…ECCE HOMO ESTÁ CONTIGO, Ecce Homo, junto a la mesa ovalada.
Un atardecer más está llegando para ti, Ecce Homo, y para Ecce Homo; está cayendo sobre cuanto tienes a tu alrededor, muebles y objetos, testigos cotidianos, inmóviles, ignorados, que siguen allí como si les faltase la vida a causa de las distancias que los separan de sus orígenes.
Allí sigue Ecce Homo, contigo Ecce Homo; siguen los papeles y cuadernos, las palabras y colores, todo, de la misma manera que en la mesa ovalada están las frutas. La fragancia de las pomarrosas y limones se impone a la de otras frutas, allí, no rescatadas todavía de la oscuridad, llegando.
Tú, Ecce Homo, o Ecce Homo, acabas de encender la vela. La llama alumbra desde la palmatoria las cuatro poltronas, el sofá, las sillas en torno a la mesa ovalada y las horas aposentadas en las cosas, las horas de las noches en las que estuvieron otras gentes en el lugar.
La mesa pequeña, rectangular, que se halla en el centro del salón, en cierto modo contemplada por las cuatro poltronas y el sofá, tiene muchos objetos que estimulan el recuerdo de Ecce Homo, o el tuyo, Ecce Homo, hacia las personas ganadas para la amistad a través de los años, objetos que afirman nombres, palabras apenas escuchadas durante las citas que se dan el afecto y las ausencias.
Tu, Ecce Homo, con Ecce Homo, sigues junto a la mesa ovalada y más allá, en un ángulo del salón, el jarrón con flores renovadas, hortensias demasiado opulentas de azules, y de otros azules escondidos, aun por brotar de los pétalos cerosos.
Ecce Homo está de frente a la escalera, la misma que está a tu izquierda, Ecce Homo; es una escalera con quince peldaños que reconoce todos los pasos de cada uno de los habitantes mientras continúe allí, adosada a la pared blanca.
La escalera es dueña del ambiente como tu nostalgia es dueña de la soledad de Ecce Homo, tu nostalgia y su soledad, más altivas que los ruidos que te llegan desde afuera, mezclados, reconocibles como las cosas que a la vez son denunciadas por tus miradas, Ecce Homo, frutera, lámparas, sillas y poltronas. Quizás repitas lo que ya te ha dicho Ecce Homo: La llama consume la vela, la disminuye, mientras en ti permanece la noción del tiempo que siempre está llegando.
Ecce Homo no pronuncia tu frase, Ecce Homo. Se limita a mirar todo cuanto está a su alrededor, como si algo estuviese por suceder, mira las cosas para llevarse a la memoria solamente las formas, solamente los colores, al igual que la luz, que la forma de las sillas y poltronas, de las lámparas, de la escalera, de esa escalera adosada a la pared blanca, esa escalera que, en otras ocasiones, ha estado a la derecha de Ecce Homo cuando tú, Ecce Homo, la has tenido a espaldas tuyas.
La mesa ovalada tiene algunos vínculos contigo, Ecce Homo, y con Ecce Homo, fijados por la gracia de existir: La mesa en su forma ovalada; tú, Ecce Homo, en lo que eres, y Ecce Homo en lo que es, cuando está contigo, Ecce Homo: Personas, a veces cosas; la mesa ovalada procede del árbol, de la semilla, de la tierra, elementos que, tal vez por alguna confabulación amorosa no conocida por ti, Ecce Homo, ni por Ecce Homo, tramaron lo que ella es: Una mesa, una mesa ovalada que de deberse al amor nadie sabe cómo lo proyecta hacia las cosas, seguramente de manera más fácil y hasta simple que tú, Ecce Homo, incapaz todavía, a pesar de todos tus esfuerzos, de hacer llegar tu amor henchido de cosas, tu afecto a Ecce Homo que a su vez está incapacitado de lograr algo semejante con su amor por las cosas, con su afecto hacia ti, Ecce Homo, amor, afecto sin proyectarse en nada, ocurriendo además que mientras no
se conozca la causa de tal hecho, si obedece a una extraña confusión, nunca podrás tú, Ecce Homo, comunicar tu amor, tu afecto a nadie ni a nada, y tampoco Ecce Homo así sean las mismas personas, las mismas cosas hacia las cuales estén encaminados tus propósitos, Ecce Homo, así el amor y el afecto estén en ti, Ecce Homo, desde tu nacimiento, amor, afecto, nacimiento común a Ecce Homo, ocurridos en un mismo día, una misma hora, un mismo segundo, un mismo minuto, como para que nada te separe de Ecce Homo en quien tú, Ecce Homo, aun existiendo en todo motivos de separación, defines tus hábitos, tus maneras, tus pensamientos, cosas tal vez más contundentes que el amor y el afecto mismos, dudosos,
discutibles, que pudieron haber dado origen a la mesa, tan desconocido como es el tuyo del origen de Ecce Homo.
