literatura venezolana

de hoy y de siempre

Dos cuentos de Juan Vicente Camacho

Mar 20, 2022

La estatua de bronce (1854)

I

Era Alberto uno de esos hombres que vienen al mundo para ocupar un lugar distinguido en la sociedad; así le abundaban las cualidades morales como se aventajaba en prendas físicas. Era alto, bien formado, de miembros delgados y nerviosos. Tenía ojos de mirada penetrante y fuego irresistible, una boca que envidiaría una niña de quince años, y una fisonomía llena de fuego e inspiración. Largos cabellos negros ondeaban, naturalmente rizados, sobre un cuello que un estatuario pondría sobre los hombros de un Apolo, y en su apuesta y gentil presencia se descubría la finura aristocrática y el porte de un hombre del gran mundo.

En el momento en que le conocemos está sentado junto a una mesa, cubierta por un tapiz de terciopelo oscuro; en esta mesa se ven con profusión objetos de artes y ciencias diseminados por todas partes; cartas geográficas, planos principiados, instrumentos de matemáticas, pinceles, paletas, trozos de mármol y aves disecadas. En toda la habitación se encuentran los mismos objetos, más o menos: caballetes de pintor, cuadros antiguos, arreos de caza; esqueletos humanos, cinceles y estatuas de estuco, madera y mármol, rotas las unas, principiadas las otras y ninguna concluida.

Pero lo más notable que se ve en el centro de aquel salón, colgado y entapizado con un gusto exquisito, es una estatua colosal de bronce de un trabajo perfecto y acabado. Representa a Venus, la voluptuosa protectora del amor, en el momento de recibir una ofrenda. Su cuerpo de formas redondas, mórbidas y tentadoras, está ligeramente inclinado hacia delante; tiene un brazo extendido con gracia como para aceptar lo que le ofrecen y con el otro se cubre ruborosa el seno. Respira aquella obra maestra un perfume de amor indefinible; y en sus ojos sin pupilas, en su boca entreabierta, en sus formas de una belleza ideal, hay ese encanto irresistible que tanto conmueve la imaginación del artista.

Alberto se levantó de su asiento y con lento paso y cruzando los brazos se puso a contemplar con un interés, imposible de describir, la hermosa Venus; sus labios se agitaban como si murmurara una oración, y de vez en cuando hondos suspiros salían de su pecho. Encantadora imagen, la decía:

Tú que un tiempo el amoroso culto

del universo entero recibías,

tú que la dicha al corazón volvías

de los que te imploraban en tu altar,

tú que en carro de nítidas neblinas

al vago aliento del Olimpo fuiste;

tú que vida del alma recibiste

en las revueltas ondas del mar:

Yo te adoro, ángel nacido

de las espumas del mar;

si otros te dan al olvido

yo animoso te he erigido

en mi corazón tu altar.

Y arrodillado ante la estatua, derramaba lágrimas ardientes, y arrebatado por el impulso de su delirio posada sus labios de fuego en los helados labios de la Venus de bronce. Hablaba con la inanimada Diosa como si fuera su desposada; la hacía mil protestas de ternura y de amor eterno, y de tal modo estaba dominado de su febril emoción que sin reparar lo que hacía, puso un magnífico anillo en los dedos de la Venus, en prueba de su amor imperecedero.

II

Desconsolada la noble familia de Alberto de su estado lastimoso, buscaba en vano los médicos más hábiles para librarle de la fiebre tenaz que le devoraba. Todo era inútil: Alberto solo pasaba algunas horas tranquilas cuando le permitían ir a su gabinete, pero desde el instante en que le alejaban de allí, empezaba el delirio y la calentura. Su buen padre resolvió que hiciera algunos viajes, acompañado de un amigo de colegio, porque el honrado anciano temía que su hijo estuviera dominado por una pasión desgraciada, no pudiendo concebir que una Venus de bronce fuera capaz de volverle el juicio.

Partió en efecto Alberto en unión de su amigo, y seguramente la variedad de objetos, el placer del movimiento, las novedades que le sorprendían en otros países, efectuaron la curación de que habían desistido los más nombrados profesores. Con lágrimas de gozo recibió el anciano padre a Alberto, un año después de su partida, sano de sus pasadas manías.

