literatura venezolana

de hoy y de siempre

Una luz en la sombra colectiva

Axel Capriles

Tres son las figuras que dominan la cultura subjetiva y la identidad social del venezolano actual1: el héroe, el pícaro y el malandro. Las tres tienen vasos comunicantes con el arquetipo del alzado, terreno del individualismo anárquico, la altanería y el desplante. La figura más extendida y popular en la iconografía nacional es, sin embargo, otra, una que nos remite a un sistema de valores y a un inventario mental totalmente distinto. Es la imagen de un hombre con bigote y sombrero de ala corta impecablemente vestido con un traje oscuro de solapa ancha, pañuelo blanco en el bolsillo, chaleco de hilera cruzada, corbata con nudo grueso centrado perfectamente sobre una camisa blanca de cuello duro, mirada apaciguadora y las manos recogidas en la espalda, un venerable siervo de Dios, conocido como “el médico de los pobres”: José Gregorio Hernández.

Como presencia constante en la religiosidad y la cultura popular venezolana, la inmensa cantidad de reproducciones y variantes del retrato que el Dr. Hernández se hizo tomar en la ciudad de Nueva York en 1917, en todo tipo de dibujos, estampas, esculturas, estatuillas, placas, representa la manifestación de un arquetipo compensatorio, el símbolo de un componente anímico que balancea los excesos del individualismo anárquico, una luz en la sombra colectiva que da entrada a otro venezolano posible. El imaginario colectivo y la identidad social andan, a todas luces, por caminos encontrados. Veámoslo en algunos estereotipos culturales sobre ritmo y tiempo, formalidad y trabajo.

En Caracas, si alguien invita a una cena a las 8:00 p.m., nadie espera que la gente llegue antes de las 8:30 p.m. Si a un invitado se le ocurre llegar puntualmente, lo más seguro es que encuentre al anfitrión en la ducha. La puntualidad se convertiría en un estorbo que estresaría a todo el mundo en la casa. En la vida social venezolana, la noción del tiempo exacto no existe. No se invita a una hora en punto. Uno siempre se orienta según un referente impreciso, “alrededor de las nueve”, “después de las nueve”, donde “alrededor” o “después” es una medida de tiempo modificable por cada quien.

La puntualidad puede ser valorada y esperada por ciertas personas, círculos y circunstancias pero no es algo común. En el inconsciente cultural persiste una imagen del tiempo circular, un sentimiento que difiere del encadenamiento y rapidez del tiempo lineal, una actitud y desprecio de la obsesión sajona con la puntualidad y el valor de las horas. No es infrecuente que si una persona está todavía desvestida en su casa, lejos y tarde para una invitación, y el anfitrión que espera su visita lo llama al teléfono móvil para preguntarle por dónde anda o para saber por qué no ha llegado, el invitado le conteste, sin ningún atisbo de vergüenza, “ya estoy llegando”, “estoy a dos cuadras”. Luego, las dos cuadras se hacen muy extensas o el invitado encuentra un gran atasco entre las dos. Lo mismo sucede con la disciplina en el trabajo. Todo gerente conoce la facilidad con que cualquier incidente menor puede convertirse en causa suficiente para que un trabajador llegue tarde o no asista a su cotidiana labor.

José Gregorio Hernández, por el contrario, se caracterizó por su formalidad y puntualidad, como un hombre sumamente disciplinado, responsable y cumplidor del deber. Numerosas anécdotas destacan su modestia y también su orden y disciplina, su esfuerzo por estar siempre a tiempo. Una de esas historias narra sus actividades el día de la muerte de su muy querida hermana Josefa Antonia, el 13 de enero de 1907. A pesar de la aflicción y el dolor que lo embargaba, llegada la hora en que acostumbraba a ir a dar clases, José Gregorio tomó su sombrero y salió para la Universidad ante el asombro de todos sus familiares. El deber estaba por encima de todo, aún por encima de una pena tan honda como la muerte de un ser querido. Terminó la clase, volvió al funeral de su hermana, compartió su dolor con todos sus hermanos y familiares y a las tres de la tarde volvió de nuevo a sus clases para incorporarse luego al entierro. Ese día, la lección de José Gregorio Hernández fue de ética más que de histología, una enseñanza silenciosa sobre el deber, la obligación, la cultura del trabajo y la puntualidad.

