El día en que un cometa chocaría con la Tierra y se acabaría el mundo
“Un cometa se acerca peligrosamente a la Tierra” era la noticia de los periódicos en sus primeras páginas, y el comentario obligado de las radios. Desde el primer día del anuncio, la pregunta que nos hacíamos mis hermanos y yo era:
—Y si la cola del cometa choca con la Tierra, ¿qué pasará, será el fin del mundo?
El cometa y su cercanía era el tema obligado de conversación de muchos de los habitantes del pueblo y, sobre todo, de los alumnos de la escuela Ángel Moreno. Desde entonces, algunas personas en el pueblo comenzaron a vivir con el temor de la aproximación, día a día, del errático astro que, en su irregular órbita, nos amenazaría a todos con su larga y brillante cola.
—Si el cometa choca con la Tierra todos vamos a morir — le dije a Rafael en el recreo—. Nadie podrá salvarse, porque habrá terremotos y el mar invadirá la tierra, y no habrá dónde refugiarse.
—Y, ¿cómo lo sabes tú? —me preguntó intrigado el compañero.
—Porque lo leí en el Tesoro de la Juventud —le respondí, con la seguridad que me brindaba el respaldo de una fuente considerada por mí incuestionable.
Casi todas las conversaciones de los alumnos de la escuela giraban en torno al extraordinario evento que amenazaba a nuestro planeta. También en los hogares, en el río, en las pulperías, en el cine, en todos lados los comentarios de los muchachos eran los mismos: el cometa va a chocar con la tierra y nadie podrá salvarse.
Ante el temor de escenas de pánico, a los maestros se les ordenó dedicar algunos minutos de las horas de clase para esclarecer el fenómeno a sus alumnos, y tratar de contener el estado de angustia que estaba invadiendo las aulas.
—Finalmente —dijo Heriberto Saldivia, mi maestro de segundo grado—, quiero decirles lo siguiente: pueden estar absolutamente seguros de que el cometa no rozará la Tierra, ni siquiera se acercará. De acuerdo con la órbita, en donde actualmente se encuentra, pasará muy lejos. Entonces, no hay razón para estar asustados.
—Maestro —preguntó un alumno con la duda reflejada en el rostro—, y si la Tierra atrae al cometa, ¿qué pasaría?
Ésta y otras preguntas en el mismo sentido nos las formulábamos sin descanso. Estábamos completamente atemorizados ante la inminente llegada del cometa y, ni los maestros ni nuestros padres, ni nadie podía quitarnos esa idea: corríamos un gran peligro.
Llegó el día, según anunciaban los expertos, en que el fenómeno celeste se haría visible por primera vez en dirección sureste. Ese día, antes del ocaso, un grupo de compañeros nos reunimos en la plaza Bolívar y ocupamos el sitio más alto, es decir la redoma o tarima de concreto donde se colocaba la banda
Padre Sojo para tocar las retretas dominicales.
Allí estábamos concentrados, mirando el cielo, hacia el sureste, cuando de repente las campanas de la iglesia dieron sus ocho tañidos, señal para el regreso de todos a nuestras casas. La electricidad que enviaba La Rubileña dentro de pocos segundos sería interrumpida, y el pueblo quedaría en la más absoluta oscuridad.
Regresamos al día siguiente y nada del objeto de nuestra alarma. Un nuevo día y el cielo encapotado no nos permitió ver ni siquiera la Luna. Al cuarto día, de nuevo en la plaza, y pudimos observar las estrellas, la Luna, Marte, pero del cometa ni rastro. Y así continuaron pasando las jornadas, y cuando ya el desánimo invadía nuestras afiebradas mentes infantiles, y comenzábamos a pensar que todo no era sino el producto de un gran engaño, oímos un grito:
—Allá está. ¡Mírenlo! —repetía el compañero una y otra vez.
Todos nos reunimos alrededor del afortunado y, después de mucho hurgar en el cielo estrellado, pudimos ver una minúscula estrella con su pequeña cola.
