literatura venezolana

de hoy y de siempre

Se llamaba SN (I)

José Vicente Abreu

1

No sé cuándo me dormí. Pero eso no tiene importancia. Cansado, casi arrastrando los pies como un borracho, después de un largo rodeo para evitar las calles concurridas y las luces, llegué al apartamiento. El viento golpeaba en las persianas. A la entrada del edificio un remolino de pequeñas hojas clandestinas. Volví la cabeza a todos lados. La calle estaba desierta. Los bares de la esquina, cerrados. Podía ser esa noche, me dije sin convicción, como todas las noches de perseguido. Calero a Desamparados. Podrían estar en el hueco de Desamparados. Llegué hasta las barandas y miré hacia abajo. Un perro callejero alzó la cabeza, ladró entre dientes y volvió a su posición de descanso. Los carros estacionados a lado y lado estaban vacíos. Sin embargo, el viento revolvió las hojas a la entrada del edificio. Lejos oía los ruidos de otros carros en la Avenida. No tenía importancia. El edificio, como todas las noches después de las diez, estaba a oscuras. Las mismas sombras de siempre. En los balcones interiores las gentes habían guindado, como todas las noches, su ropa íntima.

—No es nada —me dije y entré al apartamiento.

Me desvestí, leí dos o tres líneas y me quedé dormido. El día había sido largo para mí. Catorce reuniones. Del cerro de La Cruz salí aquella misma noche por la parte de atrás mientras la policía tomaba posiciones en las escalinatas. Los perros ladraban. Pero llegué hasta la calle sano y salvo. Carmen me dijo:

—Si quieres te vienes conmigo. . . Pero eso no tiene importancia.

Cuando desperté nada podía hacer: seis revólveres me apuntaban a la cara. Abrí un ojo. Un vistazo soñoliento, brumoso, parcial. Podía ser una pesadilla. Fracciones de segundo para saber que estaba preso. Debía hacer algo. Seis revólveres. Simulé un sueño profundo y tranquilo. Quería pensar, encontrar una salida, un descuido, una oportunidad de evasión. Pensé en el nombre que daría y en el libro que tenía como un escudo sobre mi pecho. (Como todas las noches había dejado la pistola en el doble fondo del closet). ¡Si pudiera saltar! Un grito de mujer me hizo brincar. Con el cañón de sus armas me daban en el pecho como sobre una puerta y me llamaban por el seudónimo viejo. Al extremo, despeinado, esposado, con los ojos muy abiertos, estaba Pedro esperando a cada instante los disparos fatales.

Conocía al jefe, el tuerto Matute. Apenas era estrábico pero le decían el tuerto. Y era tan cruel como cualquier tuerto cruel.

Necesitaba un nombre, un nombre a mi medida, biografía, profesión, familiares y todo lo demás. Pedro, el dueño del apartamiento, debía comprenderlo así. Mientras me despertaban, los esbirros le interrogaban amenazantes y él permanecía en silencio con los ojos muy abiertos. Pedro trabajaba en un Banco local. Hacía varios meses se había divorciado de su mujer y desde entonces entró en contacto conmigo. Era un apartamiento de dos piezas, recibo, cocina y baño. La mujer de Pedro se fue y todo quedó igual en el apartamiento. Nunca hablamos de su mujer. Sólo me dijo un día que estaba borracho:

—No fue por motivos políticos. Un día salió y aquí quedaron sus cosas como espectros.

Los vestidos, los zapatos, las pinturas, los cosméticos, el cepillo de dientes, todo quedó en su sitio.