La teoría de la identidad social describe los procesos mentales por los cuales el individuo construye el concepto de sí mismo a partir de la experiencia con los grupos a los que pertenece y con los que se relaciona. Para lidiar con la diversidad humana, para filtrar y entender el inmenso número de particularidades e individualidades que nos rodean, las personas organizamos nuestras representaciones del mundo social por medio de categorías. Construimos prototipos que incluyen un conjunto poco preciso de atributos, comportamientos, creencias, actitudes. Esos prototipos o categorías configuran la manera en que percibimos a los demás y a nosotros mismos. Incurrimos continuamente en etiquetamientos que expresan creencias sobre las características que definen los grupos sociales. Pensemos, por ejemplo, en los estereotipos del venezolano abstracto y genérico que es frecuente escuchar, en el carácter llano, alegre y dicharachero de nuestro coterráneo, en la tipología extrovertida y bullanguera de un gaitero zuliano, en el caraqueño campechano, confianzudo e informal. Revisemos los estereotipos que han cristalizado a lo largo de nuestra historia política nacional, en el adeco consumista de la Gran Venezuela de los años de 1970, en el nuevo rico ostentoso en los tiempos del “ta barato dame dos”, en el militar prepotente, abusador y corrupto de la revolución bolivariana, en el funcionario con camisa roja y vientre prominente campaneando un vaso de whisky Johnnie Walker, Blue Label, removiendo con el dedo los abundantes y voluminosos cubos de hielo que tintinean a ritmo de merengue y reggaetón.

Que diferentes son los rasgos de personalidad condensados en esos estereotipos comparados con las formas de carácter que representa el Dr. José Gregorio Hernández, personaje cuya popularidad compite con la de Simón Bolívar y la de las principales figuras de nuestro imaginario cultural. Sin duda, la sociedad venezolana de finales del siglo XIX y principios del siglo XX era muy distinta de la Venezuela actual. La estructura básica del carácter y las formas de interacción y comportamiento se soportaban sobre formas tradicionales y el país no había sufrido las distorsiones producidas por la abundancia petrolera. Pero a pesar de que el afecto popular por José Gregorio Hernández tiene raíces en una época totalmente distinta, su culto no ha hecho sino crecer desde el fatídico 29 de junio de 1919, día de su fallecimiento. El médico de los pobres pareciera encarnar la suma de rasgos que yacen en la sombra de nuestro carácter social, las antípodas de una geografía psíquica que ha quedado cubierta por una máscara repleta de signos superficiales de éxito y triunfo social fundados en una narrativa heroica. De acuerdo con toda la bibliografía existente sobre el venerable siervo de Dios, José Gregorio Hernández fue un hombre discreto, serio, formal, honrado, cumplido, de una sola palabra, honesto, comedido, observador, responsable, ordenado, metódico, constante, minucioso, detallista, puntual, exacto, sereno, desprendido, austero, frugal. Fue un individuo dedicado al estudio, la ciencia y la docencia, así como a la oración y la caridad. Su devoción religiosa y espiritualidad le agregan trascendencia a la dimensión ética y moral. Se aproxima mucho más al perfil caracterológico descrito por Max Weber como reflejo de la ética puritana que al que concebimos habitualmente como propio del desbordamiento sensual y bullanguero del mar Caribe.

¿Qué significa, entonces, que una personalidad reservada, modesta y austera, que un venezolano responsable y constante, un hombre piadoso, comprometido, íntegro, con una entereza de carácter fundada en el sentido del deber, sea respetado y venerado y tenga una iconografía que aparece en todos los espacios de la geografía nacional, en monumentos, capillas, altares, lugares de culto privado, hospitales, comercios, vehículos y panteones?

