literatura venezolana

de hoy y de siempre

Unisex

Dic 25, 2024

Carlos Flores

El remordimiento postcoital

Unisex

Carlos Flores

El remordimiento postcoital

Ahí está el mutante de siempre. Lo veo y me da igual. Ya no me sorprende encontrarlo en el baño de lugares como éste, en madrugadas muy parecidas a ésta. Es como una rutinita fastidiosa: entro al baño, prendo la luz, me miro al espejo y el coño de madre mutante me ve con esa cara de vuelto leña, de reventado… como si por mala leche me hubiera tragado una granada con un buche de nitroglicerina y hace cosa de minutos -y sin querer queriendo- ocurriera un dramático desastre estomacal. Me veo jalado y jodido. Y apenas es esta terrible hora de una terrible madrugada en un extraño y decadente lugar del universo: un motel tipo matadero cerca de Sabana Grande, en la terrible Caracas. El baño está tan frío como el resto de la habitación. Es de las que cuesta 42.000 bolívares, lo que es lo mismo decir que es la segunda más cara de todo el motel. El baño está frío porque dejé la puerta abierta, ¿o acaso lo hizo ella? La verdad no me acuerdo. Pero puedo escuchar el ronroneo del aire acondicionado muy cerca, más allá de la puerta de madera que cerré con mucho cuidado esperando que súbitamente ella se quedara dormida porque lo que menos quiero es escucharla hablar. Abro el grifo. Sigo viendo al mutante. Me paso la mano derecha por la cabeza y me aplasto el cabello hacia abajo. Bostezo y me penetra mi propio aliento. Mal aliento. No traje la pasta dental porque no sabía que amanecería crea esta -u otra- tipa. Me apoyo sobre el lavamanos y me miro con calma. No me gusta lo que veo porque ya estoy cansando de verme así. Las primeras veces era como: ay, coño, me veo full jodido, qué de pinga, soy un rebelde, una rata, un carajo diferente a los demás. Pero ya no es de pinga. Es un pelo triste, patético. Aunque hay gente más triste y patética que yo, un buen coñazo de gente, y tampoco es que me impone esa gente o yo les importe a ellos. El punto es… no hay punto. Cierro los párpados con fuerza, luego los abro otra vez. Junto las palmas de las manos abiertas bajo el grifo, las lleno con agua muy fría y las estrello contra mi rostro. Repito el procedimiento tres veces. Después tomo un buche y lo escupo rápido; con el segundo buche hago gárgaras antes de escupir. Exhalo. Doy media vuelta y me paro frente a la poceta. Supongo que aquí es cuando debería comentar que me voy a quitar el condón porque un tipo bueno e inteligente, un gran periodista como yo, siempre tiene sexo seguro. Pero eso sería caerles a coba. Tiré rueda libre y ahorita estoy pensando en lo que siempre pienso: ¿será que esta caraja tiene sida o gonorrea o sífilis o VPH o algo peor que todo lo anterior? Ahí sí me preocupo un pelo porque eso de que mi pene se ponga verde no me da ninguna nota. Al rato, muy al rato, otra flagelante idea roza mi cerebro: ¿será que quedó embarazada?, pero con eso no me enrollo. Total, no pienso verla nunca más. ¿Para qué?, además, eso de que uno sea viejo y le llegue un grandulón diciendo que uno es su papá y que ha estado buscándolo por veinte años solamente pasa en películas. Y en películas malas, porque en las de Tarantino nadie habla de hijos perdidos.