Ya frisaba el joven en los treinta años, y su padre sintiendo ya el fin de sus cansados días, le dijo una tarde que había ajustado su matrimonio con una rica y hermosa joven, y que no aguardaba más que su asentimiento para efectuar el enlace.

—Lo que haga usted está bien hecho, le contestó su hijo.

III

Pocos días después se oía en los salones del padre de Alberto el estruendo de la música, el rumor alegre del festín. Brillantes luminarias lanzaban sus reflejos usurpando las luces del día y una numerosa concurrencia se entregaba al placer del baile. Alberto se casaba esa noche y recibía de sus amigos felicitaciones y apretones de mano: era feliz.

Pronto concluyó el festín: que nada acaba más de prisa que el placer, y Alberto estaba departiendo con su esposa, solos, felices y olvidados del mundo. Ella había puesto un riquísimo anillo en los dedos de su esposo y este quiso darla en prenda de su amor una sortija que le era sagrada por haberla recibido de su madre. Entró con su esposa al gabinete que ya conocemos, y ambos se acercaron a la magnífica Venus que aparecía como una figura siniestra en la media luz de la habitación. En su brazo extendido brillaba como un lucero el diamante de Alberto.

Fue este a arrancarle el anillo y quedó trémulo y sin color, y a no ser por su novia, hubiera caído sin conocimiento. La Venus había apretado sus dedos fríos para no dejarse arrancar la prenda.

Un sudor helado corrió por la frente de la desposada, que trémula y vacilante se acercó a la estatua para quitarle el gaje de su esposo. La colosal figura extendió sus brazos y estrechando contra su seno a la desgraciada joven la ahogó. La pobre niña no lanzó ni un grito, dobló su frente todavía coronada con sus azahares virginales y expiró tranquilamente.

Alberto dio un grito horroroso, sus ojos se fijaron de un modo horrible como si quisieran saltar de sus órbitas, y arrancándose los cabellos con desesperación cayó en el pavimento. Entonces llegó a su oído una voz espantosa que le dijo:

Yo te adoro ángel nacido

de las espumas del mar;

si otros te dan al olvido

yo amoroso te he erigido

en mi corazón tu altar.

Se levantó frenético, arrojó la estatua del pedestal que rodó, poniendo en sus brazos un cuerpo helado: era el de su esposa. El infeliz cayó de rodillas en el pavimento, lanzando un grito que no se puede describir. Estaba loco.

 

Confesión auténtica de un ahorcado resucitado (1861)

I

Hace algunos meses que varios periódicos de diferentes países referían la prisión de un hombre que manejando él solo un buque lo había fondeado en las costas norteamericanas.

Era este un buque de alto bordo, en perfecto estado de construcción y que parecía no haber sufrido avería de ningún género.

Era muy extraño el caso, y si la llegada de un bote conduciendo las reliquias de un naufragio llama la atención, mucho más debía preocupar los ánimos la de un soberbio buque cuya procedencia se ignoraba y que se presentaba con un solo conductor como muestra de la vasta tripulación que debió contener.

Era fácil presumir que en la inmensa soledad del océano había pasado un drama misterioso y terrible sin más testigo que el ojo de Dios y sin otro eco que el órgano mismo del solo actor que quedaba como resto de esas gigantescas luchas del hombre con los fenómenos naturales y la furia de las olas tempestuosas.

Cuando entró en la rada, la soledad y el silencio del puente, y aquel hombre solo y tranquilo en el timón hacían aparecer la masa impotente de aquel buque como esos navíos fantasmas con que se complace la imaginación de los sencillos y supersticiosos marinos en poblar las profundidades de las aguas desconocidas.

El que estaba a la vista, sin embargo, era de reciente construcción, se conocía que había salido de los astilleros de los Estados Unidos y su identidad era fácil de verificar.

El personaje que lo monta es de talla hercúlea; su enorme cabeza parece unida al tronco sin auxilio del cuello; su cabellera es negra y espesa como la barba que lleva entera; la frente es deprimida y chata; el ojo fijo e inyectado y sombreado por enormes pestañas, lo que da a su fisonomía un aspecto salvaje y siniestro, que aumenta el corte singular de la boca cuyos labios son delgados y recogidos.