Ahora lloraba un niño. Apenas se oía en medio de las voces y las amenazas. Los pasos zumbaban como una marcha enloquecida. Al fondo del edificio, vidrios rotos, cuadros rotos. Parecía un ruido de astilleros. Alguien del apartamiento de enfrente habló de abusos, de justicia, de tribunales, de un hermano que era músico de la banda marcial, y el tuerto Matute se enfrentó indignado al policía, registró en su bolsillo y le estiró una hoja de papel:

—¿Abusos? ¿Tribunales conmigo? Aquí está la orden, firmada y sellada como es debido… Que la llenen…

Nada debía quedar en su sitio: las cosas se amontonaban como en una mudanza. Las cuerdas de un piano sonaron a la vez. Una anciana lloraba. Esta vez era cierto. Yo no pensaba caer así, pero era cierto.

Esa misma noche le había dicho a Carmen:

—Un día de éstos entro en una casa allanada. Por eso cargo estos recibos. Soy un cobrador.

Pero no fue así.

Por fin me incorporé. Simulaba extrañeza. Rieron todos con cinismo. Se daban con los codos. Me llamaban por el seudónimo viejo como un antiguo conocido. Pregunté si eran ladrones. Se me echaron encima, pero Matute impidió que me rompieran la cabeza con sus armas.

El tuerto Matute dijo:

—¡Dos años detrás de este carajo!…

Otro, dándose importancia:

—Hace un año me dejó la chaqueta en la mano. Pero ahora va a dejarme el pellejo. Y su mano me oprimía en la muñeca como unas tenazas.

—Tú fuiste el que nos disparó frente a la Embajada Americana y en el Peaje cuando agarramos al viejo Ramones. . .

Insinué que se equivocaban. Les dije el nombre que tenía escogido. Rieron de nuevo, pero ahora el jefe de la comisión me agarraba por el cuello y me zarandeaba como un arbusto.

—¿Pedro León? —Me soltó del cuello para picotearme con el revólver en el hombro—. ¿Pedro León? Ya te vas a acordar cómo te llamas y cómo se llama tu familia, vergajo…

—Hijo’e puta. . . —movió el gatillo del revólver.

—Allá veremos. . . Vístase. . . y con cuidado. . .

Comencé a vestirme con calma. Eran doce ojos que seguían los movimientos de las piernas, de los brazos, de las manos, de los ojos. En el apartamiento de enfrente una mujer reía ahogada, sin respiración, con risa histérica. Debía ser la muchacha del piano. Siempre que llegaba temprano al apartamiento oía sus ejercicios y trataba de imaginar sus anhelos y sus sueños. Ninguna de las familias del edificio me conocía, pero yo estaba enterado al detalle de cada una. Antes de mudarme, Pedro me informó detenidamente de ellas, de sus hábitos, de sus familiares más cercanos, en fin todo lo que pudiera interesarme.

Todo el piso lo habían revuelto. Los cuatro apartamientos eran saqueados. A veces sonaba un culatazo. Todos los juramentos, todas las maldiciones y palabrotas retumbaban de parea a pared. Una niña llamaba a su madre. Hubo un momento que estuve convencido de hacer algo concreto. Pensé dispersarlos, distribuirlos por todo el apartamiento y luego saltar. Apenas había dos metros hasta el suelo. Intenté dirigirme al baño con el pretexto de buscar un cepillo y me saltaron enfurecidos. Sin embargo, pude quitar la toalla del balcón. Era algo. Cuando Carmen llegara al día siguiente, desde la calle podía ver que faltaba la toalla y seguiría de largo. Era lo convenido. Ella llegaría a Calero como todas las mañanas, miraría al balcón y seguiría de largo hasta Desamparados. Eso me tranquilizaba un poco.

Antes de darme cuenta tenía los brazos a la espalda y sentí el frío de las esposas en mis muñecas. Definitivamente estaba inmovilizado. Dos esbirros me agarraron por los brazos y me condujeron hasta el centro del recibo.

