Miguel Otero Silva
Juan el Profeta
TODOS SE ARRIMARON al pozo en busca del agua, luego se pusieron a hablar entre sí aunque nunca se habían visto antes.
Eleazar llegó seguido por dos camellos cargados de géneros, las sombras del hombre y sus animales cruzaron bajo el resplandor blanco del mediodía un brazo de desierto gris, la tarde les salpicó lampos de oro, el anochecer les empavonó franjas violetas.
Gamaliel descendió de Jericó con sus burritos, ufanos ellos del donaire de su andadura, engalanados por el tricolor de las manzanas y el aroma de la albahaca.
Tomás o Teoma, así llamado por haber nacido hermano mellizo de otro Tomás, era un marinero de barba bermeja y cuadrada, dejó barca y remos abandonados en un recodo del lago Tiberíades para venir a escuchar la voz del profeta.
El viejo Jacobo trajo el polvo irredento del éxodo en las sandalias, las cenizas de Babilonia en el pensamiento y las brumas opacas del mar Muerto en las pupilas.
La única mujer del grupo era Micaela, cántaro colorado al cuadril, velo azul celeste apaciguando el negror de los cabellos, inmensos ojos rielosos de asombro.
Dijo el viejo Jacobo:
—Por todos los atajos de las montañas de Judea anda dando tumbos la historia de Juan el Profeta.
(Sus padres, el sacerdote Zacarías y su esposa Elizabet, ambos de religiosa estirpe, eran dos ancianos justos y amorosos, pero entecos y sin hijos. Al principio no lograron traerlos al mundo porque Elizabet era estéril, se lo habían avisado los médicos doctos y las curanderas ensalmadoras, ella misma lo percibía en el rezongo áspero de sus entrañas. Por último se resignaron a no tener más travesuras a su cuidado que las siete llamas saltarinas del candelabro, más arrullo en sus labios que el rumor impersonal de las oraciones, más ternura a su vera que la fragancia de los rosales. Zacarías había cumplido ochenta años y el sexo era para él apenas una empañada remembranza.)
Siguió diciendo el viejo Jacobo:
—De súbito, una mañana, cuando se hallaba abstraído en la penumbra del santuario, soplando las brasas del incienso, levantó Zacarías los ojos hacia el altar y vio entre jirones de nubes la figura del arcángel Gabriel que había bajado a la tierra para anunciarle una portentosa noticia.
(Era aquella la tercera aparición de Gabriel, mensajero de Dios, entre nosotros los nacidos de mujer. Las dos primeras fueron motivadas por el encargo de revelarle a Daniel, el último entre los profetas mayores, las duras guerras del porvenir y sus desenlaces, y predecirle a la par la época del nacimiento de un príncipe Mesías que sería suprimido por los hombres. Ahora retornaba el arcángel, mas esta vez no traía consigo las formas humanas ni el vestido de lino, sino desplegaba como velamen sus grandes alas policromadas, erguía su cuerpo diamantino como forjado en lava de los volcanes, incendiaba las cosas con sus ojos como emanados del relámpago, su palabra atronaba como el clamor de todo un pueblo amotinado. Pero ningún otro ser sino Zacarías alcanzaba a verlo y oírlo, pues sólo para mostrarse a él y hablarle a él había bajado en vuelo desde los cielos.)
Y así siguió diciendo el viejo Jacobo:
—Las rodillas de Zacarías entrechocaban como platillos de címbalo, sus manos tiritaban como cervatos en cautiverio.
