintena, aquel joven irrumpía con la triste alegría, con la trabajada sanidad de Los alegres desahuciados. Más que una manera de escribir, una manera de ver diferente traía Mariño-Palacio. No la repetición del clamor campesino. No el cansón tema de caudillos y revueltas, balumbas y sargentos Felipes. No los recuerdos de cárceles; la visión de la juventud urbana, demasiado oscura en sus elecciones, agobiada y audaz al mismo tiempo. Mariño-Palacio es el primero en presentarnos unos alienados en tenaz pero inútil función de establecer relaciones puras, lazos directos. Influencias todavía no digeridas —Lawrence, Woolf, Huxley—, estilo sin propiedad aún, en Los alegres desahuciados tropezamos con una juventud que hace frases wildeanas sobre una terrible realidad. Fue Mariño-Palacio quien la vio así, terrible, veinte años antes de que nosotros comenzáramos a transitar por el campo abierto y a hacer el papel de peregrinos de una falsa búsqueda.
Los alegres desahuciados tiene antecedentes en cuanto al tema, pero no en cuanto al descuartizamiento del tema. O’Brien, en una novela publicada en un diario del siglo pasado, Los abismos de Caracas, intentó meterse en el mundo de la juventud desde un punto de vista “político-social y realista”. Díaz Rodríguez, después de Gil Fortoul, se dejó arrastrar por el deseo de esbozar los ideales de los “naevos”, esos círculos juveniles que discuten sobre arte, política, Venezuela, destino. Pero solamente en Los alegres desahuciados se nota el sello de nuestra época, la que habría de moverse entre existencialismos y hastíos, entre freudismos y tiempos de desprecio.
Parecido choque de voluntades jóvenes, Batalla hacia la aurora, publicada tardíamente. Mitificación de lo nuevo, rarificación intelectualista, escudriñamiento de lo existencial por vías demasiado literarias, preconcebidas. Mundo evasivo de todo lo que pudiera conectarlo con lo criollo, con el pasadismo atontado. Los héroes se llaman David Holanda, Esbelta Fortique, Oscar Poeta, Australia Jiménez. El nombre o apellido de cada uno resulta una referencia simbólica: la entrega absorbente en Esbelta, el insularismo sexual de Australia, la oscura brillantez de Estrella, el triunfo delirante en David, lo exaltado y lo irrealizado en Oscar Poeta.
En esta batalla que difícilmente conduce a la aurora, los puntos obsesionantes son el tiempo, la muerte, la soledad, el amor, la estética, echados a volar en un cielo donde casi no esplende la problemática nacional. Es que Mariño-Palacio había saltado la valla y se empeñaba en mostrar a sus compañeros de generación las praderas de lo nuevo.
Lo que realizó en la narrativa, lo repitió con excelencia en la crítica. Recuerdo una sección suya en El Heraldo —creo se llamaba “Caleidoscopio sumergido”— y otra en El País y todo lo que escribía en El Nacional. Crítica sin concesiones, se proponía desbrozar, abrir picas. En una de ellas elogiaba la novela de García Maldonado, desde luego que no por el tema, sino por la forma. Y cuando todos lo creíamos perdido para siempre en las mansiones azules de un sanatorio, reapareció junto con la bomba atómica soviética y mostró sorprendentes testimonios en la página literaria de El Nacional. Fue en 1949, por julio o por agosto.
En 1958, algunos de sus amigos tuvieron la feliz idea de proponerlo para Premio Municipal. Lo ganó, pero ya no había esperanza. “¡Ah, la esperanza! ¿Quién anulará ese mito que nos embriaga con tanta seducción?”
Nadie, nadie. No hay esperanza en los elegidos. El pintor Bolet y el otro, Urosa, murieron en plena juventud. Y el poeta Luis Castro. Y el ensayista López Méndez…
Para ellos, ni paz ni esperanza.
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Dos cuartillas para Leo
En un barrio de cuyo nombre alguien se acordó para decir que provenía de dama beata y ejemplar que no entendía de pintura, nació en 1888 Leoncio Martínez, un 22 de diciembre, en casa que hoy estaría en línea recta hacia el Teleférico. Un hermano de Leoncio había nacido antes, Rafael, Raf en el oficio caricaturesco, periodista también y no bien visto por el castrismo, pues tras molestar aristofanescamente en La Linterna Mágica, periodiquito que estimuló “La Sacrada”, hubo de dar con sus huesos en el Castillo zuliano y de allí en libertad bien aprovechada a Panamá, faja de tierra por donde habrían de pasar todavía millares de venezolanos en destierro.
