Lourdes Sifontes Greco
El mejor lector es aquel que sabe que todo cuanto lee es un palimpsesto y descubre, bajo la copia visible, el original invisible. Marco Denevi
Y EL TREJO SE HIZO VERBO…
A cuarenta años de la publicación de Los cuatro pies (1948), su primer libro, Oswaldo Trejo, el hombre venido de Ejido, recibe el Premio Nacional de Literatura, reconocimiento de las instituciones de la cultura nacional a una obra única en el ámbito de la creación narrativa venezolana. Obra de búsquedas, de insistencias, acaso incomprendida e incluso negada por muchos. Obra que se inserta en la contemporaneidad, en la tradición caligramática de las primeras experiencias poéticas rebeldes ante la página, en el reto del juego, del abismo interior y del balbuceo adánico.
Obra de sólida unidad, de aparente hermetismo que resuelve su hermosa coherencia en el concierto de escogidas claves de escritura que invitan al lector valiente a una participación comprometida y erótica en el texto. Porque los textos de Trejo —vale llamarlos, con justeza, los trejos—, y en mayor grado los que integran esta edición, lejos de ser culteranos o conceptistas, son textos de despojo, de arrojo en la combinatoria formal que juega con la finitud abierta del lenguaje. Los trejos son textos-espejo, y como todo espejo, invierten la imagen en ellos proyectada: no estamos ante un experimento barroco del horror vacui, sino frente a su contrapartida. Estos trejos se inscriben en el disfrute del vaciado de lo literario, del desprendimiento de la anécdota convencional, no ya de su barroco ocultamiento. El protagonista es la escritura: la escritura despojada.
Escritura que se va tallando sobre la página, vaciando los moldes de la sintaxis conocida —tal como las cartas de Andén Lejano (1968)-, legando, como los testimonios de los primeros hombres, impresión, memoria, imagen. Como señala con acierto Juan Liscano, en la narrativa de Trejo «se crean comunicaciones laterales con la realidad aludida»1; el signo parece fracturarse en una lucha con su íntimo deslinde, buscando no un acercamiento al objeto, sino un ser objeto por sí mismo. Las palabras no hacen
mención de las cosas; antes bien, construyen su propio universo.
Los trejos que siguen inscriben a Oswaldo en la convicta y confesa estirpe de lo que Héctor Libertella denomina «patógrafos», de esos seres que, en el proceso vital de la escritura, se deslizan por una «pendiente etimológica que va del pathos a la pasión, al padecimiento y por último a la patología y a la enfermedad o morbo de la letra»2. Proceso de compromiso extremo con las palabras, de dejarse poblar por ellas, de ceder el absoluto gobierno de la página a las palabras ya sean sueltas, combinadas, presentes, reiteradas, cortajeadas o ausentes. Dotado de una caja llena de letras, el escritor es el tipógrafo de sus textos, quiere ser quien les dé cuerpo, quien les otorgue oquedades, resquicios, caminos, esparciendo signos en el espacio.
Como señala el propio Libertella, el Quijote, en la literalidad del texto, reside en un lugar de La Mancha. Mancha geográfica que, por arte y virtud de la escritura, pasa a ser mancha tipográfica: el personaje, el verbo, el objeto, viven en esa mancha de tinta sobre el ámbito blanco. Libre lectura que abre paso a la inserción de Trejo en el linaje del arte de narrar.
