literatura venezolana

de hoy y de siempre

Tres cuentos de Pedro Querales

Mar 19, 2022

Sol rosado

Todas las tardes, Mercedes, Malena y yo jugábamos la Semana. Yo agarraba un trozo de palo o una piedra y trazaba un gran rectángulo sobre la tierra. Luego lo dividía: lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado. El domingo era un semicírculo al final del sábado. Comenzábamos al atardecer, como a las cuatro y media o cinco, cuando el sol declinaba amarillo y débil tras la bodega del portugués Manuel. Y terminábamos al anochecer, cuando ya no podíamos ver las rayas que dividían los días unos de otros, o cuando nos regañaban y nos metían para adentro a correazos. Al principio, yo jugaba por el puro placer de divertirme con las hermanas Malena y Mercedes. Pero un día, cuando Malena se agachó para recoger la laja roja que arrojábamos sobre los días, descubrí algo: Malena no usaba pantaletas. Y pude ver otro sol, rosado y de  rayos cortos, oculto entre sus nalgas que me iluminó cálidamente por dentro. Desde ese día yo disfrutaba de mi atardecer privado.

Una tarde, después de planearlo mucho, no aguanté más y le dije a Mercedes: “Mercedes, búscame un vaso de agua en tu casa”. Cuando ella se fue y Malena se agachó delante de mí para levantar la laja, yo di un paso al frente, estiré una mano y agarré el  sol. Fue una sensación extrañísima que aún hoy no he podido volver a sentir ni he podido olvidar. Fue como si agarrara un pequeño animalito vivo, tibio y palpitante, que sin embargo me colmaba toda la mano. Cuando cerré la mano, uno de mis dedos se introdujo en  un orificio caliente, húmedo y muy suave. ¡Extremadamente suave! Sentí que todo el cuerpo de Malena se estremeció débilmente. Pero fue sólo un instante. Malena se enderezó, se volteó y me miró entre asustada y complacida con la laja roja entre sus dedos. Después intentó sonreír, pero ese amago de sonrisa se descompuso en una mueca y salió corriendo y llorando hacia su casa.

Cuando llegaron los padres de Malena tocando enérgicamente la puerta de mi casa, yo estaba escondido en el último rincón de la cocina oliéndome los dedos. Hubo gritos, insultos y amenazas.

Desde ese día se acabó el juego de la semana  y se acabó mi atardecer privado.

 

Compulsión

Yo sospechaba, intuía vagamente pero me negaba a aceptarlo, que existía una cierta y subterránea relación entre el éxito de mis historias, de mis relatos, y los lápices, bolígrafos o plumas fuentes con las que las escribía. Más concretamente con el origen o la forma en que conseguía el lápiz o bolígrafo. Si el lápiz era comprado no escribía nada. Pasaba días completamente en blanco ante la libreta abierta, hasta que la cerraba y botaba el lápiz. Si me lo habían regalado, el relato escrito con él era malo, mediocre u obtenía poco éxito. Incluso, en un cumpleaños, mi hijo me regaló un Mont Blanc de oro, pero todo lo que escribía con él era vulgar. Lo dejé olvidado en el fondo de una gaveta de mi escritorio. Si me lo había encontrado tirado en la calle u olvidado en el mostrador de una tienda; en la taquilla de un banco; frente a una escuela, las historias tenían cierto éxito. Pero si el lápiz, bolígrafo o pluma, era robado, las historias escritas con ellos eran un éxito rotundo. Ganaban premios y eran valoradas por la crítica. Yo hubiera podido vivir con esto si se hubiera mantenido dentro de unos límites aceptables. Pero no; desbordó todo y caí en una espiral infinita: mientras más difícil me era conseguir el lápiz más exitosa eran las historias escritas. Donde quiera que iba y donde estuviera, siempre andaba pendiente de sustraer un lápiz. No podía asistir a una reunión, a una fiesta, a la consulta con el médico o con el odontólogo, una velada literaria, un taller de escritura, una presentación de libros, sin robarme un lápiz, bolígrafo, marcador, pluma fuente… lo que fuera. Incluso, si no podía hacerlo en el momento, volvía en la noche o de madrugada cuando todo estaba cerrado y, cual ladrón en medio de la oscuridad, vestido de negro y con linterna en mano, escalaba muros; abría puertas con ganzúas; me metía por ventanas; desactivaba alarmas… en pos del bolígrafo o del lápiz deseado. El sistema me funcionaba: me había ganado todos los premios habidos y por  haber, sólo me faltaba el Nobel. Sabía que para obtenerlo la historia tenía que ser escrita con un lápiz muy especial. Esperé y esperé ése lápiz. Hasta que la oportunidad se presentó: me invitaron a la oficina del Presidente de la República para hablar de mi obra ante  escritores, artistas, gente de la cultura y embajadores de varios países. Antes de comenzar el acto vi al Presidente firmar varios documentos con una magnifica pluma fuente que guardó en el bolsillo interior de su paltó. ¡Imposible! me dije. Del bolsillo del paltó del Presidente mi vista empezó a saltar y a saltar buscando. Erró por todo el recinto hasta que se detuvo en un extremo de su inmenso escritorio donde había un recipiente lleno de lápices.

