Pedro Querales
I Parte
“Todas las desgracias comienzan como una broma, o son una broma” dijo el personaje al final de la novela que estaba leyendo, cuando su esposa, parándosele enfrente con las piernas abiertas y los brazos en jarra, le preguntó: “¿No me vas a acompañar?” Rodrigo levantó la cara por encima del libro, la miró unos instantes y: “¡No! Ve tú sola. Y cuando regreses me dices que conseguiste un hombre allá y que me vas a dejar. Yo te firmo lo que sea. Te dejo todo y me voy” pensó en decirle pero no le dijo. Luego cerró el libro con suavidad, lo dejó descansar sobre la mesita que estaba a su lado y se puso de pie lentamente, con el íntimo convencimiento de que ésta sería la última procesión a la que la acompañaría. Pues había decidido, en ese preciso instante —aunque era algo que venía madurando hacía muchísimo tiempo atrás—, que al regresar, esa noche, o la dejaría o la mataría o se suicidaría. “¡Apúrate, que vamos a llegar tarde a la procesión! ¡No te quedes ahí mirándome como un bobo!” le dijo ella casi en un grito. Rodrigo pensó en la procesión y sus incomodidades. Y el recuerdo del dulce olor a incienso, en lugar de calmarlo y tranquilizarlo, le llegó como un miasma del infierno que lo alteraba e incomodaba. Pensó en los treinta y cuatro años de casados que llevaban. Pensó en las infidelidades de ella. Pensó en las veces en que, ilusamente, con mucha fe, le había pedido a la Virgen que la cambiara. Pensó en sus amigos y en las veces que le dijeron, en medio de una borrachera, que la dejara. Pensó en los trabajos que había perdido por su causa. Pensó en sus padres. Pensó en sus hermanos. Pensó en sus hijos, especialmente en Pablo que los abandonó y se fue al extranjero a causa de sus continuas peleas.
Cada vez que pensaba en su hijo no podía evitar llorar. Se sentía culpable por su partida. Ni siquiera podía imaginar el sufrimiento de ese muchacho tan lejos y solo. Y a la vez lo admiraba porque había tenido el valor que no tenía él para romper con esa situación. El día que Pablo se marchó sonaba, ¿casualmente?, ¿irónicamente?, en la radio de transistores que Constanza mantenía encendida día y noche en la cocina <…Lejos de aquí/ Cruzaré llorando el jardín…/>” El día que Pablo se marchó fue terrible. El oyó el cuchicheo de una conversación en voz baja en la cocina. Luego escuchó unas palabras que se quebraban dolorosamente por el llanto. Después, Pablo atravesó la sala llorando y arrastrando una maleta. Desde hacía meses atrás los notaba extraños a todos. Estaban más callados que de costumbre y muy serios. Si estaban reunidos conversando, cuando él se aproximaba se quedaban callados. En una oportunidad, al pasar frente a la habitación de las muchachas, le llegaron unas palabras sueltas de una conversación entre Isabela, La Nona y Pablo. Había escuchado un “Me voy para siempre” un “No vuelvo más” unos “¡Estoy cansado! ¡Ya no aguanto más…!” un “¡Lo odio!” que sabía dirigido a él y que le dolió mucho. Pero no le dio importancia o no se imaginó que fuera verdad. No creyó que su hijo, ese muchacho tan alto como inocente, con pinta de cura o de seminarista, de rostro blanco, donde unos inmensos ojos negros, tristes y muy separados y desvalidos, como los de Cortázar, que veían sin malicia, fuera capaz de dejarlo todo y comenzar en otro sitio. ¡Qué poco lo conocía! Incluso, el mismo día de su partida no lo creía. Se decía a sí mismo que regresaría pronto, en unos meses, un año a lo sumo. Que no aguantaría mucho sin ellos. Se imaginó que le pasaría lo mismo que a él las veces que intentó dejar a Constanza: cuando se iba no aguantaba nada. A los dos o tres días se ponía a pensar en ella y en los muchachos. Y si oía una canción que le trajera recuerdos, se ponía a llorar y regresaba inmediatamente. No permanecía afuera más de una semana o dos, quince días como máximo. Y ella, habiéndole descubierto la debilidad —“Te tomó el pulso, güevón” le decían los amigos— se acostumbró a echarlo cada cierto tiempo y él se acostumbró a regresar. La cuestión era que se marchaba sin dinero —Rodrigo, para que la plata rindiera, le entregaba todo su sueldo