José Balza
PRIMER DÍA. MI PADRE Y LAS SIRENAS
1
SI TRATAS DE demostrar que estamos unidos, huiré. Mi cuerpo, mis actitudes decían eso y, sin embargo, al arrancar el auto, ella repitió: «Espero tu llamada». Yo me vine al otro extremo de la ciudad, cruzándola casi sin intentarlo. Ahora una mujer alta pasa cerca de mí; veo la calle, tantos colores (duros cuerpos de árboles, el cielo deslumbrante del atardecer) y pienso que estoy olvidando razonar. Nada más seguir, he ahí lo que hago: vivir como untado de sustancias pegajosas que no me permiten escapar de los acontecimientos. ¿Y fue esto, alguna vez, una decisión? Desde hace un año advierto cómo se prolonga esta situación; no podría decir si estoy encerrado bajo grandes bóvedas resplandecientes en las que el sol, las constelaciones integran cada muralla, o si, por el contrario, he destruido toda construcción, todo encierro, y tanta plenitud es, solamente, la convicción de vivir nada más para los contactos directos, las posibilidades extremas de la sensibilidad. Pero, bajo esto, sólo algo es claro, subyacente: el pensamiento constante de que al final de la temporada, mañana o dentro de un año, cuando regrese a la conciencia, ya no habrá más. Trataré de acudir a mi rescate y cada esfuerzo, indefectiblemente, acercará la muerte.
A pocos pasos, el café protege contra el ruido de la calle; mientras me acerco a él, comprendo que, evidentemente, he acabado con cuanto impida alcanzar las impresiones puras. La belleza me asalta, es tan poderosa que vuelve a aniquilarme como antes, pero ahora en sus apariciones más reales: el caos, lo inconexo. Camino un poco y luego acudo al sitio donde siempre se encuentran los amigos; no hallo a nadie y me quedo, inesperadamente, dependiendo del filo del anochecer. Vuelvo a sentir la voz de Ira que reclama una llamada telefónica y pienso en su cuerpo, cuya transformación sólo yo puedo decretar. Iré; volveré a arrojarla sobre la alfombra ocre y a estremecerme junto a ella, bajo la luz acogedora de su cuarto. No hablaremos, como antes, y ello nos convencerá de la fuerza del amor. ¿Puedo aún recordar cómo surgió este paralelismo? Alcancé un día, creo, el extremo de la ciudad donde ella habita. La encontré en una de esas casas que, después, he considerado claves para mi actual decisión. Las paredes estaban destruidas; en el interior, en los pasillos, había hierba pálida pero vigorosa. Traté de entrar; evidentemente estaba abandonada. Y de pronto ella entró y sonrió y salimos juntos. Entonces pensé: «Es el amor, todo va a alterarse», y comencé a contarle lo de mi visita, el extravío en las ruinas. Al comienzo la denominé Lucy, pensando en un personaje de Shakespeare, pero después, cuando recordé que no conocía ese nombre en él, ya sabía yo que esta mujer que me esperará durante la noche se llamaba Ira.