Estás condenado, Ecce Homo, a no tener otros instantes que los de Ecce Homo, ni alegrías ni tristezas diferentes; solamente tu amor, tu afecto, cuando los expresas, Ecce Homo, son distintos del amor, del afecto de Ecce Homo que desvirtúan desde los más remotos días la preñez de la mujer que tú, Ecce Homo, tienes como madre, la preñez de la que, siendo la misma mujer, fue madre de Ecce Homo, ya que Ecce Homo la considera muerta mientras tú, Ecce Homo, estimas que continúa existiendo; el amor y el afecto desvirtúan el que te pariera a ti, Ecce Homo, y que la misma mujer, la difunta, pariera a Ecce Homo; todo esto, sobre lo que no existen dudas para otros, echa por tierra el que hubiese un solo padre, satisfecho de estar por la primera vez frente a su hijo, tú, Ecce Homo; un solo padre, orgulloso de escuchar el llanto primigenio de su hijo, de Ecce Homo, pero acaso, a pesar de todo ello, lo único significativo sea el que tú, Ecce Homo, te llames Ecce Homo, y Ecce Homo Ecce Homo.
Es así como la mesa ovalada tiene más que decir de las lluvias, de las tempestades, de los soles, de las noches, que Ecce Homo de las mismas cosas a través del amor, del afecto, o que tú, Ecce Homo, de cuando todavía no eras lo que eres, y de todo lo que trascendía en el momento de tu nacimiento, siendo motivo de mayor inquietud el que nadie pueda adivinar o sugerir lo que está por suceder, ni decir nada de lo que tú harás, Ecce Homo, con la única cosa heredada por ti, Ecce Homo, las vísperas del ir llenas de sospechas, ni nada de lo que hará Ecce Homo con su única cosa heredada, las vísperas del esperar llenas de sospechas, sospechas compartidas con las tuyas. Ecce Homo, en el sueño y la vigilia.
Como el origen de Ecce Homo se entrecruza con el tuyo, desconoces, Ecce Homo, la conducta de sus progenitores, o la de los tuyos, Ecce Homo, que había en torno de ellos, dudas, satisfacciones, calamidades, esperanzas que, al finalizar la vida, totalizan frustraciones, negando el presente y enalteciendo el pasado, en un canto, en un perdido gesto, en los fantasmas que rondan en las calles y en las casas que habitaron tus antepasados, y en las viejas oraciones que proclamaban los milagros, con
rosas y lámparas de aceite por testigos.
Llevar el mismo nombre de Ecce Homo no facilita que tú, Ecce Homo, contemporices con Ecce Homo, y tampoco el estar hermanado a Ecce Homo por los años, por los hábitos. Qué puede justificar entonces,
—tal vez el que llevado por el deseo de dar amor, afecto, tú hayas escogido el ir y Ecce Homo el esperar— que tú, Ecce Homo, seas tan distinto de Ecce Homo, aun participando Ecce Homo de tus ámbitos, de las premisas del amor y del afecto, aun sabiendo que está unido a ti, Ecce Homo, por la vida, por toda la vida dándose en ti, Ecce Homo, y en Ecce Homo.
Los progenitores de Ecce Homo acaso sean tus progenitores, Ecce Homo. Nada te es aclarado. Nada te queda por saber. Ecce Homo, como tú, Ecce Homo, tiene casi la certeza de haber venido contigo al mundo en un mismo día, una misma hora, un mismo minuto, un mismo segundo; y de reconocerte como síntesis que eres, Ecce Homo, de sus abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y de todos sus antepasados de más allá de las muchas generaciones.
