literatura venezolana

de hoy y de siempre

Verónica o la redención inútil de toda pena

Eduardo Mariño

«Y desde que partió,
su Verbo vive en mi carne»
Gustavo Cerati, Bocanada

Mateo 8, 8

Por cuanto es su creencia que desde el día de su prístino nacimiento y hasta la actual fecha, no ha hecho otra cosa que asistir a una rara y fabulosa comedia de espejos. A todos lados que va, en todas partes donde su mirada reposa, no hay más que espejos, centenares de ellos, eludiendo la realidad y haciendo invisible a sus ojos, la sutil trama sobre la que descansa el mundo.

Como cada mañana descubre que cerrando apenas los ojos puede adivinar formas maravillosas e inusuales en los garabatos del techo. Se detiene casi dos horas en la operación de levantarse y enfrentarse a un día que de por sí, ya supone nefasto. Recuerda esa frase en otros labios, en otra voz: «je suis nefaste». Y recuerda también que debajo de alguna manta azul las noches fueron largas, y los amaneceres, tibios.

Como cada mañana, saldrá a caminar. Caminar de un lado a otro es un símbolo. No implica sólo el desplazamiento inútil de sus cavidades, ingenuidades y melancolías. Implica que las cosas que pretende dejar en un lado simplemente están en él, y en el ir hay sólo una infecta señal de su propia huida, es decir, de su nadería. Ignoro las razones que le mueven a tanto caminar en vano: Nada hay que haga creer con firmeza que su situación cambiará. Todo indica que la amorfa continuidad de sus días será tan implacable e inmutable como lo ha sido desde siempre. Sin embargo, busca: Busca una mentira, un abrazo o dos, el fulgor que aceche en cada beso. Incierto en sus aires pregunta, se contesta y cree en el intento o la omisión. Su mano buscará un día la mano que le sabe el ritmo preciso y la medida de cada dedo. Pero no hay tal mano, es sólo un juego que el sueño perpetra aún antes de disolverse en la tenue luz que se cuela en la ventana.

El tiempo suele ser su mayor dilema. A veces le cuesta creer que hubiera llegado tarde a todas partes y que sin embargo, siempre hubo un lugar al que llegar. Pero la suerte acecha, un día llegará demasiado pronto, y el destino no estará ahí para sofocarle la esperanza. Aquí, por lo general, se detiene en el quicio de la puerta y piensa detenidamente en la palabra «rinse», que no existe en su idioma pero alude a sentimientos descaradamente íntimos. «I must rinse her» se dice a sí mismo en la mañana larga sin manta azul. Y es verdad, sólo que esa palabra no pertenece a su mundo, ni jamás podrán comprenderla sus miserables pasos.

«Tu vida no te pertenece». Esa es la frase que se le asoma al cuerpo después de una comida en la que el sabor de sal apenas se deja de confundir con el sabor amargo del día. Es otra creencia recurrente la de que toda su vida ha sido signada por el mandato ajeno: Familia, culpas nunca propias, vicios y estancamientos. Quizás ahí reside su miseria. «No permita usted que le dicten un poema, una canción, el testamento» se dice entre el café y la prensa, «no permita palabra ajena en el oído sensible solitario, no permita un dedo en el labio el descanso en el hombro», esa especie de letanía se repite una y otra vez, hasta el mediodía, desde el inefable atardecer, día tras día. Pero no es más que una oración sin fe cuyo destinatario –un pobre Dios errabundo– no tiene milagros al alcance de la mano. «Enteramente destierre de sus manos el perdón o el abandono. Hágase dueño de un día y mande todo al infierno, por enésima, necesaria vez» quisiera decirse cuando se levanta de la mesa, café a medio terminar. Pero los silencios lo embriagan y caminar es de nuevo, la salida hacia ninguna parte, es decir, a donde su sentido de pertenencia le llama.

