Rufino Blanco Fombona
1. DONDE APARECE CIRILO MATAMOROS
Es domingo, un domingo de junio. El sol de las once cae, tórrido y dorado, sobre loe techos rojos de 1a dudad; reluce en los muros de las casas, pintados ya de tenue ocre, ya de manían a, ya de siena indeciso, ya de azul desvaído, ya de anaranjado moriente, y reverbera en las calzadas arrancando al asfalto tonos de pavón gris. La longa y recta avenida, radia alegría.
Por entre el abigarrado público dominguero y endomingado de la chica y risueña dudad discurren, a paso procesional, grupos de muchachas elegantes vestidas de colores claros, ledos. Charlan en voz alta las mujeres entre sí o bien con hombres que las acompañan. Recién salidas de la última misa, pasean antes de restituirse al hogar. Las madres, en ocasiones, siguen los grupos juveniles, bamboleando sus gruesas moles cincuentonas. Parejas enamoradas se aíslan, adelantando el paso o retardándolo, bajo la amplia flor de oro o de púrpura de la sombrilla abierta.
Nutrida fila de coches enderézase avenida abajo. Sube otra fila de coches hasta desgranarse y perderse en los barrios del centro. En algunas ventanas se enraciman mujeres, ávidas de ver y de ser vistas; en otras, pelan la pava novios imberbes con novias de quince años. De aquí y allá sale, por algunas de estas abiertas ventanas, una racha de vals criollo, o algún lírico lamento germánico.
Tal cual cocinera retardada apresúrase camino de su cocina, cimbrándose al peso de la cesta de compras, por cuyos bordes asoman la cabeza colorada loe rábanos, o verdes y refrescantes coles, repollos y lechugas.
– o –
En el término de la Avenida, donde concluye, puede decirse, la ciudad y empiezan arrabales que parecen una invasión a la campiña por casucas audaces, desemboca un campesino endomingado, caballero en un cuartago de pocas crines y pocas carnes.
Érase aquel jinete Cirilo Matamoros, abacero y curandero de un caserío vecino, Chacao. ¡Qué celebridad la suya, entre los campistas, en varias leguas a la redonda!
Pequeño, regordete, cuarentón, su figura insignificante no denuncia el poso de ciencia campesina. Cirilo Matamoros, mestizo peliparado y casi lampiño, pues sólo un bigotillo, de cuatro pelos negrea en su labio superior, tiene por contraposición un bosque de cerdas en las cejas. Aquella hirsuta barra de cerdas que se eriza en su rostro, entolda los diminutos ojos de Cirilo, dando a todo el semblante un aire fosco.
Su aspecto truculento—engañosa ciscara de un natural bonísimo— se agrava por un silencio clásico, al parecer hostil, siempre que no se trate de exponer virtudes de plantas y raíces o de ponderar las múltiples curaciones que aplicando tales y cuales raíces o tales y cuales plantas realiza el curandero. Entonces su cháchara corre como abundante caño. ¡Cambio increíble!
No era Cirilo Matamoros uno de esos negros brujos, de pañuelo colorado sobre las greñas blancuzcas, que recetan oraciones y potingues inverosímiles; ni charlatán por vil interés de pecunia, sino abnegado
y voluntario servidor de la humanidad doliente, empírico de ciencia casi infusa, convencido de la farmacopea criolla, cuyas virtudes eficaces conoce y pregona.
Dueño de una pulpería sobre el camino carretero, posesor de parcelas de tierra de labrar, vive de abacería y pegujalito. La «medicina” la practica por placer. La medicina es su aguardiente, su único vicio.
A veces abandona bueyes y mostrador, rodal y tienda, por correr leguas y leguas sobre su caballejo desmedrado, a propinar brebajes a algún peón palúdico o aplicar emolientes al tumor de algún cachicán. Y todo con el mayor desinterés. Regala casi siempre a sus clientes las plantas y los medicamentos que prescribe, y muy a menudo, cuando son menesterosos, les deja también algunas monedas.
Hasta de Caracas solían llamarlo. Matamoros lo pregona con orgullo: “De Caracas me solicitan con frecuencia.” Y allí la enumeración de sus éxitos en la capital: el cochero de don Fulano, un zapatero del barrio de San Juan, dos italianos paragüeros y económicos de El paraguas genovés, etc.
Aquel propio domingo iba a Caracas, de donde lo requirieran por teléfono el sábado en la noche.
