La Utilidad de los Poetas
Días pasados el señor don Juan E. Arcia, de la Academia de la Lengua, dio una conferencia sobre la utilidad de los poetas como artífices y conservadores del idioma. El señor Arcia desenvolvió doctamente el tema demostrando la alta misión de los que en todo tiempo aparecen como legítimos sembradores de ideales.
Bueno es recordar, cada vez que se agite tan viejo tema, esa misma utilidad en otro sentido: la necesidad de belleza que siente la humanidad y por cuya satisfacción devuelve a menudo un desdén incurable. En realidad, un poeta no representa utilidad inmediata en una sociedad de la que es el más inerme de sus miembros. La suya es como el agua escondida en la tierra: pasan tiempos y nadie se acuerda de que existen.
La atención de los hombres absorbida por múltiples empresas, esforzada en poderosas conquistas, apenas tiene tiempo de volverse hacia el que balbucea en sus oídos cosas de sueño; hacia el que trata de sorprender en el vértigo de la vida el ritmo secreto del corazón, menos hoy, en que están muy lejos los tiempos en que los ciudadanos esculpían en la tumba de los grandes poetas, a manera de sencillo epitafio, el simbólico enjambre de abejas.
Pero, es evidente que su solo lirismo es una encantadora realidad. Calcúlese lo que representa en el mundo la existencia de un Verlaine o de un Rubén Darío y cómo debiera cuidarse la vida de estos seres que son cada día más raros, que llevan consigo la áurea flauta de mil sonidos y que, en su aparente inercia, meditan acentos nuevos y desconocidos.
El poeta es semejante al pájaro cautivo. Un buen día canta. En los jardines botánicos rodean con la mayor vigilancia a los pájaros preciosos; pero el hombre, más justo siempre con los que no pertenecen a su especie, no tiene el menor cuidado para los que infunden en su mismo lenguaje la música de un idioma distinto.
Es también el poeta el más desheredado de todos los artistas con excepción de los pocos que hacen fortuna. Los músicos, los cantantes, los pintores y hasta los toreros logran el triunfo con mayor facilidad; entusiasman debidamente a los públicos que los paga con gusto, pues que su arte está a la vista, halaga más prontamente a los sentidos y necesita menos esfuerzo para descubrirle. Y el poeta es objeto de inicuas maquinaciones; su campo de acción con ser más vasto, es paradójicamente el más estrecho, su triunfo es muy ocasional y aunque deleiten sus versos en la velada familiar o en la función de gala, no gozará al día siguiente de la menor consideración personal del gordo burócrata y de la dama enternecida un instante.
¿Quién lee hoy versos? ¿Han llegado los tiempos en que los poetas deben desaparecer? Aunque aparecen cada día en mayor número, sobre todo en América, la pregunta no sale de los labios y los mismos hombres cultos averiguan si al fin no morirán del todo, notando algunos, que grandes artistas no han tenido que recurrir al “renglón corto” para obrar el milagro realizado por los que han “tocado la rosa”.
Antes, cuando había pueblos artistas, el poeta era casi un sacerdote; después su papel se hizo galante. En ocasiones una ciudad fue salvada por ser la patria de un poeta; su espíritu servíale de penate protector; tiempos hubo en que las cortes disputábanse su presencia y muchas veces los pueblos se declararon la guerra por guardar las obras de estos seres peregrinos. Formaban, además, el alma de la muchedumbre; Torcuato Tasso, dirigiéndose al destierro, se detenía en la fuga para oír al pueblo que recitaba sus versos en las calles.
En las organizaciones modernas no hay puesto para los poetas. Él tiene que conformarse con representar de ocasión, aunque su idea bendita de ser algo más que los otros mortales le desespera y encadena. Confundido en la muchedumbre habrá de vagar con su ilusión de gloria, en un tiempo donde casi se le desconoce. El reflujo humano le irá relegando más y más. Los hombres escalarán el cielo y hundirán la frente en el abismo escuchando menos el canto que anhela subir en una aspiración creciente.
A los caminos, al silencio, va el poeta. Aun así ellos tienen su momento. El que corta un cedro desdeña la flor humilde, mas un día se acordará de que hay flores e irá a cortarlas para la novia o la tumba que les reclama. En esta nueva etapa de su historia, la muchedumbre solicitará más íntimamente al poeta y acaso esto sea su nueva misión más clara y verdadera. Será con más eficacia el hermano eterno de las alegrías y las penas de los hombres.