Sin embargo, el mutuo reconocerse es más efectivo para la mesa ovalada respecto de la mesa más lejana, o de la mesa pequeña, rectangular, que se halla en el centro del salón, de la mesa pequeña con objetos, allí simbolizando el recuerdo hacia quienes los dejaron en demostración de afecto para contigo, Ecce Homo, y para con Ecce Homo. Es más rotundo el reconocerse las cosas entre sí que tú, Ecce Homo, y Ecce Homo a través de todos los intentos, fallidos desde siempre. Es un hecho cumplido, no aplicable a las poltronas, a las mesas, a las frutas, a cuantos elementos convivan más plenamente que tú, Ecce Homo, y Ecce Homo. Las palabras mismas pronunciadas por ti, Ecce Homo, y por Ecce Homo se resisten a establecer una comunicación, entendimiento, a modificar lo sucedido, lo que sucederá, lo que sucede: La obligación que tienes, Ecce Homo, de ayudar a Ecce Homo, y la de aceptar de Ecce Homo todas las compensaciones que te ofrezca toda vez que la ayuda, el afecto mismo, son una dádiva y también el odio que venga de Ecce Homo hacia ti, Ecce Homo, mientras continúes en el ir…
…Sube a tu alcoba…
… ahora precisas de mayor soledad…
… arriba todo es más íntimo…
.. Sí, porque allá están tus propias cosas…
… ¿No tienes otra risa? Tu risa solamente acusa las tristezas llegadas a tus días…
… uno…
… uno, dos, tres, cuatro…
… cuatro, cinco, seis…
… seis, siete, ocho, nueve…
… diez, once, doce…
… doce, trece, catorce y…
… Quince peldaños…
…Los quince peldaños participan de la distancia que existe entre la mesa ovalada y el diván rojo que está arriba, en la alcoba adonde Ecce Homo acaba de llegar contigo, Ecce Homo. En la alcoba en la que Ecce
Homo te recuerda, o te nombra, como para convencerse de que tú, Ecce Homo, tienes un sitio allá arriba, junto a Ecce Homo, un sitio que existe, que guarda para ti en todos los lugares…
…es demasiado liso tu cabello…
…Cabello negro. Piel manchada…
…el olor de tu piel no es el mismo de…
…el de la persona que quisieras ser…
… y las manos…
..las manos…
… tus manos…
..las manos huesudas, largas, ligeramente húmedas. ..
..las manos, expresándose mejor que tu rostro, Ecce Homo…
… Ecce Homo
…Y las manchas. Manchas…
…Llevas el suéter rojo. Te miras en el espejo del armario, a la espera de que Ecce Homo te reconozca y que tomes conciencia de ti mismo aunque sea por una sola vez…
..Siempre a la espera de lo que está por suceder…
…de entre todas las cosas escogiste el ir…
…y tú, Ecce Homo, el esperar…
….el ir, en el que están los mercaderes…
…en el ir están las montañas. Las rocas y los mares…
…Todo…
…y en el esperar están también los habitantes…
…todo…
…todo, menos el encontrarte contigo mismo…
…están los ríos y el espacio, como en el…
…como en el esperar, los charlatanes, los descreídos, las prostitutas…
…aun así, los hombres todos en medio de los hechos que los hacen siempre tan distintos…
…en breve va a salir la luna…
…Ecce Homo…
…Ecce Homo…
…de entre todas las cosas escogiste el ir…
…clarísimo está el cielo esta noche…
…sin una nube…
…Ecce Homo…
…Ecce Homo, apártate del espejo…
…es el esperar, del cual el mirarse es apenas una parte…
…La silla está vacía, sin Ecce Homo, y la otra silla sin tu peso, Ecce Homo, sin tus movimientos. En el esperar existe siempre una silla para Ecce Homo y otra para ti, Ecce Homo; y existe siempre un sitio para que Ecce Homo esté junto a ti, Ecce Homo, ahí mismo, o arriba, en la alcoba. Más allá, en el ir, existen las calles, los sitios más distantes. Existe también un sitio donde Ecce Homo está contigo, Ecce Homo, donde sigues escuchando sus palabras, las de ayer, las de esta noche, las del día por llegar. Palabras sin nombres todavía, sin los nombres que surgen del tedio cuando es aplazado lo que está por suceder y en las renovadas vísperas sus palabras con todo lo que el mañana tiene de esperanza para Ecce Homo a la que tú, Ecce Homo, llamas duda, desconcierto. Toda esperanza —lo sabes tú muy bien, Ecce Homo, y desde el ir— es el ruego de aquellos que como tú, Ecce Homo, que como Ecce Homo, pretenden reconocerse,
reencontrarse en un espejo, en una mirada, en el movimiento de una mano, de una mano como la tuya, Ecce Homo, huesuda, larga, ligeramente húmeda, o como la de Ecce Homo, huesuda, larga, ligeramente
húmeda. O en la iniciación de algo, de ese infinito ir que recorres, a veces con Ecce Homo, al final del cual tú, Ecce Homo, siguiendo lo que vislumbras, hallarás muchas cosas, más significativas que las de Ecce Homo desde el lugar donde espera lo que está por suceder, ahí, Ecce Homo, donde tú acampas…