– o –
Recurre a la eficacia del curandero nada menos que don Camilo Irurtia, ricacho caraqueño, conocido por tacaño, viejo Harpagón de hucha repleta.
La pulpería rebosaba de bebedores de amargo—aguardiente perfumado con hierbabuena y cáscaras de toronja—, cuando Cirilo participó con orgullo mal encubierto, o más bien con expuesto orgullo, que se veía precisado a cesar el despacho y a poner a todo el mundo de patitas en la calle. Iba a Caracas. De Caracas lo llamaban para medicar a un enfermo. Al decirlo, Matamoros no ignoraba que pronto volaría la noticia de cafetal en cafetal, de hacienda en hacienda, de peonada en peonada.
El prestigio casi supersticioso de que goza Cirilo Matamoros en cuanto curandero, se acrecería por aquel nuevo homenaje de la ciudad. Cuando Cirilo dio a conocer el motivo que le obligaba al cierre de sus puertas pulperiles más temprano que de costumbre y con detrimento de su bolsillo, uno de los bebedores de amargo le preguntó:
—¿Y quién te llama de Caracas, Cirilo?
Matamoros repuso con jactancia:
—Don Camilo Irurtia, un capitalista…
¿Don Camilo Irurtia? Ninguno de los peones ni mayorales allí presentes había oído jamás aquel nombre.
—Ese sí te pagará—aventuró otro campesino; dirigiéndose a Cirilo.
Matamoros no se resignó a confesar: la reputación de avaro de don Camilo era tan merecida, tan sólida, que no daba resquicio a dudas. Pagarle, ni un solo céntimo.
—Yo no quiero paga ni de él ni de nadie—responde con vivacidad él curandero—. La medicina debe ejercerse de balde, por amor de la humanidad y de la misma medicina. Los empleos lucrativos son otros. Si yo fuera gobierno prohibiría que los médicos cobraran. Así habría menos doctores, y nos dejarían el oficio de curar a los que tenemos vocación.
—Pero algo te abonará, si lo curas, ese señor Irurtia—insistió el peón—, siendo rico y acostumbrándose en las ciudades a pagar a los médicos.
—Repito que yo no exijo dinero de nadie; mis servicios son de quien los necesita y confía en ellos.
Aunque el curandero sabía de memoria que Irurtia no iba a darle ni las gracias, añadió, por el buen parecer:
—No digo que no me haga algún regalito, como ocurre a veces son las personas a quienes sano; pero yo nada pido.
En ese instante entró un nuevo parroquiano, un mozalbete caraqueño recién arribado a Chacao, sirviente en alguna de las haciendas vecinas.
En un periquete lo pusieron al corriente. Matamoros iba a Caracas, solicitado por don Camilo Irurtia. Conocía el doméstico a Irurtia, de fama y aun de vista.
—¿Don Camilo Irurtia? ¡Buena pécora! Un viejo huesudo, larguirucho. Es un avaro que vive de la usura. No escupe para que la tierra no chupe.
Después la emprendió el fámulo de buen humor con Matamoros:
—¿Y esa es la gente que te llama de Caracas, Cirilo? Buena clientela. Tienes razón de estar contento. Irurtia es un viejo sinvergüenza que te hace ir porque te conoce el flaco y para no pagar médico.
—Yo no solicito dinero.
—No, aunque lo solicites, no lo obtendrás de Irurtia. Ese no le da un grano de mala ni al gallo de la Pasión. Lo mejor que puedes hacer es despacharlo con tus hierbas. Algún heredero te pagará el servicio.
Matamoros iba a decirle que no volviese a poner los pies en la pulpería; pero se impuso el natural genio del curandero y se limitó a encogerse de hombros, callado, desdeñoso, filosófico. El sirviente, minutos después, partió, riéndose de la clientela de Cirilo y asegurando que si a Irurtia le golpeaban el codo, no abría ni los dedos del pie. Los peones, creyentes a fe ciega en la sabiduría infusa de Cirilo, no aceptaban como oro de ley las rechiflas de aquel escéptico burlón.
– o –
Iba contento en su caballuco zaino Cirilo Matamoros, a pesar de las burlas del hortera, a pesar del sol de las once, a pesar de la carretera y sus remolinos de cálido polvo asfixiante. ¿Cómo no? La ciudad lo llama. Caracas, la gloria.