La mirada encendida desde su propio reverso, es el instinto asomándose a la incesante madrugada. Las consecuencias se perciben en sus ojeras. He allí la magia del insomnio: Hacer que parezca decadencia una simple contrariedad del olvido, es decir, de ese intento de inventar el tiempo en otras manos y luego despedirse, saber que fue mentira, que nunca ocurre lo que se predice en el humo de un cigarrillo. Ese olvido cada noche no es más que otra farsa, otro espejo, pero su destino se asemeja en peso y consistencia a la astuta celeridad del amor: tiene nombre de mujer y cuerpo de navaja o de tigre.

Intentará la brevedad del gesto al asomarse a sus labios: Apenas detenida la palabra, apenas sugerida, su búsqueda profunda –húmeda de tiempo y añorosa de un nosotros– será el vacío necesario, la intensidad de algún silencio. Hora de descender, dejarse ir por la inmutable corriente que reduce todo a la simplicidad del ahogo en manos ajenas.

En medio de la sombra su ala se tuerce y la mirada se cansa, es la hora del viento entre los huesos. Mas, debajo de la esperanza un latido se le asoma en la risa nerviosa, la tosecilla afectada. Su dedo le escamotea un beso y la sueña perdida en la humedad de las sábanas, entrecerrada la ternura, crucificado el corazón. Pobre pájaro nocturno que no conoce del día, una palabra suya bastaría para salvarla. Pero no es su oficio el de Salvador.

Lo ha entendido desde siempre.

En su vida no hay más que espejos.

El único rostro verdadero que llegó a habitarlo, hace tiempo ya no está. Como el retrato perdido en una tela roída. «Je suis nefaste», decía. Solía sentarse en el escalón de la puerta –abrazaba sus rodillas– a esperar las luces de la calle, que encendieran las fuentes o que cambiara el minutero en la Iglesia.

Tenía un pequeño lunar y un amor que la esperaba.

Nunca entendió que para cada tiempo existe un milagro secreto.

Magdalena

Preguntarse al oído si se está siendo feliz. No, mejor aún, preguntarse al oído si se está cerca o lejos de ser feliz. Empuja el sin azúcar mañanero y el día empieza amargo, como ayer. ¿Dónde está la maravilla que el terciopelo promete?

La tarde anterior la había visto pasar por el pasillo frente a la librería. Un ligero ondular en su falda, el movimiento de su muñeca buscando con la mirada la hora, le delataban la prisa.

Milagros.

Hay pequeños milagros en cada acto que hacemos o que abandonamos, como si continuamente viviéramos el último minuto de una representación efímera y a la vez, llena de la eternidad de lo posible.

Verla pasar cada tarde es un reto.

Imagina en su piel pálida, la lamedura del sol al atardecer – cierta tonalidad del dorado en las nubes tras los árboles, allende las aguas– haciéndose reflejo en sus mejillas, como el rubor de un ángel al descubrirte curioseando en la ventana.

A pesar de lo amarga de la mañana, siempre hay maravillas por revelar, por esperar.

Sólo dos meses después pudo averiguar su nombre. Intentó paladearlo, detenerse en la respiración de su nombre como se detendría en el suspiro de verla caminar, la falda corta, los pasos largos.

Ensayó la penuria de detenerla y regalarle un libro, entregarle escritas, editadas y perfectamente cortadas y empaquetadas las palabras que se le amontonaban y que de otra manera nunca le diría.

Tenía una falda roja y una blusita blanca, casi de encaje ¿No es mágico el amor, que transforma toda banalidad en un detalle preciso y necesario?

Pero darle un libro era también asomarla al cotidiano montón de tristezas. Pensó que hay cosas que se ensayan siempre para no equivocarse y terminar haciéndolas por última y fugitiva vez.

Como los milagros: Debe ser difícil ensayar lo imposible.

Sabe que nunca intentará más allá de un par de palabras, el comentario simple, la mirada distraída que se deslice lento hasta sus dedos.

Pero la fe es un atributo milenario.

Verla pasar es casi un intento.

Al menos vale la redención de cada día.

Lucas 11, 26

Se estrena el pegajoso augurio de un «buenos días» con la certeza de lo perdido. Recorre el diminuto espacio de su cuarto con la premura de quien olvida. ¿Conoces la intención de quien te espera? No, tal vez no.

