literatura venezolana

de hoy y de siempre

Todas las lunas

Feb 24, 2025

Gisela Kozak

I En busca de Loren

Memorias de Verónica Romano de Sant’Anna

Comienzo a escribir estas memorias antes de cumplir cuarenta años, porque Loren ha desaparecido hace seis meses y su alejamiento, sin clara explicación, despertó el recuerdo de todas las ausencias terribles enfrentadas a través de mi existencia. Si no fuera por estas pérdidas podría perfectamente envanecerme por la maravillosa vida que me ha tocado; si no fuera por las lamentables e involuntarias separaciones, jamás hubiera sentido este impulso de guardarme en unas paginas. Y es que intuyo que mi mundo de infinitos caminos, ese rincón soñado, experimentado, imaginado, que se aloja en un rizo de la vía láctea, flotando entre lunas de mil colores y tamaños, sin puntos cardinales, abismos insalvables o fronteras guarnecidas debe relatarse, hacerse testimonio, convertirse en una posibilidad de conocimiento, aunque Jozef Yukio afirme con cariñosa ironía que semejante intención es la flor de la vanidad. Así sea mentira, sigo creyendo que solo la escritura hace inteligible el susurro de la belleza inquietante de la vida, ese susurro que he intentado dar a escuchar -que no a comprender- en su esplendor en mis tantas aventuras con la música. Escribo porque quiero homenajear a Hans, Jozef Yukio, Robin, Gabriela, Farrah, Loren y Fernanda, moviéndose siempre entre todos los universos, hijos de una tierra en la que los imposibles son meras sombras y cuyo ruido y furia provienen de la sustancia misma del existir a todo riesgo y no de las pasiones rastreras de los que nunca dudan ni olvidan.

Estas memorias son un acto de absurda fe en el futuro, un lugar muy grande que no puede ubicarse en ningún lado; un acto de terquedad profunda, pues si nosotros hemos olvidado tanto, los que vengan después también lo harán. Quiero relatar mis recuerdos con la débil esperanza de que no naufraguen como ocurrió con mis padres y los de mis compañeros y compañeras de vida. Quiero hablar de Estefanía, habitada por hombres gallardos y por mujeres inolvidables, de labios y de ojos cambiantes, perseguidores incansables de los imposibles que encarnan milagrosamente en acto, en poesía, cuadro, estatua o concierto, en puentes, edificios de mil estilos, caminos, inventos, en raras medicinas y tratamientos, en ideas «que harán salir a la tierra de su órbita para que salte feliz por los espacios siderales», como diría Jozef. Mi amado planeta Esterada habitado por familias gigantes, suerte de clanes en los que jamás falta una mujer atenta apara que nos recuerde a cada instante que sin ella la vida no vale nada» -frase malhumorada de mi Hans, siempre dominado por las féminas-; «un hombre a quien marear con dulzuras y embelecos para obtener de modo artero sus siempre necesarios favores» -palabras de mi idolatrada Gabriela-; «una hija o hijo a quien consentir de manera excesiva y con clara visión de las consecuencias nefastas» -comentario de mi admirada Fernanda-; un padre o una madre dispuestos a cuidar de nosotros aunque no nos hayan engendrado, así como cuido de todos los infantes que viven cerca de mí aunque solo haya dado a luz a tres.