Desembocó en la Avenida, embebido en sus pensamientos de grandeza, y embebido en sus pensamientos de grandeza espoleó la cabalgadura calle arriba, sin detenerse en los paradores y posadas que habrían por allí sus amplios y hospitalarios saguanotes a los viajeros populares, de bolsa modesta.
Viste Cirilo aquel domingo pantalones y chaleco de palio negro y americana o chupa de dril blanco, sin abotonar. Tócase con un fieltro alón, café con leche, caída la delantera sobre los ojos para evitar el sol del mediodía. Calza burdos y resistentes brodequines de becerro. Una pesada y resonante cadena de plata hamaquea sobre el paño negro del chaleco en el vientre de Cirilo.
Sí, iba contento, calle arriba. Al arribar a una plaza, abandonó la Avenida y torció rumbo a la derecha. No anduvo trescientos metros, y ya pudo creerse en otra ciudad: las casas, más bajas que en la Avenida; las ventanas, más estrechas; las paredes, menos relucientes; los portones, menos severos. Por las calles no discurre público elegante, sino alguno que otro artesano…
A puertas y postigos asómanse trigueñas mujeres del pueblo, bien por curiosidad, bien en espera de hermanos, padres, maridos, a quienes temen acaso ver llegar de las pulperías con dos o tres tragos más
que de costumbre. En suma: en barrio popular.
– o –
El jinete se detuvo frente a gris y descascarado casucho de una sola ventana, techo bajo, puerta cerrada, aspecto sórdido. La ventanuca, con barrotes de madera, tiene entornados loe postigos como dos párpados. Aquellos entornados postigos parecen ojos de disimulo mirando de soslayo.
En la portezuela, desteñida, pende una aldabilla de hierro. Contrasta la casuca, por su aire de desconfianza, sus postigos como en atisbo y su puerta bien cerrada, con las vecinas viviendas, cuyos portones, abiertos de par en par, invitan al transeúnte.
Tocó a la puerta, sin desmontarse, el que llegaba. Como nadie repuso, tocó, pasado un momento, otra vez. El silencio apenas responde. Por tercera ves golpeó con los nudos de los dedos en aquella muda puerta. Flacucha cara de viejo asomóse a la postre por uno de los postigos, preguntando:
—¿Quién es?
—Gente de paz—repuso el de a caballo.
El viejo debió de reconocerlo, porque le dijo:
—¿Ah, es usted, Cirilo? Un minuto; voy a abrirle.
El campesino, ya a pie, empezaba a amarrar su caballejo en los barrotes de la ventana cuando la puerta se abrió. El vejete—hombre zancudo, magro, aquijotado—, preguntó, como en alarma, a Matamoros:
—¿Va usted a dejar su bestia ahí, en la calle? ¿No teme que se la roben?
—¡Qué van a robarse!—repuso Matamoros, disponiéndose a entrar.
Pero el otro se encalamucó:
—Es un disparate. Pueden robarse el animal, o la silla, o algún estribo. Lo mejor es que deje su caballo aquí, en el zaguán.
Como el palurdo accediera, el viejo tagarote pareció más tranquilo. Y entraron al corredor, conversando.
—Pero usted no tiene cara de enfermo, don Camilo.
—Es verdad, por fortuna. El enfermo no soy yo.
***
2. CAMILO Y TOMASA
El enfermo, en realidad, no era don Camilo Irurtia, sino Tomasa, vieja amarillenta y reumática que le servía. Irurtia no conoció jamás otra servidumbre doméstica sino la de aquella bruja de cabellos blancos y desgreñados. La pobre anciana creía que Dios la puso en el mundo con el exclusivo objeto de servir a Camilo, para servirle de balde; y de balde lo servia. Irurtia la había heredado de la madre, de la que fue sirvienta. Única herencia.
Al afecto por Camilo, a quien conoció desde la infancia, se juntaban en la apocada vieja la costumbre y la admiración. Lo admiraba. ¿No había llegado Camilo desde la más desnuda inopia a la importancia de capitalista? Porque, aunque viviese como un mendigo, era un capitalista.
Aún se acordaba Tomasa cuando vivían Camilo y ella en un cuartejo único, separados por una cortina colorada. Allí lavaba la vieja la ropa de los dos; allí guisaba en un infiernillo el somero alimento. Tomasa volvía la cara contra la pared, de noche, al acostarse, para no alarmar su pudor viendo a través de la cortina, gracias a la vela, a Camilo en paños menores. El casto Irurtia, al caer en la cuenta, obvió la dificultad con una reflexión oportuna:
—¿Quién ha dicho que se necesita de luz para desvestirse?