Las cosas fueron amontonadas. El escaparate quedó sin puertas. Dos esbirros arrancaban las tablas de la biblioteca. Volaban las hojas de los libros desencuadernados y rotos. Buscaban armas, una clave, nombres, documentos secretos, planos, mi cédula de identidad. Para ellos cualquier cacharro era un escondite. Algo secreto. Desarmaron el radio y rompieron los tubos. Desde entonces conozco perfectamente la anatomía de un colchón, de una almohada, de un sillón. Palmo a palmo tocaron con sus armas la loza del baño. Pedro lo miraba todo con los ojos muy abiertos. A mí me daba pena. Ni la cuna escapó a este delirio de destrucción y saqueo. A cada momento venían al jefe con una nueva, con un hallazgo de importancia.

—Mire, esto debe ser para escribir —mostraban algunas hojas de papel en blanco—. También hay una máquina…

—En la terraza encontré esto… —y mostraban unos tiestos para sembrar—. Puede haber algo…

El tuerto Matute bizqueaba.

—¿Algo? Mucho cuidado… procura no golpearlos… puede haber una bomba…

—Hay café caliente en el termo.

—¿Café caliente? —entendía el jefe que café, de noche, caliente, era sinónimo de reunión. Sí, una reunión, no lo dudaba.

Y en su libreta garabateó: “reunión importante”.

Más adelante lo amontonado fue a dar al fondo de una camioneta. Los vestidos de la ex-esposa de Pedro también. El jefe explicó que los clandestinos siempre se disfrazaban. Estos vestidos no tenían otra finalidad. Inquieto miré a los ojos de Pedro. Podía reaccionar. Pero se limitó a sonreír y encogerse de hombros.

—Los espectros —-dije indicando los vestidos en un gesto.

—¿Qué dice? —preguntó Matute.

—Se llevan los espectros.

—¡Cállese! —gritó y encontró la fórmula policial apropiada—. Los detenidos no pueden hablar…
Partíamos. Me empujaron. La oscuridad podía ser un buen aliado. Pero todas las luces estaban encendidas. Arriba podía ver colgada de los balcones la ropa interior de las gentes. Oscuro el cielo. Cuando estaba borracho me gustaba mirar las estrellas, pero ahora podía ser por última vez.

Entre dos me agarraron por los brazos y nos dirigimos al apartamiento de enfrente. El jefe quería inspeccionar el trabajo.

—Nunca saben hacer nada —dijo.

2

Todo estaba revuelto en el apartamiento de enfrente. Temblando, una muchacha semidesnuda estaba contra la pared. Un medio fondo, un portasenos, unos zapatos viejos y los ojos cerrados para no mirar su propia desnudez. Los cuadros por el suelo, las sillas de cualquier manera en el recibo, el piano abierto en un rincón, un florero roto, las cortinas de grandes dibujos amontonadas en mitad de la sala. La madre se quejaba llorosa en un rincón. No había una sola cosa en orden. Los alimentos por el suelo. Un policía tomaba refresco. El padre, detrás de los esbirros, tenía en su rostro un siglo de miedo. La muchacha levantó los ojos y me miró sin comprender nada. A medianoche habían llegado al apartamiento. Grandes voces y grandes golpes a la puerta. Revólveres en mano entraron. La levantaron. En nombre de la ley, el orden y las buenas costumbres no dejaron que terminara de vestirse. Y no comprendía. Ella estudiaba al piano. Eso era todo. Su padre vendía seguros y un tío suyo era músico de la banda marcial.

Matute parecía conforme. Arrancó un banderín deportivo de la pared y lo examinó a la luz de la lámpara. Lo tiró y de su carpeta extrajo un papel mimeografiado, donde un representante de la justicia autorizaba con su firma y el sello del tribunal estas “visitas domiciliarias”.

—Ya la firmó —dijo uno de los oficiales de S. N.

—¿Ya la firmó?

Matute guardó la hoja en su carpeta. Un vistazo final. Miró a la muchacha en la pared. Bizco el ojo derecho. La muchacha tosió. Moví la cabeza y me empujaron de nuevo al pasillo.

