José Gil Fortoul
The imagination of a boy is healthy, and the mature imagination of a man is healthy; buy there is a space of life between, in wich the soul is in a ferment; the character undecided, the way of life uncertain, the ambilion thicksighted…
Jokn Keats, Prefacio de Endymion
ALMAS INQUIETAS
… Muy jóvenes, muy amigos, unidos por la recíproca atracción de sus inteligencias, por más que se dedicaran a carreras y ocupaciones distintas: los unos, cursantes de derecho o de medicina en la Universidad Central; los otros, empleados de comercio, habían establecido una especie de círculo nocturno en la Plaza Bolívar, donde comentaban los sucesos del día, formaban proyectos literarios, hablaban del Gobierno y discutían los problemas políticos de la actualidad, antes de marcharse cada cual al teatro, al club del Ávila, a la sociedad de «Amigos de la Ciencia», a un baile, a hacer visitas, o a dormir.
Casi todas las noches, al dar las ocho el reloj de la Catedral, uno de ellos se sentaba en el sitio de costumbre — la Avenida occidental de la Plaza — a esperar a los otros habituados. Estos acudían en número notable las noches del domingo y el jueves, noches en que la Plaza estaba animadísima con motivo de la retreta.
Allí nacían las revistas de reacción literaria y los diarios de oposición política, que habitualmente no duraban más de uno o dos meses, por falta de lectores las primeras o voluntad de la policía los segundos; lo mismo que las sociedades científicas, que morían con igual rapidez, porque sus miembros no pagaban las cuotas mensuales o porque cambiaban muy a menudo de propósitos. Pero si los periódicos y sociedades tenían vida efímera, el circulo de la Plaza Bolívar duraba siempre, como que bastaban dos concurrentes para entablar una discusión y pasar el tiempo.
El jueves 24 de febrero de 18… habían comido juntos tres de los más asiduos, y al salir del restaurant de París se encaminaron instintivamente a la Plaza, pidieron tres sillas a uno de los chiquillos encargados de alquilarlas y se sentaron a oír la retreta y a hablar de literatura.
Enrique Aracil, Ernesto Arnould y Guillermo Lodi eran amigos íntimos, no obstante la diversidad de sus temperamentos y la divergencia, que llegaba a veces hasta la oposición, de la filosofía práctica con que cada cual consideraba la vida y se juzgaba a sí propio. Quizá la circunstancia misma de estar el ideal del uno muy lejos de los ideales de los otros dos, contribuía a acercarlos y a mantener entre ellos un cariño fraternal. Sus discusiones no llegaban nunca al apasionamiento, sino que se circunscribían al tiroteo cortés y espiritual de las conversaciones de salón. No pudiendo ser rivales, no aspirando al mismo fin por los mismos medios, sus vidas seguían lineas paralelas, y con el tiempo sus relaciones se hacían cada vez más cordiales.
Aracil era estudiante de derecho y de medicina, circunstancia que le valía a menudo bromas pesadas de parte de algunos de sus condiscípulos: pero él explicaba sus dobles tareas diciendo que su propósito no era dedicarse preferentemente a ninguna especialidad científica, sino adquirir la mayor suma posible de conocimientos para que sirviesen de base filosófica a sus producciones literarias. En sus estudios procuraba emplear siempre el método cartesiano, sin respetar ningún postulado ni enrolarse en ninguna escuela, y en sus escritos revelaba una forma de ingenio singularmente compleja en que se combinaban por partes desiguales el dilettantismo sensacional de Stendhal y el panteísmo lírico de Göethe, la nerviosidad enfermiza de los Goncourt y la desolada tristeza de Huysmans, con la preocupación, mal disimulada a veces, de expresar pensamientos sarcasticos o crueles en un lenguaje complicadamente artístico.
En poco tiempo, sus ensayos, publicados al principio por los efímeros semanarios de estudiantes, y después por un gran diario complaciente, le habían dado autoridad y renombre. Los jóvenes empezaban a aplaudir su triunfo y los escritores de fama empezaban a protestar; pero los aplausos de los primeros no eran todavía unánimes, porque muchos no encontraban sus escritos suficientemente agresivos, y sobre todo, creían que el autor temía o desdeñaba las cuestiones de actualidad política; y las protestas de los escritores de fama no llegaban hasta el ataque directo, con la esperanza quizá de atraer a sus escuelas al joven pensador.