Su aspecto es el de un hombre dotado de rara energía, y sus brazos cruzados sobre el pecho, el rostro levantado con audacia, manifiestan que ese hombre es de aquellos que no retroceden ante ningún obstáculo.

Aparenta tener treinta años.

El capitán del puerto a quien se anunció la llegada de este buque se trasladó a bordo a reconocerlo, y condujo ante el Consejo del Almirantazgo a quien tan felizmente lo había traído a las aguas de la rada, para que hiciese la relación de los sucesos.

Declaró llamarse Alberto Guillermo Heecks, marino de profesión y que era el único que había sobrevivido a la tripulación del buque que montaba, pues todos, incluso el capitán, habían muerto en el viaje que acababa de hacer.

Aunque el aplomo de este hombre no le abandonó un solo instante, y aunque su narración aparecía llena de buena fe, no fue, sin embargo, tan ingeniosa que dejase de traslucir un misterio espantoso oculto bajo apariencias fingidas y hábilmente combinadas. Puestos en este camino, los jueces con espíritu perspicaz llevaron la cuestión a otro terreno y con tal habilidad que, envuelto el narrador en su lógica tortuosa, se embrolló, se contradijo, y ya pudo entreverse, al través del extremo levantado del velo, una parte de la horrible verdad que pronto debía descubrir todos los detalles siniestros y tenebrosos de este drama espantoso.

Después de haber referido que el buque fue asaltado en el mar por piratas chinos que habían degollado a la tripulación, salvándose él por haberse ocultado en un tonel de alquitrán, y que dichos piratas después de arrojar los cadáveres al mar habían dejado al buque a la merced del viento, hizo otra narración y declaró: que un tifus fulminante cayó de improviso a bordo llevándose a sus infelices compañeros y que solo él, Heecks, no había sufrido el más ligero síntoma, y que se halló solo en aquella metrópoli sin haber encontrado un puerto a donde dirigirse para obtener algún socorro.

Pero el registro de a bordo no contenía hecho alguno que diese a esta versión la menor apariencia de verdad.

Desde aquel momento ya no se podía dudar que se estaba delante de uno de esos ejemplos monstruosos de piratas cuya historia estremece la humanidad.

Los anales marítimos nos prueban que, aunque raros, se presentan estos casos, y es entonces que se comprende en todo su horror de cuántas atrocidades es capaz el alma humana.

Desde que el hombre tuvo la audacia de entregarse al capricho de los vientos y de la fortuna de la inmensidad del mar ¿cuántos dramas misteriosos han sucedido que han quedado ignorados o hundidos en la conciencia de sus actores?

Alberto G. Heecks fue, pues, preso y sometido a juicio.

Todos los periódicos dieron cuenta de los crímenes del acusado y la emoción pública se excitó vivamente desde que se tuvo noticia de su instructiva, de suerte que el pretorio del tribunal se halló asaltado por una turba curiosa y compacta cuando se abrieron los debates.

II

No es nuestro ánimo recordar los detalles de ese proceso para siempre célebre y cuya relación completa ha dado la vuelta al mundo traducida en todas las lenguas conocidas. Nos limitaremos a recordar sumariamente que desde el instante en que Alberto Heecks se halló descubierto no desmintió jamás su actitud enérgica, y las cínicas confesiones que hizo produjeron tanta admiración como espanto.

Hallando en su singular naturaleza un poder enorme de fuerza y de voluntad para el mal, contó cómo él solo había degollado a toda la tripulación de su buque sin perdonar uno solo de sus desgraciados compañeros.

Y después, con el orgullo del crimen y como para desafiar la humanidad en el santuario de la justicia misma y envolviéndose en el manto de su perversidad, declaró en voz alta que desde la edad de once años que viajaba en calidad de marino había cometido muchos otros asesinatos y sabe Dios a qué punto habría llegado la escala ascendente del crimen.

Aquel desgraciado parecía abominar al género humano y haber cursado una guerra de exterminio a sus semejantes y esto sin que se contrajese un solo músculo de su semblante. El estudio analítico, fisiológico y psicológico de este raro temperamento, ofrecía un atractivo poderoso a los hombres de la ciencia, de manera que desde el punto de su arresto y sobre todo después de la sentencia que le condenaba a ser colgado por el cuello hasta que sobreviniese la muerte, Heecks estuvo rodeado sin cesar de sabios doctores que acudían de todas partes a hacer sus observaciones.

