Boris Izaguirre
CAPÍTULO 1: MALABARES
El salón de ensayos de la Academia y Ballet Nena Coronil quedaba en la planta baja de una inmensa casa colonial en lo alto de La Florida, la que había sido una de las mejores urbanizaciones de Caracas. La casa en sí parecía una réplica tropical del Partenón, con frisos calcados a los que se conservan en el Museo Británico solo que más coloridos, por lo tropical. Esos colores, aun brillantes, tenían pequeñas marcas del paso del tiempo. No es común que un edificio sobreviva en esta ciudad, pero este había conseguido atravesar décadas favorecido por alguna ley patrimonial. Allí sería el funeral por Belén Lobo. Mi mamá. Las dos maneras que a lo largo de cincuenta años tuve para llamarla. Las dos mujeres que había sido para mí.
Fran, siempre Fran, me acompañaba en la subida por el empinado jardín. Parecíamos los Pet Shop Boys en el funeral de alguna princesa europea. A un lado se arremolinaban los periodistas, gritando mi nombre como si estuviera en una alfombra roja. Fran quiso decirles algo y le sujeté fuerte. Me daba igual que para ellos esto no fuera un funeral. «Boris, Boris, tú como paladín del saber estar, ¿cómo se entierra a una madre?». Era insólito. «Es el favorito del programa, ¿piensa abandonar?». Miré, como tantas otras veces, al otro lado. Y allí me sorprendieron las fragancias de los limoneros de ese jardín y los pequeños bulbos de malabares abriéndose camino debajo de los ventanales de la mansión. Los olores de mi infancia, cuando llegaba aquí junto a mi padre a buscar a Belén después del colegio.
—Los malabares —empezó Fran, como si le invadiera un cuerpo extraño.
En el resto del mundo estas flores se conocen como gardenias, solo en Caracas, que es tan dada a la exageración, se les refiere de esa forma, malabares, para tener suficientes vocales para abrir y cerrar la boca creando un chic o glamour extra. Fran parecía incapaz de contener un llanto melodramático.
—Con calma, amiga —ordené—. No vamos a empezar a llorar antes de saludar a mi padre.
—Belén los adoraba —siguió Fran con una nueva voz entrecortada—. Es curioso, esta no es época de malabares —susurró.
—Fran, es noviembre y ha llovido y los malabares florecen entre octubre y enero.
—Te lo estás inventando.
—Fran, para. Intentemos un poco de…
—Normalidad para nada. ¡Estás viendo la que está montada, muuujeeer! Detesto la normalidad desde que tengo uso de razón —sentenció como solo él sabía hacerlo.
Soy escritor y presentador de televisión y, de momento, finalista de un show de telerrealidad con celebridades en apuros económicos y psicológicos. Fran había bajado a buscarme al aeropuerto Simón Bolívar, un lugar en el mundo absurdamente blanco. El único color lo ponen el mar Caribe, al fondo de las pistas, y los aparatosos retratos de Hugo Chávez abrazando niños, libros o aves de colorido plumaje. Cada retrato lleva una frase que habla mucho de la Revolución y del Compromiso pero donde jamás se lee Bienvenidos.
La auténtica bienvenida te abofetea apenas sales de la aduana, cuando el aire acondicionado deja de existir y te invade la realidad: todos los que esperan a sus familiares parecen un cuadro, mezcla de mercado en Katmandú con pícnic improvisado el primer día de rebajas. La desigualdad social ofrecida como emblema de la ciudad. La Guardia Nacional parece escoger sus cadetes más desfavorecidos para que sean los primeros venezolanos que veas y entonces desees retroceder y volver al avión.
La ventanilla de una importante camioneta, por tamaño y altura, bajó al verme cerca.
—Mujer, deja esa cara de asustada. Acabas de irte hace nada —dijo Fran, con su característico mote para todo el mundo desde los años ochenta. Fueras hombre o mujer, para él eras solo mujer y, además, muy pronunciado. Muuuuuujeeeer.