Al retar al olvido contradigo de algún modo la pasión por el presente que caracteriza a Esterada, resguardada por sus montañas de toda inclemencia climática pero con un brazo de mar que la deja abierta a las oleadas de inmigrantes que traen en su ligero equipaje un idioma, un libro, el bosquejo de un invento, una idea nueva, la voluntad preciosa de no mirar atrás. Fernando dice siempre que ella contradice la pasión por el presente, pues lee los libros como si fuesen verdad y trata de extraerles certezas sobre el pasado lejano. Y es que una historiadora en Estefanía sin duda es un ave rara: nuestros antecesores provienen de lugares y tiempos tan distantes que parecieran, más bien, criaturas de otros planetas, cuyos recuerdos contenidos en los libros que han traído son parte de novelas, dramas, ficciones, nunca parte de la realidad. El propio Robin, el cronista de la locura corriente, también intenta retar al olvido pero sus crónicas son leídas, a despecho de su autor, como relatos fantásticos. Estas memorias serán vistas también como ficciones, pero intentaré que tengan una traza de vida, un toque de sangre que haga dudar. En todo caso, no me interesa comprender lo que me ha ocurrido, sino rastrear las huellas de nuestras existencias cambiantes en la medida en que prefiguran la belleza del futuro, aunque este sea un lugar muy grande que no queda en ninguna parte. Rastrear esas huellas significa escuchar los sonidos de la ciudad, provenientes de lugares e instrumentos diversos y hasta incompatibles; observar los rostros de sus habitantes en los que todos los rasgos y colores de piel viven, sobreviven, se mezclan, se difuminan; navegar por sus numerosos canales y entrar y salir de sus edificios flotantes en los que estilos antiguos de nuestros distantes fundadores se mezclan con la arquitectura mestiza de sus igualmente mestizos descendientes. Rastrear esas huellas significa escuchar las ocho lenguas de uso corriente de la ciudad y solazarse en las traducciones fidedignas o enloquecidas, o recordar a veces palabras de tan diverso sabor y ambigua resonancia como Caracas, México, Praga, Sevilla, Venecia, Marruecos, Nueva Delhi, Tokio, Río de Janeiro, que le dan antiguo nombre a las casas y comercios de Estetanía.

Y es que las existencias de Hans, Gabriela, Jozef, Robin, remando, Farrah y Losen, la de mis hijos y la mía misma han sido análogas a mi quehacer como compositora e intérprete: han sido flujo sin territorio, lenguaje sin patria, migración en cuerpo y alma, la mezcla de lo más extravagante y críptico con lo más popular e inteligible. En mi música conviven desde una canción de arriero hasta el aria de una belleza opulenta en medio de terciopelos y zafiros. En mis obras han sonado oboes, violines, congas, panderetas, platillos, tambores de piel de camello, campanillas de elefante. Y también ha sonado el maravilloso yang chin, el dulcemele que trajo Jozef Yukio en uno de sus tantos viajes, y que nos inspiró a Constanza y a mi en nuestra misión de llenar el mundo de sonidos nuevos a través del pulsar intenso, oscuro y maduro del piano, tanto como nos inspiró el clavecín y otros instrumentos. Mis manos han tomado el arco de la viola de gamba con la misma delicadeza y devoción que el bououki, con sus ocho cuerdas y su redondeada caja tan parecida a la mandolina. Aunque he amado siempre los teclados, me obligué a interpretar muchos instrumentos, sin despreciar ni olvidar ninguno. Me prometí a mí misma que arrancaría de la muerte las piezas de otras épocas, los instrumentos en desuso, y con ellos haría saltar a la generen el gozo puro de la danza sin freno. Pero también gusto del condeno, el aria, el motete, la ópera, las misas, las chaconas: nací en Estefanía, soy de Estefanía en cuerpo y alma, soy de un puerto donde todos llegan y donde en otras épocas los católicos cantaban en las iglesias, ahora vacías o llenas de incorregibles agnósticos como yo, buceadores en esa parte de nosotros mismos rebelde a la iluminación de la palabra. He vivido mi música como he existido en el mundo y seguí al pie de la letra la exhortación de la difunta Constanza Brentano: haga lo que haga, esté donde esté, seré siempre otra, seré hombre, mujer, águila, leona, yegua, tiburón, niña, vieja, hembra en flor, atea, religiosa, amante y célibe, entregada y furtiva, médica, inventora, madre, padre, espíritu ocioso, artista. Y así como he vivido yo, han vivido Hans, Robin, Jozef, Fernanda, Gabriela, Farrah y Loren, y espero también que vivan nuestros descendientes.

