literatura venezolana

de hoy y de siempre

Vicente Gerbasi y la modernidad poética

Feb 17, 2025

Ludovico Silva

Vicente Gerbasi es el poeta venezolano que más nos ha dado a quienes, no tan jóvenes ya, formamos lo que podría llamarse la «generación de 1958», esto es, la generación nacida de la degeneración que entonces vivíamos, y alimentada por la degeneración que vino después. Gerbasi nos enseñó el lenguaje poético, la palabra – milagro. Cuando yo tenía quince años, aprendí más en el lenguaje poético de Gerbasi que en muchos otros grandes poetas. Me comunicó con mi lengua. Gerbasi es heredero directo de poetas como Garcilaso y Antonio Machado, y heredero de grandes tradiciones como el barroco español. Y, en América, tiene huellas de Darío y de Neruda. El verso que antes cité es hijo mágico de aquel célebre pasaje de Darío: «Y no saber a dónde vamos /ni de dónde venimos». Y el esplendor formal, la metáfora suculenta, el vocablo ávido de sí mismo, está emparentado con Neruda. Y los que ahora escribimos versos, estamos emparentados con Gerbasi.

Ensayaré aquí una reconstrucción teórica de ese universo poético que nos ha dejado, y nos sigue dejando, Vicente Gerbasi. Es un universo de gran riqueza formal, un universo de fantasmas . Ya podrá Platón pensar lo que quiera, pero, a la hora de leer poesía, yo me quedo con los fantasmas, y poco me importa eso que él llamaba la «realidad». Siempre me darán más realidad los fantasmas de la poesía que los fantasmas filosóficos. Precisamente lo que me gusta de la filosofía es que está hecha de fantasías. Los filósofos son niños serios. No me excluyo.

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Gerbasi parece que escribiera como si no tuviera nada en la mente, pero en realidad lo tiene todo. Tiene todo lo necesario. Tiene rigor poético, seguridad rítmica, una prosodia perfecta y un poder metafórico de grandes proporciones. En este sentido (y también en muchos otros que veremos) Gerbasi es un auténtico poeta de la modernidad, concepto que no está reñido en modo alguno con las formas poéticas de la antigüedad, o mejor dicho, con la tradición occidental . O dicho aún mejor, con el legado de la poesía neolatina, en cuyo seno vive el legado de la antigüedad propiamente dicha : lírica griega, lírica latina. Las formulaciones del arte poético de Horacio no son extrañas en modo alguno al fundador de la modernidad, Baudelaire; y yo diría que la poesía densa, sentenciosa y reflexiva de Teognis no es extraña a la poesía de Vicente Gerbasi.

Tal vez hay inflexiones espirituales que distinguen a los poetas de las distintas edades; es muy probable que el sentido de la subjetividad no fuera para Teognis lo mismo que es para Gerbasi. Pero, al fin y al cabo de los siglos, el problema poético es igual: la forma, las palabras. Ese es el eterno problema de la poesía. Mallarmé decía, de un modo muy simple y muy profundo, que los poemas están hechos de palabras. El pintor Dégas quería escribir un soneto, y le decía al maestro que le faltaban las ideas. «Querido amigo -le respondió Mallarmé- los poemas no se hacen con ideas, sino con palabras». Gerbasi ha entendido esto perfectamente, puesto que la mayor virtud (virtud significa fuerza) de su poesía consiste en estar, real y efectivamente, hecha de palabras. ¿Qué significa esto? ¿Acaso que los malos poemas no están también hechos de palabras?

Aquí reside el punto crucial, lo que algún filósofo llamó la diferencia ontológica. La expresión es de Heidegger, y si Heidegger es atacable por el lado especulativo, desde el punto de vista de la teoría poética constituye toda una fortaleza, la más sólida de nuestro siglo, si no olvidamos la teoría poética de Valéry y de los surrealistas. En materia de poesía, ¿cuál es esa diferencia ontológica?