Por un momento pienso seguir aquí, en la tranquilidad del café. Sin embargo, me pongo en marcha; cruzo dos o tres calles, tomo un vehículo y le pido prisa al conductor. Advierto que poseo el tiempo justo para realizar la entrega. Al norte de la ciudad, después de los árboles delgados, encuentro el edificio. Desciendo del vehículo; avanzo sobre el grueso piso de tierra y aspiro profundamente el frío que crece en bloques alrededor de mi cuerpo. Tiempo sereno, penetrante silencio en este sector de la ciudad. Observo la concha brillante en que se transforman las calles y los edificios, dispersos, y decido acabar con esto definitivamente. Entonces corro hacia la entrada; apenas le doy tiempo de entender mi objetivo al portero, y penetro en la sala próxima. Al fondo, hundido en el oscuro asiento, está él. Mi padre espera. Sólo en las pupilas experimento el vertiginoso cambio: en esta sala todo es blanco, inmóvil. Hasta yo he quedado flotando. Y descubro que las últimas posibilidades de conexión, aquello que me trajo a este lugar, también desaparecen. Se adelanta una terrible visión del sencillo acto que va a ocurrir; tiemblo por un momento, siento que no podría caminar si lo intentara y soporto esa sensación hasta que un agudo calor invade mi cuerpo. Pienso por un momento: «¡Imbécil, acaba de una vez!», y recupero mi agilidad. Me acerco, murmuro algo sin sonreír y muevo las manos, cerca de sus ojos. Pero él permanece indiferente; su inmovilidad, en secreto, me tranquiliza momentáneamente mientras no descubro la fijeza de su mirada, su atención: ha estado observándome. ¿Cómo interpretar la atadura que crean sus ojos? Vuelve el vértigo y algo ajeno a mi naturaleza: la culpabilidad; todo ello, sólo porque he captado la relación entre él y la realidad. Hay algo destruido en este hombre; sé muy bien que no es él mismo en verdad y, sin embargo, sobre ello, persiste el terrible residuo de su conocimiento, de su razón.
La proximidad de otra persona rompe este tenso círculo en el que comenzaba a perderme; escucho los pasos veloces e imagino al portero acercándose, preocupado por mi extraña forma de entrar. Llega y habla conmigo en voz baja. Sí. Comprendo que estás encargado de recibirlos, que yo debí esperar afuera… Pero no puedo explicar que tampoco tenía, verdaderamente, prisa; yo no deseaba llegar hasta aquí: fue la presencia de la amplia puerta, del guardián mismo… Entonces escucho sus instrucciones. Dos hombres y una mujer lo trajeron, estaban apurados, y advirtieron que yo habría de presentarme en la tarde, a esta hora, para cumplir legalmente la entrega. En efecto, ahora la ejecuto o deseo realizarla, pero aún el jefe del instituto no está desocupado. Debo, así, esperar durante una hora.
Murmuro alguna cosa que ni yo mismo reconozco; miro al portero y después regreso hacia mi padre, hacia el asiento negruzco.
El empleado se aleja caminando rápidamente y pronto me es difícil distinguirlo del débil color de las paredes. Permanezco de pie, indeciso; tomo un periódico que está cerca. Aquí, el hombre continúa inmóvil, aunque comprendo que ha observado minuciosamente los movimientos del empleado. Por fin me coloco a su lado en el asiento y lo miro de frente. Ha envejecido, parece cansado, pero de su actitud brota una chocante vitalidad. Podría decir que nunca morirá. Siento el impulso de comenzar a hablar, muevo la lengua, hasta que advierto que nada diré. Aun pienso que sería fácil preguntar por los otros, por quienes lo trajeron, y averiguar si experimentó inquietud al quedarse solo, dentro de esta larga sala desnuda: sigo mi deseo y hablo lentamente. Me ha escuchado, estoy seguro, y no obstante no contesta. Insisto otra vez y comienzo a creer que no recuerda, realmente, nada anterior. Tal vez ni siquiera supo que estaba siendo trasladado de un sitio a otro. Y ello, el conocimiento del tortuoso avance de su conciencia, me tranquiliza. Mido con lentitud cómo la poderosa presencia de la calma cruza dentro de mi cuerpo. ¿Es cruel esta tranquilidad? Quizá sí, pero soy incapaz de quedar otra vez bajo el dominio de la culpa. Imposible dejar de mirar la silueta serena y triste que me acompaña; imposible evitar conmoverme, pero imposible también renunciar a analizarla, a saberme ajeno de nuevo a las relaciones entre lo que ocurre y yo.