José Gregorio Hernández fue un médico bondadoso cuya preocupación por los menesterosos y necesitados, su dedicación al trabajo caritativo, levantó calurosos y profundos afectos. Pero la sociedad venezolana cayó particularmente en cuenta del inmenso amor que todo el mundo le profesaba con la conmoción que produjo su muerte y exequias. Todas las biografías del médico de los pobres narran el momento en que al salir el féretro de la catedral para colocarlo en la carroza fúnebre y llevarlo al cementerio, la muchedumbre, que colmaba las calles, gritó en coro: “¡El doctor Hernández es nuestro! ¡El doctor Hernández es nuestro! ¡El doctor Hernández no va en carro al cementerio!” El difunto fue llevado a hombros al cementerio seguido de la más grande y conmovida multitud de la historia funeraria de Venezuela. Ese sentimiento de amor y pertenencia pronto se convirtió de manera espontánea en devoción y vínculo de identidad.

Sin duda, la figura del eminente médico venezolano también ha sido promovida desde la autoridad y el poder. En 1968, el presidente Raúl Leoni, inició la construcción del Hospital José Gregorio Hernández en los Magallanes de Catia y dentro del hospital hay un monumento dedicado en su nombre. Existen muchos otros hospitales nombrados en su honor, clínicas, consultorios médicos, unidades de tratamiento, centros ambulatorios, institutos experimentales, universidades, unidades educativas, comunidades y hasta una Misión revolucionaria para atender a discapacitados. Pero más allá del reconocimiento promovido desde la visión oficial, la admiración y veneración de José Gregorio Hernández es una propuesta popular. La fe en su poder curativo, en sus milagros e intervenciones, no fue un invento de los estamentos eclesiásticos sino un producto autónomo surgido del fervor de la gente, una creación colectiva. ¿Cuál es el significado de la fascinación popular que produce la imagen de un individuo cuyos rasgos de carácter no son, precisamente, los más extendidos o populares?

En una oportunidad, fui invitado a asistir a la fiesta de Santa Bárbara el 8 de diciembre en el barrio Bucaral, en el Municipio Chacao, Caracas. Dentro de las casas había altares para la santa y potencia con bellas ofertas florales. En una casa, al lado del altar en que se encontraba Santa Bárbara, había otra pequeña mesa o altar con dos figuras. Una estatua del chamo Ismael, de la Corte Malandra o Corte Calé, del culto de María Lionza, estaba junto a la conocida estatuilla del Venerable Siervo de Dios. ¿Qué significa la coexistencia, hombro a hombro, de dos imágenes que expresan valores tan opuestos?

José Gregorio Hernández nació en Isnotú, en el Estado Trujillo, el 26 de octubre de 1864. Viajó a Caracas al comienzo de su adolescencia para estudiar bachillerato y luego cursar estudios en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Central de Venezuela. Se destacó como excelente estudiante, de buena conducta, ordenado, cumplido y puntual. Se graduó de bachiller en Ciencias Médicas en 1888 y a continuación, a los seis días, obtuvo el título de doctor. Se dedicó al ejercicio práctico de la medicina y en 1889 viajó a París enviado por el gobierno del presidente Juan Pablo Rojas Paúl para formarse con las eminencias médicas de la época, para informarse sobre los nuevos avances e investigaciones de la medicina experimental y para adquirir el equipo, microscopios, libros y otros instrumentos que sirvieran para sacar la medicina venezolana del atraso en que se hallaba. A su vuelta al país, en 1891, establece el Laboratorio de Fisiología Experimental y asume las cátedras de Histología Normal y Patológica, Fisiología Experimental y Bacteriología. Además de su práctica profesional como médico internista general, destacado por su sincera vocación y altruismo y su particular atención de los pobres, José Gregorio Hernández fue miembro de la Academia de Medicina y escribió dos libros, Elementos de Bacteriología y Elementos de Filosofía. Más que un creador de nuevas prácticas, Hernández fue un extraordinario docente y un destacado difusor de ideas, un estudioso de los adelantos científicos que ocurrían en otras latitudes para adaptarlos a la realidad de nuestra tierras subtropicales, un esmerado didacta que actualizó el saber médico en un país caracterizado por el atraso y que puso en práctica los avances de la medicina moderna.