Durante varias noches sucesivas convertimos los bancos de la plaza en sitios de observación espacial y discusión sobre temas de astronomía. Esos momentos nos sirvieron a todos para mejorar nuestros conocimientos del espacio celeste, y así aprendimos a ubicar algunas de las constelaciones, a distinguir Marte y a adquirir otras informaciones útiles.
Seguimos día a día la evolución del astro, comprobando que era casi imperceptible el aumento de su tamaño. Sin embargo, se acercaba la fecha señalada por los expertos como el momento en que el cometa estaría más próximo a nuestro planeta y, por supuesto, nuestros temores crecieron al máximo. Había que
hacer algo, y pronto. No podíamos permanecer impasibles ante el peligro, todos estábamos amenazados. Y en ese momento, cuando hacía falta una idea salvadora, un compañero se atrevió:
—Mi mamá dice que lo único que puede detener al cometa, y salvarnos, es golpear totumas y peroles con sapos adentro.
La idea fue acogida de inmediato, sin discusión y por unanimidad. Quedamos de acuerdo: cada uno iba a meter un sapo dentro de una cacerola, vendríamos a la plaza y la golpearíamos con una piedra cuando el cometa se hiciera visible durante el tiempo que los vecinos aguantaran el ruido, la policía no nos correteara o llegaran las 8:00 de la noche y cortaran la electricidad. Esta creencia de golpear latas con sapos para evitar que los cometas chocaran con la tierra aún permanecía arraigada en algunas de las capas sociales más pobres, y tenía un componente cultural indígena muy antiguo, según la opinión de un amigo antropólogo.
Estuvimos varios días realizando la operación Sapos golpeados y recibiendo, por supuesto, las protestas y regaños de los vecinos de la plaza, así como amenazas de los policías. Pasado algún tiempo, el cometa fue reduciendo su tamaño con la misma lentitud con la que aumentó, sin ocasionar daño ni producir influencia nefasta alguna sobre la Tierra, tal y como habían pronosticado los astrónomos dedicados al estudio de aquel fenómeno. Pero para los muchachos de la operación Sapos golpeados en la plaza Bolívar, quedó la absoluta convicción de que no fueron las leyes de la física las que impidieron el choque fatal, sino la operación salvadora que, con valentía y decisión, logramos desarrollar gracias al auxilio de los pobres batracios.
Un domingo en los gallos
Los domingos en el pueblo eran días de mucho fastidio para los niños. Salvo aquellos en los que teníamos un paseo que, generalmente, consistía en visitar a un amigo de la familia en el campo, invitación a una ternera o un sancocho a la orilla del río, a donde además teníamos la posibilidad de bañarnos. Lo otro que invariablemente había que hacer los domingos, pero que, por supuesto, no tenía nada de divertido, era ir a la misa de las 8:00 de la mañana. Mi madre, una auténtica cristiana, no nos daba autorización para ir a ningún lado si antes no asistíamos a la santa misa.
En Altagracia de Orituco, como en casi todos los pueblos y ciudades de Venezuela, existía, y aún existe, a mí parecer con menor pasión, la antigua tradición de criar gallos de pelea. En los años de estas crónicas había muchos vecinos, de todos los sectores sociales, que con verdadera pasión mantenían cuerdas de gallos de lidia, muchos de ellos en los patios de sus casas de habitación. Esta es una afición que nos llegó con los españoles y se quedó muy arraigada en el pueblo.
Uno de esos domingos de fastidio, mi padre, como era su costumbre, se disponía a salir para la gallera y le pedí, mejor dicho, le rogué, como lo había hecho muchas otras veces, que me permitiera acompañarlo. Por primera vez aceptó, y ello me produjo una enorme alegría: de ahora en adelante no tendría que soportar las bromas de varios de mis compañeros de escuela, que ya habían vivido esa excitante experiencia en compañía de sus padres.