(Mas el ángel no había venido a aniquilarlo sino a colmarlo de gozo. La melancolía de sus soledades estaba a la orilla de finalizar. Elizabet dará a luz un niño que por mandato de Dios deberá llamarse Juan, un hijo que crecerá rebosado de Espíritu Santo, y logrará atesorar en su pecho el hálito y la pujanza del profeta Elías, y sus palabras prepararán al pueblo de Israel para recibir al Mesías cuyos pasos ya están en camino a través de los vientos y las estrellas. El vaticinio de tanta dicha y tan excelsa gloria trastornó el ánima asustadiza del anciano sacerdote. «¿Un hijo a mis avanzados años, un niño concebido en la carne yerma de mi pobre Elizabet?», balbuceó cual si hablara consigo mismo. «¿De qué modo lo reconoceré?», preguntó luego receloso al arcángel, repitiendo la frase que dijo Abraham cuando el Señor le dio a conocer que le sería donada en propiedad la tierra de Canaán. «Se te pegará la lengua al paladar y quedarás mudo hasta que los hechos te convenzan, y tu mudez será la señal que pides para aceptar la verdad del prodigio cumplido», dijo el ángel, y su visión se esfumó rasgo a rasgo en medio de una dulcísima música de laúdes que nadie podía oír, ni siquiera Zacarías pues ya se había vuelto sordo a más de mudo. Viose obligado a explicar por signos cuanto había sucedido, y la gente que se apiñaba a la puerta del templo no logró entender el acontecimiento que ansiaba relatar, tan crecidas eran su turbación y su torpeza. Lo entendieron, sí, cinco meses más tarde, cuando el vientre de Elizabet dio muestras de haberse liberado del oprobio de su esterilidad, y lo celebraron con gran alborozo cuando ella dio a luz un niño y, tal como había ordenado el verbo de Gabriel, éste fue presentado al templo bajo el nombre de Juan que significa «Jehová ha sido misericordioso», y Zacarías recuperó entonces el habla, y compuso un cántico de veintisiete versos para su hijo en el cual auguraba: «A ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor a preparar sus caminos».)
Tomás, el marinero de la barba bermeja y cuadrada, fue el primero en responder:
—Para creer en la aparición del arcángel Gabriel tendría que haberla visto con mis propios ojos, no con la pupila envejecida y febril de Zacarías. Como tampoco admito sin recelos esa historia de una anciana que, pasados ochenta años de vida inútil, rompe su esterilidad y echa al mundo una criatura.
(Más, ¿qué importa que Tomás no crea en leyendas accesorias, si cree en la noticia que su alma rastrea sin sosiego? La noticia esencial es que un profeta llamado Juan anda descalzo por entre rocas y follajes, y predica poseído por el lenguaje y la cólera de Elías, y anuncia para el pueblo de Israel la cercana presencia del Redentor. El Cristo vendrá a nosotros como rey de reyes, hijo de David y depositario de su fortaleza, y humillará la altivez de nuestros enemigos, y los hará pedazos como tazones de arcilla. El pueblo, y cuando Tomás dice pueblo quiere decir los pobres, el pobre pueblo de Israel llora que llora siglo tras siglo, sometido a las amarras y al desprecio de invasores envilecidos por la idolatría y la maldad: persas, griegos, egipcios, partos, sirios, y éstos de hoy que nadie se arriesga a nombrar. En el presente somos una raza miserable y triste, no la que guiada por el cayado de Abraham doró de trigo los collados de Canaán, no la que llegó campante a la tierra prometida en pos del estandarte de Moisés ya muerto, no la que edificó con mármoles y oro el templo de Salomón, nunca la que libró cien mil batallas del brazo y del aliento. Con arrebato de campanas saludará el espíritu sublevado de Tomás la prédica de un profeta llamado Juan que estremece los arenales anunciando la proximidad del Mesías vengador y todopoderoso.)
Entonces dijo Micaela la aguadora:
—Por la cañada vi pasar ayer su tamaño y su sombra.
El profeta bajaba hacia la ribera del Jordán, seguido por un puñado de discípulos que marchaban deslumbrados detrás de él.
(Jamás la habían mirado ojos tan desolados y tan roturados de ira como los suyos. Sobre la frente le caían las greñas como hervidero de serpientes. Es tan alto como los cedros que se le cruzan en su camino. De la piel de camello que lo cubre asoman al andar sus muslos macizos como torres de metal fundido y sus rodillas huesudas y punzantes. Tanto lo ha quemado el sol del desierto que más parece un ángel negro que un hombre blanco. Sus ojos son fogatas maldicientes o tal vez oleaje tenebroso de la noche. Sus sermones se vuelcan en la resignación de los oprimidos y la convierten en implacable riada de condena. Aunque Micaela llegase a vivir mil años como los antiguos patriarcas, jamás se le amustiarán el destello de su mirada y el llamado de su voz.)