En primer término, hay que concederles carácter ontológico a las palabras. Las palabras, para el poeta, son entes, y como tales están sometidos a ciertas condiciones. La primera de estas condiciones fue magistralmente explicada por Ferdinand de Saussure en su Curso de Lingüística General, cuando patentizó su teoría sobre el «valor » de los vocablos . En resumen, Saussure decía que el «valor» -en sentido lingüístico- de un vocablo le viene dado por su posición o postura dentro de un contexto; o bien dentro de un «sistema», para hablar como Saussure; o bien dentro de una «estructura», para hablar como sus discípulos. Así, la palabra mandare, en un poema de Mallarmé, no quiere significa/’ un instrumento musical, sino la idea de antigüedad, de vetustez, de cosa cristalizada en el tiempo. El diccionario, que no concede, por cierto, diferencias ontológicas, nos diría que mandare es un instrumento musical. Pero la poesía es lo opuesto del diccionario: la poesía nos remite a significados que no tienen sentido sino dentro de ella misma, en su propio contexto, en su integridad como sistema verbal. Por eso nos dice Vicente Gerbasi: «En poesía las palabras no poseen un valor justo, filológico, etimológico, sino que adquieren un valor múltiple, que escapa a la lógica corriente del lenguaje. La palabra cambia de valor de acuerdo con su relación». He aquí como un poeta nos explica, a partir de su propia experiencia, la teoría saussuriana del valor de las palabras.

De modo, pues, que cuando decimos que un bello poema está compuesto o hecho de palabras nos referimos a que tales palabras están situadas en su exacta relación, están perfectamente engastadas en un sistema verbal. Y esto es lo que no logran los malos poetas. Ya lo sabían los viejos poetas-filósofos de la Grecia arcaica, para quienes el Lagos (o la otra divinidad verbal: Peitho) debía ser sagrado y, por tanto, colocarse siempre en su justo lugar. Hacer justicia era poner todas las cosas en su justo lugar. Hacer poesía era, y lo seguirá siendo, poner todas las palabras en su justo lugar.

Esto es lo más difícil del arte poético. Pues no se trata sólo de «inspiración», como se creía en los tiempos
en que Goethe diagnosticó la Krankheit o enfermedad romántica. Se trata de arte, dándose por entendido que el arte implica una técnica. Es el arte o técnica de poner las palabras en su justo lugar. Esto lo comparte la poesía con el resto de la literatura. Lo que distingue a la poesía es el darles a los vocablos un valor especial, que Mallarmé llamó prismático y Baudelaire evocatorio. El vocablo poético, justamente colocado, irradia signifacaciones y sentidos hacia todas partes; más que significar evoca. Y esto es lo que logra en muy alto grado el poeta Vicente Gerbasi, a quien considero uno de los más elevados poetas vivientes de nuestra lengua.

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En su magistral ensayo Estructura de la lírica moderna el gran romantista alemán Hugo Friedrich dedica un capítulo a Carlos Baudelaire, a quien considera, con suma razón, como el fundador de la modernidad poética. En ese capítulo, Friedrich señala una docena de características de lo «moderno» en poesía. Conviene hacer constar que lo señalado a propósito de Baudelaire tiene, salvo excepciones, valor para toda la modernidad poética; entre otras razones, porque fue Baudelaire el creador de ese vocablo, en un texto de 1859 . ¿Será -nos preguntamos de paso-una simple casualidad que en ese mismo año saliera a la
luz lo que podemos considerar como el primer análisis revolucionario de la sociedad capitalista, a saber, la Crítica de la Economía Política de Marx? No creo que sea un puro azar. Marx nunca supo quién era Baudelaire, ni éste quién era aquél. Pero ambos sabían quién era su común enemigo: la sociedad capitalista. Si Marx fue grande en el análisis económico de la sociedad capitalista (al fondo de
la cual descubrió la miseria), Baudelaire fue grande en cantar sus miserias (al fondo de las cuales descubrió el capital).

De la docena de características que Friedrich asigna a lo moderno, entresacamos algunas y las pondremos a prueba en la poesía de Vicente Gerbasi. Baudelaire es «el poeta de la modernidad». La lírica
francesa empieza, con él, a interesar a toda Europa. Podemos preguntarnos por qué. La respuesta, a mi entender, está en la historia económica y social de la misma Europa. No sólo la poesía, sino cualquier otra forma de aparecerse el ser social, se universalizó. Como dice Marx en La Ideología alemana, el capitalismo creó la historia universal, en el sentido literal del término. O dicho menos poéticamente: se organizó un comercio mundial, a expensas de los países pobres, pero productores, como nosotros.