Pasión literaria, Leoncio se reduciría a Leo y sería acción periodística. Vivió entonces el casi inevitable drama de los venezolanos que, deseando ser literatos puros, caen, por necesidad económica o por facilismo pensante, en el ejercicio atroz y a trozos de la dictadura de la imprenta. Siempre recordó Leo, a veces con amargura, este destierro que habría sido trágico con su carga de cárceles y privaciones si no hubiere endulzado la vida con la bohemia entre salvadora y asesina. En uno de sus cuentos “El Atronado”, dibuja con aquel su lápiz tercamente masoquista la figura de Roberto Vidoza, un come-muerto (“comerse un muerto” era, en aquellos tiempos, conseguir el dinero de una tarjeta mortuoria llevada al periódico a altas horas de la noche y bebérselo), que en una de sus parrandas hubo de agenciarse el pago correspondiente al aviso de entierro de su propia madre. Juerga triste, lucidez que se va haciendo gris con el tiempo y el alcohol, encadenamiento a una miseria de clase media, el periodismo de reportero, caricaturista, corrector de pruebas, linotipista, no dejó de dolerle a Leo, preso en esa malla, cerrados los ojos en la búsqueda de otro camino. Ni en la aparente alegría de “Monserga al corrector de pruebas”, poema satírico por conveniencia, deja de colarse esa permanente lágrima. Leo, excusando al corrector, afirmaba que ¡“un periódico sin erratas / no es periódico, ni chicha / ni limonada: es fenómeno / que no se ve en esta vida”! ¡No iba a saberlo Leo!
La pintura que no entendía la Maripere, no la caricatura que llegó hasta el alma de todos, fue otra espina en Leo. Si se excluye el Pocaterra de “Panchito Mandefuá” casi no podría encontrarse una vivencia infantil tan dura como la de Leo en “La cajita de pinturas”, historia de un niño que no esconde su alcurnia autobiográfica y cuya esencia es la derrota prematura. Esa cajita lo es simbólica: la frustrada esperanza de Leo, el no haber podido ser realmente un pintor.
Periodismo y pintura pero falta cárcel. Una, otra, otra más. Tres testimonios poéticos de primer orden dejó Leo en este sentido, el mayor de todos “Balada del preso insomne”. Terrible canto que Picón Salas comparó alguna vez con otro de Villon, aunque un tanto al vuelo asociativo porque Leo nunca fue “sarcástico y cínico” y si vivió en calabozos y a uno de ellos llegó “con barbas”, en el 19, no fue para preparar puñales, venenos o alevosías. Por hablar claro, no por truhanerías medievales, pisó tierras de muerte.
Mucha miseria debe haber bajo este cielo venezolano para que, desaparecido Gómez, algún periodista camaleónico, multicolor e imbécil dijera que las siglas de LEO significaban Lápiz Eminentemente Oportunista. Maltrata el espíritu una ofensa así. No lo fue Leo cuando en El Constitucional, diario castrista, combatió la política de bloqueos y anexiones a pesar de no contar entonces más que veinte años. Tampoco puede calificarse como oportunista su posición bajo el primer año gomecista, cuando fundó El Independiente y el semanario Frú-Frú, porque en ese 1909 Leo estuvo entre los pocos periodistas, junto con Arévalo González, Flores Cabrera y Rafael Martínez, que fueron a prisión por protestar ante el Caso Abreu, defender a Jacinto Figarella y otros estudiantes, pedir libertades. No fue oportunista siquiera entre el 12 y el 15, cuando a raíz de su autoexilio en Puerto Rico, se mete de lleno en la crónica humorística sin alusiones peligrosas, va a los altos del Teatro Calcaño, colabora en El Universal, traduce el drama de Berstein El Secreto, promueve la fundación del Círculo de Bellas Artes o publica poemas al estilo de “La niña de los canarios”. Y el nacimiento de Pitorreos con Job Pim, Calcaño Herrera y Pocaterra no constituyó un acto desdoroso, antes bien laudable, y no pueden cobrarse en Leo sombras de duda que le pertenecen a la prisión de otro.
De Leo son “Claveles de calipán” y “Dama antañona”. De Leo también el arreglo de la letra popular del corrío llanero que Pedro Elías Gutiérrez recopiló en Aires Nacionales, con dedicatoria a Gómez, ese folletón lírico-musical criollo en donde figuran asimismo “El Mango”, de Michelena Fortoul, y “Alma Llanera”, del loco, semi-bárbaro, falsificador y valleinclanesco Rafael Bolívar Coronado.
Todo se me ha quedado en tinta inédita al intentar tomar por asalto de la evocación de Leo. Otro día será, que no este 22 de diciembre.