3

En el primer apartamiento dos niñitas estaban como estatuas, firmes, rígidas, fijos los ojos inmensos en un hombretón de subametralladora que mantenía al padre con los brazos alzados. Más allá la madre, una mujer joven, encinta, se tomaba las manos, desataba el nudo de su bata, se alisaba el pelo y movía las manos en todas direcciones sin saber. Miraba a su marido, miraba las niñas, miraba la casa de muñecas de sus hijas. Cuando se decidió a proteger a sus hijas con el cuerpo, dio unos pasos.

—¿Adonde va? —dijo el hombretón volviendo el arma contra ella—. Ya le he dicho que no se mueva.

No se movió más. Asustada, se protegió el vientre con las manos. Quería esconder el hijo más profundamente en sus entrañas. Aquel hombre quería quemárselo con los ojos. Los tenía como un reptil, inmóviles, fijos, protegidos en cápsulas. Era una serpiente vertical, corpulenta. Ella sentía asco, miedo. Ensayó descansar sus manos sobre una mesa. Volvió a erguirse. Ahora era en los dedos. Pasaba el anillo de falange a falange y lo volvía a su sitio. Le inquietaban las niñas, su marido. ¿Qué harían con él? ¿Lo matarían? ¿Se lo llevarían? Me miró inquieta. Intencionalmente cambié de posición para que viera las esposas. No quería confusiones. Y hablé con franqueza.

—¿Puede darme un vaso de agua? —movía los hombros para indicar las esposas.

—Ya te vamos a dar agua, no te apures…

—Déjelo a él —dijo Matute indicando al padre—. Encárguese de éstos —y en un gesto nos envolvió a mí y a Pedro.

El hombretón giró sobre sus talones. Su arma a la altura de la cadera nos apuntaba.

El padre, cansado, bajó los brazos. Era un hombre bajo, pero fuerte. Muchas tardes lo vi entrar con sus periódicos debajo del brazo. Trabajaba en la Electricidad. Dos niñas y su mujer, esperaba un varón. Los sábados en la tarde jugaba dominó con otros empleados de la empresa. A veces bajaba borracho a uno de sus amigos y llegaba hasta el apartamiento a buscar a Pedro para que completara la partida.

La madre era una mujer joven. De tarde sacaba las niñas hasta la esquina y volvía a la media hora. Economizaba hasta el último centavo. Ahora veía con horror los destrozos. Las cortinas en el suelo, la pequeña biblioteca de “Selecciones”, una copa de un torneo de dominó, las cuatro cosas que reúnen las gentes con el tiempo. Matute miraba extrañamente a los libros. No los rompía. Mucho interés le causó un libro de estampas, exclusivamente infantil. Lo hojeaba —fuertes las página»— con su índice untado en saliva. Miró a las niñas de reojo y lo guardó en su carpeta. Muy pocos libros quedaron. Entre los que seleccionaron para llevarse alcancé a ver las ediciones cubanas de “Obras Completas” de Bolívar y Martí, varias de Rómulo Gallegos y otras. Todas de fina encuadernación.

Después de leer el papel mimeografiado y dejar constancia escrita que la “visita domiciliaria” se había llevado a cabo con el debido respeto a la dignidad de las personas, el padre lo firmó.

Matute sonrió:

—Conforme a los derechos humanos, ¿no es así?

4

Aún oía el llanto de las niñas y la voz de la madre cuando entramos al último apartamiento del piso. Tres mujeres y un niño como de diez años de edad. Una, la más vieja, sentada sobre una mecedora, parecía ausente. Era paralítica. Dos esbirros la levantaban para registrar los trapos de la silla. Entonces vi que era ciega. Los ojos, blancos, danzaban en las cuencas. Las manos nerviosamente, impresionantemente, buscaban un apoyo en el aire. Pocos muebles de épocas y modelos diferentes, en los rincones. No había biblioteca. Dos máquinas de coser. Ni radio ni nevera. Las paredes casi vacías: un crucifijo y tres litografías: Bolívar, Sucre y Víctor Hugo. Familia oriental, decía ser pariente de Sucre. Yo lo miraba todo. En aquellos momentos sentía la muerte amarga, sin saliva en la garganta. La sentía entre mis muñecas esposadas que en cada movimiento se enterraban más y más en las carnes. Debía ver todo esto. Quizás mis últimas imágenes del mundo.