¿Cuándo comenzó eso que llamo mi existencia? Tuve una infancia feliz con mis padres Artemisa y Alfredo. Sin embargo, no es la infancia una etapa que para mí tenga especial interés. Mi vida realmente comenzó a los trece años. Recuerdo cuando Fernanda entró en mi casa una tarde de abril. Reí; me causaba gracia y recelo, amén de unas ganas irrefrenables de jugarte una broma. Nunca olvidaré esa aparición. Salieron a recibirla mis maestros, un grupo de alquimistas, músicos, bufones, bailarines, matemáticos, pintores, magos y poetas a los que les debo la fortuna de no haberme sentido nunca huérfana ni solitaria, aquellos que prepararon el escenario para mi vida. En fin, todos mis preceptores saludaron a Fernanda. Noté de inmediato que cuando Fernanda no se daba cuenta se reían. Miró hacia el rincón en que me encontraba. Sus ojos azules maravillosos me sorprendieron menos que su gesto adusto y afilado, que repentinamente cambió por una expresión algo burlona -entre despectiva, asombrada, amable y condescendiente- y una media sonrisa. Parecía triste, a pesar de sus esfuerzos por mantener su rigor imperturbable. Empujada por esa intuición infantil tan especial, sabía que su presencia no traía buenas noticias, pero, al mismo tiempo, me causaba una fascinación Imita. Aunque ya la conocía y le tenia afecto, pues era hija de una prima de mi madre, nunca la había percibido de aquella manera. Se acercó, me tomó el mentón y me dijo sin rodeos ni melosas preparaciones:

—Tus padres han muerto en un naufragio. Y también los míos…

Su mirada se oscureció, sentí por una fracción de segundo que mentía. Llora hasta que te derritas y luego olvida. Siempre estarás acompañada: tus amigos Hans, Robin, Gabriela, Jozef Yukio, y ese pobre par de recién nacidos Farrah y Loren, también han quedado huérfanos y sus otros parientes están muy lejos. Lamento lo que ha pasado, pero es irremediable.

Fernanda tan delicada, un encanto. Sin embargo, sus palabras ásperas me ayudaron a enfrentar aquella pérdida de un modo que la lástima o los consuelos mimosos no hubiesen permitido. Lloré días enteros a solas, aunque observada siempre por ella o por los maestros. La llegada de los otros huérfanos me distrajo de mi pena. Aceptamos con infantil naturalidad que Fernanda se encargara de nosotros y que escogiera la casa de mi familia en Esterada para terminar nuestra educación. Aunque algo no encajaba en aquella historia de la abnegada «hermana mayor», llegamos a amada entrañablemente con una rapidez que ayudó a llevarnos al olvido, en el que nos sumergimos como buenos habitantes de Estefanía.

En todo caso, Fernanda fue una tutora cumplida bajo cuya supervisión nos entregamos impenitentes a los despertares de nuestros talentos y cuerpos, al cultivo de los encantos juveniles y a las particulares inclinaciones individuales. Hans se lucía por su extraordinaria intuición inventiva, que Jozef Yukio estimulaba indicándole que en Estefanía había tanto recién llegado que a nadie le importaba pasar del caballo al vuelo en un dos por tres, pues ni pensar en asustarse por las novedades. Su aptitud para las matemáticas, su interés por el funcionamiento de las cosas, su empeño en que el mundo debía cambiar debido a su presencia en él, lo hacían extremadamente atractivo siendo incluso un adolescente. Gabriela pasaba de la niña a la mujer de un modo memorable, tan jovencita y tan vieja, madurando con una suavidad que expresaba las diferentes formas de pleno esplendor que pueden tener las primeras etapas de la vida. Recuerdo sus travesuras de niña -al estilo de emborrachar animales-, el primer gesto de coquetería femenina, su dominio angelical sobre los varones, su amasadera entre envolvente y filial cuan-do aplicaba diligentes remedios a mis dolores de vientre durante la menstruación, su aptitud extraordinaria para la danza en el momento de trasmutarse de habilidad admirable en la forma más acabada de la seducción. Su humor pícaro y singular le confería cierta superioridad que aceptábamos naturalmente pues se fundamentaba también en un gran talento para entender y desterrar el dolor, que tomaría su rostro cabal en el hecho de convertirse en médica, disciplina que le interesó desde muy temprana edad. Robin leía de un modo voraz y fantasioso los libros que Fernanda estudiaba con lentitud, detenimiento y sentido del orden y la verdad. Escribía largas parrafadas que luego arrojaba furioso por las ventanas porque «eran una mierda». Su memoria y sentido del detalle lo hacían ser muy culto para su edad y, además, muy cortés. Sigue siendo así, a pesar de que des-de joven ha tenido un carácter explosivo que ha contrastado con lo dulce que puede ser como amante.