Cosa extraña: donde la reputación de Aracil se había hecho más extensa era entre las lectoras, cuyo número aumentaba cada día, aunque la generalidad fingiese en público no conocer los atrevimientos de lenguaje ni las teorías inmorales con que, al decir de algunos papás y maridos viejos, aquél procuraba llamar la atención, y aunque, en realidad, fuesen muy pocas las que comprendían y apreciaban los propósitos del pensador y los refinamientos del artista. Su popularidad entre las mujeres venía probablemente de que él no se parecía a ninguno de los escritores en boga, y esto despertaba la curiosidad de las almas inquietas o volubles. Aracil creía mas bien que sus producciones, especialmente sus poesías, eran del todo antipáticas al mundo femenino, porque rarísima vez las aplaudían con entusiasmo cuando, obedeciendo a la inveterada costumbre caraqueña, se veía obligado a hablar o declamar a los postres de una comida. Los otros poetas obtenían siempre triunfos más ruidosos…
Arnould era un clubman a la inglesa, con ribetes de hombre de mundo parisiense. Hijo de un banquero muy rico,había viajado mucho por Inglaterra y Francia, y se dejaba dominar con frecuencia por la manía de no hablar más que de turf, five o’clocks de grandes mundanas, intrigas de teatro y aventuras con horizontales, por mas que tales cosas fuesen casi desconocidas en Caracas. Muy inteligente, sin embargo, a pesar de su manía, y perfecto caballero así en el hablar como en el vestir, Arnould triunfaba en los salones.
Lodi, estudiante de medicina, era un corazón tranquilo y un espíritu sereno, ávido de sensaciones voluptuosas, pero experto en paralizarlas o renovarlas en el instante mismo en que empezaban a adquirir violencias pasionales, Creía sinceramente que vivir es cosa muy dulce cuando se es joven, rico e ilustrado, y practicaba su sensualismo amable recitando a diario los versos de Lucrecio:
Suave, mari magno turbantibus equora ventis,
E terra magnum alterius spectare laborem…
Con motivo de un artículo publicado la noche anterior, en el cual se hablaba con elogios de Aracil, sus amigos le preguntaron cuando aparecía su nuevo libro:
— Tengo seis meses para pensarlo y escribirlo — contestó Aracil —. Quizá una novela cuya acción se desarrolle durante la guerra federal; o bien una crítica sobre la novela rusa, que tanta boga empieza a adquirir en Francia.
— ¡Diablo! — exclamó Arnould. —¿Qué relación encuentras tú entre dos asuntos tan lejanos el uno del otro? Pensar al mismo tiempo en el general Falcón y en el conde Tolstoi, es más original que pensar, como Renan, en los profetas de Israel y en los socialistas europeos, en la misma pagina.
— ¡Eh, querido! — replicó sonriendo Aracil. — Tú abusas de la crítica. Ciertamente que yo no encuentro relación alguna entre nuestros campesinos y los rusos; pero he podido pensar a un tiempo en dos proyectos distintos, en dos asuntos más apartados el uno del otro que lo están Venezuela y Rusia. No estoy satisfecho de mi primer libraco, y busco otro rumbo, ¿Cual? No lo sé todavía, y por eso busco. Lo original es que el editor, el buen viejo Serrano, si esta contento. Ha vendido quinientos ejemplares en poco más de seis meses. Eso constituye aquí un éxito… Pero el triunfo del editor no es siempre un triunfo para el autor. A menudo un libro insignificante apasiona al público, y el libro donde palpita y vive un alma pasa desapercibido.
—— Eso viene — observó Lodi — de que lo mejor de nuestra alma es rara vez comprendido por la muchedumbre anónima. El arte no es democrático.
— Cierto, quizás — continuó Aracil — y ello constituiría un tormento insoportable, si la vida literaria no tuviese paréntesis deliciosos: los periodos de la gestación, el tiempo que se vive acariciando la concepción, fijándola en el papel bajo formas artísticas. Antes y después de la fiebre creadora, el artista vive en períodos anormales, en estados casi patológicos. Su estado normal es una especie de sonambulismo. Hay días en que el cerebro esta vacío, los nervios tranquilos, el alma indiferente; y de pronto, el hecho más insignificante, la circunstancia más imprevista, rompe aquel inestable equilibrio y nos arroja en el mundo de los sueños, de las ideas, de los proyectos confusos. Cierto perfil de mujer contemplada un sólo instante en un salón, en la calle, en un paseo; cierta inflexión de voz en la conversación con un amigo; la anécdota insulsa leída en un diario… todo lo que produce en el espíritu una vibración cualquiera, puede determinar el sonambulismo y la concepción de una obra; y desde este instante no sé vive como los demás hombres; otro mundo se abre ante los ojos, el mundo en que se mueven los personajes, se desarrollan los sentimientos, se chocan las pasiones que deseamos analizar; y para la inteligencia se empieza la lucha, paciente unas veces, colérica otras, con las dificultades de la forma. El paréntesis dura hasta el momento en que se entrega al editor la virginidad de la obra, para que el público, la multitud inconsciente, la viole con sus criticas, la hiele con su indiferencia, o la deforme con su entusiasmo…
Aracil tiró, con un movimiento brusco, la colilla del cigarrillo.
