literatura venezolana

de hoy y de siempre

Bengala (fragmentos)

Feb 10, 2025

Israel Centeno

EL ÚLTIMO INVIERNO DE LOS ROMANOV

I

ALLÍ VIENE EL LOBO DE PELAMBRE GRIS, allí está, sólo a unos metros. Sus fauces despiden un furioso aliento. Junto a sus patas delanteras yace la cabeza de una mujer, una cabeza desgarrada y solitaria, devorada desde el nacimiento de la garganta. La cabeza conserva el rostro; en muchos casos las cabezas, al ser arrancadas por las tenazas de las bestias, pierden el rostro, pero ésta mantiene una expresión de muñeca burlona y siniestra.

Yo estaba tumbado boca abajo con las mucosas dormidas. Tenía escarcha dentro de la boca, dentro de mis narices. En la noche abundan los aullidos de las criaturas, perdurables e insidiosos en las estepas. Quejido que recorre vertiginoso el laberinto de los espacios abiertos, abiertos a la noche, al terror, a la herida.

Trataba de incorporarme, en algún momento pienso que trato, pero al contar la historia debo asumir que sólo trataba de incorporarme y que flexionaba mis brazos, pero caí, no tenía fuerza ni aire ni grito; aun así giré el rostro y lancé un escupitajo, un bolo grande de baba y nieve. Miré la cara, sus ojos azules y muertos, ojos que no ven, vitrinas desoladas que reflejan un paisaje hostil. Allí estaba yo, inerme y temeroso, frente a un despojo en un paisaje ignoto de mundo invernal.

Como pude caminé a gatas, sacudí mi cuerpo y me deshice de la nieve y el barro, yo era un animal cuya única ventaja sobre los otros residía en poder incorporarse sobre sus dos pies para echar a correr por la absoluta blancura.

¿Ventaja? ¿Significaría ventaja alguna correr sobre dos pies en vez de hacerlo sobre cuatro patas como las hambrientas manadas? El lobo gris daba brincos sobre los copos, venía por mi cabeza, por mi cuerpo, por ambos: el cuerpo serviría de alimento, la cabeza para ponerla al lado de otras cabezas. Me devoraría con el hambre de su especie, expresaría su odio inmemorial. Un mordisco me yugularía, el segundo y último me decapitaría. Otros lobos se alimentarían de mi cuerpo. El lobo gris con su lengua áspera se tomaría el trabajo de lamer el hueco oscuro y sangrante de mi garganta. Llevaría su lengua desde el corte hasta el paladar no sin antes desgarrar los jirones de carne con sus incisivos. Luego, lo sé, atenazaría entre sus mandíbulas mi cabeza para finalmente llevarla a la cueva donde guarda todas las cabezas arrancadas por su raza.

Una vez de pie, miré con urgencia el entorno. Era un cuarto blanco al descubierto, un cuarto de manicomio, un cuarto recorrido por heladas. Los caminos y las huellas de los trineos eran recuerdo o ilusiones.

Corrí hacia alguna parte, podría decir que hacia adelante pero diría una mentira, podría decir que hacia atrás e igualmente no sería fiel a lo cierto. Corrí, mis piernas se hundían hasta las rodillas, era trabajoso avanzar en un lodazal de nieve, pero la bestia aullaba a mis espaldas y a saltos se disponía a darme caza. Mi cabeza era un bloque de hielo con ideas fijas y torpes, sobre mí se extendía la noche, no así la oscuridad. El brillo persistente de la luna convertía la luz en lóbrega techumbre. El lobo gris se detenía por momentos, me miraba, su boca era exhalación y espuma, los hilos de baba parecían congelarse en la caída.

La mirada no es propiedad humana. El lobo sabía mirar, las miradas suelen ser las mismas, la del lobo y la del hombre, cuando van a asesinar. Sus ojos eran dos brasas encendidas de carbón mineral, fijas en mi cuello.

Aullaba, ya no era el aullido de un lobo solitario. Desde puntos equívocos de la estepa le respondía la jauría dueña de aquel universo. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba perdido.

