literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Juan Manuel Romero

Mar 19, 2022

Asuntos respiratorios

En la ONG donde yo fungía de líder espiritual, las cosas no podían estar peor cuando llegó la invitación. El famoso comunicado nos hizo suponer que la respiración controlada y las contorsiones sí desencadenan –tarde o temprano- resultados terrenales.

Aunque para ser justo, debo exponer que en la organización lo terrenal estaba instalado desde hace mucho rato. Me explico: El maestro Fernández, mi amigo intachable, con 22 años de haber transformado su vida y con más de seis visitas a la India, me dijo sonriente y lloroso (cuadro impensable para un maestro) que yo le gustaba. En su momento me sentí como si yo estuviera en medio de una guerra de almohadas de plumas ligerísimas y que mi cuerpo estuviera lleno – ¡Ay, papá!- de aceite de carro. Por otra parte, los demás yoguis de la ONG estaban en proceso de divorcio, lo que los volvió un poco descreídos y su único tesoro verbal era hablar del tema, una y otra vez. Adicionalmente, en varios recintos penitenciarios, llenos –entre otras cosas- de intolerancia, nos estaban cerrando las rejas en la cara, no por lo de la declaración del yogui sexo diverso Fernández hacia mí, sino porque la situación carcelaria ya andaba por esos días encaminada al despeñadero, como para, de paso, estar dándole permiso a un grupito de yoguis sospechosos para que impartieran güevonadas dentro de los penales. Con frecuencia me digo que al yogui no se le perdona que sea elástico y, además, humano. El listado de rencores es más largo. No nos perdonan, por ejemplo, que la bioquímica de nuestra sangre sea igual a la de los demás. Tampoco nos perdonan que también vivamos -tan bien, incluso- de aire. Aunque, si a ver vamos, el meollo del asunto es el nirvana. Pocos logran tolerar que la iluminación y la serenidad la tenga alguien de este país. Pero no quiero que se me escape la verdad: mi aparente mesura, la que he terminado llamando paz interior o modus vivendi, solo ha respondido al bombardeo químico: mis grageas de Bromazepam.

Más o menos así era la postal de presentación de nuestra ONG cuando llegó el famoso mail. Era una invitación al Foro para una paz sostenible. Para entonces en la organización éramos cinco yoguis. Pero solo yo era quien quería seguir echándole pierna al asunto. Aquellas líneas me las tomé como un trofeo ante tanta exposición franca de pellejo. Porque el asunto, desde cualquier óptica, es un acto de fe: dar clase de yoga a reclusos venezolanos.

Al evento me fui solo. Con un bolso liviano. Barbado. Como un apóstol.

*

El mar no era lo único turbulento allí. El aire salitroso y el calor daban una bienvenida rotunda. Allí todo fue un asalto, un sobresalto.

Al llegar pensé que la paz también es así: se tiene o no se tiene; que la paz no se anda con cómicas; que la paz es frontal.

A los invitados nos recibieron unos señores con lentes oscuros, por cuyo grosor exagerado llegamos a pensar que o eran antibalas o el sol de afuera derretía los ojos al menor descuido. Uno de estos señores tomó la palabra: “No olviden sus chalecos. Anden rápido. No se preocupen por tomar fotos, nosotros les enviaremos a sus correos un collage de los mejores momentos del foro”.

Al mencionar la ciudad cede del evento, los desesperados e implacables protocolos de seguridad pasan a ser comprensibles: Mogadiscio.

Lo malo, hermano, es que uno ya no sabe de cuál lado está el terror – me dijo un colombiano que corría conmigo hasta el taxi blindado.

¿Por qué invitaron a nuestra ONG? Debió resultarles “interesante” escuchar tal oficio (o tal modus vivendi) de la ingenuidad en medio del infierno. Los organizadores del Foro también nos asomaron que si había disposición de nuestra parte podríamos impartir algunas clases los mediodías, antes del almuerzo.

Desde las palabras iniciales a cargo del Ministro de la defensa ya no había más que esconder. Afuera de El Palacio central de la paz – eufemismo de un centro militar que aún no había sido visitado por la anarquía y por los de Al Shabab- se sentían próximas las ráfagas de metralla y las constantes explosiones.

