Rafael Victorino Muñoz
Los tres enanitos del parque
Hacia finales de los setenta y principios de los ochenta, época en la que yo rondaba los siete años y todavía mojaba la cama- razón por la cual no me ponían interiores-, Valencia era apenas un poco más que un pueblo y el lugar para estar era el parque Humboldt, comúmente conocido como Parque de los enanitos. El parque, que aún hoy existe (antes en la salida Este de la ciudad y ahora en el centro), es de una media hectárea, más largo que ancho y bastante sinuoso, pues corre a un lado del río Cabriales y sigue su curso; buena parte del terreno lo que hace es circundar una gran fuente, casi río o casi lago, en cuyo inexacto centro hay una suerte de isla dominada por una caseta, como ésas de los bosques de los cuentos de hadas en versión Walt Disney.
En los alrededores de la caseta (de tamaño lo suficientemente grande como para que viva una persona) había un venado (Bambi, para ser exactos), que comía de la mano de una Blancanieves; cerca, había unas setas que sufrían de acromegalia; a la puerta de la caseta estaba uno de los enanos (con una pala en la mano y con actitud de ir al trabajo, silbando una tonada). En la pared contigua a la puerta, el segundo enano halaba la cuerda de una campana. El tercer enano (el mudo o tontín) estaba en una ventana del segundo piso de la caseta, oteando el horizonte. En el frente de la caseta había un reloj, que sólo era un adorno o que no funcionaba.
Por qué no estaban los otros cuatro enanos, por qué sólo éstos, qué hacía Bambi allí en esa historia, por qué esos setos gigantes, qué clase de gobernante imbécil mandó hacer esta plaza, qué clase de ingeniero inepto la construyó, eran preguntas que no me hacía antes y no me hago ahora, eran preguntas para las que quizás el valenciano, por lo menos el que iba a la plaza de los enanitos, no se hacía ni respondería nunca.
Recuerdo que, como estaba de moda la película Tiburón, me compraron un pequeño escualo de goma, que yo puse en la fuente y lo dejé irse con la corriente. Me fui a esperar que apareciera al otro lado de la caseta; pero nunca apareció: alguien lo robó. Allí también me compraron una máscara como la de los guardias reales que rodeaban al temible Darth Vader y un sable de luz, como el de Luke Skywalker. En dicha época esas contradicciones tampoco parecían afectarme mucho.
Creo que pasábamos toda la tarde en el parque, alimentándonos a base de cotufas, de perros calientes, de algodón de azúcar, de cola Dumbo o de refresco de naranja marca Fanta (que aun existían); mientras había luz diurna volábamos papagayos, hasta entrada la noche, cuando las luces de la caseta se encendían y se alegraban nuestros corazones simples de aldeanos precosmopolitas. Allí yo veía y vi todo lo que podía importarme; tuve todo lo que hubiera querido.
A veces tengo la creencia de que el crecimiento de Valencia ha corrido a la par de mi propia vida; así, cuando yo estuve en edad de querer hacer y ver otras cosas, el parque comenzó a decaer y comenzaron a nacer los centros comerciales. Hacia 1986, época de mi adolescencia, ya existían el Camoruco y el Caribbean Plaza, lugares de moda y de referencia. Eran el ágora en el que yo me reunía con otros rockeros; sobre todo en el Caribbean, donde estaba una de las mejores discotiendas de la ciudad, regentada por un disc jockey que vivió en Londres y llegó a ver en vivo a los Sex pistols y al legendario Sid Vicious.
Se volvía de a poco al parque, porque todavía uno podía comerse los perro calientes del Gran Danés, cuyo propietario- Manuel- vivía detrás de la casa de mi abuela y era el padre de la chica más alta y más linda tanto del barrio como del liceo: Vanessa (¿cómo podía ella ser hija y hermana de aquellos seres que más parecían familiares de los enanitos del parque?); también, en otro de los vagones, vendían y aún venden frutas, tizana, y se toma el mejor, y acaso único, jugo de níspero de la ciudad.