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Luis Enrique Mármol
El 17 de septiembre de 1926 murió Luis Enrique Mármol y nació la vanguardia. Mármol venía de la generación del 18 y era entrañable amigo de Andrés Eloy. Su poesía, aunque ciertamente aún no se liberaba de valores de época como la tristeza y el pesimismo, estaba ya contaminada del nuevo sentimiento, de un cambio hacia lo profundo y removido. Por tanto, en este sentido, no era vanguardista.
Pero es que Mármol sorprende a los dieciséis años. Es que simula ser nuestro Rimbaud desde los días en que descubre la poesía en los bancos universitarios. Son él, Ramos Sucre y nadie más las excepciones. Los años: 1912, 1913.
Arreaza Calatrava lo señala: he aquí el hombre. Es 18 de mayo de 1915. Mármol bosteza sobre el Código que se sabe de memoria. De su poesía dice entonces Arreaza: la “declaro rica en virtud generadora”. Con 18 años apenas sonetiza y acuareliza (“el sol tiene anemia”), madrigaliza, pero no a lo Mata (“La bruja yergue su lengua de llamas”), le canta a “Nuestro señor el Tedio”, aunque ya le está diciendo adiós al cliché modernista: “Yo no sé la razón, más es un mal tan duro, el sentirse a sí mismo como un viejo esqueleto”.
En el año 19 escribe Iluso ayer. Tiene la edad en que otros ven hacia adelante; él, Mármol el prematuro, anticipado, largo, ve hacia atrás. Es el mismo año en que escribe: “Toda mi vida es sólo una costumbre; sobre / su deslizarse, nada ¡ni la emoción más pobre!”.
Subsiste la rima; la capa de la imitación que vestía otros árboles, no. Caen envolturas para que la poesía quede desnuda. La existencia, el hábito, los vacíos, todo gira hacia el nuevo mundo de la creación. No es vanguardia sin embargo, como no lo es la prosa mágica de Ramos Sucre, su compañero.
Circula Áspero. El que así habla tiene un nombre: es Antonio Arráiz. Frente al idioma de planeta de Ramos Sucre, puntuado cablegráficamente, con fobia al pronombre y al “que”, aprendido en seis diccionarios, una lengua áspera, brutal, seca. Están uniéndose las dos aguas que inundan la tierra vanguardista.
¿Y qué hace Mármol? Ah, los pastiches. El pastiche es poesía o es prosa y, más allá de sus límites, el juego, la rabiosa renovación. Ya está aquí el que a nada se niega, el que abre todas las puertas. A su casa podrán entrar los románticos chochos, los modernistas y los autores de estampas criollas. Pero también los nuevos, también lo que deslumbra a unos y a otros repugna. Palabras locas que se pegan a cables surrealistas o que lanzan destellos de ultraísmo. Vocablos equilibristas de la vanguardia. Piruetas a lo Lindbergh. Hazañas que dejan florecer espinitos y bucares, morir marquesas y cisnes, para irse hacia los cielos, las máquinas, el fútbol y las torres de petróleo.
El pastiche trama un complot en papel carbón contra sus mejores amigos: es la develación del estilo ajeno, y propio, a través de una asombrosa duplicación. Es cruel con el que todavía se adueña de las páginas en una delincuente operación de monopolio; consiente a los más avanzados. A la sociología de Laureano la agota en determinismos, en frases que sufren la mortificación de la evidencia y de lo positivo. Nimiedades de club rondan las imitaciones de Andrés J. Vigas, y el amaneramiento del Arquitecto-Poeta, comentarista del tennis y de jardines imaginados para su casa de gracias y coqueterías, pasa por el aire como un guante de crónica social. Al de Áspero lo verticaliza, mímesis y ruido extraños, caligrama. Mata se mata en sonetos donde el céfiro, el idilio y el piano levantan el triángulo ideal de un Eros de álbum; Sergio Medina está vivo y cantando en un patio aragüeño; Udón Pérez da saltos rítmicos entre bohíos y flechas indígenas. Queremel ya está al desnudo en su belleza ultraísta, regalando cigarros bajo las estrellas, en un modo, en una manera que Semprum, con su carcaj de Sagitario, jamás toleraría. El bueno de Urbaneja Achelpohl pasea sus zagalejas por la campiña, las guarda en ranchos junto al taral en flor. Lino Sutil sutiliza lo pueril. Ramos Sucre, a cuerpo entero, con su zarza de Horeb.
Y al autopastiche, la fotografía de su propio espíritu: “Padezco una salud sin remedio; mi alegría inútil es una lágrima en la boca de mis ojos muertos y camino con los pies para arriba para sentir más lejos el corazón”.
No son los pastiches como el breve decir de Arvelo Larriva: éste, hai-kai particular y gráfico; aquéllos, autopsia de los estilos. No son los muñecos de Leo, porque pastiche no es caricatura. Es transparencia. Sátira, a veces; verdad siempre.
