José Pulido
Ponzoña de paisaje
Si no supiera que los helicópteros son de verdad, se orinaría del susto cuando sus ventarrones inmisericordes sacuden los aguacatales y un pavor corno de guacharacas aletea desesperadamente en las planchas de zinc.
Los ha visto desde que dejó de gatear y levantó la cabeza, obsesionado con el amarillo de los mangos maduros; los helicópteros volando en son de moscardones molestos y él con la boca abierta detallándolos. Inclusive, durante un mediodia cegador, pareció saludarle desde arriba una mano en posición de juramento. Era un hombre con casco, disimulando su intromisión en la vida ajena.
Si la civilización no hubiese llegado con sus tiroteos y sus minas revienta patas hasta este monte ardoroso, se retorcerla en epiléptico yeyo, con el roznar de ese enorme avispón que no le tiene miedo a las ánimas del purgatorio ni a las arrecheras de Jacinta Eufemia.
¿Y quién es Jacinta Eufentia? le pregunta el espíritu que carga todo el tiempo de compinche con el suyo, un espíritu morocho que desde el amanecer le clavetea la cabeza con frases ajenas a su voluntad.
– ¿Quién es Jacinta Eufemia?
¿Quién más va a ser Jacinta Eufemia? La madre de uno, la que gobierna en este patio de lagartijas y gallinas. Su mamá es la que manda cuando no están Dios, el señor Benítez, la guerrilla, los paramilitares, los militares, los ladrones, la policía o el narcotráfico. A su papá lo llaman así: señor Benítez. Pero sólo es señor de la boca para afuera porque en la vida real es un peón que hace de todo y jamás recibe algo superior a la desazón de la nada.
Apenas escucha el estruendo del helicóptero batiendo los vapores del día, infernal artefacto de cocina desatado en los cielos, Jacinta Eufemia sale al patio y le pega aquellos insultos al monstruo aéreo desgraciado de mierda alborotando desasosiegos íntimos de la mujer.
Le grita reproches, porque marchita en las gallinas la inspiración que alumbra huevos sin gotas de sangre y el helicóptero le recuerda que Benítez tiene una eternidad descariñado: ya ni la protege de los pavores.
Lo que Benítez hace carece de ternura. Ella aparta la cara mientras él despelleja la panales y perfora sus labios vaginales arrancando pelitos, hundiendo vellos inflamados. La embadurna en un instante con el egoísmo de su chicha de arroz. Es un animal indiferente a toda hambre que no sea la suya. La acorrala contra una pared, la muele en un baile sin música y no le proporciona ni una chispa de alegría. La deja ardiendo y ella se desquita imaginándose que mata a chancletazos todas las cucara-chas asquerosas que caben en un matrimonio o en un concubinato.
Ya el susodicho amontona varios años sin acariciarla cariñosamente con cariño verdadero cabeza femenina contra pecho varonil como debe ser. Ya no la consiente cuando sufre el fogaje de la mujer sin juventud y sin vejez. No sabe ni siquiera para qué le ha servido un hombre así, incapaz de percibir sutilezas ordinarias. Ella llora y se enferma recordando lo mejor que tuvo en la vida el celaje de la adolescencia. De la adolescencia sólo se saborea la velocidad con que se va.
Ezequielito
Ahora lo capta: Ezequiel camina con sigilo entre las matas. Nunca pensó que alguna vez seria madre de un muchachito así, inocente pero dañado, como cualquier maluco de esquina. Antes tuvo tres hembras seguidas, ciclo de rajas candentes, tres fisuras en el cosmos. Las niñas crecieron y se fueron lejos. Trabajan y se mantienen, gracias a Dios. Le queda Ezequielito y lo único que aspira de la providencia es que no lo maten, que no lo recluten, que no lo secuestren y que no lo gradúen de maleante.
