Eduardo Sánchez Rugeles
1. La conciencia del hastío
Yo no creo en Dios ni en América. Siempre imaginé que el Paraíso y el Infierno eran metáforas infantiles. Nunca tuve curiosidad por conocer el final del cuento. Solo cuando envolví el cañón con los labios y el frío del metal me adormeció la lengua me pregunté por el posible contenido de la muerte. Si el discurso sobre los premios y castigos es verdadero, entonces estoy perdido. Me intimida la posibilidad de un juicio. Mi problema es que tengo la conciencia llena de mierda.
La culpa pide el derecho de palabra. Sé que mi testimonio puede resultar ofensivo para todos aquellos que se empeñan en otorgar un valor a las cosas, para los necios que creen en la buena fe o en la triste leyenda de las dignidades humanas. Solo puedo decir que las circunstancias jugaron en contra. En ese tiempo, todo estaba prohibido, todos los lugares de la ciudad eran peligrosos y todas las personas que tropezábamos en la calle podían tener la intención (manifiesta u oculta) de hacernos un daño irreparable. Estábamos condenados al hastío. Siempre me pareció ridícula la rutina de reunirse en centros comerciales o hacer vida social en Farmatodo. Mis amigas y yo decidimos crear un mundo aparte. Sin pedir permiso, fundamos nuestra propia burbuja. Lo que pasó después fue que la vida se torció… Pero, a fin de cuentas, la vida siempre se tuerce. Cacá se convirtió en una mujer honorable, Lorena se perdió en la moda pasajera de la diáspora y Eliana fue asesinada en circunstancias extraordinarias.
2. La historia oficial (los hechos)
La historia oficial es sencilla. Ocurrió hace diez años. El lunes 10 de septiembre de 2012, una semana después de la masacre de los estudiantes de la Universidad Metropolitana, encontraron el cuerpo. La víctima, hallada en el apartamento 5C del edificio Viento Fresco, ubicado en la calle 4 de la urbanización Terrazas del Ávila, fue identificada como Eliana Bloom (18), citaron los periódicos. En tiempo récord de cuarenta y ocho horas, oficiales rechonchos resolvieron el caso. El responsable del asesinato fue el profesor Santiago Arismendi. Abstract: Violación. Homicidio calificado. Indignación tuitera. Cautiverio. Fin. Semanas más tarde, alguna publicación amarillista informó en un recuadro pequeño (sin fotografías) que Santiago Arismendi, condenado por los códigos éticos del patíbulo latinoamericano, desapareció en el infierno de Yare. El linchamiento, sin embargo, fue una noticia irrelevante. Cuando eso sucedió la ciudad había olvidado por completo a Eliana Bloom y al llamado Monstruo de Terrazas del Ávila. La euforia patriotera, el sempiterno debate político, silenció el episodio. Lo que le pasó a Eliana (lo que le pasó a Santiago Arismendi) se perdió en el laberinto de la desmemoria.
3. La boda de Caca / La ausencia de Lorena
El Aire de Bach anunció el número de circo. Carmen Casas, Cacá, entró a la iglesia Nuestra Señora de Chiquinquirá acompañada por su padre, el ludópata Eleazar. Un grupo de niños con retardo encabezó el cortejo. Las amigas de Carmen, anegadas en lágrimas, ostentaban emociones vulgares. La sala estaba llena de extraños. Hacía mucho tiempo que Carmen y yo habíamos dejado de ser amigos. Teníamos más de diez años sin mirarnos a la cara ni dirigimos la palabra. La decisión de asistir a la boda fue una deliberada impertinencia. Pensé que sería la excusa ideal para encontrar a Lorena. Sabía que estaba en Caracas. Semanas atrás, comentó en algún muro de Facebook que asistiría a la boda. El rumor sobre el matrimonio de Cacá circuló con entusiasmo por las redes sociales; conocidos comunes redactaron ridículas esquelas. Nadie conocía nuestro secreto. Muchas personas pensaban que nos habíamos distanciado por el efecto letárgico del tiempo.
La pareja avanzaba con expresión extática. El viejo Eleazar, encanecido y amarillo, parecía borracho, hepático. Se morirá en menos de dos meses, pensé. Me senté en la última fila, lejos del bullicio. Uno por uno, observé a todos los presentes. Lorena no estaba por ninguna parte. La mirada de Carmen, solo por un segundo, se cruzó con mis ojos. Quise creer que mi presencia le revolvió el estómago pero, la verdad, no le dijo nada. Siguió caminando sin inmutarse. El novio, un italiano con aficiones metro, la recibió con un beso en la frente. Terminó el Aire. El cura improvisó un intrincado monólogo sobre el significado del destino. Salí. La memoria, entusiasmada con la lluvia, me llevó de la mano a un territorio prohibido. Mi aparición en la iglesia fue una decisión desafortunada e hiriente. El encuentro con Carmen (y la ausencia de Loló) resultó más desagradable de lo que había previsto; su clara indiferencia me provocó una hemorragia interna. Los novios posaron ante un amanerado fotógrafo de ¡Hola! Venezuela e improvisaron una sonrisa. ¡Qué triste!, me dije. Me burlé de la expresión. La memoria es aficionada al cinismo. Sí, Alain… Mira-qué-triste, repetí en medio de la epifanía.