— Los hombres de letras — observó Arnould — y en general los artistas, se creen organismos aparte, sometidos a leyes especiales, porque viven acariciando efímeros ensueños. Pero, querido, a todo el mundo le sucede lo mismo. ¿Qué es la vida? El viaje en busca de un placer desconocido, de un bienestar que no se tiene, de un ideal. Los hombres de letras ven el ideal en el triunfo de sus pensamientos o en el éxito de sus libros; el obrero lo ve en el aumento de su salario; el labrador, en la abundancia de su cosecha; el hombre político, en la imposición de sus sistemas; el hombre de mundo, en la satisfacción de su vanidad. La distinción entre estados normales y estados anormales es absurda. Para el artista, el estado normal es aquel en que la fiebre creadora consume su organismo: y sin embargo, los médicos le demostraran que invierte los términos, mens sana, etc. Si yo fuese filósofo, procuraría probar que todos los estados son normales, puesto que todos son consecuencias inevitables de las condiciones de nuestra vida… En todo caso, para mí, personalmente, el estado anormal sería aquél en que no me divierto o no sufro.
— ¡Cómo! — le dijo Lodi — ¿Tú vas a confundir ahora lo blanco con lo negro? Cuando uno se divierte, no sufre; cuando uno sufre; el alma está enferma. No es preciso ser filosofo para comprobarlo. Un argumento ad hominem. ¿Tu amor por la bailarina de célebre memoria, era un estado normal?
— ¡Claro! — contestó Arnould — mientras me hizo sufrir atrozmente con su despego, con su frialdad, yo corría entonces a todo escape en pos de un ideal… no lo extrañes: hay ideales altos e ideales bajos… Mi ideal era hacerla mía, Mi sufrimiento llegaba ya al límite de tensión, cuando ella cayó en mis brazos. Y entonces empecé a fastidiarme, a sentirme enfermo, porque la ilusión se había desvanecido en la realidad. En amor, el sufrimiento es también una voluptuosidad; y cuando la posesión agota el deseo, empieza un paréntesis, como dice Enrique, de disgustos y nostalgia. Para ser feliz, relativamente, es preciso buscar en seguida otra fiebre. De modo que, cuando se trata de sentimientos, el estado normal es el estado enfermo, puesto que únicamente en él es que se goza.
— Eso sera verdad para los desequilibrados — replicó Lodi. — Tú, hombre de mundo, y Aracil hombre de letras, pertenecéis a la misma categoría de neurópatas, o degenerados… El calificativo no tiene nada de hiriente… Buscáis el equilibrio de la vida donde no puede existir; tú, en el placer desconocido, en los apasionamientos imprevistos; Aracil, en la exaltación violenta de su sensibilidad, en la realización artística de sus concepciones. Ambos os dais demasiada prisa, y el que vive de prisa, vive poco.
— ¡Qué importa! — intervino Aracil.
— ¿Qué importa que la vida no sea larga, si es intensa? Lo importante es sentir, pensar y producir mucho, aunque se vivan pocos años.
— Lo importante — agregó Arnould — es gozar o sufrir mucho en poco tiempo.
— ¡Ah! — exclamo Lodi — ¡esa es la teoría, en dos apotegmas, del pobre Julián Mérida! Él empezó por pensar y producir mucho, como quiere Enrique, y terminó por gozar… o sufrir mucho, como quieres tú. ¡El desenlace no fue nada feliz!
— Precisamente observó Aracil — por no haber querido o podido mantener su actividad en una sola dirección, Mérida perdió el equilibrio y cayó… sobre los adoquines, rompiéndose el cráneo. El hombre de ideas debe abstraerse en sus pensamientos y gastar todas sus fuerzas en profundizarlos, explicarlos y ordenarlos. La vida real no es más que materia de estudio, fuente de sensaciones, almacén de hechos para la vida del espíritu. Sin duda alguna debe uno apasionarse, amar, odiar, gozar, sufrir; pero sólo hasta un límite más o menos lejano según las circunstancias, límite fijado por el instante en que la experiencia psicológica es clara y completa. Ir más allá de ese límite es perder el dominio sobre sí propio, cosa esencial para el que quiere elevarse del hecho a la idea, de la sensación al sentimiento, del caso concreto a la ley.