—Frambuesa, estoy muerta. —Siempre que nos reuníamos, adoptaba esa manera de hablar en femenino.
—No, mi vida, la que está muerta es Belén, libre ya por fin de este injusto dolor. —Puso voz de mando, de Generalesa—: Ponga rumbo a casa de los señores Beracasa, Gerardo.
Me impresionó escuchar, siempre de forma inesperada, ese nombre. Gerardo. Gerardo, un fantasma, un dolor. «Gerardo, déjalo, ya está bien». Fran se dio cuenta de mi asombro ante la coincidencia de nombres. Y el nuevo Gerardo decidió quebrar el hielo diciéndome:
—Mi sentido pésame por su pérdida. Estoy seguro que, desde el cielo, su mamita le va a ayudar a ganar el reality.
Estreché la amplia y fuerte mano de ese Gerardo y observé el grosor de sus antebrazos, parecían dos llaves inglesas. Seguro que Fran le habría hecho un catálogo con poquísima ropa. Es uno de los fotógrafos más conocidos de la ciudad. Algunos de sus modelos se han vuelto celebridades, incluso mitos hollywoodenses. Pero él permanecía en Caracas. «No encontraré esta luz en ninguna otra parte», decía en sus entrevistas. En mi opinión, se ha quedado más por antebrazos como los de este Gerardo.
Superados los malabares, mi hermano mayor, su esposa y su hija, Valentina, se acercaron a nosotros con cara de querer saber qué nos había hecho llegar tarde al funeral de mi madre. Los abracé y al hacerlo observé a mi padre. Había perdido peso. Mantenía su sonrisa y se sujetaba a quienes le daban sus condolencias como si ellos fueran el viudo y no él. Sonreí. Estaba haciendo exactamente lo que mi mamá había indicado. «Ya no lloro», le escuchamos papá y yo decirle a su doctora cuando esta le informó que el tratamiento no había resultado. «Antes lloraba por casi todo. Ahora no». Papá y yo, sin decirnos nada, asumimos que sería una falta de respeto hacia ella llorar en su despedida.
—Boris —dijo bajando un poco la voz, como si fuera a compartir un chisme—, igual que dirías tú: Está todo el mundo. —Dejó escapar una risa—. Irma y Graciella, un poquito operadas. Tus amigas del Miss Venezuela. Todo el mundo dice que Sofía va a venir. No es un funeral. Parece un cóctel —confesó escondiendo una sonrisa.
Fran dejó escapar un sí demasiado sonoro.
Muchas veces he descrito en mis libros a Caracas como la capital internacional de las bodas, porque durante el tiempo que fui caraqueño no dejé de asistir a eventos matrimoniales completamente exagerados en cantidad de invitados, comidas y desaciertos de vestuario. Pero ahora, en el funeral de mi madre, confirmaba que las despedidas a los seres queridos le otorgaban otra segunda capitalidad. El funeral como otra fiesta, un momento en el que la cantidad de dolientes mezclaba deudos auténticos con los que asisten para agregar mayor espectáculo a esta forma de despedida. Pensé que mi madre se sorprendería, quizás no le agradaría tanto, pero al final, como en mis fiestas de los ochenta, se quedaría a observar. Cuantas más personas nos rodeaban a papá y a mí, cuantos más nombres y figuras importantes de la cultura, la literatura, el ballet y el cine y la televisión venezolanos distinguía, más consciente me hacía de la importancia de mi propia madre y más temía por que esas dos personas que nunca sé cómo recibir aparecieran en el tanatorio. Ni siquiera me atrevía a pensar sus nombres para no soltarlos, pero creía que estaban escritos en cada mirada de cada pésame. Esa madre y ese hijo.
Fran insistió en subrayar la relevancia que iba cobrando el evento.
