José Urriola
El 9 de septiembre de 2015 recibí una limada telefónica a altas horas de la noche. Con voz fatigosa mi amigo P.L. me rogó que fuera de inmediato a su casa. Era algo importante y quería hacerme entrega de un documento.
No podía esperar. Me fui de pésima gana y dando una mala excusa a mi mujer. No quise preocuparla, ella también le tenía un extraño afecto a P.L. y bien sabía que cualquier noticia desagradable sobre él la iba a angustiar mas de lo normal.
Cuando llegué a casa de P.L. había una nota sobre la puerta: «simplemente empuja». Pasé, nadie respondió a mi saludo. Una única luz alumbraba al fondo del pasillo, olía a ropa húmeda y a platos sucios, también a cigarrillos fumados en medio del frío con las ventanas cerradas durante semanas. No hacía falta que terminara de recorrer el pasillo para saber lo que me esperaba al final.
Lo encontré con la cabeza perforada por el balazo. El manchón grueso aplastado contra la pared de fondo. El charco copioso sobre la computadora y el mesón, tiñéndolo todo de rojo.
A pocos centímetros de su cabeza había una carpeta llena de papeles identificada con el titulo: «Cerebro que no se apaga, experimento de un perfecto extraño». Y bajo el título una nota: «por favor publicarlo tal cual como está, no corregir una coma ni un errar ortográfico, no alterar el orden de las páginas. Es mi voluntad, que se publique tal cual como lo he dejado».
Me invadió entonces la rabia porque P.L. se había quitado la vida sin haberlo siquiera anunciado. Sin despedirse. Me dio pena porque se marchó sin que pudiera demostrarle lo mucho que yo lo estimaba. Y sentí un inmenso dolor, porque de tener otra oportunidad hubiera sido para él un mejor amigo.
Pero sobre todo me dio miedo. Un miedo terrible, primigenio. Algo siniestro y oscuro rondaba esa habitación. Tenía que salir corriendo inmediatamente de allí. Tomar el manuscrito, llevarlo a un lugar seguro y luego avisar a la policía.
Fue tanto el horror en ese instante que se me nublaron los ojos de lágrimas, trastabillé y cuando quise a toda carrera tomar las hojas mecanografiadas sentí que me cubrió una brisa helada, una cosa espectral, el pánico sólido en su forra a más pura.
Tropecé el manuscrito con los dedos vueltos un nudo de nervios. Cayó desparramándose por el suelo, llenándose de sangre, confundiéndose con la tinta aún fresca. Cerca de doscientas páginas no numeradas regadas allí. Sin títulos ni identificación para los capítulos, sin índice alguno.
De cualquier manera -o de la mejor manera que pude- recogí las hojas y las devolví a la carpeta.
Me sentía observado. Quizá por P.L. que aún no había desocupado del todo la habitación. Quién sabe si por otras personas que nos espiaban a ambas. Pero la sombra de lo siniestro estaba allí en ese momento, lo puedo jurar.
Terminé de recoger las páginas y las apilé de nuevo dentro de la carpeta. También recogí una última nota -desapercibida hasta entonces- que se hallaba muy cerca del mentón de P.L. Estaba escrita a mano, con una letra terriblemente nerviosa y difícil de entender. Pero no revelaré el contenido de esta nota. Al menos, no por ahora.
La novela que están a punto de leer es producto de un accidente. Después de leer sus hojas cientos de veces y de combinarlas otras tantas, intenté colocar el texto en un orden que aproximadamente podría ser el dejado por P.L. sobre la mesa, la noche de su muerte.
Este es el orden que le doy yo. Esta estructura es la que yo conseguí como justa para la obra de P.L. Las separaciones por capítulos están hechas a mi criterio. Las reflexiones, a veces insertas entre un capítulo y otro, son textos originales de P.L. Allí tampoco se cambió una simple coma ni un error de ortografía, mucho menos se consideró la mínima idea de realizar correcciones de estilo. En eso sí la novela queda inmaculada.
Pero su orden auténtico sólo lo puede tener en su mente P.L. Sólo él y, claro, su cerebro que nunca se apaga.
Invito a que cada quien deshoje de nuevo este cuerpo extraño, lo desparrame por el piso y lo vuelva a ensamblar con su mejor torpeza. Cada quien que se adueñe del relato de P.L. y lo combine como mejor le venga en gana. Creo que eso es lo que más le gustaría. Sólo así tendría sentido realmente la última nota que dejó. Esa que no revelaré. No hasta que terminen el tránsito por esta experiencia.