Fue de este modo que yo mismo fui llamado con el objeto de visitar y conocer a este ser excepcional bajo tantos puntos de vista.

Después de su sentencia, su hermana que lo quería muchísimo, se instaló en su prisión; él a su vez parecía amarla mucho y confesaba que era ella el único ser a cuyo lado no sentía horror.

La pobre criatura no juzgaba a su hermano ni lo comprendía, pues cuanto era de cruel y feroz era para ella dulce y humano.

En suma, parecía muy tranquilo y hablaba con gusto con nosotros, respondiendo muy acertadamente a las preguntas que se le dirigían.

A veces le asaltaba la idea de su próximo fin, y entonces se informaba de los fenómenos que precedían a la cesación de la vida.

—Doctor —me dijo un día—, he visto ahorcados algunas veces, y hacen un gesto muy feo; se me figura que es una triste muerte la de horca… ¿se sufre mucho?

Habría sido cruel responderle afirmativamente.

—No —le contesté—; por el contrario, la ciencia demuestra que se produce una especie de sueño estático como esos en que uno se deleita. Vale cien veces más que la guillotina.

—¡Bah! ¿Está usted seguro, doctor?

—Es mi íntima creencia.

—Mejor, doctor, tanto mejor.

Su hermana le suplicó entonces que no hablase de esas cosas tan tristes; pero a pesar de sus lágrimas, él volvía a la conversación y aun muchas veces chanceándose.

—Esta corbata de cáñamo no me hace maldita la gracia como objeto de maleta1… pero como no hay forma de excusarse… En fin, tanto vale; bien quisiera yo alguna cosa… Yo que he tenido siempre la costumbre de llevar el cuello descubierto.

—¿Qué preferiría usted entonces?

—¡Cáspita!, yo preferiría largarme —respondía riéndose.

¿Era esto descaro ante la muerte o ganas de aturdirse cuando hablaba así? Eso no lo podemos asegurar, pero semejantes bufonadas salidas de aquella boca que debía cerrarse para siempre tenían algo más fúnebremente serio que de risible.

Pasaban entre tanto los días y la hora de la ejecución llegaba.

Heecks parecía más abatido que de costumbre.

La reacción venía.

Los doctores Mac Illary, O’Reilly, Carnagan y Chrane rodeaban como yo al condenado, que estaba acostado en su lecho; de repente se levantó sobre un codo y mirándonos expresivamente nos dijo:

—¿Es verdad que ha habido ahorcados que han vuelto a la vida?

Nosotros nos interrogamos con las miradas; él estaba muy conmovido y su voz temblona manifestaba que al fin aquel corazón endurecido tenía miedo de la muerte.

Las leyes de la humanidad nos imponían una respuesta afirmativa.

—¡Oh!, el hecho no es dudoso y hay muchos ejemplos de casos semejantes.

—Ciertamente —respondió el célebre Chrane—, la estrangulación no trae siempre consigo de un modo preciso la muerte. Se sabe, por el contrario, que hay en Londres una sociedad de personas que se ahorcan por vía de distracción y que no por eso mueren. Parece por el contrario que se goza de un placer físico parecido al que produce el consumo del opio o del hachís.

—Sí, he oído hablar de eso —replicó Heecks—; pero eso no pasa de un juego que no creo, sin embargo, peligroso; mientras que en mi caso es realmente muy serio.

—Aun en casos serios, como usted dice, de una ejecución capital —observó gravemente nuestro sabio colega Carnagan—, ha habido pruebas de esta especie de resurrecciones. Los análisis médicos de Anspire redactados por el célebre fisiologista alemán von Serfvelt contienen la curiosa experiencia practicada por él mismo con un famoso bandido que asolaba el país. Pues bien, proclamémoslo en alta voz para honor de la ciencia, el doctor Von Serfvelt ha devuelto a la sociedad a este ahorcado. Este fue un curiosísimo experimento, muy curioso a la verdad.