La poesía, esta vez, llegó con retraso. Después de un siglo XVIII de atroz manufactura y de atroz explotación y división del hombre, surgió, en el siglo XIX, la poesía capaz de hacer la denuncia necesaria. Esa poesía fue la de Baudelaire, pues Goethe -que hubiera podido hacerlo–andaba demasiado ocupado en sus labores burocráticas de Weimar y en su empeño de distinguirse de «la masa», cosa que le restó
grandeza; al menos, le restó la suficiente como para no otorgársele el título de poeta de la modernidad. Es un enorme poeta, sin duda; el mayor de la lengua alemana y uno de los grandes de la poesía universal. Pero no es el poeta de la modernidad. Ese título corresponde a Baudelaire.

Goethe se contentó con su pequeño mundo de las cortes alemanas, una Alemania que andaba a la zaga de Europa. Baudelaire, en cambio, con menos instrumentos culturales pero con igual sabiduría poética, se enfrentó al capitalismo y a sus revoluciones.

Creo que Gerbasi es un poeta d e la modernidad. No desde el punto de vista del capitalismo de las grandes ciudades, pero sí desde el punto de vista de los países pobres. Su poesía recoge amorosamente esa pobreza y la transfigura, le presta un esplendor tal que nos obliga a la admiración. Gerbasi nos habla de pequeños pueblos, de pequeñas cosas, pero les da un relieve estilístico de gran poder adivinatorio.
Tiene la misma «sorcellerie évocatoire» o brujería evocatoria de Baudelaire. Este nos describe y nos canta
París; Gerbasi describe y canta a Canoabo, un pequeño pueblo del Estado Carabobo, donde murió su padre, que era un inmigrante italiano. Se puede ser tan moderno con París como con Canoabo. Los economistas marxistas (algunos) han llegado, por fin, a la saludable conclusión de que la diferencia entre países desarrollados y países subdesarrollados (para utilizar este vocablo, que Ernest Mandel califica de «púdico eufemismo») no es una diferencia entre distintos modos de producción, sino entre formas del
capitalismo. Igual ha de ocurrir en el terreno poético. El capitalismo al que se enfrentan Baudelaire o Valéry es, en esencia, el mismo al que se enfrenta Gerbasi cuando nos habla de Canoabo. Se trata de formas o formaciones que difieren en lo accidental, mas no en lo esencial. Y esto convierte a Gerbasi en un poeta del mundo moderno, ya que lo ‘»moderno» no es una categoría exclusivamente europea, sino que nos atañe a todos.

Otro rasgo de la poesía moderna es la despersonalización. ¿Cómo se comporta Gerbasi frente a este problema? Se habla de despersonalización «en el sentido de que la palabra lírica ya no surge de la unidad de poesía y palabra empírica» (ELM, 49). También convendría recordar unas palabras de un lírico auténticamente moderno, como Giuseppe Ungaretti, según el cual fa poesía «debe tener al mismo tiempo esos caracteres de anonimato por los cuales es poesía, y por los cuales no es extraña a ningún ser humano».

El comportamiento de Gerbasi es al mismo tiempo curioso y típico de la poesía moderna. En su poesía hay un Yo, pero este Yo no es puramente subjetivo; por el contrario, es más objetivo que subjetivo. Heráclito decía, en su poesía maravillosamente filosófica (o en su filosofía maravillosamente poética ) que no era él en realidad quien hablaba, sino que el Logos hablaba a través de él. En el fondo de la despersonalización de la poesía moderna late este principio, Hablo Yo, pero en realidad son los hombres quienes hablan por mí. Basta pensar, en el caso de Gerbasi, en su extraordinario y vasto poema Mi padre, el inmigrante (1945). La oportunidad de un canto al padre parecería ser, al primer golpe de vista, una oportunidad para el volcamiento ardoroso del Yo subjetivo.

Sin embargo, se transforma en una reflexividad profunda. Al ser reflexividad, el Yo se refleja a sí mismo;
podríamos decir que se desdobla, siempre que se admita que, a pesar del desdoblamiento, el Yo permanece siendo uno. De nuevo recordamos a Heráclito, padre, en muchas cosas, de la filosofía y la poesía modernas. El decía que toda cosa era una y era otra al mismo tiempo, pues todas las cosas se gobernaban por el principio de la coincidentia oppositorum o encuentro de opuestos . Pero también decía, insistentemente, en que esos opuestos son, en su trasfondo ontológico «uno y el mismo» (en kai tauto). De modo, pues, que se trata de un desdoblamiento fundado en una unidad. Esta unidad la constituye el Yo de la poesía moderna, y Gerbasi no es excepción. Desde Kant la cosa se ve aún más clara, puesto que a partir de él se ha distinguido nítidamente entre el Yo como sujeto y el Yo como objeto. El yo se convierte en objeto de sí mismo, se pone o se propone a sí mismo como objeto de conocimiento.