El ministro nos dio la bienvenida con aplomo aunque ocasionalmente se le escapaba una mirada de soslayo a sus guardaespaldas quienes, como unos ventiladores, asentían para que continuara hablando. Explicó que el Presidente nos enviaba un caluroso abrazo del combatiente pueblo somalí. Y que el mandatario iba a seguir on line desde su bunker, paso a paso, la conferencia. Entre otras cosas, nos informó, en medio de una confusión de papeles y fichas en el ambón, que el lema del Foro para una paz sostenible de este año 2011 era Tribute. Muchos debimos sospechar que algo allí iría mal. Sin embargo, para maquillar desde temprano las circunstancias ambiguas, desde el techo parpadeó en rojo una palabra: Aplausos. Salió el ministro rodeado. Sería la última vez que lo veríamos. Dos días después –el 10 de junio- cerca de la media noche una sobrina del ministro entró a su habitación para darle las buenas noches. Al abrazarlo accionó el chaleco de explosivos. Otro boom somalí. Uno que no fue atribuido a los piratas de mar – dueños de otro tipo de terror-, ni a los señores de la guerra, ni a ningún clan tribal islámico. Allí las firmas del horror son claras y rápidas: la sobrina era parte de Al Shabab.

Mientras tanto, dentro del Palacio el tributo a los pacifistas más grandes de la historia reciente nos llenaban los ojos de lágrimas. Una de las actividades sublimes fue leer en quince idiomas el “Yo tengo un sueño” de Martin Luther King. Excepcional. Pero con holgura pudo resultar más entretenido decir om durante media hora.

Terminé haciendo amistad con el cachaco que corrió junto a mí al taxi blindado. Se hacía llamar Santi. Periodista, chivudo como yo y de gran contextura. Por esos días tecleaba algunas crónicas para un semanario de París. Como quien no quiere la cosa me hizo varias preguntas a lo largo de los días sobre mi negocio en Venezuela y nuestras cárceles verracas. Traté de responderle de la mejor manera, sin inventar, sin maximizar, sin omitir –sobre todo eso-, porque sabía que la ONG a la que pertenezco se convertiría, tarde o temprano, en un texto audaz de su autoría. El creyó que estaba cumpliendo su misión conmigo discretamente. Pero los tintos –los cafés y los vinos- le delataron. El idioma materno delata. Y a un yogui no se le puede mentir o engañar con facilidad. La cuestión es que afilamos la lengua muchas horas en el bar. Y nos perdimos, por tanto, varias conferencias. Pero el paisa tenía una agenda. Un cronograma flojo que, sin embargo, quería cumplir. Para justificar el sueldo, afirmaba. Venga hombre, acompáñeme a una charla de esas.

A la que fuimos se llamaba: “Vigencia del pensamiento ghandiano en la violenta sociedad globalizada”. Al culminar, un señor calvo y extremadamente corpulento, de lentes negros y una corbata como de mi altura, tomó la palabra para dar una buena nueva: “Esta charla ha sido grabada íntegramente con el fin de ser transcrita y llevada a libro. Acá hay dos editoriales españolas que desde ya quieren los derechos de la grabación para publicarla; esto ya es otro debate… (Risas). Me comentan que el libro ya tiene título. Maestro Gandhi, con su permiso, el libro habrá de llamarse Todos ciegos. Palabras que exploran el ojo por ojo”. Auditorio de pie. Otra vez, arriba, la palabra parpadeando con desenfreno. Cinco minutos de aplausos sostenidos. El conferencista estaba frente a la tarima y se inclinaba para recibir la ovación; también lloraba. Un coro de Jhon Lennon no dejó de sonar, solo que a un volumen superior al de las metrallas. Santi, mientras tanto, tomó decenas de fotos y tecleó algunas notas en su portátil a una velocidad alucinante.

Al segundo día –el último por obligación- corrió todo con normalidad… Santi después de brindarme un té me condujo hasta la conferencia central: Grandes logros. Una visión detallada de los últimos veinte premios Nobel de la Paz.

Al inicio, cuando dijeron Rigoberta Menchú el auditorio otra vez se puso de pie. Pero me pareció sospechoso que no parpadeara nada en el techo. Casi tres horas después cuando nombraron a Obama, un auditorio cansado volvió a ponerse de pie. No hubo algarabía a pesar de que el APLAUSO en rojo no dejaba de atormentarnos.

Las puertas se abrieron y el desalojo de la gran sala fue en paz. Le dije a Santi que estaba un poco inquieto porque después de dictar mi clase vendría mi intervención. Los organizadores me habían dejado en claro mi tiempo: no más de 20 minutos.

-¿Cagado o qué?, preguntó Santi sin medias tintas.

– Algo así.

Un periodista siempre le debe su éxito a su frontalidad. Sin embargo, le enfaticé que lo mío solo era inquietud. Cuando uno ventila en el exterior la anatomía de los intestinos de su país siempre hay inquietud.

