Edinson Martínez
En el particular otoño de 2007, en Argentina la estación de les feuilles mortes se presentó con un frio que helaba los huesos, un cambio de estación que los astrónomos y especialistas en estos asuntos no dejaban de señalar al confirmar los descensos más bajos en los últimos 45 años. La verdad no sabría establecer si el frio otoñal se debía a una singular ocurrencia meteorológica, o es que sencillamente nuestros cuerpos acostumbrados al calorcito tropical, no eran capaces de soportar unas rayitas menos en los termómetros. El caso es que aquella mañana de finales de mayo, aun con plena presencia de un sol brillante sembrado en las alturas diáfanas del cielo, el frio nos hacía temblar como si tuviéramos calambres, y nuestras ropas parecían cobrar vida propia ante nuestras sacudidas involuntarias, mientras para el común de las personas, el asunto parecía no revestir mayor trascendencia.
En el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), cerca del mediodía de aquel sábado, la afluencia de visitantes en realidad no era muy abundante; de un lado una pareja de mediana edad, tal altos como una mata de coco, miraban abstraídos algunas pinturas, mientras cinco personas, o tal vez seis más, dispersas en el área, caminaban con sus rostros ligeramente doblados apuntando en sus recorridos las obras que les aparecían, como si aquellas fuesen las páginas de un libro pasando sin apuro, así que, mi hermano y yo, nos dejamos llevar por esa atmosfera silenciosa en la que nuestros pasos podían escucharse andar con el ritmo particular que cada cual tiene al caminar.
En un espacio intermedio, una pared blanca, se rinde a una obra de Wifredo Lam, la miro y de pronto me acordé de Juan Pablo Castel, sin que, precisamente, el género del artista cubano, guarde relación precisa con el cuadro que Ernesto Sabato describe en su célebre novela; pero, así suele ser la imaginación, ráfagas imprevisibles que a veces podemos tener de un pensamiento viajando errante en nuestro cerebro. Observo la pieza y me guardo aquella curiosa ocurrencia, regresando de seguidas al recorrido sin perturbar a nadie. No recuerdo ahora a cuánta distancia de La mañana verde de Lam, un cuadro rectangular de proporciones regulares, rápido me llama la atención, destaca por su monocromía en sepia, con una vibración luminosa que, en cierto momento, pareciera borrar las formas, y entonces, se puede evocar a los impresionistas. El motivo de la obra es una mujer desnuda recostada en una cama leyendo un manuscrito o algo parecido a un libro. A un lado, figuraban la ficha técnica, claramente indicando su título y autor. Nos emocionamos, entonces, al ver el nombre de Armando Reverón ahí. Mujer desnuda leyendo, es el título de aquella pieza perteneciente a la colección privada de Eduardo Constantini, empresario argentino fundador del MALBA.
Encontrar una obra de Cruz Diez o Jesús Soto en las grandes salas del arte en Europa, Estados Unidos o Latinoamérica, pues no resulta ninguna novedad, son ellos nuestra usual carta de presentación en las más prestigiosas galerías del mundo, su bien ganado prestigio en el movimiento artístico iniciado por Alexander Calder, el arte cinético, los tiene como una importante referencia en todo el planeta. De modo que toparse entre las figuras más destacadas de la pintura –al menos de nuestro continente– con las obras de Armando Reverón, es motivo de gran alegría, de especial contento, porque si viajáramos en el tiempo y el espacio a los días febriles de creación del autor en su taller-residencia de Macuto; un lugar apartado y precario encajado a orillas del mar Caribe en la zona centro-norte costera de Venezuela, en el que muy probablemente estuviera rodeado por las borrascosas circunstancias del país de mitad de siglo veinte. Nunca imaginaríamos que, de aquella menesterosa existencia, saldrían las obras que hoy se exhiben en tan prestigiosas galerías.
El artista plástico es un ser obsesionado por la luz, por las sombras, por las transmutaciones del color y las realidades que de ella emanan, es su exquisita aprehensión sensitiva la que permite mostrarnos su obra. Y no todos los humanos tenemos esa sensibilidad, pero, además, bien bueno que así sea, porque entonces, nadie se maravillaría de la alquimia alucinante de la creación artística.
La vida de muchos autores está llena de alucinantes búsquedas de la atmósfera propicia para el despliegue espontáneo de su numen creador, por ello, escogen a veces lugares excepcionales, paraísos extraviados, invisibles e intrascendentes al ojo ordinario.