—Aún hay más —agregó magistralmente Mac Illary—, hay filósofos que pretenden que la muerte por suspensión depende de la voluntad del paciente.

—¿Cómo así?

—Con una gran contención de espíritu y un firme poder sobre la materia orgánica, si usted logra, lo que no es posible, refugiar el fluido vital en las vértebras cervicales de la caja huesosa del cráneo, puesto que la cuerda no estrecha el cuello; es claro que es muy fácil entonces distribuir ese fluido en la economía general del individuo y restablecer todas las funciones animales. Esto está probado.

—¿Naturalmente será preciso descolgarlo?

—Sin duda.

—¿Ha hecho usted el experimento, doctor? —preguntó Heecks.

—Yo no, lo siento —contestó Mac Illary—; pero yo no soy de una constitución fuerte y conozco que no tengo una gran fuerza de voluntad.

—¡Qué lástima, doctor! Usted hubiera podido decirme qué se debía hacer y yo habría hecho el ensayo. Porque sea dicho entre nosotros, la muerte no me hace maldita la gracia y no me pesaría de no ofrecerle aún tan seriamente la mano.

—Se lo repito a usted mi buen amigo, porque está escrito; una gran fuerza de espíritu y un poder decidido de voluntad hacen subir el fluido vital a las…

—Sí, sí, lo he comprendido bien y lo ensayaré.

—Pero ¿qué hace usted, desgraciado? —interrumpió el reverendo Rowells, pastor de las prisiones que asistía a Heecks como consolador—; Dios me lo perdone, pero su temperamento le arrastrará a las más sanguinarias pasiones. ¿Por qué, hijo mío, si está usted preparado a morir santamente, no se resigna con su suerte? Láncese usted a los pies del Padre Eterno que al sacarlo de este valle de lágrimas le promete la bienaventuranza.

—Usted tiene razón, reverendo pastor, pero se me figura que no he tenido tiempo suficiente para pensar bien en mis execrables crímenes y algunos años más de vida no me vendrían mal.

El reverendo alzó los ojos al cielo, dando muestras de compasión.

—Oiga usted —dijo Heecks, dirigiéndose a mí—; ¿me promete usted hacer todo lo posible por volverme a la vida después de mi ejecución? Yo creo, hablando formalmente, que voy a morir y que para mí todo acabó; por consiguiente, la súplica de un moribundo es sagrada ¿me lo promete?

Aunque nuestras creencias se habían debilitado mucho, le prometimos todo lo que quiso para consolar su alma inquieta y atemorizada. Entre tanto, llegaba el momento de cumplirse la justicia humana hasta que empezase la de Dios.

III

Todo el pueblo se desbordó para presenciar la ejecución; ciudades, cabañas y despoblados, caminos, todos se dieron cita en Bellocs Island, y ríos y caminos estaban cubiertos de curiosos. Como prueba de la excitación que produjo este suceso, copiamos el siguiente aviso que se leía en grandes letras, en todas las esquinas: «¡Gran espectáculo! El vapor «Massachussets» de la compañía general saldrá en «train de plaisir» para asistir a la ejecución del famoso bandido y pirata Alberto G. Heecks que tendrá lugar el trece de julio actual. La cocina de a bordo hace tiempo que es conocida y apreciada; habrá una orquesta sobre cubierta para distraer el fastidio del viaje».

La horca se había levantado en el patio de la prisión al nivel de las murallas, de manera que el horrible aparato dominaba la multitud que era inmensa y compacta y esperaba con ansiedad.

Un redoble de tambor anunció que el reo iba a salir de su prisión y que la sentencia se iba a ejecutar. Un silencio glacial sucedió a los diálogos insultantes que se habían oído en el pueblo.

El estrado se cubrió de jueces de gran gala.

Alberto Guillermo Heecks apareció rodeado por los verdugos, con las manos atadas por la espalda. A su vista se levantó un clamor de todas partes, inmenso de maldiciones. Alberto paseó su mirada serena e impasible sobre la turba mientras el redoble del tambor imponía silencio y el sheriff leía en alta voz la sentencia. La sangre fría de Heecks no le abandonó un instante durante esta escena.

Concluida la lectura, los ejecutores se acercaron al condenado. ¡Abajo los sombreros!, gritaron varios.