Es terrible el diseño de esta habitación. Hay una ventana muy grande que da junto a la cama. Me explico: si estás sentado en la poceta ves directo a la cama y, más importante, te ven a ti sentado en la poceta. Orino parado, dándole la espalda a la ventana, sólo por si acaso. No tengo ropa encima y una corriente de aire se esté colando por debajo de la puerta. Yo no tomo café pero ahorita me provocaría una taza de café negro bien cargado a ver si logro despertarme por completo. Pero, ¿acaso de verdad quiero despertarme por completo? Igual no hay café en la habitación, tampoco en el baño, lógico. En la mesita junto a la cama hay varias rayas de cocaína que ella cortó. Pero no quiero meterme un pase a esta hora. La verdad es que en este momento no quisiera volver a meterme un pase más nunca. O sea, sé que es improbable -imposible- que esto ocurra pero igual no pierdo nada imaginando cuestiones sanas. Entonces ni café ni coca. Sigo como estoy. Algo suena, supongo que es la gente de la habitación de al lado que deben ser bárbaros medievales o algo así porque llevan horas gritando como si a alguno de ellos lo estuvieran marcando con hierros ardientes o sacándole las tripas, y mientras los vecinos se lo vacilan yo estoy pensando en el montón de estupideces que dije hace apenas un rato. Puras tonterías, tú sabes, el léxico motelero que cualquier mujer normal quiere escuchar antes y durante la batalla.

Un par de recuerdos: mi cuerpo rozando el suyo entre sombras heladas, susurros calientes. Su olor. Su olor fuerte y su sabor narcótico. Los pies fríos. Un gemido que se pierde en la oscuridad, luego contracciones. Gritos. Full gritos. Su cuerpo colapsando. El mío aguantando. La miro a través de la ventana impertinente. Ahí está ella… si tan sólo supiera su nombre. La habitación permanece semioscura y supongo que cuando apague la luz del baño se oscurecerá mucho más. Debería hacerlo, salir de aquí, apagar la luz y volver a enrollarme en las sábanas. Sin embargo, me siento un rato en la poceta. Pienso en todo pero en realidad no pienso en nada. Así es chévere, miles de cosas, situaciones del pasado más que todo, rebotan por las paredes de mi mente pero sin enfocarme realmente en ninguna en específico. Es como dejar que el tiempo avance muy lentamente, con calma. Como tiene que ser. Y yo no hago nada salvo permanecer en el baño, fuera de mí mismo. Por última vez me veo al espejo. El mutante se ve un pelo más civilizado, casi humanoide. Otro buche de agua, otra escupida. Regreso a la realidad, es decir, a la cama.

No tengo que convencerla de mis virtudes ni cegarla con comentarios sobre viajes y gente interesante que he conocido, famosos que he entrevistado. Cualquier palabra, cualquier intento de diálogo no sólo es redundante sino que no me sale. Es imposible decir palabra alguna. Me limito a estar inmóvil, con los ojos abiertos en medio de la oscuridad mientras toso un par de veces (la eterna factura del cigarrillo). Hace rato que el deseo me abandonó como si mi cuerpo contuviese un espíritu maldito y un sacerdote lo hubiese regado con agua bendita. El frío aumenta, helando mi sudor. Y es aquí cuando me frikeo, porque desde que llegué al orgasmo siento que todo ha cambiado. Todo es diferente, incómodo. Tan diferente que esta chama que está a mi lado, balbuceando incoherencias, ya no sirve de nada. No pasa de ser otra almohada más. Una almohada suave, una almohada orgánica. Pero ya no es el objeto de mis ganas, es un simple objeto que humedece el colchón. Un ser inútil.   

Entonces la escucho decir algo, cualquier cosa. Me pudo haber dicho algo muy bueno o malo. Me pudo decir que sabe el número que saldrá en el triple mañana o la fecha en que Chávez saldrá disparado de Miraflores. Pero no me interesa lo que pudo decir. Así que no le respondo, me paso la mano derecha por el cabello. Alguien debería escribir un libro sobre cómo reaccionar en estos casos. ¿Qué debería decirle?, ¿cómo coño le explico que ya estoy listo, que ya acabé (espero que ella también, pero si no lo hizo no es mi culpa, bastante fue el empeño que le puse a la operación) y que no me provoca compartir la cama con ella hasta que amanezca? Ojalá que ya sean como las cinco de la madrugada… ¿Por qué no puedo ser honesto y decirle que, okey, es buen polvo y todo, pero francamente ni siquiera me acuerdo de su nombre porque cuando me la presentaron hace algunas horas en La Ronería yo estaba más pendiente del escote de su amiga que de lo que ella me decía? E incluso más al tanto de cualquier otra mujer que pasara cerca y estuviera sola, porque siempre es mejor evaluar todas las opciones antes de decidirse por una chama de las que se encuentran los jueves por la noche en sitios como el Centro San Ignacio? Pero tampoco me rebusco demasiado. Total, carne es carne.