Así las cosas, el monte, las alimañas, los huelepega, las parejitas clandestinas, y la desidia, fueron apoderándose del parque. Un día alguien lo notó, lo hizo notar y se supo: los tres enanitos habían desaparecido, aunque ni el propio Manuel se percató de cuándo ocurrió. Emigraron a un sitio mejor, era la broma común. Iniciar una investigación para dar con el paradero de los enanos era casi tan ridículo como el mismo robo, o como el mismo parque. A mí la noticia ni me afectó. Ya en esa época yo estaba interesado en las mujeres y los cafés, que estaban comenzando a aparecer por diversas partes de la ciudad. Eran los noventa. Yo pasaba de veinte años, trabajaba, vivía solo y era absolutamente feliz e irresponsable.
Cuando me casé por primera vez, los centros comerciales de Valencia ya eran malls donde se podía estar todo un día. Mi principal ocio era la lectura y mis salidas eran para comprar libros, reunirme con escritores amigos, pero evitando, ahora, los excesivamente numerosos y concurridos cafés donde lo que se toma es cerveza y se escucha ruido. Ya estamos en el dos mil, yo cerca de los treinta y Valencia hace rato pasó el millón de habitantes, y va rumbo al millón y medio.
En esa época reaparecieron los enanos. Habían estado secuestrados en una casa (lo de casa es un decir), en Bella Vista, donde vivía un indigente que fue arrollado tratando de cruzar la avenida frente al terminal de pasajeros. La vivienda estuvo sola un par de días hasta que otro vago, que intentaba apoderarse del inmueble, fue mordido por el hambriento y fiel perro, que aún custodiaba el lugar. La gente de los alrededores, molesta por el rancho, los vagos y el perro, mataron al animal y decidieron derribar la precaria edificación.
Así fue como encontraron a dos de los enanos: el que halaba la campana, al cual le faltaba precisamente el brazo con que halaba la campana; el muñón que quedaba así como un costado estaban ennegrecido por el hollín. Y el que llevaba la pala, al cual también le habían sustraído la pala (que no sé si era de metal o de resina, si sería de utilería o se podría usar en verdad como herramienta) y le habían fracturado parte de la nariz y vaciado un ojo.
Si lo había robado el Ñongo (tal era el apodo del indigente fallecido), si tuvo algún cómplice, cómo lo hizo, por qué no se robaron a Blancanieves o a Bambi, si había tratado de venderlos alguna vez (infructuosamente seguro, pues es difícil hallar comprador para tan singular mercancía), si el enano Tontín llegó a venderse, serían cosas que nunca sabríamos. Pero, aún en el estado en que se encontraban, los vecinos decidieron restituir a la municipalidad el patrimonio robado, en un gesto de desmañada corrección.
Poco tiempo después, remendados los descascaramientos (pero sin la pala), los enanos volvían a su lugar, que ya no era el mismo lugar. En esos casi diecisiete años de ausencia- tal como he tratado de describir- la ciudad había cambiado notablemente, había crecido y los espacios de esparcimiento ya eran otros. Lo que fuera un lugar donde abundaban los niños con sus familias, ahora en un lugar para los niños sin familia.
No hubo un acto especial al retornar los enanitos a su lugar; todo se hizo con la misma solemnidad (o con la misma falta de) con que se hubiera reparado una tubería rota; no fue un hecho feliz, ni siquiera para los enanos. El destino del tercer enano, de Tontín, quizás hay sido más afortunado. En fin. Yo ya me divorcié. Ahora vuelvo al parque porque allí queda la sede de la dirección de cultura y yo soy el director. Pienso que podría, dada mi posición, hacer una petición para que se busque o se compre o se mande hacer otra vez el tercer enano. Así quizás todo sería como antes.
***
Combo para tres
Ni siquiera la motivaba la idea de que por fin aparecería en las notas sociales de Paréntesis. ¿Cómo escribirían? Marbella, Marbellita, la Beba Antenucci. Ya no la emocionaba. Le daba miedo, o asco, o ambas cosas lo que habría de suceder. Por eso sus dudas, por eso ese pequeño segundo de silencio antes de decir sí, un sí tímido, asustado; pero ni al sacerdote pareció importarle y menos aún a su novio (debería aprender ahora a decir su esposo), Carlos Morales Morales. Lo único que de seguro tenía en mente el gordo ése era lo que pasaría en la noche, cuando por fin, después de cuatro años de espera, descubriera los tesoros tanto tiempo guardados (para él) por la Beba Antenucci. Eso era lo que estaba pensando, se le notaba en la mirada ávida y golosa, en la forma cómo se frotó las manos, en el beso que le dio después del sí, más baboso que de costumbre, como si estuviera chupándose un mamón.