— ¡Pero esa es la misma teoría de Lodi! — interrumpió Arnould.
— No — replicó Lodi — Enrique, como su maestro Stendhal, hace experiencias en sí mismo, y esas experiencias están preñadas de peligros mortales. Mi teoría consiste en tomar de la vida lo mejor que ella tiene: en pensar y sentir sin exaltar demasiado el cerebro ni templar como cuerdas de violín los nervios; para encaminarnos así, lentamente, hacia los templa serena del sabio.
— ¿Por más que a tales alturas no se llegue nunca?
— ¡Bah! — continuó Lodi — los hombres nos parecemos todos a un monje que no creyese en la vida futura, y que se sometiese sin embargo a las practicas más piadosas, no con la esperanza de ser recompensado en el cielo, sino con el propósito de engañarse a si mismo con una apariencia de beatitud indefinida, con la ilusión de una felicidad serena y tranquila. En los monasterios podría lograrse eso; pero, desgraciadamente, aquí no existen ya, y aunque existiesen, los monasterios no son confortables. Sería preciso un monasterio ad hoc; o ser bastante rico para repetir la experiencia del Des Esseintes de Huysmans… Por otra parte, aislarse en medio de la muchedumbre, lo cual constituiría uno de mis ideales, es cosa muy difícil, si no imposible; y…
Raimundo Delsol, otro habituado del círculo de la Plaza Bolívar, interrumpió el coloquio filosófico, Delsol era cursante de derecho, y revolucionario por temperamento, por estudios y por gustos. Dieciocho años: alto, grueso, tez bronceada, grandes ojos de miradas inquietas y escrutadoras, voz de barítono, andar resuelto. Su aspecto revelaba la fuerza física; su lenguaje, la audacia.
— Y bien — le dijo Aracil, dándole la mano — ¿Qué dices tú ahora? Tus teorías sobre la oposición no dan mejor resultado que las mías. Los redactores de La Esperanza están en la cárcel.
— ¿Por el articulo de Pérez sobre las brutalidades del Gobernador? — preguntó Arnould.
— ¿Por la sátira de Orozco sobre la circular a los Presidentes de los Estados? — preguntó Lodi.
— Por eso… por todo… o por nada — respondió Delsol, sentándose y oprimiendo nerviosamente con ambas manos su bastón de palo de oro — ¿Es preciso acaso un motivo para ir a la cárcel, cuando se escribe con otro objeto que el de quemar incienso a los pies del ídolo, del grande ídolo, del único ídolo? Y lo que da más rabia es ver cómo hay todavía quienes crean que pueda vivirse bajo tal despotismo, bajo un Gobierno que no escucha sino a los que lo alaban, y con un pueblo que no tiene ya calor en la sangre ni electricidad en los nervios. Un cataclismo seria necesario para hacer saltar arriba tanto pillo y aplastar abajo tanta bestia.
— Calma chico, menos fuego — le dijo Aracil. — Diríase que es la primera vez que nuestro paternal Gobernador envía a la cárcel a un periodista.
— ¡El Gobernador! — continuó Delsol — Si todos sabemos que no es él; que es un pobre diablo incapaz de hacer nada por su cuenta; que es un instrumento ciego, un perro fiel, el brazo, nada más que el brazo del general Estrellas.
— Lo raro es que te hayas escapado tú — observó Arnould.
— Probablemente porque no salió nada mío en el último número. No escribí nada porque estaba enfermo. Pero otro periódico sucederá a La Esperanza. Diré cuatro verdades de a puño. Me prenderán y volveré a empezar cuando me suelten.
— Diriase que a ti te gusta estar en la rotunda — dijo Lodi — o que tienes instinto de reincidente.
— En todo caso — continuó Delsol — yo veo delante un rumbo fijo, y lo sigo, sin que me importe un bledo la ironía de los dilettanti como tú, La opinión pública está conmigo : eso me basta y me sobra.
— La opinión pública — dijo Lodi — o más bien, el juicio de la muchedumbre anda a menudo divorciado con la justicia. En ninguna parte debía ser Estrellas más popular que en Caracas. Caracas se lo debe todo a su tirano. El 70, Caracas debía ser una ciudad horrible, con sus viejos conventos, sus calles intransitables, sus teatros al aire libre, sus plazas sin árboles. Sin la actividad creadora de Estrellas, no estaríamos aquí solazándonos en este oasis de verdura. Si yo fuese caraqueño, probablemente sería estrellista. Déspota y todo, Estrellas tiene inclinaciones al progreso.