Pero, ojo: nada hay de automatismo en esta poética. La dispositio de los trejos, esa fruición del detalle que de pronto torna a ser sugerencia atmosférica, ese entramado sin anécdota que se revierte en microanécdotas reiteradas, en acciones sucesivamente adjudicadas a distintos sujetos, ese intercambio de posiciones que las palabras parecen fundar de común acuerdo, manifiesta un alto grado de conciencia de la escritura, de la tesitura. Es una danza de jugadas, una estrategia de continuos gambitos que reafirma cierta perdida autoestima del lenguaje de creación:
Son características del uso estético de una lengua la ambigüedad y la autorreflexividad de los mensajes. La ambigüedad hace inventivo el mensaje con respecto a las posibilidades que comúnmente se reconocen al código (…). Se da el caso también de que se producen alteraciones en el orden de la forma de la expresión, alteraciones tales que hacen que el destinatario (…) se vea obligado a volver al mensaje propiamente dicho, como entidad física (…). Así es cómo el mensaje estético se vuelve autorreflexivo, comunica también su organización física…3
Los textos de Oswaldo Trejo manifiestan esta preocupación por el ejercicio de la corporeidad del lenguaje. Aspecto plástico y físico que Trejo cultiva en luces y sombras, en claves diáfanas que repentinamente lucen engañosas, en aparentes leyes de funcionamiento que se erigen y se autodestruyan4, reafirmando la condición de cuerpo que tienen las palabras (aspiran-espiran, absorben-eliminan, contaminan-depuran); así, «el uso estético de una lengua se convierte en una de las maneras más apropiadas de generar contradicciones»5. Y estamos de vuelta en la noción de lo especular, en el universo de la autorreflexividad.
No faltará quien hable de textos supuestamente «autistas»; mas no es el caso. Nuestros trejos son algo mucho más placentero: son autorreflejos. Como lectores, tenemos la libertad de entrar en ellos y presenciar el disfrute de las mismísimas palabras al verse unas junto a otras, frente a otras, sobre otras, o sobre, frente y junto a Su propio reflejo, su imagen y su sonido. Son textos de desdoblamiento: los Ecce Homo de Andén Lejano, los Cristos y Teresas de Textos de un Texto con Teresas (1975) y los Robert y los Robert Rob… de Metástasis del Verbo (1990), personajes desprovistos de la noción convencional que los asociaría miméticamente a representaciones de personas, son signos de un juego de espejos, elementos que se desplazan por la escritura viéndose unos a otros.
Los criterios actuales alrededor del concepto de narrativa narcisista — en el mejor de los sentidos— ubican dicho concepto en las propias raíces de la ficción por excelencia6. De acuerdo con esto, y con la tal vez juguetona e irreverente analogía entre las «manchas» arriba mencionada, la paradoja trejiana coloca a este narrador, triunfante, en el vértice de las vanguardias, rompiendo con el realismo y lo anecdótico con los mismos medios que lo acercan a los clásicos. Trejo construye sus textos con procedimientos, no ya con historias, y cada texto parece referirse al procedimiento mismo de su escritura. ¿No son acaso el propio Quijote y el Decamerón, por citar sólo dos, textos donde «se cuenta que se está contando»?
Por otra parte, retador y siempre lúdico, el texto trejo involucra al lector en el clima de la autorreflexividad. El tuteo hacia el Ecce Homo en Andén Lejano es endógeno, sí, pero ese «tú» sujeta al receptor —sin consultarle— y lo rebautiza. El lector, entonces, se mira Ecce Homo; al mismo tiempo, percibe que el «tú» puede ser ese otro interior, inmanente, propio del texto; en el proceso, las perspectivas se pierden y el tú-yo de narrador y lector se entrecruzan: ¿se trata de dos yo-Ecce Homo-receptor-tuteado, de un Ecce Homo lector y uno narrado —o narrador—, o de dos de estos últimos, o bien las posibilidades conviven, alternan y se reflejan unas en otras? Tal es uno de los retos de la autorreflexión.