Partir una y otra vez del instante al respiro de descanso. Asombrarse en el ingenio que apenas te salva el día, la hipocresía del saludar y rebuscar. Todas estas, operaciones que se suceden sin cesar –sin escape y sin salida– hasta agotar la levedad de las sencillas horas bajo el sol que marzo impasible le encaja en la culpa como el aliento del olvido o la jugarreta más inocente del destino.

Cada diez minutos se demorará en buscar su reflejo en el agua, en algún cristal, en cualquier mirada al azar, en la punta de sus dedos, menos en la distancia a la que –por intuición o desengaño– ya pertenece, tenue y evanescente.

Por eso le vemos bajar la guardia, caminar lento y despreocupado. Su camino es del todo erróneo ¿no pueden verlo? El pasar del día es la esperanza que lo delimita.

Pero todo esto no es más que la preparación del café, el amanecer distendido, el recién despertar y la necesaria duda.

Un símbolo ajustado a su metódica nostalgia de lunes a lunes tendría más bien la precisión de un domingo. Ya sabemos demasiado bien lo que viene luego: La marchitada rutina, el desesperado fatigar de un día desandado que no tienen otra piel y sentido que los de sus propias manos, su propio y vago recordar.

¿Cómo describir mejor este complicado proceso? De cierta manera, toda descripción es inútil por incapaz de abarcar los mínimos gestos, los insignificantes detalles que componen este sortilegio de épica cotidiana. Le miraremos una y otra vez demorarse insanamente tras el recuerdo, entretener sus horas y sus pasos para al final, descubrir en sus manos el delicado vestigio de un abandono particular y lejano, un cierto misterio de amor que jamás dilucidaremos del todo.

Ni siquiera él en su vasta melancolía es capaz de tanta gloria.

Le vemos alejarse en silencio. Quizás con más prisa de lo que requeriría la literaria intención que presuponemos. Sin embargo, esas son sus circunstancias y sus palabras menos vagas. Días tras día le veremos evolucionar en su infatigable laberinto, a la manera de esos juegos del caos con que a veces nos sorprende un arrebolado atardecer o una bandada de pájaros que nos aborda al filo del insomnio.

Juan 11, 13

Detenerse al borde del día y preguntarse si es vida o muerte lo que han respirado tus pasos. Te adivino pobre Lázaro de sueños caminando lento por esta avenida, descuidado el corazón, arrepentido el adentro.

Morir y resucitar no es algo fácil de entender, mucho menos de sobrellevar. A veces te cansa un poco el recuerdo del fogonazo al final, el frágil destello, la gana de aferrarse a algo que se escapa. Como un beso a través de una reja fría y oxidada.

Intentó detenerla. Convertirla acaso en ese frágil destello de eternidad que una vez la hizo pálida espesura entre sus dedos. Intentó con todas sus fuerzas no dejarla hacerse viento entre los dedos, como todo en su vida, en todas sus vidas anteriores. Pero una suave melodía de invierno adentrándose en sus palabras le hizo presentir la ausencia y la despedida.

Ella y sus distancias, ella y sus pasos lentos, sus manos frías. No podía pensar en otra cosa desde el día infinito de aquellas palabras «tu sabes como soy, soy nefasta» y sentir que desde entonces gravitaba entre los dos una sombra, de igual peso y consistencia a aquella luz que una día le había llevado de la mano con un «entonces nosotros». Pero ese es el problema central de todo milagro: Uno es sólo parte de la indecible trama que el Dios sueña, tal vez ni siquiera veremos el final del milagro que se va desarrollando ante nosotros.

Una noche salió de su casa con la sensación de que algo se había dicho cuyo secreto sentido no le había sido develado. Ella ni siquiera se quedó como otras veces a esperar que doblase la esquina. Intuía el hastío que le producía su constante presencia, aunque no entendía que la movía a tolerar cada noche el mismo, pesado ritual de hola-aquí un rato hasta mañana-sonrisa casi forzada-despedida certera.

Caminó lento por la avenida, tal como ahora le sueño.

Pensó en la infinita serie de hechos aislados que componían un instante. La noche, la hora, el día juntos, la tarde ausente dentro de ella, algún dolor en la pierna, otro en la mirada. Pensó en las miles de posibilidades, las palabras dichas y las aún por decir, las que nunca diría y las que nunca, le serían otorgadas.