Por fortuna, el dinero, fecundo, sabe multiplicarse en manos de un hombre de orden y de genio como Camilo. De simple tenedor de libros en modesto almacén, Irurtia fue subiendo, subiendo. Primero prestaba a los compañeros de trabajo, ¡oh!, poca cosa y a un interés muy módico: nada más que al cincuenta por ciento. Yo te doy un duro, tú me das dos. Muy sencillo. ¡Y tan generoso el pobre Camilo: nunca que pudo se negó a prestar estos servicios!
También solía empeñar algunos objetos; al que no era empleado en el almacén, al que no conocía, ¿cómo iba a prestarle su dinero sin ciertas precauciones, pocas, sencillas: algún relojjto de oro, alguna sortija con piedras? A veces no daban sino un simple papel, un pagaré. En suma: nada, casi nada. Pero el pobre
Camilo era tan ahorrativo que fue guardándolo todo sin gastar apenas ni un céntimo, sin distracciones, ni siquiera un cigarrito los domingos; con mucho sentido del orden, hasta permanecer descalzo cuando estaba en la habitación.
¡Y qué sobriedad! Un huevito, un panecillo. Nada de vinos, de licores. ¡Cómo no iba a tener acumulado
lo que otros malgastan en lujos, en vicios! Por fortuna ya vivían mejor, y Camilo se consagraba de preferencia a prestar dinero a gente más seria que empleaditos de almacén: a los empleados del Estado y a otro negocio mejor: a la retroventa de casas. ¡Lo que sabe de casas Camilo y cuántas posee ya en todos los barrios de la villa! Dios es justo. Dios protege a los buenos.
Apenas supo Cirilo que el enfermo no era Irurtia, sino Tomasa, tuvo una ligera desilusión. No suponía lo mismo para la fama curanderil de Matamoros el medicar a un ricacho, aunque avaro y usurero, como Camilo Irurtia, que a una vieja sirviente. Pero la vocación, el anhelo de propinar sus hierbas triunfó en Cirilo Matamoros, y aquel hombre excelente, de cara de pocos amigos, empezó a informarse con sincero interés de los males que aquejaban a la criada.
—Dolores en el cuerpo—le informó Irurtia vagamente.
Y agregó:
—Vamos a su cuarto. Usted juzgará.
El prestamista fue guiando a Cirilo hada la habitación de Tomasa, que, echada en su catre, lanzaba sordos berridos. Atravesaron otra habitacón. ¡Qué espectáculo para Cirilo! Apilábanse en los rincones clavos, cerraduras, balanzas, acordeones descompuestos, flautas, guitarras, útiles, de jardinería, pinzas de sacar
dientes, máquinas de coser, una dentadura postiza. ¡Los objetos más heteróclitos! Junto a sillas de montar, aquí y allá, jaulas de pájaros; codeándose con camas de hierro, vajillas de porcelana, libres, maletas, y sobre una mesa un arsenal de lo más completo: revólveres, escopetas, puñales, espadas y una auténtica cimitarra turca. Todo aquello aspiraba un aliento pestilencial de moho, de viejo, de encierro, de desinfectante.
Cirilo convertía los ojos a diestra y a siniestra, asombrado, y pensaba: este hombre es rico, negocia en casas y especula con valoresde importancia; no necesita de empeños miserables que apenas pueden dejarle sino beneficios mínimos, céntimos, y le llenan y ensucian la casa. Debiera prescindir de ellos y, sin embargo, no prescinde, no puede prescindir. Es esclavo del céntimo. Aquello era la democracia de los empeños. Cirilo no podía descubrir la buena ropa de cama y de vestir, envuelta en papel de periódicos pestilentes a bolitas de naftalina y ocultas en tablas adosadas a la pared, hasta la altura del techo. Ni menos los zarcillos con piedras preciosas, las sortijas de diamantes, los collares de perlas, los diminutos relojes femeninos con iniciales en sátiros y rubíes, los aderezos margaritados, los brochas, los medallones, los brinquiños. Todo ello se escondía con su papelito blanco, una fecha, un nombre y unos signos enigmáticos, en tinta de carmín, en la maciza caja de hierro, disimulada tras posada cortina, en otra habitación, cerca del casto lecho de Irurtia.
