literatura venezolana

de hoy y de siempre

Un vampiro en Maracaibo (cap. 1)

Oct 5, 2023

Norberto José Olivar

Cuando entré en la Irama, una neblina nicotínica flotaba hasta apretujarse contra el techo. Los parlantes high fidelity del hilo musical vomitaban, extenuados, la voz engolada y sísmica de Sandro: «Por ese palpitar / que tiene tu mirar / yo puedo presentir / que tú debes sufrir / igual que sufro yo / por esta situación / que nubla la razón / sin permitir pensar… ». Sin embargo, un vocerío de sordos etílicos acusaba la indiferencia de la concurrencia hacia el pretérito divo argentino. Mientras tanto, el locutor del canal de noticias, puesto en mute por Teddy, uno de los mesoneros, parecía que anunciaba el Armagedón, el Apocalipsis now, pero tampoco le importaba a nadie. Cada mesa era un mundo y cada quien andaba en lo suyo. Por mi parte, venía a encontrarme con Sergio y Francisco; bueno, lo correcto sería decir que ellos me esperaban para ayudarme a matar el tiempo hasta la medianoche, que era cuando podía regresar a mi casa. Aunque en realidad yo no vivía en mi casa, ahí se había quedado Patricia con los niños desde que nos separamos. Yo dormía en un cuchitril que fue lo único que pude alquilar. Y la verdad, dormía muy poco, porque desde que me instalé en mi destartalado refugio apenas si podía conciliar el sueño un par de horas. Por eso Sergio y Francisco me esperaban en la Irama y nos quedamos hasta muy tarde bebiendo cervezas light, a ver si así lograba pegar los ojos un  rato. ¿Y cómo pagábamos semejante rutina? Pues con la extensión de la tarjeta de crédito que la esposa de Sergio, la flamante petrolera, le había dado par que su bebé no pasara necesidades en la calle. Así que la mayor parte de mi tiempo se evaporaba entre mi cubículo de la universidad y la fuente de soda.

Generalmente nos despaturrábamos en la mesa veintitrés, que casi siempre caía bajo jurisdicción de Teddy, pero nuestras conversas eran tan animadas que el otro mesonero, Quintero, se sentaba con nosotros cuando bajaba el flujo de clientes. Y hasta el chileno, que hacía de cajero, no perdía pista de lo que hablábamos para meterse y opinar por puro gusto. Otras veces desfilaban por nuestra mesa algunos profesores jubilados que, sin nada mejor qué hacer o dónde poner su culo, se atornillaban a sermonearnos sobre política local, internacional, fútbol o béisbol, según el gusto de cada cual, y los titulares del día lograban sobrevivir hasta esa hora.

¡Qué hubo!, saludé sin ánimo y puse una carpeta repleta de copias de microfilm en la silla desocupada. ¿Cómo está jefe?, me dijo Francisco con una sonrisa de oreja a oreja, como si mi presencia lo hiciera feliz, y yo, de momento no caía en cuenta del porqué. Sergio, en cambio, me dijo hola con la mano, sin quitarle los ojos de encima a una novelita perfecta de Alessandro Baricco, Seda, que le había prestado el día antes, y de la que todavía recuerdo las primeras líneas: «Aunque su padre hubiera imaginado para él un brillante porvenir en el ejército, Hervé Joncour había terminado por ganarse la vida con un oficio insólito… compraba y vendía gusanos de seda». Lo recordaba porque el día que le dije a mi papá que iba a estudiar historia me miró muy serio, ajustándose la corbata, y me preguntó que de qué pensaba vivir, eso no es una carrera que te dé solvencia económica, Ernesto. Él quería que fuera contador público o abogado, que estaban dentro de la tradición de la familia, ¡pero historiador!, ¡qué coño era eso! Y viene a cuento porque hace unos días, a Diego, mi hijo mayor, que va a cumplir once años y que está por pasar a bachillerato, le pregunté por curiosidad qué pensaba estudiar en la universidad y me dijo que le gustaría ser chef. A mí se me arrugaron las tripas, pero me acordé de lo que me había pasado con mi papá, así que le dije que estaba bien, que yo mismo iba a indagar sobre universidades donde podría estudiar.