Mario Vargas Llosa en El paraíso en la otra esquina nos muestra, por ejemplo, el subversivo andar del excéntrico pintor francés Paul Gauguin en su delirante rastreo del cosmos apropiado para desarrollar su obra, llegando finalmente, apartado del tiempo del resto de los mortales, y de los lugares asociados a la civilización con su modernidad deslumbrante, a establecerse en los confines del mundo, por allá por entonces recónditos edenes conocidos como la Polinesia Francesa.
Escribo esta reflexión muchos años después, cuando bien habría podido manifestarla en su momento a través de algún artículo como este, pero no lo hice, y no sé por qué no lo hice, pese a que pasara por mi mente aquel episodio en varias oportunidades. Esta vez he decido hacerlo impulsado por razones complementarias, y ha sido Alejo Carpentier, quien ha motivado este viaje en el tiempo que ahora emprendo.
El escritor de origen suizo pero cuya vida transcurre desde muy corta edad en La Habana, tuvo una relación muy particular con el artista plástico Wifredo Lam, ambos vivieron en Paris hasta antes de la primera guerra mundial, y como todos los intelectuales y artistas latinoamericanos de buena parte del siglo veinte, no se consideraban plenamente tales si antes no habían tenido una experiencia o contacto con lo que mejor expresaba en el mundo la crema y nata de las ideas, de la intelectualidad: Paris.
El propio Vargas Llosa, precisamente por estos días, ha realizado esta misma afirmación a propósito de su ingreso a la Academia Francesa. Francia era el cenit de la cultura occidental durante la primera mitad del siglo pasado, por tanto, todo aspirante a escritor, a pintor, filósofo o ensayista, nunca sería reconocido o respetado en el medio si previamente no hacía una pasantía por este país y, si además, no dominaba el francés.
Carpentier llega a la capital francesa en 1928 y sale de ella en 1939 vía Nueva York para posteriormente viajar a Cuba. Lam viaja a Europa en 1923, inicialmente a España, hasta los años de la Guerra Civil, y luego termina en Paris. Prácticamente tuvieron vidas cruzadas, mientras uno se iba, el otro llegaba, pero ambos convergen en La Habana en 1942 donde se produce un intercambio de sensibilidades muy interesante.
Carpentier quizás sea el primero que adelanta la idea del realismo mágico en literatura, y Lam, con su perspectiva vanguardista en la pintura, tras la búsqueda de la especificidad, de la singularidad del mundo hispanoamericano con sus raíces en el exótico mestizaje que la caracteriza, muy especialmente, el universo representado por la cultura afrocubano, determina en ellos una simetría de afinidades intelectuales que comparten con una profunda amistad. Así, La mañana verde (1943) pertenece a esta experimentación surrealista con lo real maravilloso en la obra de Lam. Y El reino de este mundo, novela de Alejo Carpentier, es la primera incursión de un autor con un tipo de narrativa en la cual se explora las raíces culturas de los pueblos originarios latinoamericanos y africanos bajo una impronta surrealista; antesala o preludio de la ficción literaria que se consagra en el realismo mágico. El reino de este mundo comenzó a escribirse en este mismo lapso de compenetración y búsqueda expresiva que hermanaba a Lam y Carpentier, y fue publicado en 1949, cuando ya el escritor vivía en Venezuela. Sobre este aspecto es pertinente resaltar que, en 1948, un artículo suyo titulado Lo real maravilloso de América se convirtió posteriormente en prólogo de la mencionada novela. El magma literario de aquella narrativa lo encuentra en su viaje a la Gran Sabana en una misión de reconocimiento a la selva y al Orinoco.
El escritor se instala en Venezuela en agosto de 1945, en Caracas, contratado especialmente por Carlos Eduardo Frías para dirigir el departamento de radio de ARS Publicidad. En este campo, el autor era un verdadero conocedor, en París, logró acumular una importante experiencia realizando guiones radiales y spot publicitarios en vivo en las programaciones del medio que resultaba toda una novedad. Diríamos que prácticamente fue pionero junto a otros de lo que hoy conocemos como menciones publicitarias dentro de las emisiones en vivo de la radio.
Ahora bien, su llegada a Venezuela, inicialmente prevista por un año para probar suerte, se extiende por catorce años. Aquí escribe su novela Los pasos perdidos teniendo como inspiración el viaje a la selva citado antes, y desarrolla, por otra parte, una intensa actividad cultural, hasta finalmente regresar a Cuba.