Un árbol. ¿Qué árbol? No sabría decir el nombre del árbol, podría ser un horcón, un espino, un olmo o un sicomoro. Un árbol de corteza pétrea. Un árbol de tronco desnudo y de ramas altas, fuera de mi alcance. Sus ramas como brazos de brujas, perversas y retorcidas. El árbol, esa forma de vida invernal en aquella tierra de fin de mundo, era mi verdadera ventaja, la cuña, el pie, mi salvación. Me abracé a su tronco como un amante desvalido y comencé a trepar, la figura pudiera resultar erótica y estimulante. Barbilla, pecho, rodillas, tobillos se adhirieron a ese cuerpo entregado y frío. Repté buscando sus copas. Me elevé con impulsos firmes de cadera y brazos mientras el lobo lanzó su dentellada que arrancó una de mis botas. Nunca antes había trepado un árbol. Mis árboles siempre fueron frondosas ceibas, gruesos samanes, largos cipreses entre los cuales solía transcurrir en días soleados. Sin embargo mis manos, luego del abrazo, se transformaron en garras, trepadoras tenazas de hierro; sólo así pude escapar de la mordida fatal. Me sobrepuse a las estepas heladas a medida que fui ganando terreno sobre aquel gigante vertical, trepé hacia el negro espacio de las alturas.

Al llegar a las ramas, me di cuenta de que no eran sino brazos deformes llenos de frágiles bifurcaciones. Dejé colgar mis extremidades superiores.

Aturdido traté de explicar mi suerte. Estaba en la copa de un árbol en medio de una estepa innominada, a salvo de las fauces del lobo gris. El animal se sentó sobre sus patas y fijó en la presa su mirada. Mostraba los dientes entre aullidos, su lengua. Estaba allí para devorarme.

Otros lobos grises fueron rodeando al árbol, cada uno de ellos se sentó sobre sus patas. Los lobeznos se peleaban entre sí y mordían sus paletas. Las hembras saltaban sobre las escarpadas rocas. Los gruñidos eran bulla y paisaje. Acallaba las ráfagas de viento, granizo y alud el canto de una osada ave nocturna.

Estaba perdido. El desenlace se reducía a una cuestión de tiempo. En cualquier momento mis brazos cederían y yo resbalaría hasta la muerte.

Desde la altura del árbol creí enloquecer ante el canto de las criaturas de la noche. Pero, en instantes desesperados, en las situaciones sin salida, la misericordia se manifiesta en visiones extrañas.

Los aullidos se fueron quedando abajo, abajo se fue convirtiendo en otro mundo. Desde arriba, al frente, se revelaba un muro infestado de sarmientos. Más allá se escuchaban unos registros nobles, ruido armonioso de violines. ¿Allá?

¿Dónde allá? Donde la noche se llenaba de estrellas.

Un palacio, un invierno afable, una estructura de hermosos balcones, arcos y vitrales vistos desde un laberinto de setos; dentro, salones iluminados por las lágrimas de voluptuosas lámparas. Por los alrededores del palacio paseaban los invitados, eran personas dignas y galantes. Escuché el murmullo de las conversaciones, las risas. El juego de los niños que arrastraban pequeños trineos desdecía mi eventualidad. En lo alto, arriba, colgado de unas frágiles ramas, mi tragedia. Abajo las personas, no los lobos, abajo, detrás de las tapias, abajo en los jardines, entre los setos, eufóricas las personas, vestidas por gruesas pieles, cubiertas sus cabezas con gorros de marta. Caminaban por las calzadas con un poco de nieve apenas sobre sus pellicos. Bebían champaña, aguardiente dulce, los ponies tiraban de las pequeñas troikas.

Conversaba con Nastasia. Yo vestía el traje azul de los cosacos y me deleitaba en el cortejo de la Romanov. Tenía los pómulos altos, su cara era pálida, pero la sangre sonrojaba sus mejillas. Tomábamos vino de las riberas del Rhin, un vino dulce y frío como aquella noche. Sus labios eran tan rojos como los pómulos y los dientes se dejaban ver perfectos. Tenía la boca pequeña y carnosa. Reía, reía mucho. Corrió detrás de un muérdago y el oficial cosaco detrás de ella. La apreté contra mi pecho. Cuánto quería a Nastasia. No me explicaba por qué tendría que perderla. La perdería. Quería a Nastasia, Dios, y lo grité desde las alturas del árbol.