4. Mira-qué-triste
«Mira-qué-triste la vida de…», gritaba Eliana. Las carcajadas de Carmen, estridentes y contagiosas, anunciaban el comienzo del juego. La nuestra fue una infancia sedentaria. Todo lo que vivimos ocurrió en el patio del colegio. El hastío cotidiano nos obligó a establecer nuestras propias leyes y fronteras. Nos acostumbramos a vivir en cautiverio. Detrás de las rejas solo había malandros, selva y desierto. Cuando pienso en esos años bostezo con desgano. La niñez es sinónimo de tedio, de malestar. El letargo (la falta de interés por cualquier cosa) forzó la empatía del grupo. Puede que nuestra malicia, en el fondo, fuera consecuencia directa del aburrimiento.
Nunca tuve amigos hombres. En la escuela primaria, ninguno de mis compañeros se atrevía a dirigirme la palabra. El machismo, entonces, era un honorable paradigma. Nadie quería hablar con Alain Barral, el mariquito amigo de las putas. Porque mis amigas, desde el jardín de infancia, tenían fama de putas. El escándalo les fascinaba. Nada les gustaba más que avivar el rumor de nuestra promiscuidad supuesta. Hacer que las maestras y los representantes hablaran mal de nosotros o nos señalaran con indignación era el más preciado pasatiempo.
«Mira-qué-triste la vida de…», insistía Eliana. Estábamos tirados en el piso, el cabello de Loló resbalaba entre mis dedos cariñosos. Carmen, con las piernas abiertas, se explayaba sobre mi cintura. Nos gustaba enredarnos los unos en los otros y observar el cielo gris (eternamente gris) de la ciudad de las tormentas. Mi memoria de Caracas es la memoria de la lluvia. Todos mis recuerdos están pasados por agua, velados por los aguaceros que cada quince días desbordaban el Guaire. Los profesores, aquella masa de hombres y mujeres inútiles, eran las víctimas ideales de nuestros stand-up comedy. No teníamos otros referentes. La prisión (la escuela) era la única experiencia del mundo. Todos nuestros maestros, alguna vez, protagonizaron episodios de Mira-qué-triste.
«Mira-qué-triste la vida de…». «¡La profesora Edelmira!», dijo Lorena. Carmen no pudo controlar la risa. Escupió parte del refresco. Su saliva colorada me empapó el rostro. La profesora Edelmira atravesó el patio, subió las escaleras. Era una mujer menuda, pequeña, cuarentona. Tenía el cabello corto, marchito de canas. Carecía de rasgos de feminidad. Nunca sonreía. Biología, la materia que dictaba, era un conjunto irreverente de cuestionarios, fórmulas, teorías y caletres. Nuestro juego consistía en imaginar la rutina de la víctima, en describir sus pobrezas esenciales, sus soledades y lamentos domésticos, sus dolores de vientre, sus diarreas matutinas, sus risas tontas viendo, en diferido, algún programa de concursos. Lorena acostumbraba comenzar el inventario de agravios. Los relatos se enriquecían con distintos aportes. Todos participábamos. «¿Creen que se masturbe?», preguntó Loló. Eliana respondió con seriedad: «Una vez, en la despedida de soltera de su prima, la secretaria, se ganó un vibrador. Los fines de semana se emborracha sola y juega con él hasta quedarse dormida. Tiene tiempo que no lo usa porque se le acabó la pila». «¡Marica! ¡Me voy a hacer pipí! —gritaba Carmen. Intentaba hablar pero la risa se lo impedía—. Me estoy imaginando… —y se atragantaba—. Me estoy imaginando…», reincidía. La carcajada se tragaba sus palabras. Eliana continuaba con la descripción: «La última vez que se masturbó, hace como tres meses, le quitó las pilas al control remoto del televisor. Estaban vencidas, anaranjadas por el óxido, pero igual funcionaron. La profesora Edelmira las cambió y se masturbó sin lavarse las manos. Tres días después sufrió una infección urinaria. Durante una semana tuvo que ponerse una pomada en el clítoris y, para evitar el ardor, le recomendaron que orinara con catéter». La Coca-Cola de Carmen, nuevamente, me explotó sobre la cara. Verla reír era una fiesta. Lorena siempre esperaba mis aportes, decía que tenía la imaginación más delicada del mundo. Nunca me sentí mal por recrear las rutinas de aquellos impotentes. Pensaba, entonces, que la pobreza que ilustrábamos era verosímil, que no le hacíamos daño a nadie al esbozar borradores de miseria. Venezuela, en aquel tiempo, era la tristeza clonada. Si alguien quería ser feliz o tener una esperanza, debía hacer la cola en cualquier embajada o resignarse a pagar un impuesto. Nuestros profesores eran coleccionistas de derrotas, voluntades envilecidas y mal pagadas. Muchas veces pensé que las cosas que contábamos en Mira-qué-triste eran menos dramáticas que las que ocultaba la vida real. «¡Dinos algo, Alain!», insistían las muchachas. El día que destruimos a la profesora Edelmira les conté cualquier cosa; dije que esa pobre mujer, diluida en sus problemas personales, quemó con la plancha su único vestido de fiesta (un regalo de su hermana mayor enferma de lupus). Dije que, desde hacía más de dos meses, no había tenido tiempo para ir a Farmatodo a comprar champú, jabón y pasta dental, por lo que asimiló con estoicismo su problema de caspa, se bañaba con jabón azul y se cepillaba los dientes con bicarbonato. «¡Marica, me meo…! No puedo más», era la muletilla que Carmen solía citar antes de salir corriendo. «¡Qué malo eres, mi Alain!», decía Eliana acariciándome la cara, besándome en los labios. Siempre pensé que Mira-qué-triste era un juego inofensivo y pasajero, una actividad con la que entretenernos en el tiempo muerto del recreo. Aquellos relatos eran un producto de ocio y consumo interno. «¡Qué vida tan triste, chama!, —cerraba Lorena—. ¡Qué triste la vida de la profesora Edelmira!».
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