Igual ocurre con el «ustedes» imprecatorio de Textos de un Texto con Teresas, y, del mismo modo, se tira el lazo hacia un receptor partícipe en la Metástasis con el entorno del banquete, la lectura de las cartas, la traviesa incógnita del invitado —«o lo invitado». Escritura indiscutiblemente estética en la medida en que se trata, entonces, de una escritura de contradicciones. Escritura ubicada «en el punto de sofoco del querer-decir»7, negándose, ofreciéndose, metaforizando el cuerpo y la soledad, la no-historia, la renuencia ante «cualquier contexto intelectual discursivo»8. Propuesta, al lector, de mutua resistencia como en un juego de niños—, pauta de cambio en sus hábitos perceptivos9. Los trejos prueban al lector que, como dice Derrida, «ese ‘no-querer-decir-nada’ no es (…) un ejercicio de reposo»”10
TAMBIÉN LOS TEXTOS SON CIUDADES
No querer decir nada: doble negación que aborda el juego de palabras, propuesta de un «menos por menos» que se aferra desgarradoramente a un positivo «querer decir» en su ya dicho punto de sofoco. Para aquellas lenguas que no admiten esta estructura, querer decir nada: deseo de nombrar, de contar un vacío, un orbe que aguarda ser poblado por las palabras. En ambos casos, proposición textual que invierte su imagen: desesperación de un decir nuevo, de un decir algo, de un decir la nada. Entorno propicio para las fundaciones: como en Andén Lejano, Textos de un Texto con Teresas y Metástasis del Verbo, en la escritura el universo referencial es el propio tejido del lenguaje, es el espacio que con él se construye. Las relaciones de la palabra con el mundo exterior se borran; nada sucede alrededor de la interioridad de los Ecce Homo y sus espacios, no hay otro mundo que el lugar de las Teresas, y en la Metástasis sólo existen el banquete y la baraja: la palabra no sale a asir referentes; a lo sumo, son los referentes mismos, traídos por el lector en su reescritura inevitable, los que ingresan a la obra. En el entramado de la narrativa trejiana, la palabra torna a poseer el universo: no es un puente hacia el objeto; es objeto mismo. Y el objeto que pretenda entrar a formar parte de ese mundo fundado debe, fatalmente, ser palabra.
Inteligencia del lenguaje autónomo y suficiente que se remonta a procesos de infancia y aprendizaje, de fascinación y cuestionamiento ante el verbo, de fractura, de esa pasión que escinde la palabra-juguete para ver qué es lo que tiene por dentro. Acaso el hermoso testimonio de También los hombres son ciudades (1962) arroje cierta luz sobre esta inquietud en los citados trejos:
La frase «Jardín de Infancia» me sugería una gran plaza llena de matas especiales en las que florecían cabezas de niños, trompos, papagayos, aros, metras y maracas. La frase «Casa-Cuna» me planteaba un dilema de muy difícil solución. O es casa o es cuna, me decía. Era imposible aceptar que existiera una cuna del tamaño de una casa con infinidad de niños acostados…11
Y el narrador que observa en sí, en diáfana memoria, al niño que investigaba palabras y sugerencias, dará luz al narrador que descubre que esa investigación, seguida hasta sus últimas consecuencias, es la escritura misma. Dilemas como el de la casa-cuna, cuna-casa, casa-que-es-cuna o viceversa, ni-casa-ni-cuna, o como el de la palabra «huelga» ante su sustituto «olga» y la asociación con el nombre de mujer («… se me ocurrió pensar cómo sería una aglomeración de personas pidiendo algo o protestando contra algo dentro de Olga»12), evocan «la metáfora del texto por excelencia: el puzzle»13, donde lo que caracteriza a las piezas es «la no coincidencia de las figuras y los recortes»14. La concepción del rompecabezas explota al máximo esta no coincidencia, con lo cual se otorga una mayor intensidad al entretenimiento y un reto más arduo al intelecto y a la visión de quien se dispone a unir las piezas.
Las figuras y los recortes, en Trejo, van más allá de la prefiguración de una armadura ambigua en términos de referentes temporales, espaciales o personales: son figuras y recortes de las palabras mismas, de sus relaciones sintácticas, de su presencia gráfica, de su sonoridad. No todo prosista se dedica a esta labor, que parece guardar mayor relación con ciertos mecanismos de la poesía que con la tangibilidad de la narrativa. Tal vez por esta razón, esto colabora estilísticamente para que los trejos, en esa no-coincidencia de lo dicho con la distribución de su dicción, gocen de esa virtud eminentemente poética de suspensión del instante, de tiempo confluyente e infinito, de discurso interior disociado del «tiempo real».
¿Cómo se resuelve un rompecabezas? Mirada, conciencia del desfase entre recortes y figuras, voluntad de extraer el criterio que determina este desfase, azar, adivinación… La solución —el hallazgo del «original invisible»— es, ciertamente, apoyada por un proceso voluntario; pero, al mismo tiempo, es mágica. La lectura revive el juego creador, intenta realizar el mismo recorrido. ¿Qué medios tienden esta suerte de puente «telepático» entre autor y lector, entre texto y lector? El creador despliega sus conjuros, las claves que tal vez el lector convoque. Así, Trejo suelta sus mánticas. Porque hay, en estos trejos, elementos léxicos ubicables en los diversos campos de las artes adivinatorias; sus combinaciones, apariciones y desapariciones tientan al lector en un juego de azar, armado, ensayo, error e imaginación.