Hermano no sea pendejo. ¿Ud., no escucha cómo está eso allá afuera?

¿Ud., cree que algo pueda estar peor que la ubicación de esta conferencia? ¿A Ud., le parece que va a detallar las entrañas del infierno cuando es evidente que estamos en él; cree que va a destapar alguna olla, que alguien se va a escandalizar por lo que Ud., cuente? Hermano, llévela suave, diga lo que se sepa, pero eso sí, dígalo bien y con sinceridad.

Pero no pude decirlo. Ni bien ni mal. Una señora tan flaca como una cigüeña y tan lustrosa como la Niña bonita de Ana María Machado me interceptó luego de mi clase. Me notificó que mi intervención y la de otros señores de Albania, Sri Lanka, Belice, Islandia y del vecino país de Etiopía habían sido pospuestas para el día siguiente –o sea, para nunca-. Debido a que –justificó la señora tremendamente animada- un compatriota mío acababa de llegar al Palacio y querían su intervención para esa misma tarde.

 

Para el final de la tarde el plato fuerte, efectivamente, era el venezolano Walter Martínez, quien hablaría de sus grandes entrevistas y la objetividad periodística como una forma pacifista frente a las guerras a las que él, en otrora, asistió aunque sin ser tan exitoso como Kapucinski debido a que él, aclararía más adelante en su conferencia, no escribió nada sino que lo dejó todo en la olvidadiza televisión de los setenta y ochenta.

Pero si soy del todo sincero, en el auditorio solo se esperaba el final de su alocución para que diera La Paz en varios idiomas de la misma manera como lo hacía en Dossier los días viernes… Y así lo hizo.

Solo que mientras varios imaginamos que Martínez también diría “Disponga Ud., de las cámaras, señor director”, el ambiente de pronto se enrareció.

Entraron unos afrodescendientotes con unas armas tan grandes y potentes como el islam que les aviva. Soltaron lenguaradas eufóricas. Dispararon al techo. El recinto fue un caos: una presentación de Somalia.

Los efectivos de seguridad estaban en el piso, ahora no me atrevo a decir que muertos (o quizás sí, de miedo). Todo fue como un ventarrón de arena en el que quedamos ciegos. Apenas llegué a escuchar la voz temblorosa de un traductor al español que había sido capturado por los rebeldes. El sometido tomó un micrófono y dijo: “Esta gente sabe que aquí hay un yogui; que se entregue para evitar el plan b, no sé qué carajos es el plan b; pero si de verdad hay aquí algo de eso de lo que están buscando, ¡no jodáis! ¡Entrégate!”. El traductor fue ejecutado allí mismo, apenas terminó.

Santi, agazapado junto a mí, me susurró: está jodido, hermano, alce la mano si las tiene bien puestas.

Sinceramente no estaba aterrado como los demás. Solo estaba buscando el potecito de mis pastillas y haciendo ejercicios de respiración para mantener el ojo de atrás bien cerrado. Logré tragarme dos pepas y, después de culminar la respiración como si estuviera pariendo, me levanté y grité: Yo, yo soy el yogui.

Me habría gustado que ese famoso plan b no se diera pero fue inútil. Los disparos siguieron. A mí me elevaron unos soldados fornidos y me sacaron del lugar.

Recuerdo el jeep dejando polvo en un camino estéril como única imagen y único paisaje. Éramos cuatro en el carro. Dos tipos adelante: uno que manejaba y el otro que iba hablando, sin parar, como tratando de amainar la aridez. Atrás íbamos el que me cuidaba y yo. Por un momento creí que me pondrían una capucha para no reconocer el lugar, pero en Somalia hasta los lugares comunes se los saltan. En todo caso, el desierto todo es un albornoz.

Varias horas y arenales después, el hablador de adelante se bajó y desplazó con fuerza una cerca desnutrida. Unos tipos sonrientes nos recibieron. Hubo abrazos entre ellos, a mí me palmearon el hombro. Fui llevado hasta la sala alfombrada y con aire acondicionado de un Señor -¿qué otra cosa puedo decir?-.

No sé de donde salió una mujer catira, de voz áspera, vestida como una militar decadente y una pañoleta marrón en la cabeza que le retenía una cabellera de alambres rubios. Era la traductora, pero al inglés. Es decir, que casi quedamos en las mismas.