Como don Camilo advirtiese la curiosidad de Cirilo, empezó a hablarle apresuradamente de la enfermedad de Tomasa, y apresuradamente le obligó a atravesar aquel curioso habitáculo de los empeños, situado entre el cuarto de él y el cuarto de Tomasa. Don Camilo conocía bastante a Cirilo y su hombría de bien a carta cabal. ¡Pero qué miedo tenia de que la curiosidad ajena metiese los ojos en su interior y en sus intimidades!
Aún recordaba la vea en que se introdujeran en su casa unos ladrones. No Io robaron, porque supo dar tantos y tan tremendos gritos, que la gente acudió y los ladrones huyeron. Pero, ¡ay!, la policía metió baza. Le impusieron una multa por prestamista a espaldas de la ley. Le impidieron prestar al veinticinco por ciento. Don Camilo creyó morir. ¡Qué abuso de la fuerza! Comprendió que la organización social era defectuosa y Venezuela un país perdido. Hasta pensó en abandonar la República; pero como sus intereses y aun su ambición lo retuvieron, imaginó vengarse del Gobierno, de la multa, entrando en alguna revolución. Sólo que los revolucionarios le amedrentaron con exigencias de dinero. Irurtia renunció a las rebeliones colectivas.
Tantas emociones le produjeron una fiebre cerebral. Le llevaron, sin él solicitarlo, naturalmente, un médico. Apenas convaleciente Irurtia, el médico le pasó la cuenta, a razón de cinco pesetas por visita. Don Camilo estuvo a punto de recaer. Consultó un abogado respecto a la cuenta del doctor, era menester pagar al médico y, además, al abogado, que cobró la consulta. La existencia perdió para don Camilo todos sus atractivos. ¿A qué vivir en un mundo abominable en que todos se confabulaban para saquear al honrado trabajador?
Desde la fiebre cerebral trabó conocimiento con Cirilo Matamoros, en previsión de lo que pudiera ocurrir. Y ya había llegado el caso: Cirilo Matamoros estaba en su casa. Se trataba de un hombre altruista, desinteresado, que sabía dar, por amor del prójimo, no sólo las recetas, sino también los medicamentos, y, a veces, a los enfermos menesterosos, hasta algún dinerito. ¡Quién sabe cómo se conduciría con Tomasa! ¡Era tan pobre, tan pobre! No poseía nada. Nada era suyo.
– o –
Más amarilla que nunca, echada sobre un catre sin sábanas, arropándose con una manta del tiempo de Maricastaña.—manta raída, suda, incolora, que fué un tiempo sudadero de burro y que le empeñaron
a don Camilo por dos o tres reales—, la pobre vieja, con la desgreñada tumusa blanca sobre la mugrienta almohada, quejábase de erráticos dolores en los huesos, principalmente en la pierna derecha.
Matamoros, fosco y reconcentrado, se hizo dar explicaciones. Tanteó la flácida pierna, desde el muslo hasta él calcañar, movió las coyunturas, examinó las rótulas; después examinó los codos, las muñecas, las articulaciones de las manos, y concluyó can una seguridad absoluta, verdaderamente doctoral:
—¡Reumatismo!
—¿Y qué le hacemos, Cirilo?—preguntó Irurtia.
—Lo primero—repuse Matamoros—aplicaremos la chuta.
—¿Y qué es eso?
—Una medicina que los extranjeros…
No pudo concluir. Irurtia se había puesto las manos en la cabeza. ¿Remedios de botica? ¿Remedios que cuestan un sentido y no curan? Cirilo se había vuelto loco o estaba contagiado por el ejemplo de los médicos caraqueños, que todo creen arreglarlo con frascos de doce reales. ¿Qué era de aquellas salutíferas hierbas que Cirilo llevaba siempre consigo, que jamás negó a los enfermos, y con las que, hecha la infusión y absorbida, desaparecían los más renuentes males?
Cirilo oía en silencio. Cuando Irurtia concluyó sus aspavientos, el curandero repitió, solemne:
—Lo primero, duna, como la llaman los extranjeros; o, según decimos en criollo, copey.
—Ah, ¿una planta indígena? ¡Enhorabuena!
Irurtia se puso radiante. La vieja empezó a quejarse de no poder estirar la pierna.