Eleazar, el comerciante en géneros que había torcido el rumbo de sus camellos para venir a escuchar al profeta, dijo:
—¿Quién es? ¿Qué reclama de nosotros? ¿Qué intenciones sagradas o impías encaminan sus pasos?
(¿Es acaso un saduceo poderoso que se ha despojado de sus suntuosas vestiduras para descender hasta el sudor de los de abajo y hacerse perdonar sus complacencias para con los extranjeros; un saduceo hijo y nieto de sacerdotes que se disfraza de ermitaño para encubrir la codicia que lo encadena a sus bienes terrenales? ¿O es un fariseo enardecido de patriotismo y pasión religiosa, fanático de la letra de los libros, soñador en perseguimiento de un Cristo que transforme en realidad verdadera sus vaporosas ilusiones de justicia? ¿O es un esenio desmontado de sus escarpados monasterios para predicar a campo abierto la castidad de cuerpo y la comunidad de bienes como trasuntos de la pureza interior que se requiere para recibir con dignidad al Maestro de Justicia? ¿O es tal vez un celote con una daga curva oculta en su cinturón de cuero, un sicario insumiso y furioso que sigila bajo su ramazón de palabras los propósitos de motín que le justifican la vida?)
Volvió a hablar el viejo Jacobo:
—No, no es ninguna de esas cosas. Pudo ser un saduceo prominente si lo hubiera querido, porque su sangre es savia destilada del gran árbol sacerdotal, sus huesos descienden de los de Aarón y Nadab, y en sus manos estaba medrar y avasallar si hacia tales predominios materiales se hubiera inclinado su apetencia. Pudo ser un fariseo respetable porque bebió sabiduría en el templo y en las sinagogas, es piadoso de índole y su naturaleza lo impulsa a mezclarse con los infelices y hacerse amar de ellos. Pudo ser un esenio puro e inalterable porque odia la riqueza, la esclavitud y la guerra, tanto como ama la castidad, el trabajo y el estudio. Pudo ser un celote irreductible porque desconoce el miedo y se haría matar con agrado por sus principios. Pero no es ninguna de esas cosas, hijos míos, sino el regreso corporal del profeta Elías que hemos esperado tan alargadamente. Helo aquí, violento y visionario como Elías, enemigo obstinado como Elías de la idolatría y la impostura. Es él la voz clamante en el desierto prevista por Isaías en su libro revelador. Atravesando cinco centurias de silencio y tinieblas ha brotado en el desierto de Israel un profeta definitivo. Él desbroza de piedras y ortigas el camino del Mesías que viene en pos de él. Entre tanto purifica nuestras almas por virtud del agua lustral con que nos bautiza.
Tomás, el marinero de la barba bermeja y cuadrada, volvió a dudar:
—¿Pretende lavar de pecados nuestras almas bañando nuestros cuerpos con las aguas pantanosas de los vados del Jordán, charcas meadas por los camellos y cagadas por las borricas?
Gamaliel el hortelano dijo a su vez:
—He oído murmurar a los levitas en los mercados que el rito de sumergirse en las aguas de los ríos en ruego de perdones ha sido cultivado en tiempos pasados por otras religiones y otros pueblos.
La paciencia del viejo Jacobo era una ciudadela inexpugnable. Se acarició la barba algodonosa, se acercó dos pasos hacia los desconfiados y replicó:
—El bautismo que reparte el profeta con sus propias manos no encuentra referencia en libro alguno, salvo en los oráculos de Ezequiel cuando predijeron que Jehová purificaría a los hombres valiéndose para ello de la inocencia del agua. Nada importa que hoy sea el agua mancillada del Jordán, o que mañana sea el agua inmaculada de los manantiales, ya que ella no salta de los dedos del Bautista para dar limpieza a la piel del hombre sino para empollar un hombre nuevo debajo de cada piel. Juan vendimia nuestro arrepentimiento, despinta nuestras culpas con el agua del bautismo y nos lanza a volar una vida diferente.