Aunque todavía no le ha pasado nada irremediable, el divino muchachito no le aporta ni un gramo de esperanza: desde ya se le ve que no va a ser sabio, no muestra talento artístico y ni siquiera ayuda lavando los platos a menos que ella le grite y le especifique lo obvio. De repente, Ezequielito expresa ideas en retruécano de loro que nunca le servirán para avanzar sin problemas por los mapas de la realidad:
-Todos los hombres que cargan prendas de oro son ladrones… todos los ladrones cargan prendas de oro… todas las prendas de oro son robadas…
El terreno se mueve
Un helicóptero allá arriba ventila el firmamento. Abajo, el gran rio cristaliza una boa gigantesca, cegadora, encandiladora, y su cuerpo alevoso es apaciguado por las nubes. Hay un claro arcillosa en la margen derecha y a su lado pasa una carretera de tierra. El helicóptero se inmoviliza en alguna quietud de aire muerto, como si no supiera qué rumbo tomar.
El único pasajero, Manuel Romero, habla por teléfono:
-Va las casas están terminadas… tenemos una extensión de cincuenta hectáreas. Por supuesto, ese es el gancho: sobran el agua y la vegetación. Eso sí hay que mejorar las vías. Pero te juro que todos los chivos con billete están comprando ya. Ven para que lo veas por ti mismo.
Un ladrido perfora la lejana en el túnel telefónico. Romero sabe que su interlocutor es holgazán. Debe estar en la piscina abanicándose las bolas porque es piscis, piensa.
La suposición es acertada: bastante lejos de allí flamea un hombre en bata magenta al lado de una piscina límpida transparente diamantina y azul. Acaricia un perrito chihuahueño mientras habla. Se lo mete en el bolsillo derecho de la bata y casi instantáneamente lo saca de ahí. El perrito pone can de incertidumbre.
-Si te equivocas en esta ocasión, te vas a joder tú solo y te vas a quedar sin un centavo -dice y arroja el perro a la piscina sin despegarse el teléfono de la oreja. El perrito chihuahueño de ojos brotados, nada desesperadamente. Es el inconfundible nado del perro.
En el helicóptero, el piloto le hace señas al pasajero para que observe una escena. Del monte hacia el río brota un hormiguero asustado de personas corriendo, hombres cargados con maletines de plástico como si fueran ejecutivos saliendo en tromba de unos ascensores. El más veloz, el que puja adelante, consigue lanzarse a las aguas. Los otros no pasan de la orilla: desde la vegetación abandonada a sus espaldas, surgen varios disparos y se revuelcan desangrándose.
-Mierda.
-¿Me estás insultando?
-¡Nada de eso, hermanazo! es que tengo que bajarme de esta máquina: se me hizo tarde. Disfruta lo tuyo y no te preocupes: esta vaina será mejor que Mónaco, pero con matas de mango. Podemos garantizar un hábitat ideal para los hombres más arriesgados y millonarios del planeta-responde Romero recuperando la sindéresis.
El fugitivo que ha logrado zambullirse en el río, avanza dramáticamente como el perrito de la piscina y al llegar a la otra orilla, cuando ya parece estar completamente a salvo, es recibido por fusiles ocultos entre pajonales que chisporrotean balazos y despellejan los trapos del cuerpo hasta el punto de agitarse cual banderines. Tal vez son gritos las brazadas del hombre que se eleva cual títere en el viento y forma un crucifijo una avioneta un clavadista triste que se encoge y se encorva hasta caer como guiñapo en el barro. Romero cree que ha visto un chisporroteo rojizo, unos hilos de sanguaza latigueando en el aire. El helicóptero se aleja. Manuel Romero tranca el teléfono y mira al piloto.
Este apenas susurra «esa güevonada es el deporte nacional».
El conservacionista
El barquito descascarado y oxidado mece su sombra en el espejo hediondo del océano. El sol todavía produce ardores.
Sólo un reportero de televisión ha llegado hasta el muelle a cubrir la protesta de Toñito «Verdigalle Dávila, quien se ha encadenado a un bote pesquero. Toñito protesta contra la pesca de atún porque también matan a los delfines. No le molesta que masacren a los atunes. Si hubiera una proclama de los derechos animales habría que considerar el derecho del atún a la vida. La desgracia del atún es que todo océano desemboca en la cccina. Es grande y buenazo pero la ignorancia lo aniquila: no sabe que sabe delicioso.
En luna llena los atunes deambulan con sus cuerpos enormes, avanzan en orden apacible como un ejército de plata. No tienen la ferocidad atemorizante de los tiburones ni la inteligencia de las delfines. El sabor de esos cuerpos, que ellos nunca han probado, los condena a la hoguera. Al morir, su cielo es más tortuoso que su mar: se convierten en ensaladas y guisados, en atún mechado andaluz o en atún empanado con especias magrebíes. Y a veces prosiguen su viaje eterno, embalsamados en aceite de oliva, dentro de pequeños ataúdes de aluminio.