Abandono el periódico. Y descubro la gran ventana abierta, a nuestras espaldas. Cambio levemente de posición. Ahora entran en mi campo visual la región más luminosa del cielo y, en primer plano, el agudo perfil del hombre. Me distraigo un momento y en seguida reaparece, pesadamente, la situación. Tengo que permanecer una hora aquí, esperando que vengan por él, acompañándolo. Es la última vez que estamos juntos; me examino de nuevo, busco en algún lugar un poco de ternura, pero regreso vacío de la exploración. ¿Dónde residía la conexión que me impelía a esperar con él? ¿Cuándo nos hemos tocado o, por lo menos, coincidido? Nada, ninguna atadura. Esto hace aparecer, súbita, una sensación de furia. Oponerse, golpear. También la ira se queda en sí misma.
De pronto encienden las luces. Todo tan blanco que de nuevo deben acomodarse las pupilas. Nuestras dos figuras, fluctuantes, en la brillantez de la sala. A él la luz parece despertarlo porque se mueve con violencia, cambia de posición y, tomando mi brazo, inicia un monólogo. La coherencia de sus palabras me sorprende. ¿Acaso es definitivamente necesario dejarlo aquí, recluirlo? ¿No hay una equivocación? Sus gestos, su actitud y el contenido de las frases encierran una lógica rígida. Tenía tanto tiempo sin verlo que la idea de encontrarme en un acto equívoco me sacude. Pero ¿y su conducta anterior, su aislamiento? ¿Cómo explicarlos? No, no puedo creer en cuanto ahora hace: es una parte del trastorno, una lógica absurda dentro del caos. Un silogismo invertido. Sin embargo, sigue. Su voz precisa establece el contorno de situaciones que también yo compartí. Centellean las imágenes; sus colores puros, la afectividad de entonces, crean veloces vitrales que me atrapan. Y la gruesa voz evidencia el dominio del tiempo, el recuerdo; trato de huir de mi padre y del milagro que suscita, pero mi pensamiento está atado con ligamentos de Chiclets a las vivencias: el esfuerzo por alejarme las atrae. Al final logro liberarme. Y de nuevo queda sólo la voz narrando historias fragmentarias, que se entrecruzan en un punto único: la vida anterior del hombre que habla. Me he independizado, estoy fuera de esos recuerdos. Así, sigo durante algunos minutos el desarrollo de diversas líneas narrativas hasta que, inesperadamente, el salto vuelve a producirse: reaparece el zigzag, las palabras abren grietas; esto es ya irreconocible, no hay sílabas, es un rugido. Entonces casi puedo tocar la textura de ese pensamiento, su zumo fluctuante, insólito. Con una frase podría definirlo: pienso «Es la sombra…», pero me digo que los míos son vocablos inexpresivos, estúpidos. Se ha quedado callado; mis músculos se aflojan. ¿Estoy contento de comprobar que es ineludible su condena, que no había equivocación? Él se hunde, se hunde; está inmóvil otra vez.
Pronto habré de cumplir la entrega; dejaré al hombre en otras manos. Cuando haya salido, ya no lo habré conocido. La noche es transparente; aun los más elevados lugares de la ciudad son visibles, de sal. Las luces inciden unas sobre otras y hacen confusos los bordes. ¿Estoy también yo bajo alucinaciones? El fenómeno es efecto de la distancia y de la fuerte negrura de los árboles cercanos. Un trastrocamiento de las perspectivas. ¿Cómo concibe esto mi padre? Se me ocurre que su silencio es el producto de la más extraordinaria actividad: en tal grado percibe el cambio de las cosas que no tiene tiempo para expresarlo. Su inmovilidad: un combate.