Unas líneas de Mi padre, el inmigrante podrán demostrarlo con esa extraña objetividad que tiene la poesía, objetividad acaso más imperiosa que la de la lógica. El poeta dialoga con la sombra de su padre, al modo de Hamlet. Dice así el Canto II del poema:

Relámpago extasiado entre dos nubes,
pez que nada entre nubes vespertinas,
palpitación del brillo, memoria aprisionada,
tembloroso nenúfar sobre la oscura nada,
sueño frente a la sombra: eso somos.
Por el agua estancada va taciturno el día,
doblegando los juncos hacia barcas de olvido.
El alma silenciosa en las violetas tiembla.
¿No somos un secreto guardado por las horas?
Mirad cómo en el césped de la tarde
la mirada es un brillo de azahares,
cómo se esconde el ser
en el suspiro leve de las fl’ondas.
Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente.
El frío de las piedras corre por nuestra sangre.
Un susurrar de nardo desciende por los valles.
Y siempe el hombre solo, bajo el sol y los truenos,
perseguido por voces, por látigos y dientes.
El hombre siempre solo, con su mirada, suya,
con sus recuerdos, suyos, y con sus manos, suyas.
El hombre interrogando a sus calladas sombras.
Escucha: yo te llamo desde mis soledades,
desde mis suspirantes comarcas de palmeras,
abiertas a los signos luminosos del cielo.
El viento se te enreda con nieblas siderales,
y te detiene al pie de negros abedules.
Venados de la luna van corriendo
por la antigua memoria
y en tu silencio caen llamas del corazón.

Puede observarse que el diálogo con el padre se convierte en un diálogo filosófico en el que no habla propiamente el hijo, sino la humanidad, o «el hombre». Es cierto que «yo te llamo desde mis soledades», pero se trata de un llamamiento hecho desde el fondo universal, genérico, de un hombre individual. Un hombre que reflexiona al modo de Shakespeare y de Calderón: «Sueño frente a la sombra: eso somos». Un hombre que advierte que «Algo se cierra siempre en torno a nuestra frente», un pensamiento que pareciera emanado de Cristo, coronado de espinas. Se trata de «el hombre, siempre solo», o de «el hombre interrogando a sus calladas sombras». Se trata, en fin de «cómo se esconde el ser», frase que de nuevo nos recuerda a Heráclito cuando decía: «La naturaleza gusta de ocultarse» (Physis kriptesthai philei), lo cual quiere decir que la constitución de las cosas suele ocultarse a la simple mirada.

En Gerbasi es lo mismo. Su tarea como poeta ha sido la de desocultar el ser, esencia o estructura de cada cosa. Y lo ha hecho a través de las palabras, en las cuales, según dice hermosamente Heidegger, «habita el ser». Para tal desocultamiento o hurganza es menester despersonalizar al poeta. Rasgo genuinamente moderno, aunque no desprovisto de raíces antiguas. La poesía moderna, al menos la de sus más altos representantes, obedece a un plan sistemático. Retengamos de este adjetivo no tanto su actual sentido lógico como su sentido originario. Systema significaba, en esencia, esto: reunión en un cuerpo, ya sea de varios objetos, ya de partes diversas de un mismo objeto. Systematikós era aquello que forma un todo, o que reposa sobre un conjunto de principios. En métrica, era aquello que forma un todo, un conjunto armonioso; en música, aquello que concierne a los acordes; y en medicina, aquello que es continuo o frecuente.

