literatura venezolana

de hoy y de siempre

Crónicas de Milagros Socorro

Quinta Anauco, sede del Museo de Arte Colonial de Caracas

El 4 de enero de 1827, Simón Bolívar entró en Caracas, acompañado de José Antonio Páez. Había llegado a Venezuela unos días antes, proveniente de Perú, entre otras cosas, para recibir la rendición del llanero, declarado en rebelión frente ala Gran Colombia, y concederle el título de jefe supremo de Venezuela. Sin embargo, El Libertador venía a gobernar personalmente el país, sumido en ese momento en una seria crisis.

Cuatro días después, el general Francisco Rodríguez del Toro, marqués del Toro, ofreció una cena bailable en honor a Bolívar en su casa de campo, que ya se conocía con el nombre de Quinta Anauco; y estaba exactamente donde se encuentra hoy en día, en la urbanización San Bernardino de Caracas.

El diplomático Ker Porter, cónsul y encargado de negocios de Gran Bretaña en La Guaira y Caracas, acudió esa noche ala Quinta Anauco y tomó nota de lo que vio allí. “Al llegar”, escribió Ker Porter, “encontramos la casa llena de damas, oficiales y civiles. La guardia cívica mantenía fuera a la gente, que, por otra parte, colgaba de las ventanas. El baile estaba en pleno apogeo, y el humo de los cigarrillos era tal que la sala apenas era habitable para aquellos cuyas narices y ojos estaban habituados a tan abominable costumbre. Yo, por supuesto, después de ver al Marqués, pedí que se me condujera ante S.E. el Presidente y con mucha dificultad logré pasar a un cuarto más pequeño –el dormitorio del anfitrión- donde no había nadie más que el objeto de mi deseo, balanceándose en una hamaca.”

Esa noche de 1827 la Quinta Anauco se encontraba en una etapa de esplendor. El marqués del Toro se había esmerado en su cuidado, hasta el punto de que es posible que nunca como entonces la casona, enclavada en medio de un hermoso jardín, haya tenido tanto brillo y vitalidad.

Donada con una condición

En la última década del XVIII los dueños de terrenos vecinos del río Anauco y la quebrada de Gamboa, que era lo que hoy ocupa San Bernardino, construyeron allí “elegantes residencias campestres destinadas al recreo, al descanso, para la convalecencia, para huir de los grandes calores y, sobre todo, como refugio para evitar los contagios durantes las epidemias”. Esto lo afirma el experto en historia colonial de Venezuela, Carlos F. Duarte, quien añade que sería el capitán don Juan Javier Mijares de Solórzano y Pacheco, nieto del Conde de San Javier y biznieto del primer marqués de Mijares, quien hizo construir una lujosa casa en las riberas del Anauco, cuyas obras estuvieron terminadas en 1797. Al principio, la residencia se conoció con el nombre de la casa de Solórzano, y no fue sino hasta 1827, cuando cambió de dueño, que se la empezó a llamar como lo hacemos hoy: Quinta Anauco.

En 1825, el marqués del Toro alquila la casa y se instala en ella. En enero de 1826, el lugar pasa a ser propiedad del doctor Samuel Daular Forsyth, quien las obtuvo en pago de haberes y vales militares dela Comisión Principalde Repartimiento de Bienes Nacionales, establecida en Bogotá. Forsyth era norteamericano, agente vendedor de armamentos del ejército patriota, y tenía una compañía inmobiliaria llamada Lemmon, Forsyth y Beste. El marqués del Toro, quien era su amigo, se convirtió en inquilino de Forsyth hasta que le compró la casa, a finales de 1827. Hay constancia histórica de que el 20 de mayo de 1826, las puertas de Quinta Anauco se abrieron para recibir al general José Antonio Páez, huésped de lujo para el condumio del mediodía.