Pienso un momento más en su éxtasis, en su prolongado exilio, y relampagueando acude la idea de que él tiene razón. Si no estuviésemos nosotros cerca de él, moriría; se dejaría morir sin saber exactamente lo que hace. Está fuera de los ligamentos, de la causalidad; es un centro donde se integra la contradicción: es la libertad, en acción. Entonces, ¿qué hago aquí? ¿Por qué intervengo e interrumpo su conducta? ¿Por qué debo esperar dos horas para internarlo? La equivocación es nuestra: de quienes lo trajeron y mía. Debo huir. ¡Cuánto he tardado en descubrir que es ése mi mejor acto hacia él! Examino inmediatamente el final de la sala, me asomo por la puerta más cercana y sólo el reflejo de un cuerpo que pasa, más allá de las últimas salas, demuestra que aún hay actividades en el hospital. La decisión es firme; regreso al asiento, me paro frente a la ventana —qué lento el tiempo: la ciudad es la misma, de sal, transparente, y no obstante yo he cumplido hechos inusitados— y luego, sin verlo, para que sea completamente anónimo, dejo a mi padre y acudo a la puerta principal. El empleado me mira, suspicaz. Yo inclino la cabeza, avanzo; la noche es musgosa y me recibe. «No puedes pensar», me digo, y tomo la amplia escalera, descendente.
2
EXACTAMENTE POR EL norte aquella ciudad, la de mi padre, limitaba con el mar. Puedo concebirla en estos momentos como un dibujo japonés, de líneas gruesas los edificios y el conjunto de las olas en trazos muy finos. Él no era marinero, ¿cómo entonces se le ocurrió participar en la travesía? Hago una marca sobre esta mesa, establezco un itinerario entre las dos manchas húmedas que deja la taza de café y reconstruyo, implacablemente, su corto viaje. Si le contara cuanto ocurrió, es seguro que Ira enumeraría diversas hipótesis para explicarlo; y cada una de sus historias implicaría una prueba diferente de su humor. Pero no le diré nada, sólo iré a acostarme con ella.
Crece violentamente la noche. En otro lugar de la ciudad algunas personas deben estar dejando a un hombre en la sala de reclusos. Yo estoy obligado a asistir y, sin embargo, desde aquí, la idea de mi deber es inconsistente, muy débil. Ruedo los dedos sobre la línea húmeda que acabo de trazar, sonrío para mí mismo (¿hay en mi ausencia, en mi alejamiento de aquel sitio donde se me espera, un acto de crueldad?) y acepto que, finalmente, no abandonaré este lugar. Afuera ocurre un impresionante fenómeno que transforma árboles, calles y rostros. Me esfuerzo por crear un pensamiento acerca de la belleza de la noche; sostengo por un momento una serie de palabras, pero en seguida quedo indefenso. Día o noche, con el cielo embadurnado de colores y texturas: nada se altera.
Mi compromiso se ha destruido: en el edificio desconocido, el hombre habrá de ser aceptado, aunque nadie aparezca para entregarlo y aunque ni siquiera él pueda explicar qué hace allí. Los otros lo habrán dejado esperándome y yo no iré. Así, las últimas relaciones nuestras, en el presente, se borran. Permanece, por el contrario, la atadura que estableció otro tiempo, pero sólo es un recuerdo, únicamente tiene que ver conmigo.
El viaje de ese hombre, el proyecto de narrarlo a Ira. He aquí mi propiedad. La historia de mi padre es asunto mío. Narrarla es estructurar, unir hechos independientes. Otra ficción.
El viaje fue previsto para el amanecer. Bajo la gran carga el barco casi desaparecía y, arriba, mirando constantemente hacia donde debería estar la isla en la oscuridad, se ubicó mi padre. En la madrugada la niebla alarga los objetos hasta integrar una masa. A la hora de partida fue difícil precisar las siluetas de los ayudantes que se acercaban: sólo en el círculo de la luz y las voces alcanzaron independencia. Y en seguida se inició el recorrido.