Lo que entendí es que yo estaba allí para hacer lo que mejor sabía. Para dar unas cuantas sesiones. Y que tenían que ser las mejores. Debía dárselas a los soldados estresados por tanto sol, por tantos disparos, por tantas circunstancias que Alá les deparaba. Seguro, respondí. La catira dijo ok. Los demás también dijeron ok y rieron y sus armas temblaron. La primera sesión será mañana temprano. Ok, otra vez.

 

Medité en un cuartucho que me designaron. El sol tardó en desparecer, pero al llegar la oscuridad el frío me ladró en la piel. Dormí. Creo que así se llamó aquello cuando cerré los ojos por un rato.

¿No estaba yo en un cuartucho?

 

Unos postes de luz se encendieron para herir los ojos. Estaba en el piso de una cancha. Cerca de mí había una pila de esterillas. Como una temblorosa escena entraron doce soldados y la traductora dispuestos a recibir su primera sesión de yoga. Cada hombre tomó una esterilla. Luego pasaron a quitarse las botas y las camisas. Por último, antes de intentar relajarse, dejaron las armas a un lado. Carraspeé. Di algunas instrucciones básicas. La catira –a quien de repente le habían caído como veinte años encima- tradujo groseramente. Las palabras sonaron en su boca como una película de Tarantino. Les mandé a decir que así era la postura de la estatua. Que esta era la del perro. Que intentaran imitar la del gato, vamos. Ahora ésta, la del guerrero –acá todos hicieron un rugido luego de la traición de la traductora-. Bien, meditemos. Vamos a liberar nuestras mentes. Ellos, quizás por el traslado de púas de la catira, entendieron que la liberación era de otro tipo. Les dije: cierren sus ojos. Sus pulmones se están llenando (como suele decirse en estos casos) de paz y de bendiciones. Boten lentamente el estrés. La traductora tenía rato sin decir nada, se había dormido, así como también unos cuantos soldados, que no solo roncaban sino que empezaron a liberar escandalosas flatulencias.

Del fondo de la cancha se escuchó la orden: ¡Atención!, y de inmediato las luces de los postes estallaron y los soldados, la traductora y yo quedamos envueltos por las tinieblas del desierto.

Luces varias. Amarillas. Azules. Rojas.

 

Detonaciones. Ayes. Silbidos incrustándose en la carne y en paredes blandas.

 

Una linterna me amaneció de golpe el rostro. Volví a ser elevado (después supe que fueron soldados ugandeses). La vida en estos estos casos se vuelve tan circunstancial que uno no sabe si es presa, trofeo o qué. En jeep fui trasladado en medio de la oscuridad y sin que dejara de rebotar ni uno solo de mis órganos vitales hacia un bunker de la liga Pro África Libre. Los focos del carro se perdieron en la carretera empolvada y las luces altas se fueron metiendo entre las primeras del día.

Cuarenta y ocho horas después fui trasladado a Etiopía. Y como papa caliente pasé a Egipto en donde en pleno ánimos caldeados me invitaron a dar una clase multitudinaria en la plaza Tahir. Un señor muy educado me entrevistó al culminar la sesión frente a toda esa cantidad insólita de personas. Me preguntó qué opinaba de La Primavera egipcia. Por un momento creí que la pregunta se debía, otra vez, a un error de traducción, pues es evidente que en junio al norte de África la primavera está muy lejos; sin embargo, como vi que el señor educado esperaba mi respuesta con expectativa –al igual que el público- decidí darle una respuesta diplomática: Acalorada, dije, su primavera me parece acalorada. El señor respetuoso tradujo al árabe. La respuesta causó furor. Desde entonces fui tomado como activista pro nación en este país.

Di calurosas clases de yoga una vez a la semana en plazas públicas. Y creí que siempre me iría bien allí. Pero debí sospechar que toda primavera la precede – o anticipa- otros pavores. Y si los árabes tuvieran algo que ver con los judíos hasta me atrevería a decir que esa primavera no hizo otra cosa que incitar otra shoá.

*

Antes de que regresaran los rigores a Egipto (por aquellos días, la peor enfermedad fue el eufemismo), cuando aún pensaba que el Bromazepam solo podía ser parte de una idiosincrasia pasada, recibí un correo electrónico de la ONG en Venezuela.

Lo escribió un integrante nuevo, quizá el que me reemplazó, quizá halado por el yogui Fernández. Sí, tenía que ser un nuevo, pues los otros miembros, como era predecible, se habían largado y estaban felices dando clases en varios Spa de Caracas.