Pensemos en Andén Lejano. La presencia refleja de los dos Ecce Homo invita al lector a un ejercicio de catoptromancia, de adivinación por la vía de los espejos, y a una lectura de las repetidas manos huesudas y largas de Ecce Homo, Ecce Homo y la madre; en Textos de un Texto con Teresas, la onomancia —todas esas Teresa Alicia, Teresa Ramona, Teresa Juana, Teresa Felicidad, Teresa Graciela, Teresa Rosa, Teresa Alejandrina— parece ser la regla del juego, e incluso diríase que el narrador hace las veces de santero, pintando y esculpiendo cristos, Teresas y hasta una Santa Teresa de los Enfaldos para construir con ellos un universo suficiente en sí mismo; en la Metástasis, la baraja obliga a insertar las pautas de una lectura cartomántica, y reaparece, con los Robert y los Robert Rob…, la sugerencia de los nombres. En los tres títulos, la recurrencia de ciertos números —quince escalones, once y treinta y seis Teresas, siete nombres— parece apuntar a alguna relación oculta en el interior de los textos…
Catoptromancia y quiromancia que dejan ver la soledad, santería que acusa y desmonta de sus pedestales a ciertas figuras, cartomancia que despliega el azar y la ironía… Pero el rompecabezas sigue siendo imagen, y su placer sigue siendo el de la no coincidencia de la figura y el corte. El entretenimiento del puzzle no es la solución final, sino el proceso; no la seguridad, sino el balbuceo. Y las mánticas puestas en juego, si bien vislumbran el puzzle armado, no constituyen formas de conocimiento de su estructuración.
Trejo lo sabe, y de ahí el retador hermetismo de sus textos, ese juego relacional inagotable que revela un rostro distinto cada vez que volvemos a poner los ojos sobre la página. Porque si bien toda obra tiene ciertas características del puzzle en líneas generales, la de Trejo se inscribe entre aquellas que apuestan por el desafío continuo de armar y desarmar, sin arribo definitivo —y tal vez ni siquiera aparente— a la totalización estática de lo ya agotado.
Estos tres trejos (Andén Lejano, los Textos… y la Metástasis) parecen trazar una historia de intensidad creciente en tal sentido. Andén Lejano, si bien no luce asible en términos de la lectura decodificatoria común, ofrece, en la intimidad inexorable de su atmósfera, cierta proximidad, cierto clima que acoge al lector. La pauta intertextual que alumbra el epígrafe de Antonia Palacios siembra todo el texto con una presencia de adioses, rumores, «voces perdidas»: la obra se anuncia así como ese lugar donde «el paisaje también se marcha y nos quedamos de pronto sin árboles y sin nubes, sin tierra que nos sustente»15, y la coherencia del texto queda señalada desde antes del ingreso a sus páginas por el desmembramiento, la nostalgia, la soledad, los fantasmas, la angustia, la memoria y la ausencia. Por otra parte, la austera definición del ámbito de lo narrado, la peculiar economía de personajes y el desenvolvimiento de ciertas acciones, aunque plásticamente difusas y sugerentes, entre los Ecce Homo, hace que el tránsito por la lectura, si bien sintácticamente extraño y alejado de la referencialidad convencional, irradie cierta curiosa calidez, cierta participación incondicional del receptor en el mundo instaurado por la narración.