Un pana me dijo una vez que tenía un invento perfecto: una fórmula mágica para que las mujeres se conviertan en una sabrosa pizza exactamente cinco segundos después de que el hombre llegue al orgasmo. Ahorita imagino -anhelo- que esta jeva fuese una pizca con salchichón y extra queso para devorarla como un salvaje abandonado en una isla, porque tengo mucha hambre.

—¿Qué tal? -murmura ella-. Total que no me dijiste por qué no tienes novia.

¡Oh, maldita sea!, suspiro, ¡sáquenme de aquí!

Pero ¿cómo llegué a este lugar?, ¿quién es esta mujer?, ¿dónde está mi celular? y, más importante, ¿dónde carrizo está la armadura?, porque con esta oscuridad es imposible ver a mi alrededor.

El vacío se hace mayor. Estoy surfeando en medio de un agujero negro donde la materia no existe. Todo es neutro porque acabo de tener un buen polvo… y ya. No me quejo, para nada. Qué de pinga es cuando uno sale a buscar algo específico y lo consigue. Los problemas aparecen después, cuando quiero sacar a patadas a esta loca de la habitación… ¿Qué por qué no tengo novia?, ¿acaso yo le dije que no tenía novia?, ¿y a qué viene esa pregunta?, ¿se dan cuenta?, ¿por qué no sigue mi ejemplo y se queda muda hasta que cualquier cosa ocurra? Lo que me provoca es decirle, mijita, ¿y tú por qué te vas para un motel con un desconocido?, ¿tienes una idea de con quién acabas de tener sexo?, o sea, respeta, que yo sé que tú tienes tanto intelecto como la pizza que yo me quiero comerme ahorita.

Flashback. Salí con Pipo y Schubert de un evento gastronómico. No, más atrás, durante el día. Pasé buscando un traje por uno de estos lugares donde te los alquilan. Tremendo traje. Toda una armadura. La clase de ropa con la que mis padres quisieran verme vestido todos los días de mi vida. Y precisamente la clase de ropa que me hace sentir como el ser más falso del planeta. Se trataba de la inauguración de un festival gastronómico al que debía asistir casi obligado. Pipo y Schubert también vestían armaduras pero creo que no eran alquiladas. Obviamente Pipo no se llama Pipo, pero todos le decimos así y Schubert, bueno, ése es su apellido materno y como el resto de su nombre es tan común él prefiere utilizar su apellido más llamativo. Nos quedamos en el festival como dos horas y a eso de las diez y media nos paramos brevemente en Hooters para comer un par de kilos de buffallo wings y algunas cervezas antes de ir a la carnicería (así le dice Pipo a lugares como el Centro San Ignacio). Es una noche tan tranquila, con tanta gente desbordando las terrazas del San Ignacio que esto de que vivimos en un régimen loco y perverso parece un mal sueño, ya olvidado por muchos. Porque al ver tanta gente rumbeando como si nada es que uno se da cuenta de que Venezuela no es un país sino muchísimos países apilados bajo una bandera y un himno. Una insólita parodia del subdesarrollo.

Aquí hay gente bien y no tan bien. Tomadores de Etiqueta Negra y cerveceros. Chicas góticas, sifrinas culito parado, monitas… Aquí en el CSI se puede saborear la diversidad caraqueña y venezolana que, a pesar de los llamativos contrastes, persigue más o menos los mismos objetivos.