El muchacho nuevo me preguntaba que cuándo volvería. Que a quién iba a designar (¡Ja!) para ingresar a Tocuyito, al Rodeo, a Uribana… También escribió que allá en Caracas tenía un par de asuntos: el primero era un sobre desde Mogadiscio con un álbum exquisitamente diseñado y editado con las mejores fotos del Foro; el segundo era de muy distinta naturaleza, era un asunto literario, se trataba de una novela con una portada preciosa que me fue enviada con matasello de Roma, cuyo nombre era Necrópolis. Según, en la dedicatoria rezaba lo siguiente: “Para un tipo que las tiene bien puestas. Santi”.

Le respondí que no tenía pensado volver. Le escribí largo sobre los cordones umbilicales rotos con mi familia, con el país. Me dio por responderle, ya casi al final, que aquí los asanas eran respetados con misticismo y que los pranayamas eran los caminos más airosos que la gente quería respirar.

En todo caso, terminé escribiéndole dos o tres infelicidades más y ocultándole algunas otras cosas: por ejemplo, con quién vivo -pues no quería pulverizarle la paz al yogui Fernández-; tampoco le hice mención de que aún añoro nuestras miserias. Le escribí con la altanería que solo nos dan los miles de kilómetros y las dunas y las guerras y las ilusiones y los fracasos de por medio.

También en el correo le respondí que… no tenía pensado volver.

 

Durante el gerundio ardoroso “enviando” se me extravió el ritmo sanador de la respiración diafragmática. Y eso, en este aireado mundo del yoga, es similar a la idea cristiana del pecado.

 

Signos de vida

En un borde, cerca de cuatro zamuros con las alas abiertas disputándose los despojos de un rabipelado, fue donde su carro se detuvo.

El sistema inmunológico del Twingo, igual como en ese momento, también, le estaría pasando al de su papá, no resistió los embates de la peste del mediodía ni tal derroche de luz.

En medio de aquella desgracia perpendicular, a Ud., no le quedó otra opción que, como si se tratara de un mal chiste, encender las luces intermitentes. Cuando alguien venía de la lejanía, se apresuraba, le raspaba con su ráfaga inmunda y, después, volvía la quietud.

Así hasta el desespero.

 

Pensó en la voz de su padre, el saludable, el caballero, el médico. En el sonido alargado del teléfono después de colgar y que se le volvió tan parecido a esa carretera sin curvas.

Su limbo inducido se terminó cuando llegaron los motorizados. Nada bueno se puede contar de aquello.

*

Una llamada, si rápida, duele dos veces menos, dice la sentencia latina (ladina) que inventó para aplacarse.

Nunca le ha gustado formar parte de, explicar o escribir un oxímoron. Y éste que había descubierto después de la llamada era, francamente, una pena: un médico desahuciado.

 

Antes de marcar los números se juró que el enlace tenía que semejarse, lo más posible, a vacunar niños en el campo. Se prometió ser puntual durante la llamada, en ese trámite. Otra promesa vana. Hay eternidades que duran cuatro minutos.

La información la manejaba hace tiempo y le corría por las venas como un trago de ron en ayunas. Solo era cuestión de alzar el teléfono y escucharlo desde el estertor de su voz. Embarrarse con su melaza. Perderse, otra vez, en su maleza.

Sabía que su papá era un pájaro de cuentas. Sabía que la vulgaridad de irse a vivir a la periferia tuvo más de una razón: el torrente de luz disminuye la posibilidad de ver las sombras. Sus sombras.

En definitiva, fue un sondeo mayormente monosilábico hasta que su papá le soltó una ristra de espinas:

No importa todo lo que sé; igual me voy a morir.

 

El resto de lo que dijo le pareció un calco de unos versos de Cadenas: Es recio tener que morirse a pesar de todas las carcajadas; es ridículo decir vulgaridades y que no se pueda dopar ni siquiera parcialmente el dolor; es arrecho heredarle al hijo el peor título de todos cuando ya este pasa de largo los cuarenta: el de huérfano.

*

Una vez omitido el salvaje asalto de los motorizados, logró llegar a la clínica, hinchado, multicolor, con una insolación que le hizo recordar una borrachera en Los Caracas.

Y sin carro.

 

Por fortuna faltaban pocos kilómetros para arribar a la clínica del pueblo.

Pudo llegar, a pie.

 

En la clínica, fue atendido diligentemente porque dijo que era el hijo del doctor tal y que también necesitaba verlo.

Hubo muchas cejas alzadas. Muchos “¡Caramba!”.

Voces galenas enfatizando: “Te jodieron feo, mano”. Puntos de sutura.

Vitales tratamientos ambarinos intravenosos.

