Armando Rojas Guardia
Yo que supe de la vieja herida
cuya sangre embriaga: la saeta,
la terquedad silente del flechazo
traspasándome la llaga en la oficina
o al subir el autobús, o al suspirar
la modorra de la siesta: llaga virgen
donde el vino de la ingle se derrama,
y todo porque el fasto de tu vello
y el brillo de tus lentes
y tu aire atildado, distraído,
insinuaban erecciones imprevistas,
incómodos boleros del deseo,
yo que tuve, a través de este error, la inteligencia
de entender un poco al niño ciego,
al hijo de Ares y Afrodita
que, importuno,
solicita —cuando nadie espera—
su visita tenaz, su ardua entrevista,
y me dejé resbalar hasta el infierno
donde no me aguardaba ya ninguna Eurídice,
pero fue igual porque gemí —long-play demente—
con la voz de Francesca en mis entrañas,
yerto como Dante junto a las confesiones
de mi propio deseo castigado,
y lo mismo sentí el gran huracán, el semen álgido,
tanta tromba sonora por mis sótanos
porque sin ningún Virgilio tutor te imaginaba
durmiendo solitario en lecho grande,
¡mi ciclón genital, irredimible!
—salvo en la almohada de la noche íngrima—
(ya ves en qué Orfeo pedestre me trocabas
a fuerza de negarte hasta en los sueños:
a la mañana siguiente la pasta de dientes y la ducha
colocaban a Francesca otra vez en la oficina
y el Hades olía a café, mero y trivial, de desayuno),
ahora sólo entreabro la puerta del poema:
entérate del poder que convocaste
para dilapidarlo sin orgullo,
échale una ojeada, desde aquí,
al adobado vino, al polvo enamorado
cuyas magnificencias te aguardaban
y hoy son apenas el neón enfermo de esta luz,
el roce minucioso de mi lápiz,
este papel mugriento donde atisbo
una sintaxis monótona de días
en los que iré a los cines (por supuesto, solo)
a ver cómo se besan los amantes.
Patria
Alguna vez amamos, o dijimos amar,
la terquedad sombría de tu fuerza.
La voz del padre enronquecía
al evocar calabozos, muchedumbres,
hombres desnudos vadeando el pantano,
llanto de mujer, un hijo
y más arriba (dónde arriba?)
el trapo contumaz de una bandera.
Supimos, lenta y vagamente,
que lo imposible te buscaba
extraviándote los pies
-aquellos pies de Hilda obsesionaron
a mis ojos de niño: su corteza
terrosa, vegetal, desconcertada
sobre la pulitura del granito.
Tal vez una tarde, entre los campos,
la música te deletreó de pronto
al lado de algún bosque, una colina,
un lago triste que se te parece:
la misma terquedad al revelarte
ávida no precisamente de nosotros
(los efímeros, los quizá, los transeúntes)
sino de tu pátina absurda de grandeza
-esos sueños opulentos de la historia
que son más bien su horror, su pesadilla.
Ahora que te conoces vil, prostibularia,
porque tanta voluntad ecuestre
se apeó bajo el sol a regatear
y el héroe mercadeó con su bronce
y el oro solemne del sarcófago
adornó dentaduras, fijó réditos,
y no hay toga ni charretera ni sotana
que te oculten cuadrúpeda, obsequiosa
por treinta monedas ancestrales,
yo me atrevo a cubrir tu desnudez.
No es verdad que te vendiste. Tú anhelabas
dilapidarte brusca, totalmente:
un lujoso imposible.
Lo sabías,
siempre lo has sabido y como siempre
aras en el mar. Te concibieron
con voluntad precisa de fracaso.
Cómo afirmar, pasito, que hoy te quedas
en la dificultad de sonreírte
levantando los hombros, desganado,
y diciéndote con sorna, con ternura,
mañana sí tal vez. Quizá mañana…
Poema de la llegada
Cuando tú vienes
tú el vacío el nada el ya.
el que yo no sé su nombre
ni interesa
cuando tu vienes
me siento perder voz
me seco de palabras
sueno
simplemente
como tú
sin queja sin golpe
sin crujidos
sueno como tú
Cuando tú vienes
tengo prisa
por decir
por llamarte de algún modo
por nombrarme
a mi también
para al fin reconocerme
en tu presencia
me abalanzo precipito
sacudo la quietud
mancho lo limpio
todo es tan vacío tan gota
inaprehensible
tan exactamente nada
tan silencio
Cuando tú vienes
abro ensancho acojo
me dilato
no sé decir
sino que abro
inútiles clausuras
Tú en el canto
tú el silbo el suave el que no pesas
vuelves hilos levísimos
mis nudos
me desatas
Cuando tú vienes
nada dices
y me dices
Nada pides
Qué vas a ser tú el implacable
el exterminador, el Enemigo
Nada pides
eres
Sólo oigo como eres
sólo oigo como soy
y quiero
ser
así eso que escucho
me abandono
Cuando tú vienes
hay una exacta coincidencia
te miro
en lo profundo
de aquello que deseo
qué mentira
qué imposible
qué estúpido
querer lo que no quieres
querer lo que no quiero
y entonces
ya no es sino la paz
la precisa ubicación
el ser escueto
Cuando tú vienes
no has venido
estás ya desde siempre
Poemas de la quebrada de la Virgen
1
Fray Angélico pintaba
a Jesús y a la Madona
de rodillas.
¿Qué daría
yo, minúsculo
monje laico, fraile menor
de alguna Orden extinta
por prosternarme ahora
que intento describir
este olor inocente de la tierra,
la redonda castidad
que perfuma hoy este mundo
donde hasta el ruido torpe del camión,
el canto lejanísimo del gallo
e incluso el sudor, feliz,
de mis axilas
se confunden
en un aroma hímnico, en la antífona solar
que entona el aire virgen?
2
Adoré antes cada dádiva de Eros
Ahora sé que en todos mis deseos
ardes Tú -invicto y detergente-
como la luz, delfín pulquérrimo,
nada y salta en los colores
sin mancharse con ellos