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La Novela Nacional
¿Existe o no la novela nacional? ¿Cómo debe entenderse ésta? ¿Cuál es su verdadera naturaleza? Desde que alguien en días remotos ya tuvo la ocurrencia entre nosotros de escribir una novela aderezada bellamente con plantas y aves más o menos tropicales no se ha hecho sino discutir sobre esta cuestión trascendental en la literatura de América. Dichas preocupaciones son las mismas en todo el Continente y todavía nadie ha dado que, se sepa, una respuesta capaz de satisfacer la opinión, que es muy diversa.
Donde más se agita y trastorna el anticuado tópico es en Venezuela, en cuyo medio constituye un problema tan recóndito como el de la piedra filosofal o el de la prolongación de la vida humana. Al menos todos se afanan en resolverlo sin que en la opinión de los más se llegue a resultados concluyentes. Problema de tal magnitud que sólo hablar de él es muy difícil, pues nada puede afirmarse absolutamente sin que se oponga en seguida otra observación poderosa, amiga de confundir. Parece que se exige algo extraordinario, diferente en todo, a lo que se llama generalmente novela, que es la urdimbre de cualquier intriga, más o menos verdadera y en cuyo desarrollo demuestra el autor la calidad de su temperamento y su aptitud.
Apartando las cuestiones de influencia, de cultura y otras que envuelven el problema, aparece otra de más importancia: la vida nuestra y lo que se ha dado en llamar ambiente y carácter. Se habla de ello con empeño. Los críticos y aun los que no son críticos, (¿existen críticos entre nosotros?) no acaban de observar que no hay en las obras nacionales bastante vida. ¿Es que ésta difiere mucho de la de otros países? Al parecer no tiene mayores diferencias, acaso un matiz más o menos espiritual o de raza que pueda caracterizarla. De manera que los tipos de una novela netamente venezolana pueden parecer en ocasiones desprendidos de otra cualquiera, inglesa, rusa o alemana.
La nuestra, pobre, casi monótona en lo exterior, necesita ante todo de la sal del arte para imprimirle interés; de ahí que a veces haya de fundirse en él toda la acción de la obra. Porque, ¿quién dijo que donde hay belleza no hay vida? ¿Es que quiere significar el concepto de novela nacional, vulgaridad y estolidez únicamente? ¿O debe ella ser catálogo de cosas pueriles y de chistes despojados de todo ingenio? ¿En qué va a diferenciarse nuestra novela de la europea cuando tenemos un instrumento que no es propio; cuando nuestra cultura, nuestras costumbres, nuestras modas, nuestras pasiones mismas, son importadas? Aun escribiendo una novela precolombina, habremos de hacerlo en español y habrá de resentirse de cierta influencia extranjera, como en las grandes reconstrucciones contemporáneas de la antigüedad no han podido insignes artistas dejar de imprimirles ideas y sentimientos peculiares del espíritu moderno.
Si apareciese en América el novelista de genio que fije normas nuevas al arte de novelar, la revolución, por ser precisamente genial, abarcaría el mundo entero o al menos al mundo español, como es de verse en un ejemplo vivo en la poesía castellana, al aparecer Rubén Darío; como la novela francesa ha influido en la española; como la rusa comienza a influir de una manera directa en la novela moderna.
Preséntase otro factor que unirá más y más la novela de América y sobre todo la venezolana con la europea: el porvenir. Cuando nuestro país se haga más cosmopolita; cuando nuestra regiones más típicas, la montaña y la llanura, se modifiquen al empuje que viene de afuera; cuando queden únicamente los vestigios capaces de distinguir puramente en lo exterior la vida de provincia ¿qué puede quedar de algo verdaderamente nuestro, cuando el mismo idioma es susceptible de sufrir modificaciones y adulterio?