I
Tengo un cerebro que no se apaga. O él me posee a mí -mejor dicho- lo que viene a resultar bastante peor. El tipo no se detiene, no deja de pensar, está permanentemente maquinando idea tras idea con idea y contra idea. Las superpone, las deconstruye, las reinventa, las combina, las escupe, las procesa mal, las digiere peor. Machaca y martilla incansablemente este cerebro como una máquina de perpetuo movimiento. Como si alguien alguna vez le hubiera sembrado un injerto que no deja jamás de ramificarse entre los valles, asfixiando bajo su rizoma mis neuronas, intoxicando a su paso los laberintos irritados de mi cabeza.
Me pasé la vida intentando apaciguado, engañarlo, sedado. No se puede. O no se pudo, y ya.
El asunto me viene desde niño, cuando mi padre acostumbraba inventarme historias. Cuentos alucinados que a veces yo lograba separar de la realidad, otras veces no podía y otras simplemente no quise. Opté por creerlas a pesar de tener conciencia de toda su falsedad. Al final todas las historias se me convirtieron en una madeja unificada y ya no era capaz de distinguir entre los relatos sembrados, los acontecidos, entre los fantaseados por el viejo y los condimentados con mi propia sal. Empecé a inventar relatos sobre los relatos. Cada evento de mi vida derivaba en un cuento que necesitaba ser contado a otra persona, pero también, sobre todo, necesitaba ser contado y recontado mil veces a un interlocutor interno que no era otro que yo mismo.
Tengo una teoría al respecto. Bueno, he de decir que tengo mil temías para todo lo que acontece, deja de acontecer o puede acontecer en mi vida; mi vida que además de la que vivo es la que imagino o la que se me hace imaginar.
La teoría va más o menos así: cuando uno se acostumbra a jugar fútbol sin otro compañero que una pared que te devuelve en malos botes un balón desinflado, terminas asumiendo el rol de varios equipos, de varias nacionalidades y varias personalidades que al final son un gentío, un potpurrí de identidades dispersas que confluyen en uno mismo y que no acaban jamás por ponerse de acuerdo.
De esa manera, en un turno era yo quien jugaba a meter goles contra un árbol de guayabas que hacía de portero. El balón rebotaba contra la pared, se me venía encima haciendo botes extraños y yo me inventaba mi mejor volea, un golpe de taco, acaso una chilena y el balón salía disparado hacia el ángulo imposible donde las manazas enormes y rígidas del guayabo, a pesar de todos sus esfuerzos, no llegaban. Golazo. Yo 1, el resto del universo O. El próximo turno ya no era yo el que jugaba, seria Diego, o Mauricio, o Arístides. Fuera quien fuera a quien le tocara el sumo había que hacer la pantomima con toda dignidad. Si Diego iba a intentar meterle un gol al guayabo pues debía hacerlo con las mejores armas de su arsenal. Tenía que echarle bolas, y así lo hacía. Bueno, es decir, tenía que echarle bolas yo, pero con las bolas de Diego, siempre un poquitín menos bolas que las que le ponla y tenía yo. Pero el remate de Diego siempre se iba demasiado alto, siempre chocaba ridículamente contra el tronco del guayabo o allí sí los esfuerzos sobrehumanos -valga el adjetivo para este guayabo portero, que de humano sí que tenía algo, lo juro- lograban cerrarle el ángulo al disparo.
Eliminado Diego ahora me tocaba ponerme la piel de Mauricio, con sus movimientos, sus tics, sus comentarios, hasta me cambiaba el peinado. Ah, y su limitada capacidad para jugar al fútbol, también. Y aunque su chute no fuera tan bueno, no tuviera la gracia, la maestría ni la entrega absoluta del mío, a veces se colaba rastrero a un costado del tronco con una sequedad desprovista de todo encanto, como un ratón envenenado adentrándose por la esquina inferior izquierda de la arquería. Y el guayabo ni se inmutaba, la dejaba pasar el muy coño e su madre como un arquero desganado de esos que hace vista a pesar de tener plena conciencia de que el chuce va enrumbado a las redes.
Me quitaba la piel de Mauricio y me montaba encima la de Arístides, quien también se sacaba un remate ridículo que también se convertía en gol. Esta vez con cierto toque más de gracia, casi imperceptible, pero la verdad es que a este remate de Arístides le ponía más corazón. Por nada en especial, digamos que porque es emocionante siempre tener al menos un par de rivales en segunda fase.