El argumento central de la vida de José Gregorio Hernández fue el conflicto entre su actividad profesional, su vocación médica y docente, y su llamado a la vida religiosa que lo obligaba a la renuncia del ejercicio de su profesión. Tres veces intentó tomar el camino religioso. La primera vez en 1908 cuando cruza el Atlántico para entrar en la Santa Orden de la Cartuja de Farnetta en Italia. Hernández había leído la Imitación de Cristo y se había sentido conmovido y atraído por la vida de contemplación, austeridad y desprendimiento de los cartujos, la orden fundada por San Bruno en el siglo XI. La dualidad entre la vida contemplativa y activa, así como su debilidad física para el ayuno y la labor manual propia de los cartujos, lo hizo abandonar la orden y volver a Venezuela para entrar en el seminario y hacerse sacerdote. A las tres semanas, sin embargo, abandonó también el seminario y su ilusión de hacerse sacerdote. Llama la atención la docilidad con que el eximio médico aceptó su cambio de destino. Al ser advertido por Monseñor Castro que su camino no era el de la Iglesia sino el de una vida laica y piadosa dedicada al servicio de la gente y la medicina, José Gregorio contestó: “Monseñor, me pongo enteramente a su disposición y haré lo que usted me aconseja. Mi fe me dice que por su boca Dios mismo me señala el camino que debo seguir.2” El sentido del deber va a ser una constante de su trayecto vital.

Después de su tercer intento de dedicarse a la vida religiosa, de su entrada en el Colegio Pío Latino Americano en Roma para profundizar la formación requerida para el sacerdocio, volvió a Venezuela debido a su débil salud, tras haberse contagiado de tuberculosis. En la renuncia a su llamado espiritual, José Gregorio Hernández construyó su síntesis como laico caritativo y piadoso, un balance entre su fe religiosa y una vida dedicada al servicio del prójimo, en especial, de los más necesitados. El epitafio colocado sobre su tumba, a partir del texto ganador de un concurso convocado por el Gremio de Obreros y Artesanos, muestra el calado popular de su talla espiritual y humana: “Médico eminente y cristiano ejemplar. Por su ciencia fue sabio y por su virtud justo. Su muerte asumió las proporciones de una desgracia nacional.3

Luego de su muerte ocurrida de manera trágica, atropellado por un carro el 29 de junio de 1919 y después de su emotivo y concurrido entierro, su tumba en el Cementerio General del Sur se convirtió en lugar de visita y peregrinaje. Si al principio las personas acudían a llorarlo, llevarle flores y rezar por su alma, pronto comenzaron a pedirle favores, curaciones, que fueron seguidas de agradecimientos por los favores recibidos. Un complejo sistema de comunicación ritual, rezos y plegarias, acompañó su transfiguración de ser humano en santo o figura reverencial. Hoy en día, José Gregorio Hernández es la imagen más penetrante y extendida de la espiritualidad venezolana. No sólo ha seguido el camino hacia la santidad dentro de la tradición católica, habiendo sido declarado Siervo de Dios en 1973 y Venerable en 1986, sino que se convirtió en una conspicua presencia en todas las expresiones religiosas del pueblo venezolano, en Santería, en el culto de María Lionza, en los altares privados. Su poder de sanación es invocado por todos los afligidos y su ubicuidad alcanza la dimensión de héroe cultural. Como santo –como lo consideran millones de venezolanos que en 1996, en una población de 22 millones de habitantes, cinco millones de firmantes pidieron al Papa Juan Pablo II su elevación a los altares-, José Gregorio Hernández tiene una existencia metafísica, es un alma que perdura, un espíritu inmortal, la manifestación de una dimensión sobrenatural que puede intervenir en el mundo concreto y literal mediante milagros. No es mi papel analizar los aspectos metafísicos y sobrenaturales del camino de José Gregorio Hernández hacia la santidad, pero es preciso revisar su significación como arquetipo de espiritualidad en nuestra cultura porque toda necesidad y expresión espiritual que no encuentre canales institucionales, una liturgia, a través de los cuales manifestarse, buscará formas espontáneas y autónomas de expresarse.