—Bien hecho —contestó Heecks—; debéis saludarme con el sombrero que bien pronto he de saludar yo con la cabeza.

El fatal nudo corredizo estaba ya en el cuello de Heecks y en menos tiempo que el que se necesita para escribirlo, una trampa se abrió bajo sus pies y el cuerpo se balanceó en el aire; la cabeza cubierta con el gorro fatal, cayó sobre el pecho, el cuerpo dio una vuelta y todo cesó.

Pero salvo este movimiento, ninguna crispadura ni gesto alguno indicaron que Heecks hubiese sufrido una larga agonía.

Trece minutos después, el médico de las prisiones se acercó al cadáver, lo pulsó, aplicó el oído sobre el corazón y dijo con voz reposada y grave:

—Este hombre está muerto.

A estas palabras la turba se dispersó y no quedamos en la horca más que los doctores J. P. Belt, Henry D. O’Reilly y yo.

El doctor Belt envolvió el cadáver en cubiertas calientes de lana y así fue transportado cuidadosamente a Brooklyn a la casa del doctor O’Reilly donde ya le esperaban el doctor Chrane y Mac Illary, de Nueva York, pues el doctor Carnagan no pudo estar presente en el experimento por haber enfermado de repente, pero en cambio nos mandaba una carta llena de juiciosas observaciones y donde había prodigado todos los tesoros de la ciencia para ayudar a los experimentadores.

IV

El cadáver de Heecks fue acostado de espaldas con las mismas cubiertas sobre una mesa que servía para operaciones quirúrgicas.

Tenía en la cara una ligera contracción de los músculos cigomáticos, y la piel estaba seca y ligeramente resistente, pero sin la rigidez ni el frío glacial de la muerte. Sin embargo, ni el pulso ni el corazón dieron señal alguna perceptible al estetoscopio.

Un ligero movimiento de presión sobre el abdomen y la insuflación del aire por la boca no dieron ningún resultado; siempre la misma insensibilidad, pero también el mismo calor en la epidermis.

Un corte de lanceta en la sangría del brazo izquierdo y otro en la arteria temporal no produjeron más que una gotita de sangre pero no gelatinosa, y por consiguiente, en las mejores condiciones.

Habíamos preparado un baño electromagnético según el modelo y fórmulas del doctor Vergnes y contábamos mucho con el empleo del agente eléctrico.

Colocado cuidadosamente en el baño electroquímico se le hicieron incisiones en la laringe y en las sienes, y aplicamos armadores a los nervios correspondientes, haciendo funcionar la pila, primero parcialmente y con método, y aumentando después la intensidad que repetimos de rato en rato en las descargas.

Empezaron entonces sobresaltos convulsivos y movimientos puramente automáticos; entonces distribuimos los ácidos en grandes dosis.

Después de treinta y una descargas vimos que la sangre se iba liquidando más y más y tomando el tinte rojo que le es propio. El doctor Chrane que había presenciado el experimento sin operar, exclamó entonces:

—Ese hombre vive.

Y precipitándose sobre el cuerpo practicó con la habilidad que le distingue una operación traqueotómica, e introduciendo en seguida un tubo de plata en la herida por medio de la máquina neumática, introdujo el aire en los pulmones que empezaron a funcionar.

El milagro se cumplía. Hacía ya dos horas que habían comenzado los experimentos; estábamos anhelantes y aunque eran aún muy débiles los síntomas de la vuelta de la circulación, nos sentimos animados y nuestro celo en continuar nuestra tarea fue más ardiente.

Se aplicó un cauterio activo al pie derecho que hizo contraer en el acto la pierna, y la misma aplicación practicada detrás de la oreja derecha sin afectar la yugular, hizo volver la cabeza al reo con un movimiento semejante al que ejecutaría uno que quisiese hacer una muda protesta; los músculos faciales se contrajeron con gestos muy desagradables a la vista y como si el paciente sufriese dolores agudos.

Desde este momento estábamos seguros del éxito de nuestra operación porque los ojos se abrieron y la boca exhaló un sonido ronco e inarticulado.

El órgano visual izquierdo estaba casi perdido porque el nudo de la cuerda afectó los nervios orbitarios de ese ojo, y entonces notamos la parálisis casi total de ese lado del cuerpo. Pero ya no era un cadáver.