Al morir el marqués del Toro, en 1851, legó en su testamento muy claras disposiciones con respecto a la residencia. “Dejaba establecido el otorgante”, dice la historiadora Inés Quintero en su libro El último marqués (Fundación Bigott, 2005), “que se donase a sus legítimos hermanos, doña Gertrudis Toro de León y Diego Toro, la habitación baja de la quinta de Anauco y la mitad de su jardín; y a los hijos de sus hermanas Teresa y Ana Teresa, mujeres que fueron de los señores Martín Herrera y Vicente Ibarra, la habitación del alto y la mitad del jardín”.

-De acuerdo con la enumeración de sus bienes y servidumbre –sigue Quintero- y de las disposiciones y erogaciones de su testamento, no queda la menor duda de que Francisco Rodríguez del Toro gozaba de una posición bastante acomodada. Podría afirmarse que, para el estándar de vida de un venezolano de su tiempo, el marqués del Toro era un hombre rico: vivía en la Quinta de Anauco, una casa de varias habitaciones, mobiliario de primera calidad, patios, jardines ornamentales, un amplio terreno y rodeado de sirvientes, aproximadamente quince personas entre los criados y los hijos de éstos, quienes estaban al servicio de su persona y atendían el aseo y manutención de la casa y los jardines.

El 7 de mayo de 1851, luego de recibir los santos óleos, el marqués falleció en su cama, en Quinta Anauco. Le faltaba poco para cumplir 90 años. En 1860, la casa fue vendida a Don Domingo Eraso, cuya familia conservó la propiedad por casi un siglo, hasta que en el 25 de junio de 1958, los nietos de Don Domingo, doña Cecilia Eraso de Ceballos, doña Mercedes Eraso de Rodríguez Landaeta y don Henrique Eraso, decidieron donarla ala Nacióncon la cláusula documental de que «siempre sirva como sede del Museo de Arte Colonial y bajo la custodia dela Asociación Venezolana Amigos del Arte Colonial».

El 12 de octubre de 1961, la casa abrió al público, ya convertida en Museo de Arte Colonial de Caracas.

El pasado en un jardín

El Museo de Arte Colonial de Caracas fue fundado en 1942, por Alfredo Machado Hernández. De hecho,la Quinta Anaucoes su segunda sede, puesto que en sus inicios funcionó en un caserón ubicado en la esquina de Yaguno, contigua al Colegio Cháves. Según afirma Carlos F. Duarte, director del Museo, esa era la esquina más bonita de Caracas y las dos grandes casas eran emblema de la arquitectura venezolana. Ambas fueron arrasadas en 1953, por la demolición decretada para hacer la avenida Urdaneta. La colección del Museo de Arte Colonial reposaría en un galpón hasta que el Ministerio de Obras Públicas terminó los trabajos de restauración dela Quinta y el Museo pudo reanudar sus actividades.

La colección del Museo se compone de pinturas, esculturas y tallas, muebles, textiles, hierro, bronce y platería, así como objetos de la vida cotidiana dela Colonia. Notodas las obras de arte y objetos valiosos que allí se exponen pertenecían a la casa. Más bien, son una minoría las piezas que originalmente se encontraban en ese recinto.

Tras recorrer el camino empedrado que conduce a la casa y disfrutar del encantador jardín que la circunda, el visitante encontrará una importante muestra de arte colonial, pinturas de grandes artistas, figuras religiosas (algunas verdaderamente conmovedoras), muebles dela Escuela de Marquetería de Caracas, lámparas, oratorios, escaparates, mesas y escritorios, camas, platería, porcelana; además de la reconstrucción de habitaciones de la época, como los dormitorios, el baño y la cocina.