En el entierro de Mármol dio su primer grito la vanguardia organizada, grupista, clamorosa. Era 1926. Un año después se podía escribir válvula con minúscula y sin comillas. Dos años después el alzamiento era general.
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Zárraga, el enterrado
La suerte que no tuvo Zárraga dentro de El Nacional le vino fuera de él. Zárraga, durante largo tiempo, fue trabajador de este diario; pero sólo cuando retornó a lo forastero y se trocó en un outlander, y se metió en las tierras de Yaracuy, y persistió en el oficio de escribir, logró la recompensa. Esto sucedió en 1959 con el cuento “Nubarrón”, en unos días en que el estilo faulkneriano, que había echado raíces a partir de El hombre y su verde caballo, sufrió una embestida en los concursos de El Nacional. Porque un año antes Izaguirre había impuesto un concretismo urbano, con paréntesis que no disimulaban la fluencia interior del pensamiento, pero que mantenían en flotante claridad el tema del cuento. Un tema político, de hombre tirado en los sótanos de la Seguridad Nacional.
Antes de que pueda escapárseme la mención al hombre, va alguna. Zárraga no es un desterrado, es un enterrado. El escritor, sí no vive en la capital, se siente como exilado de su patria intelectual: no come, no estudia, no escribe, se ahoga. Venezuela, en las últimas décadas, había dejado al escritor a la deriva, transformándolo en algo que, para salvarse, debía arribar a Caracas. Ciudades como Barquisimeto, Valencia, Maracaibo, un poco San Cristóbal y Cumaná, en otros tiempos disponían de su pequeña corte intelectual y no cedían del todo frente a la metrópoli. Pero, a partir del 36, Caracas lo succionó todo y hacia acá cayeron los náufragos.
De modo que el escritor que vive, actúa y lucha en el interior es hoy un milagro como este Zárraga y como Hermann Garmendia. Y eso que con la implantación de las ciudades universitarias y sus nidos castálidos el panorama ha cambiado en la década final. Hacia Mérida, Valencia, Maracaibo, en menor grado hacia Oriente, han emigrado muchos escritores y artistas; pero siempre serán escritores y artistas de paso, en labor peregrina, rápida, casi alimenticia, no en la dura y solitaria delicia de enterrarse. Zárraga sí es un enterrado en Yaracuy.
Allí lo conocí en 1963, por los días de mayo. Editaba un pequeño periódico; desde luego, lo menos periódico en sus salidas, de esos que pestañean en la adormilada vida provinciana. No recuerdo con precisión si los versos allí incluidos, versos de sátira menuda y pueblerina, eran suyos; recuerdo, sí, su inequívoco perfil de hombre ganado para siempre por la tierra.
Esta tierra está presente en una serie de estampas y relatos que, con el nombre de La risa quedó atrás, publicó en San Felipe en 1959. Sea la verdad dicha esas imágenes campesinas, rústicas, costumbristas, fueron escritas entre 1952 y 1957 e insertas en El Cocoroteño y en el propio El Nacional. Imperfectas, más espontáneas que trabajadas, esas tentativas le sirvieron a Zárraga para el logro expresivo de “Nubarrón”, cuento sintético, cerrado, muy parecido en estilo a los de Díaz Solís, miembro por cierto del jurado de 1959. En “Nubarrón”, un perro cuenta su tragedia íntima, tal como Díaz Solís en sus narraciones ofídicas nos exhibe las sensaciones y pensamientos de los ofidios. Y esto del perro en nuestra cuentística ya tenía cercanos precedentes en los concursos de El Nacional, primero con la escena de una persecución en un relato de Carpentier y luego con un rastreo que se detiene a orillas del Caroní, en esbozo narrativo de Cuesta y Cuesta que merecía el premio que más tarde le dieron por otro cuento. Y si para perros y literatura alguien quisiera más tiempo, consulte a Quinito, sucesivamente experimentado, escarmentado y triunfal en este aspecto.
Decía que las estampas y relatos de La risa quedó atrás, tal vez por las imperfecciones, fueron un terreno abonado para “Nubarrón” y no me atrevería a afirmarlo por no conocerlo, pero baste la suposición para “La brasa duerme bajo la ceniza”. La materia bruta estaba en aquellas estampas, en aquellos relatos, mas el oficio apareció en “Nubarrón”. Una trama única, circular; un relato simple, ajeno a simbologías; un estilo fresco; una atmósfera limpia.
Tengo la impresión de que el nuevo cuento de Zárraga seguirá por este camino. Este camino, sí, se creía perdido en medio de los complejos freudianos, el enrevesamiento universalista, el disparo hacia lo poético; y he aquí que retorna con el espíritu de la tierra y el fulgor de los enterrados.