Las vocales en congreso
Cierto día amaneció un gran cartelón pegado en la propia roca del Parnaso, el cual decía lo siguiente:
República de las Letras.- Se convoca al pueblo para un congreso extraordinario que ha de reunirse en esta altura a más tardar antes de que se generalice el volapuk.
Firmaba el presidente Apolo y refrendaba el llamamiento la musa Calíope, Secretaria del Estado en el departamento del tono épico.
En la república de las letras ¿quién es propiamente el pueblo? Claro está que las letras. Pues todo el alfabeto lio petacas y fuese cuesta arriba hasta dar con el empinado lugar de las sesiones, donde las cinco vocales, a fuer de vocales, asumieron la representación nacional y se constituyeron en junta.
¿Quién preside? fue la primera cuestión parlamentaria.
Para evitar quisquillas y largos debates, sugirióles Apolo la idea de que probase primero cuál era la más rica en palabras sin el auxilio de las otras, y que desde luego sería directora del congreso la vocal triunfante.
Dicho y hecho. La A, seguida de toda la corte de consonantes, escaló la tribuna. Las otras vocales prometieron no meter su cucharada en el discurso.
—Camaradas: ¿Hablar tan amarrada?… ¡Cáscaras! Mal parada anda la chanza, ca faltan trazas hasta para lanzar las más claras palabras. Harta maña va gastada para nada. Salga, salga ya a la plaza la galana E, a arrancar a la garganta charla tan tartaja. Camaradas, batan palmas: ¡va ganada la parada!
Ruidosos aplausos partieron de las barras, en tanto que la E subía temblorosa a aquel potro de tormentos.
—Seré breve. Debe tenerse presente ke meterse en este tren es perderse, desde ke el ser ke me precede merece preferentemente ser el jefe. Ven, entremétete, endeble I, ke debe ser de verse ese destemple.
Entre las risas y exclamaciones del auditorio, subió a la tribuna la raquítica vocal aludida y, contra toda regla de urbanidad, habló sin quitarse su redondo e inapeable sombrerito, o sea, el punto.
—Nihil… nihil… Difícil, sí, difícilisim…
No cayó la I en la cuenta de que había menester de una O para completar la palabra, de suerte que fue interrumpida bruscamente por esta vocal.
—¡No soporto robos! O somos o no somos (rugió la O con ronco acento). Yo como no topo voz con poco lo compongo. Con los otros tonos, hombro con hombro, codo con codo, todos somos cónsonos, sonoros. ¡Oh dolor! solos, sólo somos como pozo con poco fondo.
Después de largo y atronador aplauso, que muy merecido se lo tenía la O por haber probado elocuentemente que en la unión están la fuerza y la armonía, todos los ojos buscaron con ansiedad a la U, la más obesa y cachazuda de las vocales, la cual con gran majestad se encaminaba ya a la tribuna. El auditorio era todo oídos.
La última vocal requirió el pulmón, tragó saliva, miró al soslayo y soltó la lengua:
—Runrún, runrún, runrún…
La rechifla fue estupenda. No quedó pecho sano en el Parnaso. Dicen que el último mono siempre se ahoga, y fue la pobre U la que vino a pagar el pato.
Por eso, caro lector, cuando algún orador disparata o queda mal en la tribuna, se oye en el público ese tremendo cuanto elocuente runrún, que no es otra cosa que el insólito discurso de la U en el nunca bien ponderado congreso de las vocales. (1886)
Las cinco águilas blancas
Cinco águilas blancas volaban un día por el azul del firmamento; cinco águilas blancas enormes, cuyos cuerpos resplandecientes producían sombras errantes sobre los cerros y montañas.
¿Venían del Norte? ¿Venían del Sur? La tradición indígena sólo dice que las cinco águilas blancas vinieron del cielo estrellado en una época muy remota. Eran aquellos días de Caribay, el genio de los bosques aromáticos, primera mujer entre los indios Mirripuyes, habitantes del Ande empinado.
Era la hija del ardiente Zuhé y la pálida Chía; remedaba el canto de los pájaros, corría ligera sobre el césped como el agua cristalina, y jugaba como el viento con las flores y los árboles.
Caribay vio volar por el cielo las enormes águilas blancas, cuyas plumas brillaban a la luz del sol como láminas de plata, y quiso adornar su coraza con tan raro y espléndido plumaje. Corrió sin descanso tras las sombras errantes que las aves dibujaban en el suelo; salvó los profundos valles; subió a un monte y otro monte; llegó, al fin, fatigada a la cumbre solitaria de las montañas andinas. Las pampas, lejanas e inmensas, se divisaban por un lado; y por el otro, una escala ciclópea, jaspeaba de gris y esmeralda, la escala que formaban los montes, iba por la onda azul del Coquivacoa.
Las águilas blancas se levantaron, perpendicularmente sobre aquella altura hasta perderse en el espacio. No se dibujaron más sus sombras sobre la tierra. Entonces Caribay pasó de un risco a otro por las escarpadas sierras, regando el suelo con sus lágrimas. Invocó a Zuhé, el astro rey, y el viento se llevó sus voces. Las águilas se habían perdido de vista, y el sol se hundía ya en el ocaso.
Aterida de frío, volvió sus ojos al Oriente, e invocó a Chía, la pálida luna; y al punto detúvose el viento para hacer silencio. Brillaron las estrellas, y un vago resplandor en forma de semicírculo se dibujó en el horizonte.
Caribay rompió el augusto silencio de los páramos con un grito de admiración. La luna había aparecido, y en torno de ella volaban las cinco águilas blancas refulgentes y fantásticas. Y en tanto que las águilas descendían majestuosamente, el genio de los bosques aromáticos, la india mitológica de Los Andes moduló dulcemente sobre la altura su selvático cantar.
Las misteriosas aves revolotearon por encima de las crestas desnudas de la cordillera, y se sentaron al fin, cada una sobre un risco, clavando sus garras en la viva roca; y se quedaron inmóviles, silenciosas, con las cabezas vueltas hacia el Norte, extendidas las gigantescas alas en actitud de remontarse nuevamente al firmamento azul.
Caribay quería adornar su coroza con aquel plumaje raro y espléndido, y corrió hacia ellas para arrancarles las codiciadas plumas, pero un frío glacial entumeció sus manos: Las águilas estaban petrificadas, convertidas en cinco masas enormes de hielo.
Caribay da un grito de espanto y huye despavorida. Las águilas blancas eran un misterio, pero no un misterio pavoroso. La luna oscurece de pronto, golpea el huracán con siniestro ruido los desnudos peñascos, y las águilas blancas se despiertan.
Erizanse furiosas, y a medida que sacuden sus monstruosas alas el suelo se cubre de copos de nieve y la montaña toda se engalana con el plumaje blanco.
Este es el origen fabuloso de las Sierras Nevadas de Mérida. Las cinco águilas blancas de la tradición indígena son los cinco elevados riscos siempre cubiertos de nieve. Las grandes y tempestuosas nevadas son el furioso despertar de las águilas; y el silbido del viento en esos días de páramo, es el remedo del canto triste y monótono de Caribay, y el mito hermoso de Los Andes de Venezuela.
Gracias! Para mi fue de gran alegría leer los dos cuentos de mi bisabuelo, Tulio Febres Cordero….
Un honor para nosotros. Don Tulio es uno de los grandes. Estamos a la orden acá en la página.