Dijo ya al final Micaela la aguadora:
—No es su mirada sino su voz el ventarrón que nos desnuda, su voz la trompeta que nos subleva, su voz el caramillo que nos apacienta.
(Su garganta es como el clamor de los esclavos que amedrenta a los príncipes, como la centella justiciera que hace retroceder a los salteadores, como el alba que aclara la cerrazón del bosque. Micaela atravesaría de rodillas el desierto si fuera ésa la única ruta que la llevara a escuchar su discurso.)
Después quedáronse en turbado silencio porque comenzaba a anochecer, primero lo anunció el gemido de la tórtola y luego la leche rosada del poniente. Juntos emprendieron el descenso por entre tierras no sembradas y roquedales gibosos. El viejo Jacobo marchaba a la zaga de todos mascullando salmos y quejumbres. En la hondonada se elevó un remolino de humo y ondularon las llamas de una hoguera.
Por sobre el ruido de las aguas del río, sobreponiéndose al zumbido de la muchedumbre, restallaba la palabra de Juan el Bautista:
Yo soy una voz que clama en el desierto, desarrapada voz del pensamiento y de la sangre; soy el gruñido del trueno anunciador de aguaceros frenéticos, y el aliento de la noche que abrillanta colores y luces en el yunque donde los herreros del Señor forjan la aurora.
Yo soy una voz desgarrada por el viento, soy el viento mismo que silba en las arenas para exaltar la natividad tangible del reino de Dios: ya se vislumbran los perfiles indelebles de sus rasgos, se percibe la resonancia exquisita de su aroma, se escucha el invicto redoble de sus tambores, se saborea la ambrosía de sus manjares, se palpa la tersura de su corteza inmaterial.
Yo soy una voz que clama en el desierto, voz heredera de legiones de otras voces ya muertas, voz milenaria que os requiere la pesadumbre de vuestras culpas, pues sólo los limpios de corazón serán convidados a la fiesta del reino de Dios. Yo os anuncio el advenimiento del reino de Dios que será tal como si la verdad y la justicia desbordaran por la tierra sus mares de igualdad. Yo os anuncio la aparición del fuego que hará arder el palacio del usurero, y del hacha que derribará los reductos del déspota, y de la piedra que aplastará los sesos del traidor. Los buitres devorarán con saña los ojos y las tripas de aquellos que convirtieron su nación en herramienta de opresores, su poderío en acoso de desdichados, su religión en látigo, su linaje en cuchillo.
Yo os digo que la soberbia es una yerba ponzoñosa, que la arrogancia es un áspid escondido entre las hendiduras del alma, que el espíritu de casta es una hiena devoradora de la ternura humaría.
Somos hijos de Abraham, es cierto, pero está ciego quien no sabe que el brazo del Señor es capaz de hacer parir hijos de Abraham al peñasco, hijos de Jacob al Ixirro, hijos de Moisés al leño, si así lo decide su santa voluntad.
No son la aldea de nacimiento ni el tinte de la piel las virtudes que salvarán al hombre de la gehena sino la pequeña colmena donde se le endulza el corazón y la lamparilla azul que le ilumina la conciencia.
Más merecedores de abrigarse en el regazo del Señor son un árabe famélico, un babilonio andrajoso, un egipcio mendigo, que un israelita adinerado y poderoso, si éste amasó sus tesoros manipulando inicuamente los Libros Sagrados y edificó su potestad torciendo el conocimiento de los proverbios para perder a los humildes.
Amasijo de víboras trenzadas por la concupiscencia y la avaricia, labios tramposos ensalivados por la maledicencia y la mentira ávidas manos enjuagadas en llanto de pobres y en sangre de inocentes, santurrones hediondos a vómitos de ebrios y a sudor ceniciento de rameras, no os atañe la insignia de Israel que usurpáis, no os pertenece el nombre de hijos de Sión que deshonráis.
El reino de Dios está cercano, os lo anuncio sacudido de gozo y alegría, y os prevengo que a su recinto no entrarán los malvados, ni los rencorosos, ni los vertedores de sangre, ni los ladrones, ni los corrompidos.