Textos de un Texto con Teresas presenta otra aventura, más exigente para el lector, más irreverente, más impugnadora. La autorreferencialidad del texto apunta, como el autorretrato que Sarduy describe en Broglia, a escisiones, fracturas y vulnerabilidad del supuesto modelo. Las Teresas y los cristos pequeñísimos, en un espacio «conventual» edificado con ironía, sonoridad, violencia, mordacidad, soledad y alucinación, trazan su interacción en medio de jerigonzas, apodos, oposiciones, lluvias de acentos como armas imbatibles, como ventajas omnipotentes del si frente al no…
Cierta densidad fantástica pone a los Textos… en un trayecto asociable a ciertos parajes de El obsceno pájaro de la noche; la «confusión» temporal y el intenso «anecdotario» —siempre fracturado, siempre por decir— de las Teresas con sus muertes y resurrecciones atrapan en la búsqueda de historias elusivas, de trazos que se autoconfirman como textos dinámicos, reversibles, espejeantes: «ante un universo mudo, ya son algo los textos que unas veces llegan al derecho y otras veces al revés»16. La constante endorreferencialidad de los Textos… convierte a estas páginas en una suerte de «sagrada escritura», de
redención de lo literario por la vía de una extrema unción —no ya de ungir sino de uncir— del desgarramiento con el juego.
En los Textos…, «igual da menos once defectos más once defectos»17; grado cero, suspensión, ¿silencio? desde el cual el narrador se coloca al descampado, admitiendo, reconociendo esta ineludible presencia, forjando sin descanso la propuesta escritural:
¿qué quiere? Son los textos entrando en el silencio, pasando sobre el silencio casi siempre expedito para ellos, porque también su silencio lo propicia. Siendo en todo caso unas mismas sus palabras, de mucho sirven todavía como rayas hechas y por hacer sobre el silencio, con la mayor frecuencia atravesado por los textos que superan pendientes, quebraduras, desniveles18.
Rayas sobre el silencio: texto patográfico, de palabras reiteradas que son las mismas y otras, de oposiciones visuales entre la afirmación y la negación, de silabeos. Texto que funda su propia organicidad y que cobija sus vocablos en una propuesta de relaciones sólo posible en su interior. Texto autónomo.
Los textos del patógrafo asumen esas pendientes, esas quebraduras, esos desniveles. Los hacen suyos, se dejan poseer por ellos. Lenguaje y silencio erigen en cada pieza narrativa una nueva ciudad que tiene existencia sólo en sí misma y no depende de otra cosa que de las relaciones de la mancha con la página, que constituyen el asiento de su fundación y el espacio/tiempo donde lo verbal sucede.
Y es en Metástasis del Verbo donde la patología se desborda: el Verbo-enfermedad ataca, se extiende. La Metástasis es la gloria del patógrafo. De la mano de la metátesis, esta invasión del Verbo, con su consecuente tinglado de mudanzas y trueques, hace eclosión en todo el cuerpo textual.
La Metástasis, texto-urbe que se adueña de la metáfora de la baraja adivinatoria, el azar, la numeración, los cuatro palos que resumen la población que por él transita, se apropia también de otras realidades: ahora todo está contagiado por el verbo; todo es texto. Y a las cartas en manos de Eufrosina corresponde una historia, una visión del mundo hecha de palabras, un manejo de la cultura, una percepción del narrador hacia sí mismo. En síntesis, la obra es lo que dice ser, lo que dice narrar: un verdadero banquete. Todo tiene una lectura. La palabra, en franca e indetenible expansión celular, literalmente, se mete por todas partes.
En la evocación y la búsqueda de Andén Lejano, en la irreverencia y el enigma de las Teresas, la Metástasis hace incursión en la magia del Tarot, en las poéticas cafeteras de un Robert Robtero (¿se le reconoce?), en el as de oros y la luna de un Robert Robeneses («ninguno más allá de donde hasta donde llegado Robert Robeneses»19), en los nombres de los estadistas, en la percepción de una historia y un lenguaje por todos conocido («!del tricolor ni siquiera ya residuos del amarillo! ninguno sobre la superficie entregada a sus caballeros y sus reyes (…) ninguno menos que otro dedicado a los despilfarros donde todos conocidos por sus componendas y de quienes las frases con miras a …, escalada de …, conscientes del problema previstas ya sus posibles soluciones …, a nivel de …»20). Todo esto es palabra, a todo esto llega la implacable metástasis. No hay ámbitos cerrados, sólo el privilegiado del mismísimo texto, donde todo parece entrar y confluir sin posible salida. Nada es circular —nótese la ausencia, en el banquete, de los Arcanos Mayores de posible redondez—, los olores, sabores y amores invaden y deforman el texto con el poder de ser palabras. La Metástasis del Verbo inaugura una ciudad compleja y completa, con recovecos y albures de palabras, con poderes ocultos, con su cementerio y sus lápidas in memoriam, con su inevitable Loco elusivo, con su patógrafo cronista Robert Robrejo, «el relator», con sus artistas, sus políticos…
El «caballero de copas robrejo», relator, trabajador del verbo «con bien pocos (materiales) no desperdiciados, sin muchas palabras»?, por la pendiente etimológica de la relación con la palabra, ha logrado su metástasis. Con un proceso metafórico como el de la disposición de la baraja y las relaciones entre sus arcanos —por citar algo, la deliciosa y envolvente escaramuza amorosa entre el caballo de espadas y la sota de bastos—, con la orgiástica plenitud de un buen banquete, Trejo nos convierte en reconstructores de su prosa, en consultantes y consultados de las cartas en movimiento, en lectores-patógrafos irremisiblemente invadidos —invitados— por el Verbo.