—Mujer, mujer, es que de verdad está ¡todo el mundo! Mira tu papá cómo les agarra la espalda a las presentadoras del Miss Venezuela —señaló.
—La gente le hacía lo mismo a mi mamá para comprobar si llevaba faja.
—Es que ni el cáncer pudo quitarle su belleza —dijo y de repente contuvo el aliento—. Mi amor, allí están ellas.
—Dios mío, Fran, ¿quiénes?
—¡Ese ejército de locas! ¡Han venido todas juntas!
Fran llevaba razón. Eran un ejército, sí, de hombres desordenados, por tamaño, conducta y vestuario pero todos muy sonoros, en verdad escandalosos. A veces llamándose por sus nombres de pila. Y otros, por los de guerra. Lucio, Marcos. Bienvenido y Mal Hallado (que eran pareja y llevaban casi treinta años juntos), Elías, la Mata Hari de Barlovento (como llamaban al pobre Fernando, que era muy delgado y negro) y Alexis Carrington del Valle, como también llamaban a mi querido Modesto, que de verdad se llamaba así y era el último en incorporarse a la banda, dando vueltas sobre sí mismo y con la mirada fija en lontananza como hace Giselle cuando aparece en el primer acto y sabe que su vida va a cambiar. «No halla lo que hacer para llamar la atención», dijeron los otros amigos.
Me acerqué a él y le tomé las manos como si yo fuera el Príncipe Albrecht, el que se enamora de Giselle, y aproveché para revisar su vestuario. Los pantalones negros más ceñidos de la historia, una apretadísima camisa negra, con el cuello abierto para enseñar todos los collares de oro sobre su torso velludo. Todo en él era tan viril menos… ese gran más que era toda la feminidad que era capaz de generar. Y exagerar. Los otros, que siempre se empeñaban en ridiculizarle, se detuvieron en seco buscando que, entre sus vueltas y aspavientos, Modesto se viniera al suelo. Pero, ay, no conocían de verdad a Alexis Carrington del Valle: antes de caer, lo evitó cuadrándose como si fuera una de las Miss Universo venezolanas. Y entonces sí que hubo aplauso. El funeral de Belén acababa de volverse un programa de tele de alguna cadena muy gay friendly.
—Boris, amado nuestro, disculpa a la Presidente que es así de fuerte —dijo la Mata Hari de Barlovento. Me reí, de buena gana, quizás por haber contenido tanto llanto.
—Dejen de llamarla la Presidente, que ella es y siempre fue Alexis Carrington del Valle —exigí.
—Hijas de puta, que querían que me dejara los dientes. Siempre te interesa muchísimo, Mata Hari de Barlovento, recordar mi pasado de portera, ahora que soy presidente de mi compañía de diseño de interiores —dijo con el tono más fuerte que podía alcanzar—. De todas ustedes, soy la que más alto he llegado.
—Claro, mi amor, vives en el penthouse más caro… —sostuvo la Mata Hari.
—Pero todos los domingos voy al Valle a visitar a mi gente —terció Alexis Carrington refiriéndose a una de las zonas más densas y socialmente conflictivas de la ciudad, donde había nacido y por eso lo llevaba adscrito a su mote—. Qué maravilla de lugar, Boris, toda mi vida quise entrar aquí dentro —soltó regresando a ser Modesto, con su voz gruesa de camionero tan contrastante con su vestuario saturado de tendencias masculinas y femeninas.
—Con todo lo femenina que eres, Alexis Carrington del Valle, nunca aprenderás que solo se pueden combinar dos tendencias a la vez.
—Frena el carro, Mata Hari de Barlovento. Cada detalle de lo que llevo es para honrar a Belén, que fue una madre para mí —sentenció mirándome muy fijamente y dejando caer una lágrima.