«Cuando la soledad le apretaba el corazón, iba al cementerio a hablar con Hélène. El resto del tiempo lo consumía en una liturgia de hábitos que conseguían defenderlo de la infelicidad. De vez en cuando, en los días de viento, descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, le parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida», leyó Sergio en voz alta; después hizo un silencio meditabundo, nostálgico, suspiró, sorbió un largo trago de cerveza y puso el libro sobre la mesa como si le doliera haberlo terminado.

—Decime una vaina, Francisco –dije reponiéndome a Baricco—. ¿A qué se debe esa risita de pendejo que tenéis desde que llegué?

—Pues a que le tengo un notición, jefe.

—A ver, ¿qué será?

—Me caso con María Virginia.

—Ahora sí te volviste loco, ¿y Nairobi?

—Eso quedó atrás, jefe.

—¿Y Lorena?

—También.

—¿Ivonne?

—Cancelado.

—¿Y Barbarita?

—No funcionó, jefe.

—¿Yajaira?

—Pero si ella me botó, jefe, ¿y ya no se acuerda del maleteo ese?

—¿Y Judith?

—Terminamos en Mérida, jefe. ¿Cómo se le va a olvidar si el verguero fue delante suyo?

—Sí, es verdad, pero bueno, Francisco, ¿estáis seguro de que te queréis casar?

—Segurísimo.

—Está bien, no voy a darte consejos, sería una necedad, pero al menos decime dónde pensáis vivir.

—En casa de sus padres, jefe, en el cuarto de ella. Metemos una cama matrimonial y listo.

—Perfecto, no se hable más –dije riéndome más por dentro que por fuera.

—Cambiando de tema, jefe, antes de que la vayan a coger conmigo, ¿qué es lo que usted quiere saber de mi proyecto de investigación? Porque la verdad no entendí muy bien cuando me llamó esta mañana.

—¿Cómo es que se llama el proyecto?

—Circuito de representaciones de lo intangible

—¿Fantasmas?

—Vulgarmente conocidos como fantasmas, sí.

—¿Y cuál es el basamento teórico? Digo, porque sé que la universidad lo exige pa financiar los proyectos.

—Está sustentado en las teorías de George Hammer, un semiótico visual experto en lo intangible. Afirma que las condiciones esotéricas del agua facilitan la aparición de espectros, y Maracaibo, como usted bien lo sabe, jefe, es una ciudad puerto, estamos rodeados de agua. Estar frente al lago la convierte en una ciudad de fantasmas. Otro elemento es el circuito de edificaciones eclesiásticas que funcionan como dique fantasmal. Fíjese en todas las iglesias que hay en el casco central, que era la ciudad de antaño. No crea que es casual, están distribuidas de tal forma que sirven para contrarrestar la proliferación y concentración de fantasmas, demonios y toda especie de criaturas del mal, de la oscuridad. Y gracias a la psicometría, como ciencia auxiliar de la historia, jefe, se pueden ubicar las vibraciones del algunos sucesos importantes que han propiciado actividad fantasmal o demoníaca. Otros piensan que estos fenómenos están impresos en una especie de éter psíquico, que solo es cuestión de aprender a acceder a esta información.

—Y decime una vaina, Francisco –dije sin creer lo que iba a preguntarle—, ¿cuántos casos de fantasmas han inventariado hasta ahora?

—¡Ufsss!, suficientes, jefe –dijo recostándose al espaldar y usando los dedos de la mano para contar—: La novia del Milagro, el muchacho de la calle El Diablo, Josefa Caballero, el cayuco de Bartolo, el electrocutado de La Limpia, la dama de blanco que se monta en los carritos por puesto, la mujer de la Biblioteca Pública, el jovencito de Altos de Jalisco y Fátima, la estudiante que aparece en el estudio de locución de la Facultad de Humanidades; pero también estamos interesados en algunas casas que se han convertido en refugio de fantasmas, como la quinta La Luminosa, la casa hechizada del 5 de Julio, frente al Colegio Nazareth, y una quintica en La Lago, cerca del edificio San Jacinto.