El secreto del agua es constante, en el mar o aquí, sobre la mesa. Transforma, recubre de sugerencias. ¿En qué medida la voluntad es únicamente oposición a este hechizo? Aun en mis nervios queda la vibración de las imágenes de aquella noche. Puedo sentir su violencia, pero sé que es producto de mi conciencia, un esfuerzo, y, tal vez, un acto imaginario, porque ignoro cómo conocí exactamente la aventura de mi padre. ¿Cuánto he añadido para intervenir también yo en ella? Así, he llegado a pensar que la marcha fue silenciosa durante las primeras horas. En la pequeña cabina, la luz verdosa del farol y el humo de su cigarrillo debieron recortar, resaltándolos, los rasgos del conductor. Una demostración de prosperidad económica para todos los viajeros, aquella travesía. Y de pronto, al amanecer, la lluvia, cubriendo con pastoso brillo el barco, precedió a la tormenta. En unos minutos, el caos; la nave quiebra las estructuras del mar, se hace verde también, aparece y desaparece y, sorpresivamente, cae en un campo de niebla donde la inmovilidad del agua introduce por primera vez el terror. Los hombres intentan mirar la superficie tensa. La tormenta se aleja, rugiente; de nuevo el silencio. Hay la posibilidad de sentir, exagerados en esos momentos, los poros de la noche, su comunicación con el mar. Y, cuando comienza a desaparecer la inquietud de los cuatro hombres, el borde de otro barco que avanza, poderoso e inesperado, golpea la pequeña nave de mi padre. La aparición de tantas luces enceguece. Llamas, rojo y azul, y el mar que comienza a dominar. Cuando el casco de la pequeña nave, girando, encierra a los hombres y la carga desaparece entre el agua, a la superficie vuelve el silencio, apenas interrumpido por los gritos de la tripulación del otro barco, ya lejano. Sin embargo, es entonces cuando la idea de su viaje, relampagueando, invade por completo el cerebro de mi padre. Bajo el mar él instaura un profundo contacto con los objetos que se esparcen, ingrávidos, y con los cadáveres, viscosos, que pasan a su alrededor. El sol viene desde el fondo del mar; es más fuerte porque conduce el sonido. A través de su luz cantan las grutas, la tierra más profunda, tal vez las sirenas… Una de ellas, de aletas putrefactas, pero hermosa, se aproxima a sus oídos. «¡Tu voz, tu voz!». El intuye la muerte, traída por la precisión de líneas góticas que el agua aplasta contra sus ojos y advierte cómo concluye, cómo desaparecen su cuerpo y su respiración.
El choque pudo parecerle un simple contacto de cristales; el mismo que ahora ejecuto yo entre la taza y el vaso. Nunca habló él sobre eso, aunque durante mucho tiempo no pudo soportar los ruidos agudos. ¿Cuánto tiempo permaneció bajo el mar? ¿Quién trajo su cuerpo, ablandado, a casa? No recuerdo haber notado en mi padre interés alguno por esos hechos; el primer día, después del accidente, se mantuvo sereno y callado en el interior del negocio. Cumplió los actos de costumbre; estuvo durante la noche fuera, incrustado en la ciudad, posiblemente repitiendo la violencia del día anterior sobre el cuerpo de alguna mujer. Pero cuando volvió, la realidad había cambiado para él; las conexiones, la causalidad, desaparecieron. Prescindió de la comunicación; mientras estuvimos juntos, no llegué a conocer su voz. Después huyó, incapaz de permanecer en un sitio único e incapaz de conocer también dónde se encontraba. Y casi lo olvidé hasta que su súbita aparición en esta otra ciudad reclama mi intervención, la ejecución de un vínculo que acabo de rechazar. Por el extremo de este local penetra un animado grupo de adolescentes. Otro acontecimiento en el que sólo puedo participar —dentro de mí mismo— como un tercero. ¿Cómo explicar que estoy detenido en medio de mi propia participación y las acciones de los demás? ¿He creado este límite irreal, soy culpable? ¿Cómo distinguir cuanto ahora ocurre —esas voces, los movimientos de esos cuerpos jóvenes— del hombre que aún puede esperar, en un gran edificio, al otro lado de la ciudad?
Alguno de los adolescentes canta. Soy un hombre maduro, cuántas cosas en mí han comenzado a detenerse.