El sentimiento real de la vida y la conciencia de sí mismo fueron tardías en producirse en Heecks, quien por otra parte no podía hablar a causa de las lesiones de la laringe.

Su cara y el único ojo que le quedaba se abría y se cerraba alternativamente expresando una estupefacción que casi llegaba al idiotismo. Sin embargo, tenía vida aunque fuese la vida puramente animal.

Pronto se encontró en estado de ser transportado y fue conducido a Ponghkeepsie donde vivía su hermano.

V

Heecks, como lo habíamos previsto, permaneció muchos días en estado vegetativo y sin conciencia alguna de sí mismo, teniendo perdido casi el sentimiento moral. Las heridas, sin embargo, empezaban a cicatrizarse y desaparecía poco a poco el sacudimiento que había recibido su constitución: al fin pudo expresar su pensamiento.

Quiero repetir literalmente su primera conversación para que se vea la incoherencia de sus ideas. Sus primeras palabras aún balbucientes fueron estas:

—Contención de espíritu… fuerza de voluntad… cerebro… ¡el diablo! El cuerpo de un hombre pesa enormemente en su cabeza cuando tiene una cuerda en el pescuezo. Esto es todo lo que puedo decir.

—Heecks —le dije acercándome con presteza—, ¿cómo se siente usted?

Abrió desmesuradamente el único ojo que le quedaba como un hombre que despierta de un profundo letargo y me vio con espanto. Su mirada se fijó casualmente en un espejo y exclamó:

—¿Soy yo el que está allá? ¡En qué estado me encuentro! Estoy horroroso. ¿Es esto lo que ustedes han hecho?

—No, nosotros lo hemos salvado a usted.

—¡Cómo! ¿Salvado? Ustedes no me han salvado enteramente; yo he sido bien y bonitamente ahorcado.

—Pero… pero esto es precisamente lo que hace la curación más maravillosa. Ya está usted restablecido, que fue lo que nos comprometimos a hacer.

—¿Y a esto llama usted restablecido?, vaya que no es usted difícil: ¿qué han hecho ustedes de mi ojo?

—¡Ay!, hijo mío, fue la cuerda la causa de este desagradable incidente imposible de prever y de evitar. Téngase usted por feliz de salir librado a ese precio.

—¡Dios mío! —continuó tocándose la pierna paralizada y las cicatrices del cuello—; ustedes me han deteriorado y esto no fue lo convenido.

—Reconozca usted, Alberto, que ya empieza usted a ser ingrato.

—Yo no me merezco absolutamente, doctor. ¿Está usted seguro de no haberse equivocado? ¿No han soltado ustedes de la horca a otro mientras me han dejado a mí flotando a todo viento?

Ese día no quise continuar la conversación y en la mañana siguiente, después de un reposo saludable, Heecks despertó tranquilo y con el aspecto más sereno.

—Doctor —me dijo—, ¿sabe usted una cosa? Creo que he hecho un mal negocio y que el reverendo Rowells tenía razón y hubieran hecho ustedes mejor en dejarme donde estaba.

—¿Habla usted seriamente?

—Palabra de honor; a fe de hombre de bien.

—¿De manera que estaba usted a su gusto en la horca?

—Seguro y conforme.

—¿Cuáles fueron sus impresiones? Ahora puede usted decirme la verdad, pero la verdad pura.

—Pues bien, la idea del suplicio no me hacía mucha gracia y fue muy mal de mi grado y haciendo de tripas corazón, que me presenté delante de ese pueblo que me aclamaba como un rey. Las palabras que uno oye le estrechan la garganta y en aquel momento no hay valor sino una especie de locura; pasan delante de la vista fantasmas y hay un vértigo completo. Si en aquel momento pudiera uno exterminar jueces, verdugos y público no se haría más que una carnicería; pero como no se puede y luego andan tan aprisa…

—¿Pero la sensación del cáñamo en el cuello?