En su ensayo Los fundamentos psicológicos de la creencia en espíritus, C.G. Jung señala que “los espíritus son complejos del inconsciente colectivo que aparecen cuando el individuo pierde su adaptación a la realidad o que buscan reemplazar la actitud inadecuada de mucha gente por una nueva. Son, por tanto, bien fantasías patológicas o ideas nuevas pero todavía desconocidas.4

Se me hace que José Gregorio Hernández, como potencia espiritual, como alma inmortal capaz de hacer milagros, recoge las complejidades marginadas y reprimidas en nuestra cultura que se expresan en formaciones parciales de carácter. Da salida a las cargas libidinales y modos de personalidad que el medio ambiente y la cultura dominante no permiten expresar.

Jung fue uno de los pioneros en el estudio psicológico de los fenómenos religiosos. En el volumen 11 de sus obras completas analiza desde el Simbolismo de transformación en la Misa hasta el Dogma de la Trinidad, figuras religiosas importantes como el Hermano Klaus o fenómenos espiritualistas. En este sentido escribe:

“Yo he estudiado una amplia gama de la literatura espiritualista y he llegado a la conclusión que en el espiritualismo tenemos un intento espontaneo del inconsciente de hacerse consciente en una forma colectiva. Los esfuerzos psicoterapéuticos de los llamados espíritus está dirigido a vivir, bien, directamente, o indirectamente a través de la persona fallecida, para hacerlos más conscientes. El espiritualismo es un fenómeno colectivo que persigue los mismos objetivos que la psicología médica y, haciéndolo, produce, como en este caso, las mismas ideas básicas e imágenes.5

Para expresarlo en términos más sencillos. Cada persona desarrolla una serie de rasgos de carácter, actitudes y conductas, en función del medio ambiente y la cultura. Es un segmento de la personalidad, un conjunto de representaciones, ideas y pautas de conducta, con determinadas valoraciones y tonos afectivos, que tienen una función adaptativa. Es decir, dependen de los modos de conformación y sirven para adecuarnos a la sociedad y a las circunstancias en que vivimos. Hay, sin embargo, otras partes de la personalidad que no se conectan fácilmente con el mundo en el que nos desenvolvemos. Son formaciones del carácter que no tienen correspondencia exterior, que no encuentran expresión ni salida porque no son bien recibidos. En una sociedad picaresca, por ejemplo, la astucia y la viveza son rasgos celebrados y valorados. La rectitud y la honestidad, por el contrario, son vistas con desgano. Los componentes que yacen en la sombra, que no tienen aceptación colectiva, existen, a pesar de todo, y reclaman atención. Se organizan en forma de una personalidad parcial, es decir, son componentes poco diferenciados y expresados del individuo que tienen carácter de una personalidad secundaria. Como ésta no tiene vasos comunicantes fluidos con el resto del organismo psíquico y no son percibidos claramente por el yo consciente, necesitan una mediación simbólica. Es decir, requieren de vías alternas para salir a flote. Estas vías son los símbolos, imágenes que hacen posible la conexión entre los contenidos separados de la personalidad. De todo el imaginario humano, los símbolos religiosos tienen una particular potencia porque expresan la función trascendente, algo que va más allá de nuestra humanidad, de nuestras limitaciones y segmentaciones. Los rituales e imágenes religiosas son curativos porque trascienden los opuestos y dan una visión de la unidad, de algo más amplio que nos trasciende. En cierta forma, son imágenes compensatorias que permiten superar nuestra unilateralidad.

Mi abuela materna relataba la historia6 de un conocido en Maracaibo, un joven que había pretendido a una muchacha de la sociedad maracucha pero que había sido rechazado por esta por ser un tarambana de vida licenciosa, frívola y desorganizada. Con el rechazo, el joven extremó su vida disipada, su dedicación al juego, la bebida y las mujeres de todo tipo. Al poco tiempo enfermó. Tenía inflamaciones intestinales dolorosas que los médicos del lugar no lograban sanar. En una oportunidad un familiar de mi abuela le dio una estampita de José Gregorio Hernández. A los días, el hombre, a pesar de sus burlas y desprecio por la figura del venerable, tuvo un poderoso e impactante sueño en el que en medio de una tormenta y a punto morir y caer sobre filosas rocas en el fondo de un acantilado, el venerable médico trujillano se le apareció y le tocó con la punta del dedo índice el vientre. Transcurridos unos días el enfermo empezó a mejorar no sólo de su afección intestinal sino de su vida disipada y carente de sentido. Enderezó su camino y decidió cursar estudios de medicina. Con el tiempo se convirtió en un respetado médico y padre de familia.