Se olvida, además, con frecuencia, otro factor indispensable para juzgar una novela: el de situarse en el mismo punto donde un autor contempla la vida, lo que cambia según el carácter y temperamento. Juzgan así de acuerdo con el suyo, pretendiendo una misma modalidad en todos ellos. Precisamente la fuente inagotable del arte consiste en esa constante variación de la personalidad sobre unos sentimientos que son eternos en la humanidad e idénticos bajo todos los cielos; lo que ha confirmado la observación de que la percepción y hasta las formas varían en el modo de recibirlas cada quien. Por eso, y porque cada quien se inclina y busca el sendero a que le llama la naturaleza de su cultura y de su espíritu, ha dicho un distinguido venezolano: “el viejo novelista neogranadino Jorge Isaacs, y entre los modernos el argentino Larreta, el brasileño Graca Aranha, el colombiano Vargas Vila, el venezolano Díaz Rodríguez, etc., escriben a maravilla o con giros personales; no se parecen entre sí, y se parecen en calidad a muchos europeos”.
Todos ellos, es de añadir, forman ya para el futuro la tradición de la novela de América; todos ellos contribuyen a abrir camino a la obra maestra del futuro, a presentar mañana el gran lienzo de la novela nuestra, que extienda en realidad su ambiente, para prescindir de una vez de la preocupación de que no se ha hecho novela.
No hay ya tradición en las costumbres, sujetas a modificarse en el ambiente venezolano más que en ninguna parte, y apelar a los dialectos peculiares de una región, además de contribuir a variar torpemente los sonidos de un instrumento precioso, dificulta en realidad la universalización de nuestra literatura. Y esto se consigue con buenos novelistas que desdeñando las cosas de menos importancia, de pura apariencia exterior –sea cual fuere la escuela que cultiven, sea dando a sus obras una clara belleza armoniosa o una delicada emoción o una viva crudeza– comuniquen a sus tipos y a sus cuadros, un aliento e interés tal, que puedan mantenerse bajo el mismo punto en todo el mundo por el soplo de arte vivo en sus páginas.
Y esto, por encima de todos los prejuicios parroquiales que estrechan y dificultan con mal llamadas orientaciones la libre inclinación de un escritor y su amplitud espiritual, es la inmediata finalidad y el verdadero propósito de la novela nacional.
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El lauro temible
“Fantoches”, el popularísimo semanario caraqueño, ha ofrecido un premio para el cuento que el jurado de su concurso juzgue detestable, o más bien, al mejor cuento malo.
Como se ve, el premio no carece de mérito y su misma originalidad estimula a que se le ambicione sinceramente. La popularidad, bastante parecida a la gloria, si no es la misma, está ganada de antemano, y quizá el mejor cuento no asegure a su autor renombre tan ruidoso como el que ofrezca las cualidades opuestas.
No es fácil escribir un cuento malo o mejor dicho, es tan difícil como el más original. Requiere inspiración, cualidades sobresalientes, un momento feliz que acaso no llegue a repetirse. El mejor cuentista, el más hábil, quizá no tenga la facultad para llegar a un modelo de ridiculez o imbecilidad absolutos.
El trofeo ofrecido adquiere así un valor capaz de satisfacer al más exigente y será para el agraciado emblemática corona triunfal.
Por otra parte, el deseo de alcanzar fama es tan natural en el hombre y tan antiguo que puede satisfacerse con facilidad. La fealdad, lo mismo que la belleza, tiene su cortejo de celebridad. Unas hermanas siamesas, un enano o esos monstruos que la Naturaleza se complace en formar a veces, rivalizan con el campeón de boxeo, el actor de cine, o cualquier novelista de 80.000 ejemplares que son las máximas celebridades del mundo moderno.
No recuerdo quién se arrojó en una hoguera ante toda la Grecia reunida en los Juegos Olímpicos para alcanzar la inmortalidad y no hay para qué nombrar al incendiario del templo de Diana.
Medios más fáciles y de consecuencias menos trágicas y funestas se ofrecen hoy. Ya no es preciso perder la vida para adquirir un nombre famoso, al menos a la sombra del campanario nativo. Basta un poco de resignación y buen sentido, en lo que puede caber mucho de humorismo, para alcanzar la palma.
El éxito se advierte en la multitud que contempla el trofeo en la esquina de Sociedad. Y mientras se pronuncia el nombre ansiosamente esperado se puede calcular la intensa simpatía con que le saludará el público. Y es de esperarse que, lejos de arrojar la presea con indignación quijotesca, sepa acogerla con la buena sonrisa de Sancho que es también de un hombre superior.
¿Quién sabe? La vida tiene sorpresas extraordinarias. El premiado por un cuento malo puede resultar luego un cuentista formidable y el lauro grotesco florecería entonces en vivas rosas irónicas. Para el jurado no deja de ser una responsabilidad bastante grave.