—¡Horriblemente desagradable! Cuando se abrió la trampa bajo mis pies y me lancé en el espacio comprendí que estaba perdido; una presión atroz me estrechó la garganta y oí como un crujido de cerebro, quise gritar pero me fue imposible. Entonces sentí una masa de sangre de un rojo ardiente saltar de las extremidades como revolviéndose en sí misma y queriendo romper su estrecha prisión: todas esas moléculas parecían extraviadas y que querían saltar, torcerse y sufrir; yo vi después el color de fuego ennegrecerse al espesarse. Este segundo es espantoso y dura siglos. A esta primera sensación suceden otras más soportables y que es imposible analizar, pero yo creo que los goces del paraíso de Mahoma no son otra cosa, y puesto que los turcos tienen fe en su profeta estoy seguro de que ellos han inventado la estrangulación; y ya no se admira que reciban de tan buen agrado el cordón con que tan galantemente los obsequia el Gran Señor. Un suavísimo calor recorre todos los miembros, y estremecimientos de éxtasis penetran en los órganos; las visiones más fantásticas, no visiones sino realidades, se presentan a la vista y la felicidad más completa se apodera de uno. Renaciendo sin cesar, parece que uno adquiere incesantemente nuevas fuerzas en fuentes nuevas también, para gozar. ¡Oh!, hablando seriamente, doctor, han hecho ustedes muy mal en sacarme de ese lugar de delicias. Haga usted la prueba, doctor, y conocerá las huríes del paraíso.

—¿Pero, desgraciado, no comprende usted que esos fenómenos son los últimos síntomas de la vida que se va?

—¡Vaya! Bien ve usted que no, pues he vuelto. ¿Quiere usted apostar veinte guineas a que empiezo de nuevo?

—Disparate; yo no se lo aconsejaría a usted jamás, porque no se hacen dos veces las experiencias que hemos practicado en su cadáver.

—¡Demonios! La cosa vale la pena de pensarse. ¿Cree usted que van a hablar mucho de mí?

—Tal vez más de lo necesario.

—Efectivamente y eso sin contar con que nada saben de lo pasado; porque en suma me han procesado, condenado y ahorcado, pero sin saber a punto fijo por qué.

—Verdad es que el asunto no está claro: ¡qué hombre tan singular es usted!

—Nunca ha habido uno igual, y cada cual tiene su amor propio y lo fija en lo que quiere; lo mío es que un misterio impenetrable oculte mi existencia.

—¡Cómo!, ¿y no revelará usted nada, ni aun a mí?

—Para qué diablos, doctor, no me creería usted.

—Sí tal.

—Si le digo a usted la verdad.

—Razón de más.

—Pues bien —me dijo haciéndome acercar a su voz—, yo soy inocente como un niño en el seno de su madre.

—¿Se burla usted de mí? —exclamé dando un salto y casi ofendido en mi dignidad.

—Ya lo ve usted —me contestó riéndose—; lo había previsto que usted no me creería.

—Sí tal, pero con la condición de que hable usted con seriedad.

—Crea usted todo lo que quiera, nada me importa; pero en adelante no volveré a decir una palabra.

En efecto este hombre singular no ha vuelto a pronunciar una letra que ilustre la opinión pública.

* * *

Entre tanto circuló la nueva de la resurrección de Heecks, lo que dio margen a eruditas cuestiones de abogados sobre si había derecho para reclamar como reo de evasión a Heecks, ahorcado por sentencia judicial y salvado por esfuerzos médicos.

He aquí la cuestión.

Si bajo el punto de vista de la ciencia y de la humanidad tras la cual se refugian los profesores acusados J. P. Belt y Henry O’Reilly, tenían derecho para reanimar el principio vital en el cadáver de un reo, tendrían esas mismas personas el derecho bajo el punto de vista del contrato que liga sólidamente a los miembros de un país, para sustraer de un castigo justamente aplicado a un hombre que había pisoteado todas las leyes.

La cuestión está aún por resolverse y este juicio hará época en los anales del foro.

* * *

Un concurso de experiencias felices y que harán el orgullo de la ciencia han vuelto la vida física a Alberto Guillermo Heecks. Que viva si puede como hombre de bien, es lo que nosotros deseamos.

Pero moralmente no podemos menos de exclamar con nuestra conciencia que es un gran miserable y que por fortuna de la humanidad esos tipos de bandidos crueles y feroces se van haciendo raros en el mundo.

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