Con una copa en la mano, detenida a la altura de la barbilla, y el otro brazo caído a lo largo del muchísimas veces alabado traje, pensativa, cerca de la mesa de unos canapés (que parecían hechos más para adornar que para comer) y tratando de apartarse de la gente lo más posible, la Beba Antenucci deseaba morirse en el viaje luna de miel antes de que el gordo Carlos la tocara (y descubriera algunas cosas también). Y para colmo de males, la agencia encargada de organizar la recepción de la boda había contratado a un chofer que más bien parecía un modelo, parecía el hombre Marlboro, con todo y la sombra de la barba de dos días. Aún debajo de aquel severo uniforme se adivinaba un semental, un hombre de verdad. El chofer había venido viéndola, a través del retrovisor, a lo largo del recorrido, desde que salieron de la Iglesia de la Begoña hasta que llegaron al salón de Fiestas del CC Las Chimeneas. Ella lo notó, mientras fingía mirar por la ventana y abandonaba la mano al apretón húmedo y viscoso del gordo.
En estos pensamientos estaba la Beba cuando una voz interrumpió su ensimismamiento:
– No parece usted la novia más feliz del mundo- el que así hablaba era el hombre Marlboro, que se había colado por la puerta de la cocina, y gracias a la elegancia del uniforme (que más bien parecía un traje de gala) y a la cantidad de invitados había logrado pasar inadvertido; aunque no tanto, ya que las mujeres no podían dejar de notar su estatura y atractivo.
La Beba, temerosa, miró primero hacia donde estaba su esposo, riendo las bromas estúpidas y los chistes, rodeado de sus amigotes, más bien de su séquito de chupamedias que le seguían a todas partes, aprovechándose de su dinero, de su generosidad, de su dispendio y de su estupidez. El gordo Morales es una babosa en frac cola de pingüino, rodeada de hormigas que él cree atentas y serviles pero que sólo lo ven como un bocado. Qué futuro me espera, suspiró, y luego respondió al chofer:
– Es usted algo indiscreto, señor.
– Y usted demasiado linda para ese patán, señora.
La Beba no tuvo palabras para contradecir al atrevido galán. Al contrario, volvió a suspirar y aventuró una respuesta a la primera pregunta, o insinuación:
– Sepa usted que es normal que el día de su boda cualquier señorita se sienta algo insegura y temerosa, y que parezca distraída.
– Sí, pero no arrepentida.
– ¿Qué le hace pensar eso?
– No, por nada. Pero, ¿lo estás? ¿Te sientes arrepentida?
La primera vez pudo esquivar el ataque, pero éste era más frontal; no parecía haber respuesta: o mentía o decía la verdad, que ya estaba temiendo que comenzara a ser obvia para todo el mundo. Además, el repentino tuteo la tenía azorada. Ya se temía algo. La Beba pareció como despertar y, sin despedirse del insolente, volvió a su grupo de amigas y se confundió en una conversación inicua sobre el lugar donde habían ido de luna de miel las tantas que se habían casado (muchas de ellas ya divorciadas, pero hablar de eso era tabú en una fiesta de matrimonio): Cancún, Florida, lo mejor es un crucero por las indias occidentales, no chica, el Mediterráneo…
Más tarde, cuando volvió a alejarse un poco de algunos grupos, particularmente escandalosos, reapareció el hombre Marlboro, saliendo como de la nada, semioculto por una columna, y continuó su acometida:
– Pero no te preocupes, eso tiene solución; para todo hay solución, hasta para el arrepentimiento.
Los ojos de la Beba brillaron por un instante; no resistió y preguntó:
– ¿Sí? ¿Cuál es esa solución? ¿Qué se puede hacer en estos casos?