—¿Matute, me dijo? —preguntó la viejecita.

—Sí, Matute. ..

¿Sería el Matute de la época de Gómez? Gómez había muerto. De eso estaba segura. Ella conocía muchas historias. Pero así no era cuando Gómez.

Carmen, la menor de las tres, contaba tantas cosas ahora. Decía que una amiga de ella —también del Sindicato del Vestido— estaba presa. Hablaba de una doctora a quien le torcieron los senos. Cuánto habían llorado la noche que Carmen dijo que venía de la Seguridad Nacional. Fue la noche que allanaron el sindicato.

—¿Encontraron algo? —interrogaba Matute.

—Movimos todo… Aquí no hay nada… ni muebles —luego al oído—. Aquí lo que hay es hambre…

—¿Nada? ¿Y esto? —señalaba con el índice el retrato de Sucre en la pared.

Las mujeres miraron asustadas. Sucre era un pariente lejano, según la más vieja.

—Ese, el de las patillas —repitió Matute—. ¿No saben que es Ezequiel Zamora, el único general venezolano que se metió a comunista?

La vieja se revolvió en el sillón y se persignó asustada.

—¡Ese también, descuélguelo! Es un escritor ruso muy peligroso —gruñó indicando el retrato de Víctor Hugo.

La más joven quería decir algo. Prefirió sonreír mientras se persignaba. ¿Ruso? ¿Comunista? Y pensar que estaban al lado de Cristo y Bolívar.

5

Vi el edificio por última vez. Parecía de mayores dimensiones. El viento me daba en la cara. Me lijaba la nariz y los pómulos. Las manos se me dormían pesadamente. La calle comenzaba a moverse. De vez en cuando pasaba un automóvil por la esquina. La luz se amontonaba y desaparecía como en un vuelo. Tres vehículos esperaban. Cuando apareció el jefe pusieron en marcha los motores. Yo caminaba firme y los pasos sonaban separados como un eco. En la puerta del edificio el viento amontonaba las hojas clandestinas. En Desamparados ladraba el perro. Más intenso el ruido de los carros. El edificio estaba iluminado como en una fiesta. La fiesta del allanamiento y del terror.

—Siéntese allí —indicó Matute con su revólver.

No podía. Las esposas se me enterraban más. Intenté sentarme en la parte saliente del asiento y lo logré. Debía sangrar. Sentía calor en las muñecas. Difícilmente moví un brazo, me dolía muy profundo, en los huesos. Mentalmente revisaba y palpaba mi propia anatomía. Aún estaba intacto. Las muñecas me sangraban más. Matute no había guardado su arma, la mantenía como una sentencia a la altura de mi cabeza. Estaba junto a mí y se removía satisfecho buscando la postura de su rango y de su hazaña. Porque era una hazaña. Contrajo todos los músculos de la cara. Su pensamiento hilaba grueso: cada detalle lo contaría a su inmediato superior. Sí, cada detalle. No encontró bombas, pero hubo violencia. Este intentó varias tretas —decía mientras me golpeaba con su arma en el pecho.

—Sí, tretas… ¿pero tretas conmigo? (contraía todo el cuero cabelludo, sudaba). ¿Tretas? Varios nombres: León, Leonte, Leandro. Algo sobre un Petro… Sí, varios nombres…

Adoptó una pose de fotografía y se palpó la cartera con la mano desocupada. Pensaba ahora en dinero. Un parte de cien bolívares. Algo. Pero tendría también que inventar algo más. Una fuga, por ejemplo.