Interesa, en especial, la acepción retórica del término, trasmitida por el gramático alejandrino Hefestio: «reunión de versos que forman un todo». La relación de la sistematicidad con la poesía moderna ha sido expresada excelentemente por Friedrich en el siguiente pasaje: «El hecho de que Baudelaire ordenara las Fleurs du Mal como un edificio arquitectónico (recuérdese que Kant definía la arquitectónica como el «arte de los sistemas» (die Ktmst der Systeme), demuestra la distancia que le separa del romanticismo, cuyos libros eran meras recopilaciones que incluso en lo caprichoso de su ordenación no hacen más que repetir formalmente el azar de la inspiración. También pone de manifiesto el papel que tienen en su poesía las fuerzas formales, que representan mucho más que un mero ornamento o una obligada elegancia. Estas fuerzas son medios de salvación, desesperadamente buscados en una situación anímica desesperadamente angustiosa.

Los poetas ya habían sabido siempre que el dolor se resuelve en la canción. En ello consiste el conocimiento de la catarsis del sufrimiento por medio de su transformación en lenguaje formalmente más elevado. Pero en el siglo XIX, cuando el dolor por algo concreto se convirtió en dolor sin finalidad, en desolación y últimamente en nihilismo, las formas pasaron a ser un medio urgente de salvación, a pesar de que, en tanto que son algo cerrado y sereno, se hallan en disonancia con lo angustioso de los contenidos. Volvemos, pues, a encontrarnos ante una disonancia fundamental de la poesía moderna. De la misma manera que el poema se separó del corazón, la forma se separa del contenido. Su salvación sólo consiste en el lenguaje, mientras el conflicto del contenido permanece sin resolver» (ELM, 5 5-6).

También Gerbasi ha procedido arquitectónicamente. No se ha dedicado, al menos en apariencia, a la construcción de un Libro, tal como se dedicaron Baudelaire, Petrarca o Jorge Guillén. Ha preferido ir publicando su obra en diversos volúmenes y, naturalmente, en diversas épocas. Pero si uno mira este conjunto de volúmenes con cierta profundidad, encontrará al fondo el Libro de Poesía arquitectónicamente construido. Baudelaire, a sus 23 años, escribía con tanta madurez poética como diez o quince años después. El poema Amanecer del libro de Gerbasi Poemas de la noche y de la tierra, de 1943, tiene tanta calidad poética como el mejor de los poemas de su libro más maduro: Los espacios cálidos, que es de 1952. Mallarmé, a sus 35 años, ¿no corregía aún sus poemas de los 15 años?

Gerbasi es, pues, sistemático. Más no sólo en el sentido de que ha ido secretamente gestando un Libro (patente en la Antología Poética de 1970). También lo es verso a verso. Las «fuerzas formales» de que hablaba Friedrich tienen en Gerbasi una potencia casi mágica y, en todo caso, omnipresente. Pueden señalarse algunas vacilaciones -muy pocas- como las que constituyen sus Liras (1943), ordenadas según el esquema métrico renacentista que conoció su esplendor en Fray Luis de León o en San Juan de la Cruz, con quien, por cierto, tiene Gerbasi más de un punto en común (Cfr. Antología, pp, 27,28,30). En estas liras, así como en buena parte de los endecasílabos de Círculos del trueno (1953), se observa un desencuentro del poeta con su forma expresiva. Es lo que Friedrich llama una «disonancia», que no es tan sólo una cuestión de conflicto entre forma y contenido, sino entre la forma y la forma misma. El mismo año (1943) en que Gerbasi publica sus Poemas de la noche y de la tierra, que pertenecen a su forma expresiva más peculiar y trascendente, publica también las Liras, que, sin estar desprovistas de belleza, cortan un poco las alas al poeta. He allí una disonancia puramente formal.

El contenido era el mismo; el ideal poético buscado era el mismo. Y no se trata de que Gerbasi no maneje bien los esquemas rítmicos tradicionales; por el contrario, uno de sus rasgos más destacados es su dominio de la prosodia poética. Pero esta prosodia encuentra su mejor expresión, y su más alta musicalidad, dentro de un esquema rítmico dispar, no sujeto siempre al divino acorde de los viejos metros, sino sometido a un riguroso acorde disonante. Esto no significa, como muchos creen, un desdén hacia los viejos acordes. Hay poetas que se sienten más a sus anchas dentro de ellos; basta pensar en Baudelaire o Valéry, o en Machado o Guillén, o en buena parte de Neruda. Pero cada poeta tiene su forma en la que el contenido alcanza su más elevada expresión. Baudelaire tenía la suya: «Está completamente claro -decía- que las leyes métricas no son tiranías inventadas arbitrariamente, sino reglas elegidas por el propio organismo espiritual. Jamás han impedido que la originalidad se manifestara. En cambio lo contrario es mucho más exacto, o sea, que han contribuido siempre a que madurase la originalidad».