Diego quedaba eliminado. La final se jugaría entre Mauricio, Arístides y yo. Volvía a ser mi tomo. Y yo fallaba. Fallaba porque no siempre la chilena sale perfecta o porque a veces un mal charco interpuesto entre la pared y yo hacía botar el balón tres metros más allá, o porque yo simplemente no era tan buen futbolista como yo mismo me pensaba. El guayabo -hijo de puta, aunque gran compañero de juegos- también hacía de las suyas de vez en cuando y se atravesaba burlón en el trayecto de mi tiro. Entonces, rápidamente, mi cerebro que nunca apaga, experto timador, engañador de los mil demonios, decidía instantáneamente reformular las reglas del juego. Yo tenía derecho a meter un gol al menos en tres intentos. Y seguro, en uno de esos tres, la pelota se mena y yo pasaba a la final. Mauricio y Arístides también tendrían sus tres oportunidades cada uno -es que con las reglas recién instauradas era lo más justo- pero sus intentos desganados, sin tanta pasión ni tanta entrega, pero con la dignidad siempre en pie.
Mauricio, sin tensión sobre los hombros -porque la tensión brutal sólo la llevaba yo, en mi turno exclusivamente mío, el único condenado a salir sublime- anotaba a placer sobre una portería prácticamente desierta, como si el guayabo otra vez diera un pasito a un costado para dejar pasar la pelota. Gol. Un gol del montón, con esa displicencia que sólo dan los buenas botes contra la pared, la pierna que se siente confiada porque solamente tiene que hacerlo bien y no siente la presión de hacerlo perfecto. A mí la pared muy rara vez me dio rebotes favorables, había demasiada tensión en ese centro preciso que yo mismo me hacía pero que se me devolvía haciendo extraños, más indescifrables que cualquier topspin del mejor primer servicio de un tenista profesional.
Arístides lo intentaba, por triplicado. Pero sus esfuerzos eran inútiles, pues la final siempre se juega de a dos. Sus turnos eran como un saludo a la bandera, toda una escultura al esfuerzo estéril. Se lanzaba de cabeza, se barría sobre el lodo, arrancaba a cuajos el poco césped que aún quedaba en el campo. Pero no la metía nunca. Estaba destinado al fracaso. Heroico, loable, corajudo, pero fracaso al fin y al cabo.
Llegaba entonces la final. Yo siempre finalista, yo hecho un manojo de nervios de nylon a punto de estallar de pura tensión. Yo sintiéndome un poco culpable porque sabía que de fallar no podía ganar Mauricio -tales circunstancias ameritarían el replanteamiento de un nuevo juego, la reformulación de unas reglas que no eran las originales, peno que exigían ser puestas en práctica por el bien del ego y la sanidad mental del protagonista- y así, con eres o cuatro oportunidades, con la tensión de un futbolista que se juega contra sí mismo la final de un mundial, yo siempre ganaba. O yo siempre me las inventaba para adelantar la revancha de un próximo mundial jugado en solitario donde ahora sí no fallaría. Se jugaría hasta sus últimas consecuencias, aunque llamaran a comer, aunque la hora de las tareas ya tuviera una prórroga irrecuperable, aunque la caída de la tarde matara la luz y ya no se viera ni pared ni pelota ni portería ni guayabo arquero, aunque el sonido de la pelota chocando contra la pared y luego contra la reja detrás del guayabo no dejara conciliar el sueño a mis padres.
Luego de la victoria -porque de no haber victoria no había fin de juego- entraba a casa sudado y hecho polvo. Con el corazón a millón pero contento de haber triunfado. Mientras me duchaba recreaba la situación, imaginaba a las amigas del colegio festejando los goles, hablando fascinadas de lo bien contorneadas que eran mis piernas de futbolista, disputándose en un silencio a gritos mi evidente favoritismo hacia alguna de ellas. Porque yo ya desde entonces tenía el corazón plural. Acaso si habría alguna favorita, alguna que me hacía temblar especialmente las piernas, que me hacía sudar las manos un poquitín más que las demás; pero tenía un poco para cada una, me podía enamorar de todas, no tenía problemas en compartirlas en lo vasto de mi pecho. Eso sí, y que quede claro para que nos vayamos entendiendo desde el principio: yo comparto pero no me gusta ser compartido. Mi atención puede ser dispersa con las mujeres, pero no acepto que su dedicación a mi sea menos que exclusiva. Bueno, está dicho.