Especialmente interesante resulta el Baño dela Marquesa, que carece de lavamanos y de otros servicios sanitarios imprescindibles en la rutina contemporánea. Lo que puede verse aquí es un par de «banquetas de descanso», una caja de madera con tapa y asiento acolchado, que tiene en el centro un hueco en cuyo interior solía haber un bacín que era desocupado por los esclavos después de que los señores lo usaban, por lo general en sus habitaciones. La gran atracción de esta sala es la bañera de piedra, labrada en el piso y dispuesta de manera que la atravesaran las aguas de la quebrada Gamboa o el río Anauco. Desde luego, para tomar su baño semanal de inmersión, las damas mandaban a calentar en un tobo las heladas aguas que bajaban de la montaña. En una vitrina se guarda un vestido de la segunda mitad del siglo XVIII, que perteneció ala Condesa de San Javier, así como dos trajes que pertenecieron a Teresa Arguindequi, esposa del general José Antonio Anzoátegui, a comienzos del siglo XIX. Y unos zapatos de señora del siglo XVIII.

¿Ha visto usted al general Bolívar?

En su biografía de Simón Bolívar, el inglés John Lynch dice que en esa estadía del Libertador en Caracas, que se extendería desde enero hasta comienzos de julio de 1827, estaría “intentando contener las oleadas de pobreza y desesperación que amenazaban con desintegrar el país. Venezuela estaba en la bancarrota, al ejército no se le pagaba, los soldados estaban alborotados y los funcionarios morían de inanición.”

Quizá por eso, porque tenía ante sí un lúgubre panorama, aquella noche de la cena ofrecida por el marqués del Toro, a pocos días de pisar suelo venezolano, el general Bolívar tuvo dificultades para incorporarse al sarao. Prueba de ello es que Ker Porter hubo de repartir empujones para cruzar el atestado lugar hasta encontrarlo en el dormitorio del noble, donde ya colgaba la inevitable hamaca de Bolívar.

Para llegar hasta donde se encontraba el presidente dela Gran Colombia, Ker Porter debió entrar ala Quinta Anauco por el Corredor /Patio Interior, “donde los sirvientes en librea atendían al visitante, tomando sus sombreros, capas y bastones; o le abrían la puerta de la silla de mano ayudándolo a bajar de ella. Las sillas de mano estaban forradas por fuera con vaqueta de Moscovia teñida de negro, claveteada con tachuelas doradas. Otras estaban forradas con un lienzo fino encolado, pintado al óleo y barnizado, a veces con dorados y pinturas decorativas o con el escudo nobiliario de la familia. La parte interior estaba lujosamente forrada de damasco, raso o terciopelo, con cortinas y el asiento también forrado con géneros semejantes”.

“En todas las casas de campo o haciendas había una campana, como la que cuelga de la viga, que servía para llamar a la servidumbre o a la esclavitud a la hora de los rezos diarios del rosario o para avisar las horas de las comidas”.

Habrá pasado de allí al Gran Salón Principal, que en la actualidad atesora, entre otras cosas, tres butacas, “diseño original de los ebanistas criollos que se caracterizan por su respaldo y asiento inclinados, inspirados en asientos indígenas. Es de notar el interior de las ventanas con dos asientos formados por el espesor de las paredes, llamados poyos«.

Es probable que haya avanzado por el Corredor Exterior, que cubre la entrada principal de la casa y permite la entrada independiente ala Sala, Escritorio y Oratorio, está el llamado corredor exterior. Se usaba sólo en ocasiones de grandes fiestas o recibimientos y para el uso de quienes asistían al Escritorio o de quienes oían misa en el Oratorio. Y, de seguro, fue retenido más tiempo del que deseaba enla Sala Principal, “la habitación más grande y lujosa de la casa. Durante el siglo XVIII fue el lugar de recibo protocolar, de gran formalidad. Las molduras del techo se pintaban y doraban de acuerdo al color de las cenefas de las cortinas y del color de los florones de donde colgaban las arañas”.

-Las paredes pintadas de blanco –sigue el material informativo de la página web del Museo- estaban cubiertas parcialmente con un zócalo de tela de damasco, papel o cuero repujado. A fines del siglo XVIII se pintarían estarcidos de colores, llamados cintas a imitación del papel francés. De los muros colgaban innumerables retratos de familia, láminas, espejos y cuadros religiosos; todo colocado de manera simétrica. Todos los asientos se adosaban a las paredes, para dejar el paso libre a las señoras con sus amplios vestidos. Al momento de sentarse los sirvientes acercarían las sillas al lugar escogido para la conversación.