El relato de mi abuela parece apuntar a un caso clásico de conversión, de reorganización abrupta de la personalidad. Es lo que C.G. Jung llama según el concepto de Heráclito, enantriodromía, la transformación repentina en el opuesto por salida abrupta de actitudes inconscientes compensatorias. El individuo, que se había dedicado a cultivar el vicio y los aspectos más desalentadores de su personalidad, con su correspondiente efecto y malestar psicosomático, tuvo una visión onírica que le dio acceso a componentes parciales de su personalidad, a pautas de comportamiento y valores que también yacían en él pero que por circunstancias de su historia había mantenido en latencia. El contacto con la imagen del Venerable Siervo de Dios fue la vía a la que acudió el inconsciente para trascender su limitada vida presente y dar salida a elementos más positivos de su personalidad.

La imagen onírica de José Gregorio Hernández es una expresión, una epifanía, del arquetipo del curador. Como señala el psiquiatra suizo Adolf Guggenbhül-Craig, “el curador y el paciente son dos aspectos de lo mismo. Cuando una persona se enferma, el arquetipo curador-paciente está constelizado; el enfermo busca el curador externo, pero al mismo tiempo el curador intrapsíquico es activado. Nos referimos generalmente a este último llamándolo ‘el factor curativo’. El médico dentro del paciente, y su acción curativa es tan grande como el doctor que aparece en la escena exterior.7“ En el caso comentado, la estampita del médico de los pobres parece haber repercutido en el trasfondo psíquico del paciente y activado el arquetipo del curador. Los sueños son el lenguaje del inconsciente en el que se había activado el factor curativo.

Las apariciones, milagros y curaciones son un tema controversial y delicado. Para mi abuela, para los millones de devotos y seguidores de José Gregorio Hernández, para el creyente, la curación descrita por mi abuela es el resultado de la actuación de un agente externo e inesperado, la acción del venerable siervo de Dios, que interviene para el alivio y el restablecimiento del paciente, no el producto de la activación y reacomodo de un factor inconsciente.

Estamos ante dos narrativas distintas, la religiosa y la psicológica. La narrativa religiosa, gobernada por la fe, remite los sucesos vitales a un orden superior que escapa al conocimiento humano. La perspectiva psicológica se circunscribe estrictamente a la experiencia y ubica el orden causal de los eventos dentro del aparato psíquico. E. R. Dodds, en su obra Los griegos y lo irracional8, llamó “intervención psíquica” a todas aquellas intromisiones e influencias de dioses y seres sobrenaturales a las que los héroes griegos achacaban los cambios y las desviaciones de su conducta habitual. Argumentaba Dodds que al darle una imagen a la causa y al trasladar el evento del interior al exterior, se eliminaba la vaguedad. Yo creo que en ambas narrativas enfrentamos lo ignoto y desconocido por medio de una atribución de causalidad desde perspectivas distintas. Mientras que en el pensamiento religioso enfrentamos el misterio y buscamos la explicación de lo sucedido atribuyéndolo a una causa exterior, a un orden superior que nos trasciende, en la narrativa psicológica remitimos el origen del evento a una subjetividad interior. En cualquier caso, sea la curación producto de un agente externo o interno, lo primordial es el efecto benéfico de la imagen, la influencia de la representación colectiva.

La presencia de una figura como la de José Gregorio Hernández en el imaginario colectivo venezolano no debe ser subestimada. Venezuela es una sociedad que nació y creció bajo la luz de una consciencia épica, cuyo mito de origen es la guerra de independencia y cuyo personaje central, capaz de dar sentido de continuidad histórica e identidad nacional, es un héroe: Simón Bolívar. El arquetipo del héroe, sin embargo, es fundamentalmente individualista, remite a una personalidad narcisista preocupada por la gloria, totalmente poseída por sus propias ideas y objetivos que chocan con los compromisos necesarios para los consensos y convivencia social. Nadie ha visto a un héroe humilde, metódico y sencillo, que se levante todos los días temprano a la misma hora para ordeñar una vaca o arar la tierra. El héroe no produce conocimientos ni riqueza. Se apropia de la riqueza producida por otros. El héroe se monta en su caballo, conquista Troya y vive del pillaje y el saqueo de sus tesoros. Y en una sociedad moldeada por la consciencia heroica, la aparición y presencia de una imagen como la del doctor José Gregorio Hernández no sólo tienen un efecto beneficioso sino curativo.