Fran intentaba contenerlos —«Mujeres, mujeres, es un funeral, no el Orgullo Gay»— pero ellos no podían evitar elevar sus voces, agudas y graves, hasta esdrújulas, más que el resto de los presentes. Lanzar Ohs y Ahs cuando veían la concurrencia. «Qué horror de pelo lleva Marisela Hermoso», vociferó Mal Hallado, que según él «no filtro, mi amor, y por eso no salgo a la calle, pero es un desastre de pelo. ¿Qué pasó?». «Su peluquero huyó a Miami, querido», remató la Mata Hari de Barlovento. «En cambio, a Emilia Torresfuertes, que dicen que se está quedando ciega, la visten muy bien. Está impecable». «Aunque ese Chanel sea del año que naciste, Alexis». Risas, silencios, manoteos, palmadas, un amago de imitación de esa entrada de Alexis Carrington del Valle al funeral y de pronto había que regresar al salón y volví a recibir el embrujo de los malabares sumándose a esta insólita celebración.
Sofía entró acompañada de su hija, los flashes y un grupo de personas que la aplaudían y también la acariciaban como si fuera una figura milagrosa. Me cogió por los brazos, como siempre hacía cuando estábamos en público.
—Acabo de hablar con Gabriel —dijo con mucha suavidad, midiendo la importancia de sus palabras—. Quizás no sea el momento…
Me asombró su vacilación.
Me entregó una carta. De Gabriel, enviada a ella, aquí en Caracas. La abrí. Era una nota firmada por nosotros dos, por él y por mí. «Unidos por el caos». Sofía me miraba con lágrimas y conservé el papel.
La algarabía regresó a una cierta normalidad fúnebre cuando escuchamos el ruido de unos neumáticos rozar la gravilla de la entrada. Fran se puso muy rígido. Mi papá también. Yo me sostuve del brazo velludo de Alexis Carrington del Valle, que muy serio dijo:
—Es un coche oficial.
Escuché el clic, clic, clic de los fotógrafos disparando hacia mí. Me coloqué unas gafas oscuras, aprobadas por la mirada de Alexis. Sentí el pie que emergía del coche como si fuera un golpe. Y el siguiente paso, igual. Y el gesto de abrocharse el único botón de la americana, como algo que estallaba en mi interior.
—Coño —soltó Alexis—. Se comporta como si fuera su mamá.
—No creo que Altagracia se atreva a venir —dije.
—Pues él sí lo ha hecho, amiga.
No me iba a mover de mi sitio junto a Alexis y me di cuenta que casi todo el grupo se reunió junto a mí, casi como escudo. Mi hermano mayor decidió aproximarse al recién llegado y saludarlo. Y, entonces, él se quitó sus anteojos oscuros y allí estábamos otra vez todos juntos. Mi hermano, él y yo.
Todo el mundo estaba tenso. El funeral era ahora susurros, murmuraciones. «Su madre le ha conseguido el puesto. Siempre ha sido así». «Vino sin la esposa». «Pobre Boris». El último comentario me alertó. No, no era pobre Boris. Por eso fui hacia él y el resto se apartaba, dejándonos solos.
—Gracias por venir, Gerardo —dije extendiendo mi mano y mirándole a los ojos. Los faros, el azul más intenso, un océano peligroso.
Intenté volver a mi lugar y él me sujetó con esa fuerza que en todos estos años, todos estos recuerdos, fue un importante ingrediente de los melodramas que escribí y también de los que nunca escribí. Seguíamos solos pero observados. «Son como el país, divididos ideológicamente pero unidos por una madre», escuché decir a Alexis Carrington del Valle.
—Te conozco tan bien —dijo Gerardo—. Rodeado de gente, cualquier tipo de gente, para que nadie se acerque a ti.
No respondí nada, me quedé callado. Era siempre así. Prefería que esta conversación sucediera en otro momento. O no sucediera.
—Nunca me has dado un chance —dijo—. Por eso estoy aquí.
Miré hacia delante e insistí en callar.