a Constanza— y con lo que llevaba puesto. Y por esa falta de dinero y ropa para cambiarse en esos días que estaba fuera, su aspecto era lamentable, daba lástima, sólo podía durar unos pocos días fuera. En muy pocas oportunidades se fue con toda su ropa y peroles. Como una noche que, iracundo, después de una fuerte bronca con Constanza, metió toda su ropa y unos libros en una bolsa negra de plástico y se fue saltando por encima del techo. Rodrigo recuerda, claramente, la causa de esa pelea: estaba dejando de fumar. Tenía como una semana sin tocar un cigarrillo y eso le producía mucha inquietud y desasosiego. No podía permanecer tranquilo y quieto durante más de diez minutos. A cada instante se ponía de pie, apagaba el televisor y se asomaba por la ventana. Luego buscaba un periódico y se sentaba a leer. Pero, inmediatamente, lo dejaba sobre el mueble y volvía a encender el televisor. Veía un programa durante unos breves momentos, pero al final lo cambiaba y lo cambiaba de canal hasta terminar en el mismo programa donde comenzó. Lo volvía a apagar y se asomaba por la ventana. En una de esas, Constanza le preguntó:
—¿Qué te pasa Rodrigo? ¿Qué tanto miras por la ventana? ¡Pareces un perro con gusanos!—. Y se asomó por la ventana. Quiso la mala suerte, para Rodrigo, que en ese momento saliera la nueva vecina, la señora de enfrente alquilaba piezas para sobrevivir, a coletear el piso. Y cargaba unos diminutos chores que dejaban poco a la imaginación— ¿Ah, con razón! ¡Ahí está la perra esa!
El zaperoco fue de padre y señor mío. En esa oportunidad estuvo a punto de ir preso; Constanza lo denunció. Rodrigo no se imaginaba que la había golpeado tan fuerte: le cogieron tres puntos en la barbilla. Si no hubiera sido por su cuñado Jairo, quien era abogado, Rodrigo hubiese pasado un tiempo detenido. Sin embargo, tuvo dos años en régimen de presentación y trabajo comunitario. Rodrigo perdió el control —“Vi todo rojo” le contó a Jairo después— y la golpeó muy fuerte en la cara delante de Pablo e Isabela. La Nona aún era una bebecita y estaba jugando inocentemente, ajena a todo, en el corral. Constanza, para defenderse, lo único que atinó fue a agarrar a los tres niños e irse. Pero antes de salir le dijo:
—¡Ya vas a ver! ¡Voy a llamar a la policía!—. Tomó todas las llaves y lo dejó encerrado. Rodrigo no esperó que llegaran las autoridades. Y en vista de que no podía salir por el frente, reventó el pasador de la puerta de la cocina y salió por el techo. Ya en la calle, como a las ocho u ocho y media de la noche, se detuvo en una esquina con la bolsa negra sobre el hombro. No hallaba para donde coger. Ya en casa de sus padres no lo aceptaban. Anduvo errante por la ciudad, con la bolsa negra al hombro, como hasta las diez de la noche. En una de esas pasó delante de un bar y escuchó unos compases de una canción que le gustaba mucho a Jairo. Entonces, la ruta hasta el apartamento de su hermana Menaira y de Jairo, apareció en su mente. Y hacia allá enfiló sus pasos. Llegó, tocó y le abrió su cuñado, quien iba saliendo en ese momento.
—¿¡Qué pasó, pana, como que te botaron!?— le preguntó Jairo.
—¡Quéee! ¿¡Otra vez!?— dijo su hermana desde el fondo del apartamento.
Rodrigo no les respondió. Se limitó a estar ahí parado con la bolsa negra al hombro.
—¡Deja esa vaina ahí y acompáñame a comprar una botella de whisky! ¡Hoy es la pelea!— le dijo su cuñado e hizo el ademán de darle con el puño en el mentón.
—¿Qué pelea? —preguntó Rodrigo, y dejó caer la bolsa en el rincón detrás de la puerta— La de Bucanan y Mano e´piedra— le respondió Jairo, y salieron.
Esa noche, después de ver la pelea, Rodrigo y Jairo hablaron hasta la madrugada asomados a la ventana del piso 11. Jairo no lo juzgaba ni lo criticaba acremente como hacían los demás, sólo lo escuchaba sin decir nada. Jairo era un tipo especial, extraordinario. Era un ser afirmativo. Se tomaba la vida como venía, sin por ello ser simple o práctico. Todo lo contrario, era una persona muy profunda. Dotado de un amplio criterio. Rodrigo lo veía como la inteligencia recubierta por una gran sensibilidad. Y lo admiraba mucho.