Después de tragar un montón de humo, Porter habrá logrado deslizarse hasta la Alcobaque, “como en todas las casas del Período Hispánico, se encontraba al lado de la sala principal como una prolongación de ésta. Su única división es un simple arco con el fin de que los invitados pudiesen observar la gran ‘Cama de Parada’ de dosel, con colgaduras, cenefas y cortinas, emblema de la hospitalidad y riqueza de los propietarios. Esta habitación se asociaba a los hechos más importantes de la vida que tenían lugar en ella: el nacer y el morir. Allí, acostada, la señora de la casa recibía las visitas después del alumbramiento, se colocaban los regalos encima del lecho el día de Santo, o se velaba el cadáver de algún miembro de la familia. En este último caso, el ropaje del mueble se cambiaba por telas negras bordadas en plata y se enlutaban los espejos y arañas de cristal”.

El arreglo de esta habitación pertenece al período rococó de la segunda mitad del siglo XVIII y exhibe una rara colección de muebles pintados y dorados.

Finalmente, Porter llegó al aposento que hoy se llama Dormitorio I. El cuarto del marqués, donde estaba Bolívar meciéndose suavemente en su hamaca.

“En la casa, fuera de la alcoba de parada, naturalmente existían otros dormitorios para el resto de la familia. Estas habitaciones estaban arregladas con menos pomposidad y tenían otros tipos de muebles de mayor uso y comodidad. Así se encuentran cómodas, escaparates, mesas y una butaca”.

“El mobiliario que compone este dormitorio es producto de la llamada Escuela de Marquetería de Caracas de fines del siglo XVIII cuyo abanderado fue el ebanista Serafín Antonio Almeida. Los muebles, de diseño neoclásico, fueron hechos de cedro enchapado con gateado y con incrustaciones de carreto cuya madera amarilla se quemaba en los bordes para crear la sensación de sombras. Caso aparte y muestra de la artesanía ingeniosa de la región de El Tocuyo es el florón del techo hecho con cortezas del fruto del totumo, policromadas y doradas”.

Quién sabe si antes de lograr su objetivo se habría extraviado por el Comedor, “espacioso y provisto de alacenas empotradas en los muros y debajo de las ventanas para guardar vajillas, mantelería, cristalería y cubiertos”; o por el  Cuarto de Escaparates, destinado a la lencería y a tal fin provisto de varios escaparates y arcas o cajas habaneras, como se las llamaba, que servían para guardar todo género de telas de uso dentro del hogar.

Nadie ha visto a la señora

En su recorrido por la Quinta, Ker Porter tropezó con mucha gente, pero no llegó a verla Marquesa. Nadie la vio porque no asistió al convite. Habrá estado en Caracas o se habrá quedado en sus habitaciones, ubicadas en el primer piso y bastante alejadas del resto de la residencia.

Según dice Inés Quintero, por el testamento del marqués “sabemos que no tuvo descendencia, ni dentro ni fuera de la casa. Según se decía en la ciudad, doña Socorro Berroterán, la esposa del marqués por mas de cincuenta años, había decidido mantenerse pura y casa para regresar al Señor tal como había venido al mundo, sin mancha ni pecado carnal, de manera que no le permitió al marqués hacer vida marital con ella”.

Por su parte, Carlos F. Duarte concede que “muy seguramente, este matrimonio no se llevaba bien, ya que ella como hija del marqués del Valle de Santiago, debía ser realista; y allí es donde posiblemente esté la explicación del por qué el Libertador no la nombre en sus cartas dirigidas a su esposo y del silencio de los periódicos locales al momento de su fallecimiento. A causa de todo esto, se han tejido muchas leyendas sobre su comportamiento. Doña María del Socorro murió en Caracas, el 28 de mayo de1842”.