Los delfines buscan su amistad, desean retozar con ellos, aunque sea un instante. Los bondadosos delfines chillan aterrados en un caos de redes o en la crucifixión de los palangres, cuando actúan los pescadores. Sólo en ese momento es que entienden el calvario de los atunes.
El delfín es un ser muy especial: visualiza lo que escucha. Le da forma al sonido. Si oye un salvavidas cayendo en el agua, instantáneamente se le forma la imagen del salvavidas en su cerebro. Por eso lucho y los protejo. No quiero que se extingan. Algún día podremos copiar todas las fotos que llevan en sus grandes cerebros. Si esa memoria es genética conoceremos el verdadero rostro de Cristóbal Colón o la belleza de Helena de Troya. Si es que se bañaron en el mar alguna vez.
-El delfín es el salvador de los náufragos. Cuando un hombre está ahogándose el delfín hace de caballito y lo salva.
-Perdón, señor… -dice balbuceante el reportero.
-¿Si? ¿quiere preguntarme algo?
-Perdón ¿podría repetir su declaración? Es que al camarógrafo se le olvidó que tenía el casete de vídeo en un bolsillo.
«Verdigalla» hace un gesto de rabia y de impaciencia. El reportero habla, sin prestarle atención al leve disgusto del entrevistado:
-En el litoral central, el dirigente ecológico Toño Dávila, mejor conocido como «Verdigalla», se ha esposado a un barco pesquero en protesta por la matanza de delfines. Señor Dávila: ¿cuál es el fondo de su planteamiento?
-La gente que come atún enlatado está colaborando con una masacre de delfines…
-Un momento, un momento -interviene el camarógrafo.
-¿Qué pasa ahora? -pregunta el reportero.
-Mi papá tiene un supermercado. Yo no voy a apoyar a este cabrón con eso.
-¿Cabrón? -grita ‘Verdigalla». Cabrón eres tú, hijo de puta sin conciencia.
El camarógrafo mira el rostro transfigurarlo de roñica y se altera con lo de «hijo de puta». Se acerca lo más que puede, sin arriesgarse a que el encadenado pueda alcanzarlo y le lanza un cajetín de video. Toñito comienza a buscar la llave de las esposas y el reportero y el camarógrafo huyen.
Cuando al fin consigue la llave de las esposas, Toñito se desencadena y se va beber cerveza hasta media noche con los amigos de siempre. Se quejan todos en una mesa porque ya no se divierten en la playa como antes: han engordado y el sorteo les parece una inmadurez. No han madurado pero las barrigas cerveceras les hacen decir que mantenerse equilibrados encima de las olas es una niñería. Y las mujeres que se sienten atraídas por los muchachos musculosos son unas tontas de gustos indignos. Se emborrachan hablando estupideces hasta que el ácido del vomito sube por sus gargantas como una canción frustrante. En realidad, Toñito bebe poco: sólo le gusta la nostalgia que consigue renovar con sus amigos. Pero apenas comienza a bostezar, dice que va para el baño, se hace el williméi y se larga en busca de su cama. Aunque casi siempre se queda dormido en el sofá con el televisor hablando solo.
De padre y señor mío
Toñito Dávila, el «Verdigalla». se despierta desorientado con el primer golpe de ariete que retumba en la puerta de su apartamento. Su cabeza choca el mullido terciopelo y una polvareda le hace estornudar. «He visto algo similar cuando mamá abre su polvera ángel face de Ponds y sacude la mota con olores de rosas sobre sus cachetes», pero esta nubecita apesta a excrementos resecos. A libro viejo que nadie ha leído. Lamenta haberse quedado dormido viendo televisión en ese sofá, que es el infierno donde se multiplican los ácaros del polvo.
Se endereza y se sienta en el pervertido mueble. Durante unos segundos observa el polvillo flotante. ‘El bien y el mal andan juntos. En mi propio hogar se crían millones de ácaros, listos para envenenarme con sus alergias o con el asma».
La puerta vibra con una verdadera tanda de coñazos.