Por su parte, Oscar Wilde hablaba de la rima como de «un divino eco en el valle de las musas». ¿Y qué no decir de las sublimes prosas cantadas de Rubén Darío? Darío tuvo, en este aspecto (y en muchos otros ) una formidable intuición que nos ayudará a entender mejor el tipo de armonía poética que ejecuta Gerbasi en su rico instrumento lírico. Darío llamó uno de sus libros más musicales Prosas profanas. ¿Por qué prosas? Para responder tal pregunta, hay que remontarse a la Edad Media. La Edad Media conocía dos sistemas poéticos: el silábicométrico y el acentual-rítmico; de ahí que el ars dictaminis se dividiera en dictamina métricos, rítmicos y prosísticos, a los cuales se añadió el de la «prosa rimada», especie de mixtura. Tal distinción «presupone que tanto la poesía como la prosa son discursos artísticos sujetos a reglas: la prosa está sujeta al ritmo y la poesía al metro». «Los límites entre poesía y prosa se borran, pues, cada vez más», añade Curtius. Había, naturalmente, una prosa simplex e incomposita, esto es, sencilla y no sujeta a las rigurosas leves del discurso artístico; simplemente destinada a la presentación de los hechos. La otra prosa era la elucubrata, como dice San Jerónirno.

De ahí la distinción de Enodio entre sermo simplex y sermo artifex, siendo este último el discurso artístico propiamente dicho, que en la Edad Media, con el transcurso de los siglos, se hizo cada vez más artificioso, elaborado o «elucubrado». Lo cierto es que en la temprana Edad Media se emplea el término prosa para designar al «poema rítmico». Curtius encuentra en un poema del período longobardo, fechado en 698, el ejemplo más antiguo del empleo de prosa para designar un poema. Pero hay más. «El empleo de la palabra prosa para designar la poesía halló nuevo terreno de aplicación al inventarse la secuencia, en el siglo VIII. El término «secuencia» proviene de la técnica musical, y se refiere a la artificiosa prolongación melódica de la última vocal del Aleluya de la misa». Dice Karl Strecker, en cita de Curtius: «Como las secuencias eran ejecutadas por dos semicoros, el segundo de los cuales debía repetir la melodía del primero, la nueva forma poética se caracterizó por tener siempre dos pasajes en prosa con el mismo número de sílabas. Si esta innovación hizo época y tuvo tan grande importancia, fue porque por vez primera quitó a la poesía las trabas tradicionales, librándola de los escasos esquemas métricos existentes». Y concluye Curtius: «La secuencia: he allí el origen de la lírica moderna, a partir del espíritu de la música».

Pues bien, Vicente Gerbasi hace prosa en el sentido arriba anotado. También tiene una melodiosa prosodia, y no está demás recordar que esta palabra, en su origen griego, significaba, ente otras cosas, canto para acompañar la lira, y también acento tónico, «todo lo que sirve -decía Aristóteles en sus Elencos sofísticos para acentuar el lenguaje». Lo importante, para nuestro asunto, es que los versos de Vicente Gerbasi -los del mejor Gerbasi – son como cánticos o prosas religiosas, tienen un sabor inconfundible a canto gregoriano, a salmodia mística que tiene un ritmo peculiar, distinto del ritmo métrico aunque no separado totalmente de él. Utilizando una metáfora, podríamos decir que los versos de Gerbasi son corno monjes que marchan, densos de pensamientos y preocupaciones divinas, por los amplios y limpios pasadizos de un claustro.

Son versos religiosos, más no tanto en el sentido que le daba Xubiri a este vocablo (religare, estar atado o religado a Dios), sino más bien en el sentido que algunos escritores latinos, como Aulo Gelio por ejemplo, daban al adjetivo religiosus, que quiere decir escrupuloso, cuidadoso, preocupado por los detalles y la perfección. Es cierto que en Gerbasi se observa, como una constante, un diálogo con la divinidad, a la que en diversas ocasiones llama por su nombre cristiano. Pero la religiosidad de Gerbasi -y en esto es también auténticamente moderno–consiste en una amorosa, cuidadosa preocupación por la forma, patente más que nunca en los pasajes de su obra donde pareciera existir mayor libertad formal, y menos patente (por paradójico que ello parezca) en los pasajes donde el poeta aplica los esquemas métricos tradicionales en toda su rigurosidad.