Ella partiría, éste era el último invierno de los Romanov. Ella moriría y yo moriría, nos perderíamos en la noche infinita y eterna.

Las lágrimas calentaron mis mejillas laceradas por el frío, lloraba amargamente, ya sabía cómo había llegado hasta el último y verdadero paisaje de la vida, de mi vida. Las ramas que me sostenían crujieron, la música y la alegría del palacio fueron suprimidas por sucesivas detonaciones. Las ramas se fracturaron con un sonido de huesos, mis brazos se sujetaban inútilmente al tronco de aquel solitario árbol. Me aferraba, pero caía. La jauría se levantó y el lobo gris, el líder de la manada, lanzó, con un rápido movimiento de hocico, la cabeza de la mujer a las patas de los otros. Cabeza de mueca burlona, cabeza hermosa, cabeza de mirada invernal, que pasaba de un hocico a otro bajo el compás de un nocturno definitivo. Mientras, yo resbalaba del árbol. Iba a ser devorado irremisiblemente. La música de nuevo era el gruñido hambriento de las criaturas de la noche. Entonces vi el rictus y las cuencas vacías de los ojos de Anastasia.

II

—¡VLADIMIR! ¡VLADIMIR! ¡DESPIERTA! ¿Estás bien?

Eddie le daba golpes a Vladimir. Cato decía que no era nada, sólo una de sus tantas ausencias.

—¿Sabes cuál es la diferencia entre la ausencia y la epilepsia convulsiva?

El grupo se incomodó. Eddie continuó hablando. Explicaba como si estuviera frente a sus alumnos de Tae kuondo. La ausencia era la epilepsia de la sabiduría, el abismo de los genios. Lo refutaron, lo mandaban a callar, le gritaban que dejara de leer basura; él continuaba con su prédica, las ratas de avenida sólo están acostumbradas a ver a la gente echando espumarajos por la boca, presa de convulsiones. No sabían que la ausencia era sencillamente eso, ausentarse, salir del mundo, para entrar quién sabe en qué otra realidad.

—Nada, cabrón. Silencio. Cállate, deja hablar a los demás —hipeaba Cato. Vladimir ha estado jugando con el acelerador y el freno. Perico y pepas. Perico y pepas. Eso es todo. Deja hablar a los demás, Eddie, tú nunca dejas hablar a los demás. Qué sabiduría un carajo. Dale unas cachetadas o ponle hielo en las bolas.

—Un día de éstos te voy a partir la cara —Eddie cruzó el aire de una patada. Chúo no se movió y Cato continuó hablando como si nada. Ya estaban acostumbrados a los alardes marciales de Eddie.

Vladimir abrió los ojos. Su mirada estaba fija en los faroles de neón; altos en la avenida. La madrugada entró con fuerza a sus pulmones, respiraba profundo.

Su rostro se iluminó.

Un perro se adelantaba a un recogedor de latas, olisqueaba los rincones, al grupo sentado en las escaleras de las residencias. El recogedor de latas le pidió un cigarrillo a Chúo, el perro daba vueltas en torno a él y continuaba olfateando a ras de piso, por los escalones donde el grupo estaba echado. Era un perro amarillo, macilento, los huesos rompían su piel. Eddie le incrustó una patada en el culo, el perro salió corriendo con la cola entre las patas, cruzó la calle y no ladró, sólo le mostró los dientes. El vagabundo apretó sus manos en el cuello de la bolsa cargada de latas, escupió y apuró el paso.

Amira, la turca del edificio Amazonas, trotaba por la avenida, flexible, hermosa. ¿Qué hacía la turca trotando de madrugada? El Ávila se dibujaba limpio bajo la sombra luminosa de la luna.

—¡Esa turca anda mal de la cabeza! —gritó Vladimir al tiempo que se incorporaba con súbita energía. Sacó del bolsillo del pantalón una pequeña bolsa de plástico, dejó caer polvo en el envés de su mano y aspiró ruidosamente.

—La alcachofa tiene vida —exclamó Cato. Todos rieron y dejaron que sonaran sus mandíbulas. El ansia se dejaba sentir a las puertas de las residencias.