Pese a todo, en el arranque de la escalera que conduce al Pabellón dela Marquesa, una especie de apartamento con entrada independiente, está el escudo del marqués, que muestra el perfil de un toro.

Cuando faltaban cuatro días para abandonar el país, Bolívar se mudó a la Quinta Anauco. Allí durmió la última noche que pasaría en Caracas. Y de allí salió la mañana del 6 de julio de 1827, rumbo a La Guaira, donde tomó un barco con destino a Cartagena. No regresaría con vida.

El aljibe de los perros

El muchacho triste se detuvo en el matorral para anudar los cordones de sus zapatos y tomar un poco de agua. Se secó la frente con el antebrazo y miró hacia lo alto donde las copas de los árboles sostenían una asamblea. Se distrajo un minuto observando la filigrana formada por la luz solar que se colaba entre el forraje. Enroscó la tapa de la botella y miró alrededor. Dorada, su inmensa perra san bernardo, había desaparecido. Se había descarriado por allí, sin remover la alfombra vegetal ni hacer ruidos.

-¡Dorada! –la llamó el muchacho triste, avanzando por el terreno escarpado-. ¡Dorada!

No podía decirse que estuviera preocupado… aunque estaba consciente de que en el Ávila pululan las serpientes y los alacranes. Quería encontrarla y desandar el camino. Nada más. Siguió llamándola hasta que escuchó el siseo de un helecho agitado por un viento fuerte. Al acercarse vio el corpachón de Dorada, que había hundido su cabeza en la espesa capa de hojas. Al sentir la presencia de su amo, el animal se incorporó y entonces el muchacho triste vio la cara de la san bernardo, esos ojos oscuros con los párpados inferiores colgando hasta exhibir las rojas mucosas, sus casi 90 kilogramos, todo salpicado de orquídeas.

Dorada y su dueño se habían alejado bastante del recodo avileño escogido por un grupo de jóvenes caraqueños para llevar a sus perros a pasear a campo traviesa y chapotear en el pozo formado por una de las quebradas de la montaña.

En el Parque Nacional Ávila, fachada caribeña de Caracas, hay un rincón de no muy fácil acceso donde suele acudir unas dos docenas de apasionados de los perros, empeñados en ofrecer a sus mascotas un entorno natural donde puedan jugar, ejercitarse y estar a sus anchas. Desde luego, tanto los cuadrúpedos como sus dueños deben tener excelentes condiciones físicas y buena disposición a socializar.

Ciertos fines de semana el grupo se reúne en una plaza ubicada en La Castellana. Los primeros en llegar aguardan el arribo de un número suficiente de compañeros para emprender la marcha en conjunto. Ingresan a la montaña por vía distinta a Sabas Nieves o cualquiera de las habituales, por lo que se encaminan en fila india a través de la autopista en dirección oeste. Nadie debe rezagarse, de la unión, de personas y de perros, depende la seguridad de todos. Ciertamente, la algazara que arman quince perros de distintos tamaños –pero grandes en su mayoría- debe bastar para disuadir a los malandros que han escogido el ramal montañoso para sus fechorías.

Un sábado de finales de julio, ardiente casi desde la madrugada, me sumo a la congregación. Voy vestida con un mono de trotar (bueno, de caminar en forma enérgica), blusa ancha de algodón de la India y zapatos de goma. En un bolso de lona llevo los lentes de sol, la cédula, un billetico suelto y una libreta para tomar notas. Mi contacto con la curiosa liga de andinistas me ha dicho que no me preocupe, que la ruta, una vez llegados al parque, es bastante plana. Y yo me lo he creído. Salimos de la plaza donde se ha cumplido la convocatoria y nos dirigimos hacia la montaña, que parece atraer a los perros como un imán, puesto que se agitan y ladran adelantando el pecho en su dirección. Sus propietarios hacen un esfuerzo para mantenerlos pegados a sus flancos. Caminamos pegados a la cuneta mientras a nuestro lado pasan los carros como silbidos. Bordeamos el Ávila, pero todavía no se siente el frescor. Al contrario, del pavimento sube un hálito de fuego. Miro bien por donde piso, quizá para sustraer la atención de la autopista (verdaderamente, una temeridad) y entonces dos cajitas de cartón que deben haber sido arrojadas desde un carro en marcha. Cialis, alcanzo a ver que ponen las cajas. Será la última señal de vida urbana que acompañará mi tránsito puesto que un segundo después soy tragada por la montaña y la dulce penumbra verde me reclama a otro mundo.