*

Más tarde despertó hecho un Cristo, con la bandera de la diversidad en su piel.

 

Junto a Ud., en la sala de emergencias estaban dos policías. Parecían dinosaurios antes de la extinción.

Preguntaron, apuntaron. Pusieron caras circunspectas. El de más edad dijo:

 

Por su santo padre que le recuperamos su carro; pero, eso sí, debe haber quedado vuelto ñoña. Quédese con la idea que le devolveremos un cachivache. Esos fueron los carajitos de siempre; nunca se cansan de echar vaina. Déjenos que hablemos con ellos y listo. Hablando se entiende la gente, doctor.

Doctor era el papá, curso –acotó entre dientes el más joven.

En esa carretera por más que Ud., grite nadie le va a hacer caso. Y ponerse de tú a tú con esos chamines, menos. Para la próxima, doctor, señor, hermanito, negocie hasta lo último.

 

Los funcionarios, como si discutieran entre sí y hasta dándose codazos, salieron de la habitación a informarle al personal de guardia que el pendejo este ya estaba dando signos de vida.

*

El otro doctor tenía lentes azules. Era calvo y la barba le llegaba hasta el conducto auditivo. Tenía una luz de neón parpadeante de fondo que le volvía místico o rave.

– Su padre… Mi amigo… El colega… El caballero… El saludable… El doctor no pudo vomitar el verbo.

Se desmoronó como un gran médano.

 

Sus lágrimas brillaron tanto como el estetoscopio que tenía en el cuello.

*

En la clínica ya no había nada que hacer. Los motorizados le habían bloqueado toda posibilidad de ver a su papá vivo.

Entonces entendió que había perdido cualquier excusa: tenía que ir a casa por algunos documentos. Porque hasta en este pueblito comaliano los tiempos postmorten son fríos y espesos: a su papá no se lo entregarían sino hasta el día siguiente.

Volver era una afrenta a lo que estaba sepultado a pleno sol. Entrar en la mirilla de los rencores de los vecinos. Era sentir, de pronto, que Ud., apenas un visitante, se volvía una desagradable brisa que habría de alterar hasta los pelos de sus oídos, de sus odios.

 

De golpe, al emprender el doloroso camino hacia la casa, recordó que en el pueblo ya no quedaban rastros de los pequeños buses que servían de transporte público, y que los taxis se habían vuelto rara avis. En general, el pueblo, visto desde acá, es un decrépito cementerio, incluso de carros.

Todo el trayecto, naturalmente, lo hizo a pie. Apenas dio un par de saludos a algún recuerdo, a algún vecino.

Frente a la puerta principal de la casa volteó a ver la calle. Al frente, algunas cortinas se cerraron con rabia.

*

Entró a la casa como entra un cirujano a extirpar un tumor.

 

Recogió ropas, zapatos, revistas de investigación en varios idiomas. Vació la nevera.

Estuvo a punto de aprender a decir -también en varios idiomas- la palabra podrido.

Luego se vio cubriendo los espejos y se maldijo porque se sintió parte de un rito en el que ya nadie cree.

*

Prendió. Apagó.

 

Volvió a prender la computadora. Encontró archivos serios. Archivos serísimos y archivos inexpugnables para los foráneos a la medicina.

 

También encontró algunos archivos fotográficos que serían mejor utilizarlos como gritos para estallar una noche sudorosa. Sea lo que sea que eso signifique.

Al fondo, la biblioteca seguía resguardada de las inclemencias del sol. A un lado, cerca de la ventana grande, estaba la mesa, adusta, pálida por tanta luz, sosteniendo aún el teléfono.

Al levantar el auricular, se dejó fotografiar, otra vez, por su madre para que la familia tuviera un recuerdo del día cuando la modernidad llegó a la casa. En realidad, el aparato estaba mudo: no era para menos, después de tantos gritos que por allí se colaron.

Al colgar escuchó las vibraciones metálicas que hacían las inquilinas o la brisa que azotaba los árboles del patio. Casi olvida que unos pájaros sin nombre también eran los responsables de aquellos ruidos. Todo dependía de la época del año y del calor. Porque hasta ellos huían de la sed que produce este pueblo.

Si uno de esos pájaros se quedaba enredado en la tela metálica sus chillidos tendían a confundirse con ayes. Entonces, su papá, con parsimonia, se colocaba los manchados guantes multiuso y trataba de mantener sus ojos lejos de aquellos puñales, los mismos con los que, antes de migrar, eliminaban a los ancianos y enfermos de la bandada. Su papá, entonces, lo agarraba con rigor y extraía el cuerpo del entrampamiento. No había adiós posible, apenas un árido revoloteo que dejaba herida la respiración.