—Quien tiene un coñazo de vida es esa turca. En una de estas salidas termina aplastada sobre el capote de un auto —murmuró Chúo—. Sería fácil empalmarle un trozo de carne.

—¿Qué quieres decir? —Dijo Eddie entre dientes—. ¿Te la vas a coger? ¿Con qué, si tú orinas como las perras, agachado? —Todos rieron.

—¡Me la cojo! —Respinga— .Y si no lo hago yo, lo hace cualquiera. Lo hace el que le abrió el vientre a Laurita — Dejaron de reír—. Lo hace un taxista obstinado, el mismo hombre que recoge las latas, lo hace junto al perro (…) Me la cojo y punto — se reafirmó—. Me la jodo una y otra vez.

—¡Me la tiro por el huequito turco! —Gritaba fuera de sí— ¡Coño, que sí puedo, me la cojo y me la cojo! ¿Quién me lo va a impedir?

—Tú mismo ratón —sentenció Cato.

—Cállate —Eddie larga un bostezo.

—¿Por qué me voy a callar? ¿Me vas a lanzar otra patadita maricona? Dejen de hablar pendejadas, la policía anda mosca por lo de Laurita. Al alcalde no le gustó ver tantas fotos en los periódicos.

—Esa lagaña murió como merecía —dijo Chúo—. A esa cosa le arrancaron la matriz porque ella misma la vendió por una piedra. Le separaron la cabeza del cuerpo por bruja. Esto es una señora —Señaló a la Turca, quien se alejaba bajo castaños y faroles— ¿Quién se atrevería a matar de esa manera a una señora?

Amira trotaba con los puños cerrados sobre el pecho. A cada zancada su cuerpo se desperezaba; ligero, rítmico. Estaba sola en el mundo y corría.

III

DANIEL RECUERDA QUE UNA mañana en el Metro se encontró a Amira. Ahora ella pasa por su lado, trota a mitad de la madrugada y apenas lo ve, tiene la mirada limpia. Daniel llega a las escaleras de las residencias y sin mayor pujo, se abre un espacio en el grupo. Es uno más que ha venido a terminar de olerse la noche. Recuerda que una mañana en el Metro abordó un vagón vacío, antes había estado espiando a Amira a través de los cristales. Ella, acaso, llegaría a pensar en lo viejo que se había puesto Daniel: uno de los mejores partidos de la avenida. Él lo tuvo todo, era delgado, solía andar con la guitarra terciada a la espalda, se sentaba al frente, en los quicios de las residencias, y junto a otros improvisaba una banda. Tenía una bonita voz, su voz era oscura y borracha, podía interpretar baladas y por momentos algunas letras de rock. No todo el mundo puede interpretar rock en la calle y salir con bien, es una música difícil para las madrugadas, pero él sabía hacerse escuchar. Ahora estaba allí, en el Metro, recuerda mientras rompe el aire seco de la madrugada; ella lo miró y se pudo haber dicho a sí misma: está un poco avejentado y gordo. Se fijaron como insectos en un corcho en el vagón; se midieron vis à vis durante cuatro estaciones: primavera, verano, otoño e invierno. No dijeron nada, sólo se miraron. Parecía la balada de Manuel, en cinco minutos la vida es eterna, la balada cursilona, la vida es eterna en cinco minutos, balada de trasbordo, suena la sirena, de vuelta al trabajo, balada patética, muchos no volvieron, balada revolucionaria e inútil. Por momentos intentaron una sonrisa a manera de saludo. No permitieron que la palabra hiciera su trabajo.

—(¿Para dónde irá la muy puta?)

—(El muy cabrón, ¿se habrá dejado ganar por la cocaína?) Amira achicó los ojos y abrió la boca, mostró sus dientes, blancos y pequeños. Daniel se paró del asiento y oponiéndose a la fuerza centrífuga, llegó hasta la turca.

—¿Cómo estás?

—…

—¿Cómo estás, turquita, cómo le va a Ibrahim?

El tren se detuvo, abrió sus puertas y Daniel salió. Corría por el andén. Era media mañana. Salió de la estación y se enfrentó al obelisco de Altamira. El Ávila lo esperaba contundente y azul, a pesar de todo, el obelisco de la plaza era un buen lugar para dejar un tren y comenzar a caminar.