Se trata, pues, de una religiosidad difusa, desparramada a lo largo de una obra poética, y no de una religiosidad apuntada directamente hacia Dios. Gerbasi, como buen poeta moderno, es en esto más barroco que gótico. Su cristianismo es más pensado que sentido. Es lo que Friedrich llamaría «cristianismo en ruinas». No obstante, hay una categoría de la poesía moderna, según la entiende Friedrich, en la que no tendría cabida la poesía de Gerbasi. Es la «vacuidad del ideal», o dicho de otro modo, la «trascendencia
vacía» (leere Trascendenz). El poeta moderno -Baudelaire, Mallarmé, etc.- busca la trascendencia, tiene un anhelo metafísico, un deseo de superar lo que Baudelaire llama «ces miasmes morbides» para remontarse hacia «l’ air superieur». Pero en estos aires superiores no encuentra más que eso: aires superiores, y no realiza el hallazgo de ninguna divinidad. Por eso es posible hablar de una trascendencia vacía, o de la vacuidad del ideal. En Gerbasi no parece haber esa vacuidad, esa trascendencia vacía.

Su universo metafísico está lleno de dioses. Y esos dioses son objetos familiares, de una humildad esplendorosa. Incluso cuando Gerbasi quiere hablarnos de trascendencia vacía (o de la Nada, como nos habla en varios poemas de distintas épocas; recuérdese «la oscura Nada» del poema anteriormente citado) nos llena de materia. Hay un pasaje de Mi padre, el inmigrante que puede ilustrarnos:

Y pasaron caminos, zamuros, caseríos,
y viste un asno ciego atado a una ventana,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.

Es notorio el afán poético de significar, mediante los signos de un lenguaje cálido, la soledad, la nada, el aniquilamiento. Pero ¿es este el nihilismo de que hablaba Friedrich ? No me lo parece. Esta es una nada llena de materias gloriosas. Es cierto que hay en Gerbasi una especie de indagación sobre la muerte, y una especie de filosofía de la nada. En primer término, aparecen los zamuros, aves de la muerte, hienas celestes. Luego hay un asno «ciego», un «niño sin parientes», un vaquero que no llama al ganado sino a su sombra. Los pájaros no gorjean, sino que gritan. El agua no es cristalina, como lo era en Petrarca y Garcilaso, sino que tiene «lenguas oscuras». Los animales no son aquellos del locus amoenus virgiliano, sino que son «animales dolientes» que lloran. ¿Es esta una trascendencia vacía? No lo creo. Y sin embargo, la considero plenamente moderna, tan moderna como la vacuidad del ideal de los poetas malditos franceses. Y hay una razón para ello. Una razón no enteramente poética, pero que está relacionada con la poesía más de lo que pudiera suponerse. La razón es económico-social. Un poeta como Baudelaire canta al capitalismo desde una posición europea.

Gerbasi lo ve desde otro punto de vista, el del «subdesarrollo» o «antidesarrollo» o «países en vías de desarrollo», como se quiera llamar a nuestra dramática situación histórica. Su trascendencia no puede ser vacía, no puede estar cansada de ser ni hastiada de lo que ella misma ha construido. Si Gerbasi fuese un poeta europeo, probablemente sería un nihilista . Pero es un poeta americano, lleno de contenidos, de contradicciones, de asombros.

Lo anterior es verdadero también en lo que respecta al tratamiento del paisaje. Dice el poeta Francisco Pérez Perdomo en el «Apéndice» de la Antología: «Gerbasi tiende, con insistencia, a la idealización de la naturaleza a través de un lenguaje elíptico que crea y nos comunica imágenes muy vagas, ambiguas, penumbrosas . Los objetos reales entonces se cargan de una densa y sutil atmósfera de subjetividad que diluye y borra sus contornos y que casi los extingue. Este proceso de idealización o subjetivización conduce a una cerrada identidad entre la naturaleza y los estados de ánimo del poeta, en la que los términos de la relación pueden llega a invertirse y confundirse, pudiendo, en consecuencia, los estados de ánimos pasar a ser atributos de los objetos físicos y las cualidades de éstos a ser los estados de ánimo y no simplemente su reflejo o representación» (Antología, pp. 324-5).