*

Salvo el de su papá, en el resto de la casa no había colchones donde dormir. Los que hubo habían sido quemados. Las razones obedecen a unas normas de asepsia que él tenía muy claras.

 

Antes, su mamá le mandaba a los escaparates para encontrar la solución a cualquier asunto. En esa ocasión, también fue hasta allí, esperando hallar algo donde poner sus huesos dolientes: una colcha, aunque sea.

Resultó una lástima que en esta oportunidad no se haya detenido a revisar, como hacía durante horas cuando era niño, las docenas de documentos de identificación guardados en ese sitio.

En el patio colgó la colcha a lo largo de las cuerdas y empezó a darles palazos. Esta vez no hubo quejidos.

Bañado en sudor se sentó en algún sitio del patio. Con la densidad de la nube de polvo creyó que volvían las viejas nieblas tóxicas que su papá producía para aplacar, entre otras cosas, la plaga.

Alteró el reposo de las tuberías cuando abrió el chorro de la batea.

 

Puso la cabeza bajo aquella cascada mientras su papá volvía a bañarlo al lado de las jaulas, en la mitad del patio, como si apagara un incendio. Luego le pedía que se quedara allí esperando a que trajera, a rastras, a su mamá y lo ayudara a hacer lo propio con ella.

Aquello consistía, primero, en desnudarla, acostarla en el piso boca arriba (por el lado “A”, decía su papá). Luego venía el chorro rotundo, cuidando que no le diera directo en la nariz. De inmediato, tomaba con seriedad su papel de “enjabonador” y recorría a su mamá con la pastilla azul y se la pasaba, como un hombre, de modo que saliera bastante espuma. En seguida, otra tanda de agua para barrer el sucio y, luego, repetir toda la maniobra (por el lado “B”). Por último, disminuían el volumen del agua casi al mínimo, volteaban otra vez a su mamá, de cara al sol, y colocaban su cabeza sobre un ladrillo para lavarle el cabello con detenimiento: de pronto aquello se transformaba en uno de esos ritos capilares que tanto les gustaban a las inquilinas.

*

Al rato destapó uno de los grandes contenedores de agua. Fue impresionante lo que vio.

Como si fuera el cuerpo de su mamá lo tumbó y dejó que se evaporara ese contenido, ajeno a la vida. Conectó la manguera: lavó las cavidades verdosas. Con normalidad escuchó a su papá expresando su tristeza, o su furia, por el estado de los contenedores.

Así no se puede vivir, insiste su padre. La verdad es que no. Con o sin agua, en las condiciones dentro de las jaulas, mantener los latidos a un ritmo natural, era muy difícil. A muchas de las inquilinas les ganaba la sed. O la congoja. Su papá hacía lo que podía. Los potes del agua había que surtirlos hasta tres veces a lo largo de la jornada porque eran tan violentas las subidas de temperatura que el agua se volvía sopa durante el mediodía. En cambio, la comida negra (así le llamaba, quien por entonces aún no era galeno sino que realizaba sus “pasantías”, debido a que la rutina de preparación era en las madrugadas), esa comida colorida, se emplataba dos veces.

*

Casi se nos suelta una sonrisita cuando, entre las líneas mudas que hoy trazan la casa, escuchamos que a Ud., también le dio por hablar en voz alta.

Aquí todos han pasado por lo mismo. Sea en la cocina o en el patio, sea de día o de noche, todos terminan hablando solos.

Pero y Ud., ¿qué fue lo que dijo?

 

Dijo que menos mal que la brisa ha barrido las incomodidades y lo dijo, así, como si soltara una bocana azul, y eso por supuesto, que nos causó gracia.

 

En todo caso, la brisa ha pasado por entre las cercas metálicas tantas veces que ya nada más se escucha una leve vibración, en pianísimo, a escala ínfima, que no habla (ni grita) los índices anteriores de desolación.

La brisa cumple su rutina. Ud., cierra los ojos.

Ve otros soles. A su papá.

Los húmedos arreboles de su madre. El dramático ocaso de las inquilinas.

La brisa va, otra vez, entre las ramas de los árboles y las escandaliza. Pareciera como si se tratara de las ramas de unos árboles invictos, aún jóvenes, aún muy bellos, como si su verdor lo incentivara un compost sobrenatural. El que creó su papá.