—Gerardo, ya está bien —dijo mi hermano.
—Gerardo, déjalo, ya está bien —solté. Era el orden correcto de la frase. La frase que volvía, siempre volvía, cuando él aparecía.
Gerardo bajó los ojos. Me alejé. Delante de nosotros se elevaron las cámaras y los móviles y, con mucha mala suerte, vi en uno de ellos a Gerardo, todavía a mi espalda, insistiendo en quedarse. Alto, serio, la ofuscación haciéndolo aún más masculino. El hermano enmascarado de Meteoro.
Mi padre y yo viajamos juntos en el coche que nos devolvía hacia la Quinta Nancy. La ciudad empezó a desfilar ante nuestros ojos. Los árboles en la mitad de la calle, crecidos como si una mano temblorosa arrojara sus semillas sin orden, tamizando la luz del sol y volviendo verde el asfalto. Al otro lado, la cercanía de las montañas, que son en realidad una sierra bajo un mismo nombre, El Ávila. El verde de sus tierras iba poniéndose morado a medida que el sol se volvía más débil. Por encima de sus picos, el cielo inyectado de ese azul, como el de los ojos de Gerardo pero mucho más limpio e infinito. Suspiré, siempre lo hacía cuando miraba mi ciudad. Tanta belleza alrededor de cosas tan feas. Los edificios sin valor arquitectónico, las favelas creciendo al fondo de la autopista, todos los coches con vidrios tintados, como si fueran un ejército de vehículos funerarios, reflejando en sus superficies ese cada vez más extenso paisaje de desigualdad. Esa imposible realidad de naturaleza maravillosa vigilando el oscuro desorden donde la ciudad agita el melodrama y la violencia como si fueran sal y pimienta.
La mano de mi padre estuvo sujeta a la mía todo el trayecto. Juntos vimos las filas de personas, más o menos bien vestidas, haciendo cola para comprar lo que fuese de alimentos, mendigar cualquier medicina, aunque fuera una aspirina. Alineados delante de establecimientos con sus nombres incompletos por una letra de neón extraviada. Merc do. F rmaci. int re ia. Palabras vaciadas, letras robadas. Delante de un contenedor de basura, una familia, la madre, el padre y dos hijos, se turnaban para rebuscar en su interior comida, medicinas, cartones. O esas letras extraviadas, quise pensar. «No sé en qué momento nos convertimos en esto, Boris», había dicho Belén en esa última conversación. Quizás sí, lo que sucedió, su muerte, fue lo mejor. Ella se había ahorrado ver más deterioro en la ciudad donde nació.
—No voy a dormir aquí —dijo mi padre—. Iré a casa de los vecinos, esperan que tú hagas lo mismo.
—Prefiero quedarme en la Quinta Nancy, papá.
—Comprenderás que no puedo dormir en el mismo cuarto donde vi morir a tu madre.
—Claro que lo comprendo, papá.
—Es una enfermedad espantosa, Boris —empezó a hablar muy lentamente—. Tardaré una vida entera en olvidar las cosas que vi. Por eso no puedo entrar ahí.
—Lo entiendo, papá. Pasará. Tome el tiempo que tome, pasará. Colocamos una buena parte de los arreglos florales sobre la mesa del comedor, para recordar los nombres de quienes los enviaban y agradecer mañana, pasado mañana, la semana que viene. Se veían como mis amigos en el funeral: llamativos, exagerados. El comedor siempre fue el corazón de la Quinta Nancy. Centro de discusiones, mesa redonda de grandes verdades. Tres paredes y un jardín cubierto de helechos mimados por mi padre y también por Belén. Un cuadro naíf sobre el mueble auxiliar, en la pared de la izquierda. El aparador setentero, sin puertas, para las vajillas y licores, en la pared de enfrente. Y esa otra pared, la que evité mirar, donde siempre estuvo, colgado, reinando, Tiempo de tormentas.