Superado el trayecto fragoroso, los dueños zafan a los perros de sus correas. Al verse libres, los animales corren alborozados, pero no van siempre en la misma dirección. Se adelantan, trepan un tramo de la cuesta y se devuelven con una energía asombrosa. Hay que estar muy alerta porque los perros dan la impresión de no ver que hay alguien en su camino (y si lo ven, no les importa para nada), de manera que me veo vapuleada por impetuosos proyectiles de sangre y pelo.

A los pocos minutos de comenzando el ascenso topamos con los restos dejados por los santeros, que tendrán mucha fe pero muy poco cuidado con el ambiente y, definitivamente, ninguna proclividad a recoger las botellas tras el consumo de su contenido y, en fin, la basura, en cantidades considerables, que han desperdigado por el área.

La subida incluye el paso por charcales que empapan los zapatos, las medias y los fondos del pantalón; también hay piedras que exigen agilidad y no poca audacia, sin que se divise una rama de la que asirse para cobrar impulso. En buena parte del camino lo único que hay es una especie de liana repleta de espinas cuyo uso como pasamanos queda descartado. Los perros, claro está, ni sospechan que una parte del contingente está pasando trabajo para llegar a la meta. Ellos van y vienen, babeando por el sendero, oliendo la brisa como para detectar jirones de perfume del pozo donde van a lanzarse con entusiasmo infantil.

Cuando me distancia unos 500 metros de la piscina natural a donde nos dirigimos, escucho los insistentes ladridos, casi aullidos, de un perro con pulmones de acero.

-Resortes no para de ladrar –dice uno de los excursionistas a mi lado- de pura felicidad… es una ladilla.

No llevo la contraria.

Unos pasos más y llegaremos. El lugar es muy hermoso. Y se respiraría paz y armonía si no fuera porque hay que estar mosca frente a la eventual presencia de extraños. De pronto el camino se abre. Oigo el ruido del agua, pero se trata de una suerte de alberca donde se están bañando unos muchachos de ambos sexos. Parecen liceístas. No hay nada sospechoso en ellos, pero me apresuro para perderme de su vista y reunirme con los demás.

Escalo el equivalente a un piso de un edificio. Allí está la quebrada y la pileta que los propietarios de los perros han contribuido a hacer más profunda mediante la fabricación de un dique construido artesanalmente mediante la colocación de piedras que retienen el agua sin llegar a impedir su libre fluido. Los perros están felices. Juegan entre ellos. Entran al agua. Salen. Se encaraman en un piedra y saltan al agua. Se las arreglan para hacer brotar ráfagas que brillan al sol como un rosario de brillantes.

Hay cuatro labradores, dos pastores alemanes, una pareja de salchichas medianos, un pastor siberiano, un galgo español, un beagle, una bloodhound, un mastín español y un cacri de estampa noble. Vuelan las pelotas. Los ladridos se trenzan con las risas de algunos niños que también han subido. Los amos vocean instrucciones y jalean a sus mascotas para que expriman la sustancia de ese momento inusual.