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Crítica y Críticos
Se habla en estos días de crítica. Buen tema. Conviene por lo tanto insistir en él. Se nos enseña que la crítica debe estar siempre exenta de halagos; que hasta hoy se ha carecido de ese instrumento útil y necesario. La crítica es, pues, un hallazgo de nuestros días, una función que ignoraron las generaciones anteriores. Y en realidad hace falta crítica en nuestro medio social; una crítica sagaz y penetrante fuera del radio de aldeanismos literarios y de alambicamientos académicos. Una crítica en la cual perezca todo lo existente, aun cuando se lleve por delante los tres o cuatro genios que poseemos en letras y artes y sucumban atónitos los intocados eruditos. Será éste un medio de crear otra vez y devolvernos vivos a los que, precisamente por esa falta de crítica, nos parecen muertos. Gracias a tan falsa postura –que por un error parece un privilegio– esos elegidos nos dan la impresión de encontrarse inmóviles, fantasmagóricos, mostrándonos una sola faz por carecer de la otra mitad. Pero no hay que ir a buscarlos al helado reino de túmulos –ni siquiera al panteón de los periodistas–, la crítica será más eficaz cuanto más actual. Este oficio de crítico es ante todo oficio de contemporáneos y así la posteridad se hallará en condiciones de revisarla. Y así tendremos una idea exacta de la capacidad de nuestros críticos. Muchas veces al hacer crítica se hace la crítica de sí mismo. Es el riesgo supremo. Mas, ¿acaso la crítica se reduce a emitir juicios acerca de una obra determinada? ¿Dónde empiezan y concluyen las funciones de la crítica? Crítica puede ser, ciertamente, toda nuestra vida. Se critica según el espíritu y toda manifestación humana viene a ser un acto de crítica involuntario. Y la crítica será también según la intención que ponemos en ella. Crítica generosa, susceptible de indignarse ante la injusticia y la iniquidad o de encender una cordial esperanza o un sentimiento de belleza en el corazón agostado. Una crítica más verdadera y elevada que una lluvia de adoquines precipitada desde el techo en que el crítico se ha subido para lanzar gritos y llamar la atención de los transeúntes. Tan relativa es la crítica que los juicios cambian con el tiempo. Las épocas estudian, es decir, critican, según su espíritu. Lo que sí no es crítica, o está lejos de serlo, es la pedantería, la incomprensión y el espíritu parroquial. Y la vanidad pueril. Ante un juicio cualquiera una obra permanecerá idéntica y si son juicios falsos servirán en todo caso para nutrir esos densos volúmenes que de tiempo en tiempo se nos brindan con propósitos culturales y los cuales nacen listos ya para dormir inservibles y eternos en los anaqueles. O para adornar la frente de pontífices literarios. Cierto es que éstos tienen su ventajas lo que dicen es repetido por una gran mayoría que no se detiene a examinar si tales juicios son o no verdaderos. Conseguir una opinión favorable de uno de estos sujetos es asegurarse por cierto tiempo un éxito lisonjero. La influencia de los pontífices literarios en relación con el medio. A un medio bárbaro o con limitaciones de aldea mayor influencia. “Esto es así, porque yo lo digo”. Y ante semejante actitud lo sensato es callar. Lo otro sería disputarles la preferencia.
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Los Derechos del Escritor
La sociedad de escritores tiene magníficas ocurrencias. Si no fuera porque el humorismo es una planta casi exótica entre nosotros diríamos que es una sociedad de humoristas. Años pasados tuvo la peregrina idea –muy cónsona, por cierto, con aquel momento– de fundar el panteón de los periodistas. Ese proyecto macabro y truculento fue defendido con calor. Con el mismo interés con que se defendió últimamente la reunión de las Cámaras. Ahora la Sociedad de Escritores, consecuente con sus tendencias, lanza al aire otra iniciativa no menos inquietante: la de que cada escritor ceda un artículo mensual cuyo producto se dedicará a los fondos de la sociedad destinados a su sostenimiento y también al desarrollo de sus planes culturales.