A eso de las 9:00 de la mañana comenzaron a congregarse en la gallera, que estaba situada en La Playera, muy cerca de donde remata la calle Ilustres Próceres, los hombres que hacían posible este espectáculo-entretenimiento: criadores, expertos en la preparación y entrenamiento de los animales para la riña, apostadores y público en general.
Las peleas no podían comenzar antes de que finalizara la última misa de la mañana del domingo. Esta prohibición la había impuesto la Iglesia, según afirmaban los galleros, desde los tiempos coloniales, pero nunca hubo conflictos por esta causa. Las misas domingueras finalizaban alrededor de las 9:00 de la mañana, y el primer combate nunca empezaba antes de las 11:00.
Los domingos, la gallera era el lugar de concentración de los personajes principales del pueblo. Se podía contar con la asistencia de representantes de sus autoridades civiles y militares, hacendados, comerciantes y, en general, hombres de negocio, pero la gran mayoría de los asistentes eran personas del común, el pueblo humilde. Eso sí, eran eventos a los que sólo concurrían hombres.
En ese escenario, antes de comenzar el sangriento espectáculo, y mientras los galleros cazaban las peleas, se formaban amplias y prolongadas tertulias, donde los asistentes tenían la posibilidad de enterarse, con pelos y señales, de las últimas novedades acaecidas en el pueblo: la muerte de algún vecino, los requiebros amorosos de alguna dama de la sociedad, y muchos otros chismes. Pero igualmente se hablaba de política y, por supuesto, con la asistencia de tanta gente importante y acaudalada, las transacciones comerciales de todo tipo no podían faltar.
Era, pues, un lugar de encuentro, no sólo para la diversión sino también para informarse, para negociar y hasta para dirimir rencillas personales. Era muy frecuente que en las galleras no sólo pelearan los gallos sino también algunos de sus asistentes. Y no era extraño que, aunque en contadas ocasiones, resultaran personas heridas y eventualmente hasta muertas.
Después de interminables y laboriosas discusiones entre los propietarios de los animales que se iban a enfrentar (regateos que tenían que ver, entre otros aspectos, con el peso de los animales, el tamaño y características de las espuelas, si alguno de los contrincantes era tuerto) y, por supuesto, lo más importante, una vez acordado el monto de la apuesta y solventadas las diferencias, los gallos estaban listos para el combate a muerte. Los propietarios o los preparadores entran al redondel con sus ejemplares en las manos, se agachan frente a frente a corta distancia en el centro de la arena y, a una señal del juez del combate, sueltan los animales. Es en este instante cuando comienza la sangrienta diversión.
Al sentirse libres, los gallos saltan sobre su rival. Entonces, se desata la locura colectiva. Pareciera que todos los asistentes hubieran ensayado para armar una enorme algarabía. Son decenas de personas que gritan simultáneamente, sin limitación alguna en cuanto al volumen de su voz ni al contenido de sus exclamaciones. Algunos lanzando nuevas apuestas:
—¡Doy doces y voy al zambo!
—¡Cojo dieces y voy al pinto!
Pero la mayoría simplemente mostrando sus simpatías por alguno de los contendientes:
—¡Al zambo voy!
—¡Vamos mi gallo pinto!
El coso es una verdadera locura, que sólo vuelve a la normalidad relativa cuando el combate finaliza.
La gallera se transformaba en un manicomio que duraba el tiempo en que uno de los gallos derrotara al contrario, matándolo o hiriéndole gravemente, o bien que el propietario suspendiera el combate, que uno de los animales abandonara cobardemente la pelea o que el juez decretara un empate por impotencia de los rivales.
Después del combate venía el momento más crítico: los ganadores tratando de cobrar el monto de las apuestas acordadas en medio de la pelea. Tarea nada fácil, dado el laberinto en que se encontraba el coso al momento de esas transacciones. Las dificultades que se presentaban para el cobro de las apuestas ocasionaban frecuentes discusiones, enfrentamientos y hasta riñas. Los apostadores estaban conscientes de esos pequeños inconvenientes, pero, eso sí, ganaran o perdieran, todos estaban prestos para volver a la locura el domingo siguiente.