—Te voy a decir una vaina, Ernesto –interrumpió Teddy con aire grave, bajando el tono de voz y mirando hacia los lados como si temiera ser sorprendido en el intento—. Aquí, en esta fuente de soda –dijo señalando hacia el piso con dedo índice—, aparece una mujer. Generalmente sucede cuando ya hemos cerrado. O sea, estamos seguros de que solo estamos los empleados. Bueno, la hemos visto pasar pa’l baño de mujeres, reírse, a veces no vemos nada, sólo escuchamos los tacones, como si fuera a salir o entrar del local. Ya se lo hemos dicho a Lourdes pa que haga una misa aquí dentro, pero no quiere, dice que estamos locos.

Teddy se puso de pie –porque esto nos lo dijo sentado en la silla sobrante, de donde quitó mi carpeta—, se alisó el chalequito a cuadros verdes, se ajustó el corbatín negro y nos juró por sus hijas que era cierto.

Teddy es un tipo bajito y fortachón que parece tener una opinión razonada para todo. Se ha hecho de una cultura muy sólida devanándose los sesos a punta de crucigramas. Lo veo alejarse para atender a una pareja de viejos que se ha instalado en una de las mesas de su rango. Sergio me mira muerto de risa por encima de sus lentes bifocales y me suela con una sorna atragantada:

—Te lo pregunto a vos, Ernesto, porque fuiste quien empezó esta conversación, ¿te estáis tomando en serio todas estas güevonadas que han dicho? Porque de Francisco y Teddy creo cualquier cosa, pero tuyo, coño, es el colmo.

—¡No, chico!, lo que pasa es que esa información me habría servido pa cuando escribí la novela del fantasma, pero ya es tarde. Era pura curiosidad, más nada.

Irama se disolvió esa noche como en las películas, cuando se pasa de una escena a otra. Ahora estoy en mi nuevo hogar. Ya dije que es un cuchitril, pero tengo la impresión de que pudiera ser una descripción un tanto excesiva. El caso es que una abuela, a la que las hijas se le casaron y mudaron, y a la que su marido la abandonó para irse al otro mundo, decidió un buen día convertir su casa en cuatro miniapartamentos, uno para ella y tres para alquilar. A mí me tocó el peor. Y estoy seguro de que este debió ser el cuarto de los chécheres. Por ejemplo, lo que se dice sala-cocina-comedor-estar-estudio es un solo ambiente de cuatro por cuatro. El dormitorio tiene dos y medio por tres, donde apenas pude meter un viejo colchón. El clóset es una cabilla atravesada de pared a pared. Y el baño, una joya arquitectónica de la apretujadera: la puerta de acceso es una gruesa cortina roja, el lavamanos y la poceta están dentro de la regadera. No obstante, en este cuchitril espero pasar un buen tiempo. El asunto es que algo debo hacer y eso, sin duda, es escribir, ¿pero qué?  

Preparo un whisky con agua y hielo. Mi escaso inventario contempla, además, una nevera enana donde solo hay latas de Red Bull, una computadora portátil, un mesón de fiesta que hace de escritorio, una silla ejecutiva y cuatro sillitas de aluminio con su mesa, de esas que usan en la cafetería Ciudad de Milán; un aire acondicionado, y un equipo de sonido de marca desconocida. Le di play al disco que estaba en las entrañas del aparato: … y poquito a poco te vas acercando, al  fuego, a la llama que quema a las mariposas… Mirándolo bien, el cuchitril se ha humanizado con tantos libros apilados contra las paredes.

Aprieto los ojos y me concentro. Sé que puedo construir una historia de la que se desprendan otras, pero… ¿y si no escribo una línea más?, ¿qué tal si me convierto en un Bartleby vilamatiano? Alejarse de la ficción es una forma de resguardarse. Las novelas dejan marcas en la cara. Son una especie de granada fragmentaria. Y los novelistas, dice el duque de Rivas, somos seres malvados que atacamos la célula básica de la sociedad, enaltecemos el adulterio,  la fornicación, agredimos la religión y la política, azuzamos a los menesterosos contra los ricos y nos ponemos lujuriosos ante la muerte. Patricia, mi Patri, para citarla, me ha dicho exactamente lo mismo. Por eso escribir novelas es un oficio peligroso. Y lo mejor que se puede hacer es no leerlas, créanme.

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