En una oportunidad Rodrigo le dijo a Jairo:
—Jairo, tú eres el hombre que yo quiero llega a ser, pero no hago nada por serlo.
—Rodrigo —le respondió Jairo— nunca desees la vida de los otros. Todos estamos bien dónde estamos y con lo que somos. Cada ser tiene su valor, un valor intransferible. Y ese valor lo hace un ser único, irrepetible y por el cual alguien lo ama.
Conversaron mucho de muchas cosas. En el momento en que Rodrigo terminaba una frase llegó Menaira.
—¿Por qué no la dejas, Rodrigo?— le preguntó, casi en un susurro, su hermana. Y, sin esperar respuesta, se alejó dejando sobre una mesita una bandeja con dos vasos, una hielera y la botella de whisky.
Muchas veces les había respondido esta pregunta a sus amigos detrás de una cerveza en un bar. En un primer momento, durante los primeros años, porque la amaba intensamente. Su amor lo llevó a perdonarle todo. Incluso lo imperdonable. Después, cuando ya el amor, si bien no había desaparecido del todo, estaba maltrecho y debilitado y ya no era una excusa, por los hijos. No quería que crecieran sin él. Sufría mucho cada vez que pensaba en esta posibilidad. Tenía la certeza de que, sin él, fracasarían. Se los tragaría la vida. Entonces se los imaginaba, como los hijos de otros matrimonios separados: fracasados, sin terminar sus estudios, con trabajos mediocres… Y hoy, en la actualidad, porque «¿Ya para qué? ¿Para dónde voy a coger? ¿Qué sentido tiene irme ahora?» se decía. Y últimamente, le había dado en pensar que no la dejaba porque la comprendía. Pensaba que ella era un pobre ser enfermo, infeliz, falto de amor y de cariño en sus primeros años de vida. Que necesitaba de él y que si la dejaba se iba a disolver, a diluir. Que no aguantaría la separación. Y que a pesar de todo lo que le había hecho no merecía ser defraudada. Y que esa carencia la hacía actuar y ser como era: absorbente, posesiva, celópata… infiel. Entonces recordaba, cómo, en los pocos momentos de paz que tenían, ella se sentaba a sus pies, y abrazada a sus piernas, mientras él permanecía en un sofá leyendo el periódico o un libro, le contaba lo triste que fue su infancia y lo dura de la época de escuela sin un padre. Las penurias y necesidades económicas que vivió junto a sus hermanas y hermano. Pero sobre todo, la falta de amor. Porque se puede vivir con lo necesario o, incluso, con lo mínimo en lo material-económico, pero no sin amor o un poco de cariño. El amor hace más llevaderas todas las necesidades. Le contaba cómo sufría cuando sus amiguitos le hablaban de sus papás; de adónde habían ido a pasear el fin de semana; de lo mucho que se habían divertido en el parque, en la playa, en el cine. O de cómo, cuando había reunión de padres y representantes en la escuela para tomar alguna decisión, nadie acudía en su representación; o para la entrega de las boletas, la suya permanecía en la dirección de la escuela hasta el siguiente año escolar: nadie la iba a retirar. Le contaba, cómo, el padre de sus otros hermanos, la apartaba a ella, la excluía de sus manifestaciones de cariño. Veía, pegada a una pared, cómo los abrazaba y besaba. Veía, deseando que le hiciera lo mismo a ella, cómo los alzaba y los lanzaba al aire para luego recibirlos y volverlos a lanzar. Cuando llegaba con pequeños regalitos y cositas: un trompo, unas metras, una muñequita de plástico, y los repartía, ella se quedaba, de espaldas contra una pared, viendo cómo sus hermanos abrían los paquetes, sacaban sus obsequios y se ponían a jugar. Y en las pocas oportunidades en que él le mostraba alguna simpatía: le sobaba la cabeza, le alborotaba el pelo, le daba alguna moneda o la tomaba por la barbilla, su madre, después, a solas, la reprendía y le decía que no se dejara agarrar. Y terminaba llorando y diciéndole que nunca la abandonara, que nunca la dejara. En esos momentos sentía una gran ternura por ella. Al igual que cuando la veía anotando, en un viejo cuaderno, las recetas de comidas que daban por la televisión y que nunca preparaba. En el cuaderno también guardaba las recetas que salían en el periódico, tenían montones.