No sé a qué altura estamos. El Parque Nacional el Ávila, integrante del señorío de la cordillera de la costa, presenta alturas que van desde el nivel del mar (0 metros) hasta 2.765 metros, (que es lo que mide el Pico Naiguatá). Por supuesto, no es mucho lo que hemos ascendido, pero la vegetación, de gran belleza y exuberancia, me lleva a pensar que la piscina de los perros está incrustada en una selva de galería (o selvas de quebrada), zonas están húmedas y verdes aún en la época de sequía, con árboles verdes, de porte elevado, cuyos troncos suelen estar decorados con helechos, bromelias y otras plantas de nombre desconocido para mí.

El Ávila está administrado por Instituto Nacional de Parques, que debe velar porque el lugar tenga un grado de protección cónsono con su condición de Parque Nacional, que adquirió el 12 de diciembre 1958, cuando la junta de gobierno provisional presidida por Edgar Sanabria, así lo declaró, según el Decreto No 473 del 12 de diciembre de 1958. En 1974 este decreto fue modificado para añadir19.000 hectáreasa las 66.192 que tenía de superficie; y posteriormente, en noviembre de 1990, durante el segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, fue cambiado otra vez con una reforma parcial debido a «errores de cálculo» que no precisaban del todo los límites del parque.

Hemos salido a eso de las 10 de la mañana de La Castellana. Ahoraes cerca del mediodía y los perros no presentan traza ya no digamos de cansancio sino al menos de ganas de echarse a la orilla del pozo. De salir un ratico del agua. Qué va. No parecen saciarse. Sus músculos se ven refulgentes bajo el pelaje mojado. Tal es su exaltación que se les creería descendientes de peces con cola movediza.

No hay un solo perro perreroso, valga la redundancia. Nadie busca pelea aquí. Por allá, muy cerca del dique dos perros se han encaprichado con la misma rama seca que ha caído al agua. Los dos la muerden y pretenden hacerse con su propiedad. Las cabezas se mueven unos pocos centímetros. Parece un tango acuático. Y de allí no pasa el litigio. Son animales socializados, disciplinados, tienen hábitos: nadie ha ido al Ávila a comer ni a dejar envoltorios de golosinas regados por allí, como sí han hecho los seres humanos de la víspera.

Estoy sentada en una enorme piedra, respirando un sol de durazno y dejando reposar el bolígrafo mientras me arrulla el chapoteo de los perros y sus bufidos de placer. En eso oigo un crujir de “ciudadano”. Abro los ojos y ahí están los tres guardias nacionales. Se han pasado para adelante los fusiles que traían colgando a la espalda como quien va al mercado con un zurrón donde meter un trozo de queso ahumado. Pero ahora las armas están pegadas a la barriga. Todos atendemos a la advertencia de “prohibido” y de “desalojen la zona”, menos los perros, -culpables de la interdicción, pobrecillos- que persisten en su chapaleo.

Una orden, quizá un par, bastará para que los animales salgan de su adorado estuario. El problema es que aún tienen energía en la recámara. Y tengo una prueba de ello cuando imprudentemente me quedo parada junto a Porthos, un soberbio labrador color chocolate, que al sentir la tibieza del sol se estremece, ebrio de vida y de juventud, y entonces me da una auténtica paliza con su cola, que mueve en expresión de júbilo.

En el descenso, manoteando con la inútil esperanza de encontrar una rama a la que asirme, pienso en los secuestrados, obligados a pasar años en la selva. Estimulados por el ejercicio y, digamos, la hidroterapia, los perros andan y desandan el sendero como pájaros que volaran a ras de tierra. Les he cogido pavor, no a sus posibles dentelladas sino a los empujones que prodigan a diestra y siniestra mientras corren por la caminería del Ávila. Como precaución, al descender en un piedra de temibles filos, opto por sentarme e irme deslizando. Los perros, en cambio, semejan caballos pintados por Tovar y Tovar: son corceles que salvan con un salto las distancias del monte Ávila. Y al emerger de él serán, otra vez, nerviosas criaturas aquejadas de cornetazos.

Sobre la autora

*Tomado de la web personal de la autora: https://milagrossocorro.com. Dibujo: Fritz Küper

Deja una respuesta