Pasando la esquina del Subway, y para este momento severamente afectado por algunos pases de coca, digo: «Qué bonita eres». Pipo y Schubert voltean a verme y yo volteo a la izquierda porque se lo dije a tres chamas que venían caminando en sentido contrario al de nosotros. La del medio, una blanca de pelo castaño y con carita de muchacha buena como Carla Angola, la de Globovisión, se detuvo y me sonrió. Y yo sé, lo sé demasiado bien, que si no hubiera cargado la armadura sino mi indumentaria regular -franela negra y jeans viejos- lo más probable es que me mentara la madre o que se hiciera la loca. Pero esta noche no, esta noche la tipa bajó el paso, tanto que me pude acercar, extenderle la mano y decirle:

—Mucho gusto, Carlos.

Y ella dijo:

—Adriana, un placer.

Y sonrió.

Los buitres de mis amigos hicieron lo mismo con las otras dos chamas. Las invitamos a tomar algo pero ya se iban; nos echaron un cuento de que estaban cenando y blah, blah, blah. Total que le di mi tarjeta a Adriana, ella me dio la suya (arquitecto) y un beso en la mejilla seguido de un nos hablamo. ¿Me llamó Adriana, salí con ella, nos empatamos?, no pana, ese cuento da para un libro completo (un libro bien loco y deprimente que me da pena presentar a una editorial).

Pipo tiene 32 años y Schubert 30, igual que yo. Pero odio decir que tengo treinta años porque en una época como ésta nadie parece estar conforme con su edad y es como si todo el mundo quisiera correr contra el reloj de la vida. Y te das cuenta de eso cuando vas a una disco y notas que las mujeres cada vez se parecen más a robots adolescentes. Todas quieren parecer menores, todas quieren tetas de silicón, todas quieren implantes en cualquier parte de su cuerpo: el culo de J. Lo, los labios de Angelina Jolie; quieren estirarse aunque no tengan arrugas, bronceados artificiales, liposucción aunque no tengan grasa de más. Todas quieren pertenecer al gran culto -y pasatiempo- mundial del moldeado anatómico. A las quinceañeras no les regalan cruceros sino tetas nuevas, no hay fiesta de aniversario sino inyecciones de Botox. La idea de la belleza natural ya no existe. La nueva idea es estar buena y comestible (e igual ocurre con los hombres) sea como sea. Objetos, simples objetos. Cajas de cartón. A veces se me sale la hipocresía de frente y critico a las mujeres que se operan hasta los codos pero la verdad es que si fuera por mí jamás volvería a tener algo con una tipa normal, porque hay algo, un sentimiento de… no sé, como si fueras el dueño de un tesoro valioso, en eso de estar con una diosa plástica.

Y esta noche sobraban las diosas plásticas en La Ronería. El desfile estaba desatado porque a estas jevas les gusta que uno se babee por ellas. Lo gozan. Es una época de trofeos carnales. De lucir provocativas mascotas humanas y llevarlas a desfilar a sitios repletos de gente solamente para que los demás te envidien. Y a veces creo que no hay nada más allá de eso, que todo se queda en la superficie. ¿Alguna de estas mujeres habrá visto Casablanca, habrá leído a Neruda, habrá escuchado a Beethoven?

No. Pero igual estoy aquí. Como siempre.  

—Párenle a este cuento -dice Pipo mientras el mesonero nos trae tres tragos de ron 1796 en las rocas-. Ayer venía con Natalia -su esposa- y Federico -uno de sus mejores amigos- desde Maracay. Entonces el Fede andaba con una pasadera de mensajes de texto y llegó un momento en que el pitico del celular te ladillaba.

—Salud -digo yo y juntamos los vasos. Enciendo un cigarrillo.

—Bueno -prosigue Pipo, que es un tipo blanco y delgado, de nariz grande, cabello negro liso y esta noche viste un traje gris con camisa blanca y corbata amarilla. Él es contador público y luce exactamente como uno que no es muy exitoso-, yo le pregunto que a quién le está pasando los mensajes y la ratico me dice que a Sonia -que es la esposa de Julián, quizá el mejor amigo de Federico-. Y Natalia, coño, le dice que qué vaina es ésa, que si tiene un resuelve con Sonia. Fede dice que sí y se caga de la risa. Natalia se pica toda y Fede le dice que incluso hoy iban a comer juntos. Y yo le digo que no sea loco, ¿cómo va a salir públicamente con Sonia?, y él me dice que eso no tiene nada de malo porque son, ante todos, panas, y que no hay rollo si alguien los ve comiendo solos.