Pero nunca me imaginé que esto fuera a terminar así:

–¡Habla el centinela sur para comunicar la eliminación de un sujeto que se introdujo en la oficina del Presidente! ¡Cambio! —oigo que dice el vigilante mientras mi sangre mana tibia y a borbotones de mi cabeza y corre zigzagueante, rápida y lenta como en los sueños, hacia lo único que puedo ver de él: la punta de su reluciente bota que pisa un lápiz. Sé que cuando mi sangre llegue hasta ella moriré.

 

El bombillo del carnicero

Cuando le tocó el turno a Marco, ya habían pasado tres de los cinco que jugaban. El sonido del tambor al girar —esa era la única regla del juego: que cada uno lo hiciera girar antes de ponérselo en la cabeza—, le recordaba el del rache de su bicicleta cuando le daba a los pedales hacia atrás. A Marco siempre le había gustado correr riesgos: pequeños, grandes o extremos, pero siempre en riesgo. Le pasaron el arma —ni pesada ni liviana, en ese momento eso no se percibe— y le dio con fuerza al tambor. La levantó y se la colocó sobre la sien derecha. Al alzar la cabeza vio el bombillo que mal iluminaba la habitación con su luz amarillenta, y recordó cuando le robaba el bombillo de la casa al carnicero. Fue así como comenzó este vicio por el riesgo y el peligro. “¡A que no le robas el bombillo al carnicero!” le dijeron sus amigos. “A qué sí” les respondió Marco. En la noche, muy tarde, se reunieron frente a la casa del carnicero. Marco salió de entre las sombras y, sigilosamente, se dirigió hacia el porchecito de la vivienda. Unos perros ladraron desde el interior. Marco se detuvo y esperó. Los perros se callaron. Con mucho cuidado y lentamente Marco abrió la pequeña reja de hierro, pero de todas maneras chirrió en sus goznes. Los perros volvieron a ladrar. Esta vez más fuerte y durante más tiempo. El semáforo de silencio le dio luz verde a Marco de nuevo. Se detuvo frente a la puerta de madera y miró hacia abajo: “Bienvenido” decía la alfombra iluminada por la luz que salía a través de la rendija inferior de la puerta. Y pudo escuchar las voces del carnicero y su mujer que se mezclaban con las de la televisión. Respiró profundo y se santiguó. Luego se ensalivó los dedos y aflojó el bombillo. Al apagarse, los perros volvieron a ladrar. Incluso, algunos aullaron. Se detuvo y permaneció así, congelado e inmóvil como una estatua viviente, un largo rato. Lo terminó de sacar y  echó el candente bulbo en la especie de hamaca que se formó a la altura de su abdomen al levantarse el borde inferior de la franela. Retrocedió y salió de espaldas, con la luz del bombillo en la sonrisa y el trofeo, ya frío, entre sus manos.

Al siguiente día Marco tuvo que ir a la carnicería a comprarle  unas costillas a su madre. El carnicero estaba furioso. Todo ensangrentado vociferaba y maldecía mientras descuartizaba una res que colgaba del techo. “Si lo llego a atrapar lo despellejo” y hundía el afilado cuchillo y rasgaba la insensible carne. “¡Lo voy a cazar! ¡Sí, lo voy a cazar! ¡Ese vuelve! Pero yo lo voy a estar esperando” Entonces la situación se convirtió en un reto para Marco: el juego del gato y el ratón. Marco esperó un tiempo prudencial, quince o veinte días, y volvió a robarle el bombillo al carnicero. Al otro día se acercó a la carnicería para ver su reacción. Y lo escuchó rabiar: “¡Maldito ladrón! ¡Me volvió a robar el bombillo!” le decía a un cliente mientras le cercenaba la cabeza a un cerdo de un hachazo. Así estuvieron hasta que Marco se cansó de robarle el bombillo al carnicero. Y un día, en la noche, se los dejó todos en una caja de cartón junto a la puerta.

Los cuatro jugadores, alrededor de la mesa, veían a Marco expectantes. Con el cañón descansando sobre su sien, Marco veía el bombillo —y pensó en la lotería de Babilonia, donde el ganador pierde—, y  de repente se apagó.

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