…tampoco Manuel.

IV

LA TURCA ERA UN PUNTO que se alejaba a por la avenida. Vladimir, Cato, Daniel, Chúo y Eddie levantaron sus culos de las escaleras, se miraron; sabían que no les quedaba otra cosa que dejar ir a la noche y dirigirse a La Cripta.

La Cripta era un cuarto en el sótano de una casa abandonada en la calle Ciénaga.

Era un cuarto de dos por dos metros donde vivía Eddie. Allí se enterraban vivos y pasaban sus resacas o prolongaban las intoxicaciones jugando con sus cuchillos mariposa. Eran un triste ejército de hombres derrotados por el día. Bebían cerveza sin enfriar y cerraban y abrían sus navajas, hacían aletear sus aceros mientras hablaban de los siete puntos vulnerables del cuerpo humano.

Ahora llegaban a La Cripta sin muchas ganas de prolongarse en las mentiras de siempre. Cato escondió en las grietas de las paredes un poco de polvo que le restaba y los demás se abandonaron en el piso. La puerta se abrió y entró una tenue luz, persistente y matutina.

—¿Qué tal, malhechores? —saludó Jiménez, mientras se interponía entre la luz y la puerta.

—…

—Está bien —Meneó la cabeza y levantó a Cato con una firme patada en medio del culo—. Es hora de que empiecen a tener modales, lacras.

—¡Coño! ¿Qué quieres, Jiménez? —lloró Cato sobándose la nalga.

—De ti nada, porquería. —Cerró la puerta y se acuclilló, sacó un cigarrillo, lo encendió y pudo ver que los demás yacían lánguidos. Aspiró y largó el humo.

—Quiero que el maricón de Eddie me dé el dinero que me debe. También quiero que me suelten algo para el comisario. Ya saben, algo sobre la jeva a la que le abrieron el vientre en el contenedor de basura.

El silencio se impuso. Nadie habló. Fumaron un cigarrillo tras otro. Vladimir y Eddie comenzaron a preparar una pipa en una lata de cerveza para quemar una piedra de crack.

El fósforo cobró vida como un planeta de fuego. Alumbró el rostro de quienes se encontraban en La Cripta. La cerilla es conducida sin temblor hacia la pipa de aluminio que rechina como una planta siderúrgica de la cual escapan gases fétidos.

Humo de aluminio, resonante.

Empezaron a sentir la danza cantarina de las neuronas, mientras Jiménez entubaba su boca para inhalar.

Eddie sacó un fajo de billetes del pantalón y se lo lanzó.

—Toma, bebé.

—¡Toma un carajo! —Jiménez soltó una humareda— ¿Quién de ustedes mató a Laura? ¿Quién le abrió el vientre con uno de esos cuchillos mariposa? Sé que tienen agallas, son personas que respeto, tienen estómago para mirar adentro de una mujer —Escupió y dio otra inhalada en la pipa. Luego se la pasó a Chúo.

—Yo no fui.

—A mí no me mires —dijo Vladimir.

—Anda a cagar para otra parte —soltó Daniel—. Quien mató a Laurita era un anormal. ¿Ves entre nosotros a algún tarado? —Se echó ambas manos sobre el rostro como si fuera a llorar—. ¿Quién iba a violar y matar a Laurita? Ella era un gargajito, una cosita sin voluntad que te mamaba la paloma para que le dieras una piedra.

La pipa pasó de mano en mano, una luz ocre dibujaba sombras siniestras en las paredes de La Cripta. Destaparon latas de cerveza tibia y cerraron el círculo como si estuvieran en torno a una fogata. Bebían cerveza y aguardiente blanco. Murmuraban. Daniel pensó que a determinadas horas fluye un lenguaje puro, de signos arbitrarios, letras del mejor blues, lenguaje en sí mismo, para sí, de consumo íntimo, palabras que elaboran métricas, humo y metal, capricho definitivo de una tribu.

—Eddie —interrumpió Jiménez—, deberías pensar en internarte de nuevo.

—¡Anda a la mierda!

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