*

Cuando logró que, en otro pueblo, cremaran a su padre, en lo primero que pensó fue en que se estaba ahorrando la tradicional marcha fúnebre que se acostumbran por estos lares. Tampoco hubiera podido montarse al hombro el féretro de su padre. Todas las magulladuras le habían brotado, quizás a propósito, para castigar sus emociones y hacer juego cromático con el negro y el morado del duelo. Lo más seguro es que, si hubiera habido sepelio, algunos habrían preguntado, a juzgar por cómo le había quedado la cara a Ud., si en verdad el que iba a ser enterrado iba en la urna o iba marchando. Cualquier comentario viscoso está permitido antes de entrar a un camposanto.

 

Dejando a un lado ese bochorno, aguardó las cenizas de su papá más de medio día -era larga la fila de difuntos- en una sala de espera cuyas paredes tenían estampados paisajes acuáticos y boscosos, tal vez, como sugerencias indirectas de los posibles sitios donde arrojar los residuos del ser querido.

Salió de ahí de noche.

 

De seguido cada pequeño episodio fue más asombroso que el otro.

 

El primero se dio cuando el taxista le llevaba al Taller donde reposaba su carro desvalijado.

El chofer era especialista en recitar poemas de Benedetti; mejor dicho, era especialista en torcer algunos poemas eróticos del uruguayo, quitándoles algunas palabras, sustituyéndoles por otras, hasta volverlos elegías.

El culmen llegó cuando el chofer sentenció algo que giraba en torno a Eros y a Tánatos. Sí, el chofer.

*

Desde el portón del Taller automotor gritó para que le abrieran. Unas luces se encendieron.

Pero tuvieron que pasar algunos otros siglos hasta que salió el mecánico. Era evidente que hasta hace un minuto antes de salir había estado llorando. Sí, el mecánico.

Con un poco de hipo explicó el milagro que él había obrado en el carro. Aunque, de muy mal modo, remató su discurso sobre la prodigiosa reconstrucción: Rueda que es lo importante.

 

Antes de que Ud., se subiera al auto, el mecánico le preguntó si aquel cofre contenía lo que él estaba pensando.

– Sí, panita –respondió.

Con sus manos recién lavadas con detergente tomó el recipiente de las cenizas y se dobló como un árbol azotado por una ventisca.

*

Antes de cruzar el puente que decreta la entrada o salida del pueblo hay varios establecimientos de chinos donde se puede amainar la sed y hasta el duelo.

Después de atravesar una cortina de flecos perlados reconoció algunas caras avejentadas que alguna vez fueron de sus compañeros de escuela. Eran cuatro bomberos de uniformes tan desteñidos que parecían haber sido lavados muchas veces con el agua y la espuma extintoras, y secados, circunstancialmente, con las llamas de un incendio. Dos de ellos estaban en una pequeña mesa, aplaudiendo, llevando el compás de una canción de Héctor Lavoe y mirando a los otros dos, de pie, uno frente al otro, tomados de la cintura, casi forcejeando. Intentaban bailar. En realidad, aquello era una clase de baile, la que se le da un amigo con dos pies izquierdos, pero con subrayados vulgares de que si el otro lo apretaba mucho, le juraba que en el próximo operativo, lo empujaría a las artes del fuego. Los bomberos que estaban sentados al escuchar la conjugación del verbo empujar, automáticamente, soltaron una alarga y borracha “e”.

Dejó atrás a los uniformados y bordeó algunas mesas y se sintió repelido por la luz agria de varios bombillos.

Encaramado en la barra colocó el cofre sobre el helipuerto de las botellas y cuando el chino Juan le trajo la gélida cerveza, Ud., chocó el tercio con la madera del recipiente y, por supuesto, dijo salud papá.

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Desde el carril contrario, se quedó viendo el sitio donde por poco lo matan. Naturalmente, también pudo haber estado espolvoreado dentro de un cofrecito, así como iba su padre en la guantera.

Al volver, la distancia no se le hizo corta como suelen ser los retornos.

 

Hasta llegó a sentirse más solo que antes… Tan solo y tan sin sentido como sus copilotos: dos bolsas de tierra del patio que les llevaba a sus plantas a ver si se dignaban, por fin, a echar una alegría en su apartamento de Caracas y así, también, se podría forzar ciertas visitas de colibríes.

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2 comentarios en «Dos cuentos de Juan Manuel Romero»
  1. Asuntos Respiratorios ¡Qué buen cuento! Felicidades Juan por esa narrativa dinámica y estimulante, que te mete a la historia, te atrapa, te sorprende y te mantiene atento hasta el final.

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