—Intento de fuga. Trató de saltar de un segundo piso. Quería morir antes de su hora ¡cobarde! ¿Pero a mí? A mí ni la muerte se me fuga… cuando la encuentro. ¡Ni la muerte! Una novedad de doscientos bolívares.

Me miraba con el ojo bizco.

—Después intentó desviarle el volante a Santiago —voltea a ver al chofer— para que nos matáramos todos…

Me agarró por las solapas de la chaqueta. El cuero crujió entre sus dedos. Las esposas penetraron en carne viva. Apretó los dientes como una fiera. Los labios sobresalían en una mueca.

—Hijo’e puta —gritó—. ¿Matarme a mí? ¿Matarme a mí?

Una sola arruga la cara. Salvaje me golpeó la frente. Pero no me desmayé. Un vacío fugaz. Agudo el dolor. La sangre manaba y formaba una gelatina negra en las cejas. Aparecían luces negras en mi interior. Dijo algo que no entendí. Pero sé que se sentía satisfecho y feroz, aunque su ferocidad se limitaba al ojo bizco que miraba chorrear mi sangre por la cara. ¿Puedo decir realmente que se sentía así? Tiré la cabeza hacia atrás. Sus manos se aflojaron lentamente.

Diría sencillamente:

—Tuve que golpearlo, jefe. Para éstos no puede haber compasión. De casualidad no chocamos con la estatua. Hay que darles muy duro.

Después de un rato dijo a los demás de la camioneta.

—Ya saben… van bien…

No se trataba de un golpe oficial. Un golpe simplemente. Algo de sangre nada más.

No oía el ruido del motor. Me sentía suspendido en el aire. Me elevaba a un mundo desconocido y caía pesadamente con dolor en las manos, en la cabeza y en la espalda. Cerré los ojos un instante. Creo que dormí un segundo. No sé.

—Buena noche, Santiago… —le dijo al conductor.

—Sí, muy buena, jefe.

Cuando abrí los ojos sonreía.

—No fue mala. Hay noches buenas y noches malas —sentenció. Miró hacia atrás, las camionetas venían en perfecto orden. Entrábamos a El Paraíso. A la tortura, me dije. Trataba de recordar todas las cosas agradables. Una noche, hace mucho tiempo, fui un hombre en la cama de una mujer. Precisamente ahora lo recordaba cuando miraba estos árboles. Una muchacha me dijo en la Universidad:

—Vamos a pasear…

Y después me arrastró hasta su casa.

Mucho tiempo hacía ya y después las noches sólo sirvieron para huir, para caminar al escondrijo. Era extraño, pero ahora en las puertas de la tortura lo recordaba perfectamente. Varios meses atrás me había ocupado otra vez del asunto. Carmen iba a mi lado. Pero no me atrevía. Compartía con ella las cosas más desagradables. Por mi cuenta corría los más graves peligros. Le exigía lo mejor de su vida, pero no me atrevía. Una noche, sin embargo, logré tartamudear como si se tratara de todos los hombres perseguidos de la tierra.

—¿Tú no crees que un hombre perseguido necesita una mujer? —Un hombre perseguido, claro, necesita una mujer. . . —dijo Carmen sonriendo.

Y eso fue todo. Ahora me lo repetía y veía desfilar los árboles y las casas.

—Un hombre perseguido, claro. . .

Después me quedé solo durmiendo en el carro.

Todos los días me veía con Carmen. Prácticamente andábamos juntos. Ella manejaba su carro, yo al lado. A veces entrábamos al apartamiento y se me venían de nuevo las palabras. En ocasiones cuando se sentaba, veía una parte de sus piernas.

—Un hombre perseguido, claro. . .

Madrugaba. Todo el cuerpo me temblaba. Los vehículos frenaron violentamente. Frente a nosotros, Seguridad Nacional. Los pies fríos, las manos frías, la columna como una barra de hielo. Sentía miedo.

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