De este periodo de su vida, el también musicólogo, nos deja un Diario, suerte de confesiones personales, publicado de manera póstuma con una nota de su viuda Lilia Esteban de Carpentier (1913-2008), fechada en abril de 1988. Ahí el autor, sin más presencia que la suya, expresa sus angustias como escritor, sus anotaciones, a veces como aide-mémoire de aquello que escribe –abundan en sus páginas, por ejemplo, tachaduras y correcciones sobre Los pasos perdidos–, expone sus opiniones sobre los escritores que lee, muchos de ellos contemporáneos con él, además de relatar episodios y anécdotas muy precisas, plenas de comentarios ácidos sobre personajes del mundo intelectual de su tiempo.
El Diario no es un recuento de su día a día, y se limita al lapso que va de 1951 a 1957. Con posterioridad a su fallecimiento (1980), su viuda analizó el contenido, pero lo consideró inapropiado para publicarlo en aquel momento en virtud de los juicios que emitía sobre personajes aún vivos. He tenido ocasión de leerlo en una edición de 2013 de Editorial Letras Cubanas con un minucioso prólogo de Armando Raggi titulado Los avatares de un escritor. Nótese que la carta de Lilia Esteban es de abril de 1988, y la publicación del Diario tiene fecha de 2013, estimo que se debe a una disposición expresa de la viuda de realizar su edición posterior a su muerte (2008).
Confieso que no sé cómo ni cuándo llegó a mi biblioteca, el caso es que lo leí de un tirón, sorprendiéndome mucho de lo que en él encontré. De todo ello, intuyo una personalidad compleja, apasionada, poseída por la literatura, meticulosa al extremo, y la de un intelectual refinado y porfiadamente exigente. Todo ello, sin duda, nos da cuenta de la prosa barroca y estilizada con la que escribía, obligando siempre al lector a leerlo con calma, con reposo, dispuesto a desentrañar su tejido abigarrado, y acudiendo en ocasiones, a un diccionario francés-español como soporte.
“14 de octubre. Ayer y hoy, trabajo sobre la versión definitiva (¿definitiva?) de Los pasos perdidos. Cuando la idea de esa novela se me ocurrió, de modo fulgurante, un mediodía en que tomaba un auto de alquiler para regresar a mi casa, me imaginaba que sería un relato de siete capítulos, que escribiría en unos veinte días. Empezándolo el 7 de Dic. de 1949, contaba tenerlo terminado para comienzos de enero. El libro ha cobrado 40 capítulos, y pronto se cumplirán dos años, desde el momento en que su tema se me impuso de manera ineludible.”
La cita textual corresponde al año 1951, manifestando Carpentier, como se evidencia, su dedicación a la obra que se publicaría en 1953, después de un extenso proceso de relaciones difíciles con editores queriendo cambiar su prosa.
“26 de diciembre. Esta noche cumpliré 47 años. Mi verdadera obra está aún por hacerse. Pero esa obra bulle en mí. Han pasado los tiempos de tanteos, de trabajos con un yo divorciado de mí mismo, que a veces se movía independientemente de mi voluntad, obligándolo a seguirlo, o a decir cosas de que yo no estuviera tan convencido. Hasta El reino de este mundo la escritura me arrastraba: yo no era enteramente dueño de ella. Los pasos perdidos me dieron mis últimas lecciones…”
Igualmente, la cita corresponde a 1951. Como antes señalé, en el Diario el escritor anota sus opiniones sobre los autores que leía. Su referencia a varios de ellos es francamente penosa; pero, es ese su parecer íntimo, como cualquier otro mortal podría tener de sus congéneres en la reserva de sus sienes, siendo, en consecuencia, un juicio personal, sin pretensión de ir más allá de la circunspección con que se confiesa en unas páginas de su única lectura. Así que, su publicación, nos deja de modo inevitable, unas confidencias que mejor destino habrían tenido ignorarlas.
“11 de abril. La novela de Rómulo Gallegos sobre Cuba es horrenda. Se lo dije francamente a Juan Liscano, que parecía consternado (luego de haber hecho un elogio –cauteloso, es cierto– de la obra). La verdad es que él mismo no cree en ese libro, pero se ve constreñido, moralmente, a defenderlo, por fidelidad a sus ideas. Es imposible que no se dé cuenta del ridículo y la cursilería del capítulo en que Florencia Azcárate se mete en la jaula de los leones, para dirigirles un discurso a los guajiros. Confiesa en realidad que encuentra muy malo ese capítulo. (Es increíble que los amigos de Gallegos a los cuales dedica su libro se lo hayan dejado publicar: todo, en él, es malo. Y Cuba, en realidad, no aparece por ninguna parte).”