—Y yo me imagino -dice Schubert, que es odontólogo de profesión- que este cuento tendrá sentido en algún momento.

—Pana -dice Pipo irritado-, déjame seguir. Lo que me dio arrechera y me dejó pensando es que ahí Natalia dijo una vaina como que Fede tiene razón porque, en caso de que no tuvieran un resuelve, no tendría nada de malo que saliera por ahí con Sonia. Y de repente dice que ella también sale por ahí con sus amigos cuando yo estoy fuera de la ciudad o cuando estoy en la oficina.

—Verga -dice Schubert.

 —¿Y? -murmuro yo.

—¿Y?, ¿y?, bueno, cabezón, que mi esposa dice que anda por ahí con no sé qué amigos mientras yo me jodo trabajando.

—Ah, bueno, tampoco es que te jodes… -suelta Schubert.

—El punto es que yo le pregunto los nombres de esos amigos con los que sale ¡y me mencionó a tres carajos que yo no había escuchado en mi vida! Entonces no sé cuál es la vaina y me arrecho y el pajúo del Fede estaba gozando con el rollo. Y como para salirse del problema, Nati me dice que dos de esos panas son gays, amigos de no sé cuál amiga de ella. Pero, no sé pana, te digo que eso me sonó a paja.

—Chamo, así como que en el peor de los casos, tu mujer tiene sus aventuritas por ahí… ¡Gran cosa!

—Flores, tú no estás casado. No entiendes de esto.

Schubert asiente con la cabeza y me pide un cigarrillo porque él nunca tiene.

—Y te puedo asegurar que no me voy a casar pronto, mucho menos después de verlos a ustedes.

Schubert se acomoda en la silla. Lleva tres años casado pero se está divorciando. Y, como todo esposo, le echa la culpa a su mujer: ella era una celópata, no lo atendía bien, cocinaba maluco, ya no quería sexo, tenía las uñas de los pies muy largas, y un largo etcétera. El aspecto bueno, es que ninguno de los dos tiene hijos. Ambos pertenecen a una nueva raza de jóvenes matrimonios que se rehúsan a tener hijos. La mayoría de mis amigos casados están una situación idéntica: todos tienen problemas, están cansados de estar casados y no tienen hijos. Pero pocos se atreven a admitir que cometieron un gigantesco error al casarse. Ah, y ninguno pasa de los 35 años de edad. No conozco a nadie que me recomiende estar casado. Ni hombres ni mujeres. Sin embargo, me la paso pensando que sería bien rico despertarme un domingo por la mañana, salir del cuarto y encontrar que mi esposa está preparando el desayuno, vestida aún con ropa de dormir, y me da un beso en los labios y yo sonrío… el sol entra por la ventana en el comienzo de un día que seguramente rayará en la perfección doméstica, y es posible que en la ecuación entre un chamito pidiendo que le den su cereal con leche y yo mismo se lo sirvo. Y bromeo con mi esposa y me siento en paz conmigo mismo porque, al fin, he cumplido con la naturaleza al prolongar la especie: tengo una familia, soy un padre, tengo una mujer…y cuando la idea me devora, cuando absorbe mi razonamiento, por lo general pienso en mis amigos y toda la fábula cae destrozada como cristales viejos sobre una superficie olvidada. Y ya, la realidad me apuñala y regreso a ocupar mi personaje de tipo agresivo y sarcástico.

Cuando vamos por la tercera ronda de tragos, Pipo sigue con el rollo de que Natalia sale por ahí con sus amigos, aunque ya para este momento él la imagina protagonizando salvajes escenas eróticas con enormes y musculosos compañeros que son, infinitamente, mejor parecidos que él. Schubert, que también lleva un traje negro parecido al mío, de tres botones con camisa gris y corbata negra, estaba en el baño y lo veo aproximarse acompañado por dos muchachas que seguramente rondan los veinticinco años de edad.