Para que se vea al extremo a que han llegado las cosas voy a tratar de ser claro. Los diarios venezolanos nunca se han señalado por su afición a pagar colaboraciones. Dueños de robarse lo que quieran se nutren y nutrían, principalmente hasta ayer, de recortes de prensa extranjera y de las colaboraciones suministradas por las grandes agencias de información que sirven el mismo artículo a una cadena de diarios por precios ínfimos. Para el escritor de aquí era una especie de concesión que le hacían al pagarle un artículo. En esto tampoco establecían o establecen selección.
Un trabajo que había costado a su autor varios días con sus noches era tasado en el mismo precio –y gracias– que cualquiera sandez o sarta de vacuidades. Llegó diciembre y los diarios se pararon de mano. Padecían la escarlatina o fiebre democrática. Pero ¡la buena suerte de los diarios! Vino con ese delirio una avalancha de escritores que tampoco necesitaron colaboración. Naturalmente todo esto vino a tono con aquello de “las obligaciones del escritor*’, “los problemas básicos”, etc., etc. El ideal de estos diarios es vivir de balde, a costa siempre de los demás con una lisura que raya en la desvergüenza. Algunos tienen proventos considerables. Pero el escritor venezolano, el escritor criollo, el escritor sufrido jamás tendrá derecho, cualquiera que sea su categoría, su calidad de escritor, a que su labor sea tasada con decorosa equidad.
Y es que el escritor entre nosotros ha de vivir del aire. Todos los demás mortales tienen derecho a mejorar su condición. Un sastre, un alarife, un obrero de fábrica pueden aspirar a un salario mejor y a presentar sus condiciones. El escritor, no. El escritor es algo así como un triste paria o uno de aquellos inmundos cagotes de la Edad Media. Eso sí, se le exige mucho. Se le exige “la vigilancia”, se le exige “orientación”, se le exige una “labor permanente”. Y en primer término se le exige no vivir. El escritor no tiene derecho a nada. Tiene sí, el deber, según estos fariseos, de dar lo único que es suyo, lo único que le pertenece y para adquirir lo cual ha gastado los mejores años de su vida. El escritor ha de ir por un desierto, sin término fijo, a caza de espejismos.
Por eso cuando alguien me pregunta por ahí por qué no escribo –dando por sentado que su interés es sincero– callo por cortesía. La respuesta es otra: “No escribo porque no me da la gana”. ¿Para qué escribir cuando ya todo está resuelto? Y es que la sociedad que quiera tener escritores ha de pagarlos. Y los paga por medio de sus organizaciones correspondientes, en primer término por medio de su prensa.
Si ésta es reflejo de la cultura de un país y no simple negocio particular de unos cuantos favorecidos, ha de estimularla. Porque el escritor es su obrero inmediato. Y mal puede servirse esa causa de la cultura donde las labores relacionadas con ésta han de brindarse gratis, con enfermedad de espíritu y de cuerpo, y donde el escritor se ve obligado a solicitar el pan –y aquí se incluye todo lo que es necesario a su vida de escritor, facilidad de conocimientos e incluso el sol y el aire– en labores extrañas y donde para lograr su labor pequeñita como un grano de mostaza ha de arrebatarle horas al sueño y al tiempo que otros emplean en su propio esparcimiento. Y mal puede servirse a la cultura donde ese obrero que llena cuartillas en interés del bien público o por necesidad de su propio espíritu, se ve despreciado por aquellos mismos organismos que se nutren de ellos y donde cualquiera usurpa también el título de escritor, cuando se trata de beneficios.
Por eso es tan peregrina esta nueva iniciativa de la Sociedad de Escritores. Actualmente los diarios no pagan colaboración o la tasan en forma irrisoria, un artículo por semana. Y si el escritor no tiene otras entradas –porque el escritor, además, inspira desconfianzas y recelos en todas partes– ha de cederle, de todos modos, una parte de ese mendrugo que le otorgan por caridad las poderosas organizaciones periodísticas a la Sociedad de Escritores. Y como la solidaridad es una de nuestras conquistas y la colectividad es lo primero resulta –aquí donde el escritor no tiene derecho a nada– que las empresas periodísticas preferirán en sus colaboraciones las que pueda suministrarles la Sociedad de Escritores. Es casi lo mismo de lo del panteón de los periodistas. Por mi parte no estoy dispuesto a secundar tan generosa iniciativa. No secundaré otra medida que la que tienda al boicot de las empresas periodísticas hasta lograr de éstas el reconocimiento de los derechos del escritor, nacional y extranjero, de acuerdo con su capacidad económica.