-¡Ya voy, nojoda! -grita yendo hacia el baño. Se cepilla los dientes en una sola carrera, salpicando espuma en el espejo. Un espumarajo le cae sobre la frente al Toñito del espejo. Tiene ojeras de berenjena que rememoran las ampollas de talón. Sale del baño soplándose la palma de la mano derecha y evaluando el aliento: sigue siendo una combinación de mierda con menta.
El umbral retumba como percusión policial. Dos golpes más y se cae. «Verdigalla» quita la cadenita y abre la puerta. Ya se lo sospechaba: es su papá, Gualterio Quasimodo Dávila. Un hombrón de casi dos metros de alto, ojos de un amarillento ámbar, como los de Toñito, que tiene ojos de culebra.
Papaíto recién bañado parece un irlandés, pero es hijo y nieto de españoles que nunca se movieron del pueblo llamado Arenas de San Pedro, en donde está el castillo de la triste condesa. Eso queda en Ávila. Dávila quiere decir «de Ávila». Venimos de Ávila. Me lo aprendí desde chiquito de tanto que lo hablaban en la mesa.
Gualterio Quasímodo entra avasallante, con su solidez de peso completo y su ráfaga de colonia francesa. Toño cierra la puerta y se queda bizco ante su progenitor, quien desde la atalaya de la soberbia evalúa el desastre del apartamento, desaprobando el despelote: platos desechables embarrados de salsa plebe, latas vacías, bolsas de tostones y papitas fritas, franelas sucias cubriendo lámparas, camisas con pegostes, un reguero.
-Yo no sé qué clase de conservacionista eres tú: esto es una cochinada. Ni siquiera puedes mantener funcionando tu hábitat.
Toñito piensa «ahora me va a decir que soy la decepción de la familia».
-Tú eres una decepción… no sirves ni para ti mismo. Vine a decirte que no te voy a dar ni un centavo más: los delfines van a tener que trabajar.
El hombrón inicia un giro como si fuera a saludar a un general invisible, choca los talones y enfila hacia la salida. Toñito se interpone en su camino y le dice que necesita ayuda como nunca. Porque está a punto de sentar cabeza con un negocio. Si le presta un pequeño capital se lo devolverá en poco tiempo. Mientras habla, Toñito sólo ve la corbata de su padre, unos caballitos diminutos corriendo por toda la seda. Gualterio Quasimodo, muy despectivo él, le da una idea chimba: vende este apartamento y trabaja con tu propia plata. No, cómo lo voy a vender si me lo regaló mamaíta.
-Bueno, mano: ni modo. Arréglatelas como puedas.
‘Zas. Tengo un frío encajado, tengo un dolor de culo. Qué soberbia machista con los viejos de uno, pana. Parecen militares, pa-na’.
-Está bien, papá.. pero cuando yo sea un empresario importante o presidente de la república y me nazca un hijo, no vengas todo acaramelado a conocer a tu nieto, porque no lo vas a ver. Aunque se parezca a ti no le voy a poner tu nombre… y si es niña menos.
Los ácaros del polvo hacen estornudar a Toñito, quien se dobla como si estuviera llorando. Agarra una franela sucia del piso y se limpia los mocos. El hombre mira a su hijo con cierta pena. Eso de que no verá a sus nietos y que ninguno llevará su nombre es una hipótesis que le escuece. Eso sí que no le agrada. Un niñito playero corre hacia él con los brazos abiertos gritando «abuelo, abuelo» y tiene los ojitos de culebra. Gualterio Quasimodo sacude la cabeza, abre la puerta, pero seda la vuelta y enfrentando a Toñito, le murmura:
-Tú ganas.. y que conste que ganas porque tu madre no soporta que nos distanciemos más de lo que estamos distanciados. Mañana te hago el depósita. Te voy a prestar cien mil bolos. Me los pagas en un año verdadero, no de esos tuyos que tienen cuarenta meses.
Gualterio saca un pañuelo y se borra el sudor de la frente con delicadeza, como si le ardiera la piel. En el dorso de su mano derecha hay un rasguño. Toñito enfoca el rasguño que parece causado por un tridente y Gualterio le explica: «me rasguñó, brutalmente enloquecido, el gato de tu madre. No sé qué mierda le pasa a ese bicho conmigo».