La gente, el público que recién llega, camina de local en local buscando una mesita libre, pero todos los locales están llenos. Y hay que conformarse. A un lado puedo ver a una parejita que no se siente nada cómoda en un sitio donde venden, más que todo, cervezas. Ella está muy bien vestida y le reclama a él. Imagino la escena horas antes: ella ilusionada, bañándose, seleccionando las pantaletas adecuadas y el resto de la ropa, el perfume, los zapatos… el maquillaje perfecto, porque será una noche especial en un sitio más que especial. Y hay expectativas, ganas, mariposas en el vientre… será una tremenda noche. ¿Cómo adivinar que terminaría tomando cerveza de sifón, frente a un montón de pubenosos que la observan sin disimulo?

Frente a nuestra mesa un tipo bebe un cocktail color naranja y su pareja, una chama de ésas que parecen modelitos frustradas, toma algo en una copa de martini. Sin embargo, no cruzan miradas ni charlan de una manera como se supone que lo haría una pareja. Tres muchachas catiriitas y bonitas están sonriendo y hablando y para ellas esta noche no tiene nada nuevo; deben pasársela en esto, hablando de los tipos que las atacan, del carro que tiene uno, del yate que tiene el otro, y las imagino en quince años, haciendo lo mismo: sentadas en cualquier mesa de cualquier sitio a cualquier hora, hablando de lo mal que les está yendo en su segundo o tercer matrimonio, y que los hijos son una total ladilla. Y mirarán al pasado y les sorprenderá —¿acaso no?— saber que no se han movido en la vida, que siguen en neutro y que la vida es una mala comedia donde ellas protagonizan interminables capítulos de adultez sin madurez, de experiencia sin conocimiento ni aprendizaje… mi mente divaga y vuelvo en mí, y pienso en que me gustaría mucho cenar con una de esas catiritas y enseñarles cómo tira un genio literario como yo, pero igual pienso en lo fatal que sería esa cita desde el momento en que ambos nos diéramos cuenta de que estamos en este planeta para recorrer caminos disparejos que jamás, y bajo ninguna circunstancia, deberían cruzarse; entonces sería otra magistral pérdida de tiempo y dinero para alguien como yo.

Aunque…, brother, qué buenas están las condenadas.

Volteo, escaneo con la vista la mayor cantidad de gente que puedo y noto que hay algo similar en muchas de las parejas que están esta noche acá. Hay más hombres hablando con hombres y mujeres hablando con mujeres que entre sí. Y justamente cuando estaba dispuesto a hacer un comentario bien honesto al respecto, Schubert se paró frente a nosotros y nos presentó a… todavía no me acuerdo cómo se llamaban. Pero lo cierto es que mientras le di la mano a una no podía quitarle la vista al escote de la otra. Y media hora más tarde ya estaba seguro de que si le pedía a la de senos pequeños que se fuera conmigo lo haría porque se notaba a kilómetros que ella había llegado al San Ignacio buscando lo mismo que yo. Pipo y Schubert competían por la tetona y yo estaba fácil, trotandito sin apuro porque esta chama me había puesto la mano en la pierna varias veces y yo estaba susurrándole chistes malos al oído… y ella se reía y cualquier otra cosa, cualquier crítica que tuviese ante la vida, ante las mujeres locas, ahora carecía de la menor importancia. Las hormonas hacían de las suyas. No hay que echarle mucho coco para resolver la ecuación: ella quiere y tú quieres. Igual: plomo. Y la mente se nubla, sólo hay una respuesta, una salida a todo esto y es llevarla a un motel y descargar… eso mismo, descargar como autómatas y mientras ella me cabalga no pienso sino en lo rico que se mueve, lo bien que lame; el sonido de sus gemidos… el cerebro no me da para más. Ni siquiera para intuir que en unos pocos minutos llegará el terrorífico remordimiento postcoital y entonces esta sensación netamente carnal que experimento ahora significará… nada.

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