Según Ramón J. Velásquez, la expansión de la fe en José Gregorio Hernández y el movimiento popular para santificarlo tomó ímpetu a partir del año 1936, después de la muerte de Juan Vicente Gómez9. Es decir, lo que él pueda simbolizar o representar para los venezolanos se hizo más necesario y requerido en un muy país muy distinto de la Venezuela rural en la que vivió el respetado y reverenciado médico, una sociedad conformada por costumbres ancestrales y tradiciones que actuaban como pautas institucionales. La expansión de la explotación petrolera ocurrida en los años veinte produjo una radical transformación de la sociedad venezolana. Sin temor a exagerar, podríamos decir que en términos de progreso material y cambios substanciales, entre 1920 y 1960 ocurrieron más transformaciones que en los cuatrocientos años anteriores. Pero el paso de una Venezuela agrícola y primitiva a la sociedad minera, urbanizada y moderna, no ocurrió sin repercusiones y consecuencia. Arrastrado por el consumismo y el afán de progreso material, deslumbrado por las ciudades, los avances tecnológicos y la nueva riqueza, el venezolano perdió contacto con importantes valores y principios éticos que tradicionalmente modulaban su conducta. José Gregorio Hernández, el hombre de vida austera y singular modestia, el sacrificado médico que siempre ayudó al prójimo y nunca quiso lucrarse de su profesión, es un símbolo compensatorio de los tipos de carácter dominantes en el espacio público.

Hoy en día, en una Venezuela corroída por la corrupción y amenazada por el imperio de la psicopatía, sin formas ni medios accesibles para contener el cinismo, el deterioro social y la anomia, José Gregorio Hernández da cuenta del atractivo que todavía ejerce en el inconsciente colectivo un orden humano delineado por la virtud. “El doctor Hernández es nuestro” no sólo por el amor y el cariño que le profesamos al hombre que fue, a la figura histórica. Tampoco lo es, exclusivamente, por la fe en su poder curativo o por la gratitud que sentimos por los favores recibidos o su mediación con el reino de Dios. “El doctor Hernández es nuestro” porque es el símbolo del potencial moral que lleva vida oculta en la mayor parte de la población de esta tierra de Gracia, porque descubre el lado oculto de nuestra forma de ser, el otro ventrículo de nuestro corazón, porque significa lo que podemos llegar a ser si asumimos con devoción y sentido de trascendencia nuestro proceso de individuación.

NOTAS

1 Este artículo fue escrito en el año 2017, finalizado en el mes de julio durante los días de protesta en contra del gobierno de Nicolás Maduro

2 Dupla, Francisco Javier, S.J. Se llamaba José Gregorio Hernández. Editorial Distribuidora de estudios, 2011, P.80

3 P.115.

4 C.G. Jung. The Psychological foundation of Beliefs in Spirits en: The structure and Dynamics of the Psyches. The Collected Works, Volume Eight. Routledge and Kegan Paul, 1977. P. 315

5 Op. Cit. P. 317

6 Anécdota reconstruida en la memoria un poco difusa de una historia contada por Lola Tinoco de Méndez.

7 Guggenbhul-Craig, Adolf (1974). Poder y destructividad en psicoterapia. Monte Ávila Editores, Caracas, p.88.

8 Dodds, E.R. Los griegos y lo irracional (2006). Alianza Editorial, Buenos Aires.

9 Suarez, María Matilde y Carmen Bethencourt (2000), José Gregorio Hernández del lado de la luz. Caracas: Fundación Bigott.

Sobre el autor

*Este texto constituye la introducción de la segunda edición de la obra «Se llamaba José Gregorio Hernández» (Duplá y Capriles, 2018), publicado por Abediciones (Caracas).

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