CODA: UNA BREVISIMA NOTA PERSONAL
Estreché la mano de Trejo hace unos once años, bajo el techo de Antonia Palacios, cuyo nombre y cuya atmósfera pueblan las páginas de Andén Lejano. No puedo decir desde cuándo me pierdo en las ciudades de sus textos. Y si es cierto que el Trejo que escribe es dueño de mi absorta lectura, también lo es que el Trejo que me encuentro por las calles ha hecho crecer en mí, en estos años, con las pocas palabras y los pocos encuentros que mi timidez propicia, un afecto poco común. Este preámbulo a sus trejos, donde he intentado poner la pasión de mi lectura, no estaría completo si dejara de reconocer que, ciertamente, también los hombres, y no sólo los textos, son ciudades. Y Oswaldo Trejo es, para quien esto escribe, una ciudad querida.
NOTAS
1 Juan Liscano, en Panorama de la literatura venezolana. Caracas, Publicaciones Españolas, S.A., 1973, p. 107.
2 Héctor Libertella, en Utopías del lenguaje. Manuscrito, p. 34.
3 Umberto Eco. “Generación de mensajes estéticos en una lengua edénica”, apéndice a: Obra abierta. Barcelona, Ariel, 1979, p. 335.
4 Según Robbe-Grillet, “… cada nuevo libro tiende a constituir sus leyes de funcionamiento a la vez que a producir la destrucción de las mismas.” Por una novela nueva. Barcelona, Seix Barral, 1965, p. 14.
5 Umberto Eco, op. cit., p. 336.
6 Véase el ensayo de Linda Hutcheon: Narcissistic Narrative. The metafictional paradox. Londres, Methuen, 1984,
7 Jacques Derrida. “Implicaciones”, en Posiciones. Valencia, Pre-textos, 1977, p. 21.
8 Juan Liscano, op. cit., p. 109.
9 “La novela, cualquier novela, tiene la obligación de cambiar los hábitos perceptivos del lector”. G. Sáinz, citado por Donald L. Shaw en: Nueva narrativa hispanoamericana. Madrid, Cátedra, 1985, p. 223
10 Jacques Derrida, op. cit., p. 21.
11 Oswaldo Trejo. También los hombres son ciudades. Caracas, Monte Ávila Editores, 1981 (3a. ed.), p. 115.
12 Ibídem p. 114.
13 y 14 «la métaphore du texte par excellence: le puzzle. Ce qui en caractérise les piéces, c’est, comme sur la carte postale, la noncoincidence des figures et des découpes.”. Lucien Dállenbach, Le récit spéculaire. Essai sur la mise en abíme. Paris, Editions du Seuil, 1977. D. 198.
15 Del epígrafe a Andén Lejano. Caracas, Monte Avila Editores, 1968, p. 7 Sus líneas son evocadas en la extensión total del texto.
16 Oswaldo Trejo. Textos de un Texto con Teresas. Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, p. 149.
17 Ibídem, p. 13.
18 Ibídem, p. 167.
19 Oswaldo Trejo. Metástasis del Verbo. Caracas, Fundarte, 1990, p. 87.
20 Ibídem, pp. 77-78.
21 Ibídem, p. 126.