Súbitamente, se regresó y tocó levemente a su puerta. Imaginó sin duda una noche semejante, en alguna de esas otras bifurcaciones que el destino le insinuaba.

Ella no dijo gran cosa, ni siquiera se molestó en preguntar. Asomó parcialmente su rostro como una luna prisionera y ajena, y se acercó a la reja, sugiriéndole el pálido beso de buenas noches

Como un sueño distante y antiguo, que se recuerda ciertas noches de invierno, de rara melodía.

Como el sueño que pudiste haber vivido, mi pobre Lázaro, durante tu breve tránsito por la muerte.

Misterioso quizás, un milagro a final de cuentas no es más que un sucesivo encadenamiento de detalles y casualidades a los que el Dios, despiadadamente, nos somete.

Verónica

–En sus manos el tiempo es caricia, que no la espina

–Una vez al año su mirada se posará en tus ojos, sabrás del amor

–Infecto de ella, tu cuerpo se sabe fracaso

–Se trata de tener actitud, la pálida piel es un artificio de crueldad

–Un día el olvido lavará sus manos en tu aliento, tu rostro quedará.

Sus noches estaban reservadas a la difuminación consciente de un espíritu cada día más leve. Previsiblemente, solían transcurrir en la dulzura de una mesa al azar, entre tactos apenas desconocidos.

Tenía problemas con los verbos. Para ella el estar siempre era irse, y el llegar era volver. ¿Cómo aclararle al cuerpo tanta vuelta de espíritu con el solo movimiento de los labios, el tiempo en los dedos, un cigarro? Tiene un silencio que más allá del sueño huele a esperanza. Me estremece el tiempo que agoto en describirla desde mi propia sombra: Cadena y desmesura arrastrándome del reposo al éxtasis, mientras agota su rostro la futilidad de los días, el hastío de estar colgando en los recuerdos. Pudo ser bailarina o sofista ocasional, pudo hacer de Él, el Dios de sus ancestros o la esperanza de sus domingos, quizás no es importante su infamia o los detalles de su caricia.

Su destino pudo haber estado escrito en los susurros de aquel primer amanecer. Pero hace mucho tiempo sabe que todo se nos pudre en esta vida.

Atrapado como el olor de la oscura música de los rincones, su poema ya es conocido: Suavidad de tatuaje en el medio beso de la despedida. Sus pasos casi forzados se desviven en el único templo donde su fe es tan válida como las promesas de amor que nacen al abrigo de las botellas y las palabras sucias que se amontonan tras las barras y el humo de los bares. Su frase favorita es también su anatema: «je suis nefaste».

Acaricia el pequeño lunar con la certeza de que es un lugar reconocible en otros dedos, una esperanza que carcome, alguna veleidad que olvido ha dejado al azar en la memoria. Morderse los labios tras la cerveza le recupera el sentido, no la consolada palabra. Percibe la brevedad del gesto al asomarse a sus labios. Lo sueña oficiante secreto de su pequeño ritual de oscuridad desde un rincón de la barra, donde la piel es menos densa y la fragilidad del instante tiende a afantasmarlo. Lo mira cantar en silencio «how long he wait for…» y se siente perdida en la intensidad de su mirada pálida. Podría tomarlo de la mano e invitarle a un baile desconocido, sentarse a su lado y susurrarle las palabras que bastarían para llevarlo a un día ilimitado y febril: el ilimitado y febril día del amor. Pero no es ella la misma Verónica.

Lo ha entendido desde siempre.

Y aunque su pequeño lunar se retuerza en la gastada memoria de sus días y en la fatigada e insomne veladura de sus noches, no puede dejar de pensar que todo se ha podrido en esta vida desde la noche en que otra mano –no la de Él– la invitó a un baile desconocido y otros labios –no los que ansía– le susurraron a los suyos, acerca de un día ilimitado como el amor, y misterioso como el olvido. Porque las promesas de amor de los bares, generalmente terminan –con el último espasmo– en el rostro vacío que se pierde en las sábanas de algún hotel mugroso y oxidado.

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