El texto copiado pertenece al 11 de abril de 1952, y la novela aludida, es la obra de Rómulo Gallegos editada en 1952 bajo el título Una brizna de paja en el viento.
Carpentier fue un hombre fiel a sus vocaciones: novelista y musicólogo. No obstante, incursionó en la radio como guionista y publicista, además de columnista en medios impresos de Venezuela, entre ellos, El Nacional, donde escribía en una columna llamada “Letra y Solfa” sobre literatura, temas relacionados con la pintura y las tendencias dominantes en filosofía. Por otra parte, ingresa como docente en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas y eventualmente dicta conferencias en la Universidad Central de Venezuela; pero, como Sísifo, atado a quehaceres profesionales ineludibles en el ámbito publicitario que, en el fondo no le agradaban, y le restaban tiempo para su verdadera inclinación, su carácter, a veces, se volvía irritable, eso se desprende, al menos fue esa mi impresión, de la lectura de su Diario.
“Antier domingo 8, terrible espectáculo de Reverón loco. Habíamos llegado a su extraña casa, M. y yo, convencido de que los rumores que acerca de esto corrían eran falsos. Que sólo sus habituales excentricidades habían escandalizado a alguna gente idiota.
Cuando cerró la reja de su casa, detrás de nosotros, con un candado, nos encontramos con un demente. Un demente que ha transpuesto a la fabricación y ordenación de objetos delirantes, una obscura voluntad de crear que aún subsiste en él […]
Durante dos horas, nos obligó a pasear en medio de una serie de siluetas, de objetos, de extraños artefactos, todos sórdidos, que, según él, están construyendo un cuadro. Un cuadro que comienza en una ceremonia que consiste en ponerse en una máquina de coser –que es una silueta de latón negro– y fingir que cosa un paño; en abrir las cortinas de una cámara donde aparece un dibujo de la muñeca Carmencita (muñeca que tiene colgada más lejos, de unos alambres, y con la cual tiene una extraña obsesión sexual) que tiene (sic) “la cuca pelada como Jesucristo” […]
Tal impresión nos hizo a Medo y a mí esta visita, que, al salir, tuvimos que instalarnos un rato a la orilla del mar, para tratar de tener un contacto cabal con la realidad. […] Ya no pinta absolutamente nada. Fabrica falsos instrumentos musicales, en silueta, que cuelga del techo de sus pabellones. A todo eso llama cuadros.
Al salir, me rezó un padrenuestro, con devoción. Y me preguntó: “¿Qué santo es usted?” […]
¡Horrible!”
La transcripción corresponde al 8 de enero de 1953. Ella relata la visita de Alejo Carpentier y Mariano Medina Febres (Medo), caricaturista, político y diplomático venezolano –por cierto, Medo es el creador del conocido personaje caricaturesco de Juan Bimba–, al artista plástico venezolano Armando Reverón.
Reverón fue reconocido ese mismo año (1953) con el Premio Nacional de Pintura, y al año siguiente fallece en Caracas.
Cuando recibe la visita comentada, el “artista de la luz”, como algunos le citaban al referirse a su obra, experimentaba en su pintura el llamado periodo sepia, dedicado a desnudos y marinas desterrando la diafanidad del blanco. Su arte, como un regreso a los orígenes del polvo, se transmuta en tonalidades arcillosas, terrosas, acogiendo el marrón como color principal, sin descuidar el matiz difuso de las figuras, como si fuesen una foto movida. Es el momento de las obsesiones del pintor por las muñecas fabricadas por él para ser tomadas en ciertas ocasiones como modelos en sus pinturas.
Fue tal la relevancia de su pintura que, en 2007, su obra, supongo parte de ella, fue exhibida en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
El loco aquel que, tan mala impresión causara a Alejo Carpentier, ha sido reconocido como uno de nuestros más importantes artistas, y en homenaje a él, el 10 de mayo se conmemora el Día del Artista Plástico en Venezuela.
“Al responderle que no era ningún santo, lo tomó bien, diciéndome que le había hecho una broma, porque “cuando se reza a una persona, y esa persona se estaba quieta, sin rezar también, era porque esa persona era un santo”.”
El tiempo, al final, ha colocado a cada quien en su lugar.