El juicio de Pérez Perdomo nos parece acertado, menos en un punto crucial. La idealización de la naturaleza a través del lenguaje elíptico de Gerbasi no nos conduce a «imágenes muy vagas, ambiguas, penumbrosas». Por el contrario, el Yo se objetiviza de tal forma que se convierte en carne de los objetos, se encarna en ellos hasta convertirse en pura materia, y las imágenes y metáforas que de esto surgen poseen un denso resplandor de materia. Nadie puede negarle a Gerbasi el dominio y la posesión
del universo material.

Gerbasi no es un impresionista del lenguaje. Hay toda una polémica sobre el impresionismo o expresionismo del lenguaje, recogida en el libro El impresionismo en el lenguaje, que editó Amado Alonso en 1936. Cita allí Alonso un párrafo de Eduard Spranger inserto en sus Formas de vida (II, 3) que nos sirve para entender el lenguaje de Gerbasi. Dice Spranger: «Si quisiéramos resumir en una proposición brevísima la esencia de lo estético, diríamos que es la expresión informada de una expresión. Se incluyen aquí tres momentos: la impresión, es decir, un producto objetivo concreto-sensible dado en la realidad o creado por la fantasía, que en su significado emocional es percibido como vivencia psíquica. La expresión, es decir, la exposición concreto-sensible de mi contenido psíquico fantasísticamente ampliado a base de un material real o imaginado. La forma como resultado del proceso de compenetración entre impresión y expresión, que se llama estrictamente «forma», en sentido propiamente dicho, cuando se alcanza un estado de equilibrio, de armonía, entre el factor objetivo y el subetivo».

Por otra parte, para los hermanos Goncourt ( quienes verdaderamente dieron al vocablo «impresionismo» un sentido preciso) el impresionismo en literatura consiste en «expresar no las cosas, sino las sensaciones de las cosas, el temblor de nervios que nos produce su encuentro». Esta fórmula, ¿es aplicable a Gerbasi? ¿Lo es la de Spranger? La pregunta es inquietante, y en darle respuesta se nos irá el final de este ensayo, que ya es, al modo de los opuestos de Heráclito, corto y largo al mismo tiempo. Es un problema parecido al de una calle: ¿quién sabe quién va y quién viene por ella?

La definición que da Spranger de expresión es «la exposición concreto-sensible de mi contenido psíquico fantasísticamente ampliado a base de un material real o imaginado». Según esto, Gerbasi es un expresionista, y está más ligado a Courbet que a Manet. En su lenguaje no existe el «plen air» impresionista. Por el contrario, es un aire denso, cargado de recuerdos, de memoria, de pájaros, nubes y hojas. La naturaleza, entendida por Gerbasi, nos recuerda a la naturaleza entendida por un gran pintor olvidado: el aduanero Rousseau. Gerbasi nos habla de «gruesas hojas moradas», de que «la noche mora temblando en los jazmínes», de «grandes hojas espesas» que a veces se aparecen como «escamas aceradas». Todas estas hojas espesas, pesadas, nos recuerdan los paisaje del aduanero, donde el hombre aparece como aprisionado entre la fuerza de las hojas. Si el aduanero hubiese sido poeta, habría escrito
de esta suerte:

Aquí levanta el día convulsas arboledas
reclamos funerarios,
barrancos como templos, humos lentos de tumbas.
Pasa pesado un viento de oscuros gavilanes
y en las viviendas arden
ramas de algún boscaje misterioso.
En la selva Canaima huye en un denso soplo
de tiniebla y de azufre, de pájaros negruzcos,
y cuelga de las ramas como caucho quemado,
y aprisiona a los hombres . . .

Esas hojas «como caucho quemado» son las mismas hojas del aduanero Rosseau. El hombre aparece allí como un espectro. La verdadera vida es la de las hojas y la de los árboles, entendidos a la manera expresionista: no como meras «impresiones», sino como violentas expresiones de un universo dramático. Un universo de forma poética, en el sentido que ya hemos señalado. Gerbasi expresa un sentimiento, pero se preocupa de la sonoridad conque lo expresa Testigo de ello es el admirable verso que, en un
juego mágico de aliteraciones y acentos, dice: «Barrancos como templos, humos lentos de tumbas».

Sobre el autor

*Fragmentos de la edición de Separata (Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo, 1974)

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