Farrah y Loren eran nuestros juguetes vivos, hijos imaginarios, conejillos de indias para estrafalarias teorías pedagógicas. Se criaron en medio de una fascinante Torre de Babel, en la que yo les hablaba en italiano y hebreo; Hans en castellano y alemán; Robin en inglés y francés; Gabriela en inglés e hindi; Fernanda en árabe y castellano, y el Mago Jozef Yukio en japonés y portugués. Jozef, que fue su muy joven maestro, agregaba a semejante variedad idiomática una práctica a modo de juego en la que se mezclaban palabras de varios idiomas utilizando la sintaxis del castellano, al que siempre ha considerado el más extraordinario de los idiomas. Nos convenció hasta tal punto de esta idea que todos terminamos escribiendo en castellano mejor que en cualquier otra lengua. Además, es el idioma más hablado en Esterada. Sea por tanta profusión lingüística, sea por la variedad de intereses de quienes los criamos, Farrah y Loren estuvieron siempre muy cerca de los diversos tipos de saber, aunque en ocasiones tal familiaridad fuese la causa de algunos accidentes que generalmente protagonizaban ambos, pues andaban juntos todo el tiempo: explosiones pavorosas, frescos y cuadros en el que hermosas mujeres lucían enormes bigotes, engaños frecuentes a los mercaderes por sus conocimientos de aritmética, grandes riñas motivadas por su dominio de diversas lenguas, ya que se daban a la tarea de servir de traductores y cambiar el significado de lo que los interlocutores decían.

En su adultez, Farrah —arquitecta— y Loren —actor y ¿poeta?— han demostrado haber sido alumnos aventajados de Jozef Yukio, cuyas teorías acerca de universos paralelos, su rechazo a la rigidez de un mundo mensurable al que le contraponía una especie de juego infantil en el que nada es predecible —sea el clima, la forma de una montaña o las suaves ondas que en un lago quieto provoca el aletear de un pájaro—, trastornaron nuestra manera de ver la vida. Gabriela, por fortuna menos racional que nosotros, se entendía con él de maravillas. Recuerdo que en ocasiones se ponían a dibujar extrañas figuras que se repetían dentro de si mismas hasta el infinito, inspiradas por la exaltada y feroz inteligencia de Jozef y por el temperamento de ella, ávido a la vez de exactitud científica y de libertad poética. Hay que agregar que detrás de sus esta dos extáticos había una razón: experimentaban en sus propios cuerpos las fórmulas estudiadas por Gabriela para desterrar dolores de cuerpo y alma. Entonces Jozef hablaba de su obsesión, la ciudad de Fumancha, un lugar al que es muy difícil llegar, e insistía en que allí sus teorías no eran hipótesis sino saber en uso.

Mi juventud fue entonces dorada y feliz pues aunque las penas y la muerte estuvieron en ella, también conté con el apasionado amor de los amigos, el cuidado de nuestros maestros y la solicitud de remando, una suerte de madre y padre guapa e inteligente a la que todos amábamos con una mezcla de sentimiento familiar y, lo reconocerla mucho tiempo después, de deseo intenso que entretuvo largamente los ocios conversadores de nuestra adolescencia. Jozef comentaba, para mi diversión y espanto, que nosotros adorábamos a Fernanda como a una madre postiza o hermana mayor (más bien un tío joven y bello bastante adusto, decía Gabriela con gracejo burlándose de la finísima masculinidad de Fernanda), pero intuíamos que debajo de los largos vestidos que usaba en aquella época se escondía una espléndida mujer desnuda.

Nosotros lo intuíamos. Jozef Yukio, que tenía algunos años más que nosotros, lo había comprobado: qué envidia nos daba aunque ninguno se atrevía a reconocerlo.

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