– Pues lo que hacen todos los presos del mundo, y también los que están a punto de ser apresados a perpetuidad como es su caso: fugarse.
La Beba rió, casi grita:
– ¿Qué? ¿Qué me está proponiendo usted?
– No propongo, ofrezco mi colaboración, mis servicios. Yo sólo la ayudo a fugarse y después usted verá cómo me paga.
Detrás de aquel ofrecimiento estaba la sonrisa del hombre Marlboro: la sonrisa de un diablo que parecía saberlo todo, hasta sus más recónditos pensamientos; más allá de aquella sonrisa le esperaba el infierno, o quizás ya estaba en él. La Beba volvió a mirar hacia su esposo: se había desanudado la corbata; el traje se le veía ajado, los ojos inyectados en alcohol, el cabello desordenado, la sonrisa estúpida y babeante; el gordo Carlos era un alcohólico enzimático: con dos tragos ya era Mr. Hyde. Ante ella, el hombre Marlboro parecía un maniquí de la Quinta Avenida.
– Sólo por saber, ¿cómo es el plan?
– Nada del otro mundo, todo sumamente sencillo. Se supone que la novia y el novio salen, en algún momento, no siempre juntos. Nadie los va a distraer ni a detener. Yo estoy esperando en el carro. Usted llega. Nos vamos. Pero no esperamos al novio.
– ¿Y después?
– ¿Después? Después nada o después todo, libertad, saber qué se siente cuando se ha estado a punto de perderla.
– Hablas como todo un experto, como si ya lo hubieras hecho muchas veces.
– Quién sabe.
Hay una pausa. Se oye una canción de Juan Luis Guerra: “yo sé que soy de tu agrado, no niegues el darme el sí”. Es una señal.
– Te espero en el carro- dice el hombre Marlboro.
– ¿Cómo te llamas?
– Joaquín.
La Beba no había querido probar ni un pasapalo en la fiesta. No era su fiesta, no estaba a gusto. Pero ahora sí. Los besos. Recordó cuando tenía quince y se había fugado del liceo con su primer novio, un árabe, hijo de árabes en realidad, llamado Julio, de grandes ojeras. Habían pasado la tarde en el Club Ítalo. Se habían besado muchas veces (sin que pasara nada más), casi tantas como hoy con Joaquín, y había sentido la misma hambre. Se lo hizo saber; sólo la parte del hambre.
– Por aquí cerca queda una estación de servicio donde hay un Burger King.
Allí, en esa estación de servicio detrás de la cual está el Gimnasio Nautilus y frente a lo que hoy es el hipermercado Éxito, estaba yo, casualmente, cuando llegaron y pidieron dos combos. Era imposible no darse cuenta de que algo raro pasaba: no todos los días uno ve a una mujer con vestido de novia comiéndose un king de pollo mediano con papas y refresco. Tiempo después indagué y reconstruí la historia. Llegué a hablar esa noche incluso con el recién cornudo, quien apareció más o menos a la media hora de haberse ido Joaquín con la Beba. El gordo Carlos venía solo; no había permitido que sus amigos lo acompañaran; era algo que sólo él debía afrontar. Tenía el traje aun más ajado. Se notaba que había llorado.
Había seguido el itinerario de la pareja fugitiva. El carro era muy particular y ver a una novia sentada en el puesto de adelante, besándose con el chofer, más particular aún. Donde se paraba y preguntaba, todos le decían, por solidaridad, por lástima, por compasión, por tener algo que contar mañana a los amigos. Cuando llegó al Burger King lo pude escuchar preguntarle a la cajera. Ella respondió:
– Sí, sí estuvieron aquí; ella andaba con el vestido de novia. Él es un tipo alto… – se abstuvo de decir “buen mozo” por decencia.
– ¿Hace cuánto?
– Hace como 25 ó 30 minutos.
El gordo consultó el reloj. Luego preguntó:
– ¿Y qué pidieron?
– Los dos pidieron lo mismo: un king de pollo mediano con papas y refresco.
El gordo estuvo pensativo un instante.
– Deme uno a mí también.
– ¿Lo quiere para llevar o para comer aquí?
El gordo volvió a consultar su reloj. – Démelo para comer aquí.