— ¡Progreso a palos! — exclamó Delsol — Un teatro de arquitectura semibarbara y un capitolio que ya empieza a bambolear no son moneda suficiente para pagarnos la libertad perdida y la dignidad pisoteada. Caracas siente, más que ninguna otra región de la República, el despotismo de Estrellas, y ya verán ustedes como Caracas tendrá la gloria de acabar con él y con sus imágenes. Cuando Estrellas caiga herido por una bala anónima, o se fugue con sus millones para embarcarse en la Guaira, en Caracas alboreara la nueva era. Las estatuas que pretenden perpetuar su dominación, vendrán abajo, y las placas de los puentes, y los retratos, y hasta el San Pablo de Santa Teresa.
— Mejor sería — interpuso Arnould riéndose — echar también abajo a Santa Teresa.
— No se perdería gran cosa. Los mismos católicos verían con buenos ojos desaparecer el templo donde un ambicioso desequilibrado tuvo la fantasía de sustituir su cara a la del apóstol de las gentes, La cosa no es para reída. Esos detalles, que parecen ridículos, son pruebas elocuentisimas del cinismo fenomenal de Estrellas.
—¿ Pero tú crees francamente que al desaparecer Estrellas se abrirá el reino de los cielos?
— El reino de la libertad — respondió Delsol — que si no equivale al de los cielos, es si la realización de las aspiraciones de un gran pueblo.
—Vas demasiado aprisa —replicó Lodi — ¿Quién te asegura que de los restos de la tiranía de Estrellas no surgirá una infinidad de tiranuelos? La dominación absoluta de un hombre es, hasta cierto punto, un bien relativo, cuando todas las probabilidades hacen temer, o la anarquía, o un nuevo despotismo. El mal no esta en las instituciones, ni en la conducta de los gobernantes, sino en la sociedad misma. Una población de dos millones de almas diseminada en un territorio de un millón de kilómetros cuadrados, tiene que resignarse a vivir, o bajo el pie de un tirano, o en plena anarquía. Y entre ambos males es preferible el de la tiranía, con tal que el tirano no sea ni demasiado cruel ni demasiado ignorante, Estrellas no es ni lo uno ni lo otro, y es casi seguro que al fin habrá una reacción, reacción moral se entiende, en su favor, cuando hayamos desaparecido sus contemporáneos. Los que vengan después de nosotros no verán sino lo bueno, y olvidaran lo malo. El hijo de un padre a quien dieron de latigazos sufre ya menos que su padre.
— Eso sería —gritó Delsol —si cincuenta años hubiesen bastado ya para destruir los recuerdos de la Independencia y borrar la historia de los primeros años de la República. Todavía quedan, afortunadamente, descendientes de los hombres honrados y de los buenos patriotas. Aquí existe aún la aristocracia de la virtud, del heroísmo y de la probidad.
— No saques la oreja — interrumpió Arnould. — Esa última frase huele a oligarquía y a godismo.
— Eso de oligarcas y de godos — replicó Delsol — es otra farsa que a Estrellas le conviene perpetuar.
— Entendámonos — continuó Lodi.
— La oligarquia existió, y el godismo también. Lo que hay es que, cuando Estrellas triunfó, los descendientes de aquella casta social y política ya no tenían bríos para la lucha. ¿Habían degenerado? ¡Si y no, mi buen amigo ! — como diría el catedrático de anatomía. No olvidemos un hecho. Las familias llamadas conservadoras, que gozaron del privilegio de la riqueza y del influjo político, ya se acaban. O se transforman. En ellas se inyecta sangre nueva o extraña. Los advenedizos y los aventureros triunfan. La hija de los hidalgos de la Independencia se une sin asco al aventurero enriquecido, La sangre de los héroes se mezcla con la del advenedizo que a fuerza de intrigas sube a ministro. Aquí, como en muchas otras partes, es posible que lleguen a predominar dos fuerzas: el dinero y la bellaquería. De manera que, desde este punto de vista, puede sostenerse que ha habido degeneración.
— Veamos el otro punto de vista — dijo Delsol con impaciencia,
— Allá voy. A pesar de las guerras civiles, a pesar del estancamiento de la población y a pesar de todas las barbaridades de todos los gobiernos, el nivel intelectual es hoy mucho más alto que hace treinta años. El haber abierto escuelas hasta en los más apartados caseríos, es ya un hecho que impide maldecir por completo la dominación de ahora.
— ¡Buena cosa ! —intervino Arnould.
— Eso es precisamente lo que más crítica merece. Deliberada o involuntariamente, Estrellas va a convertirnos a todos en literatos, bachilleres y doctores: literatos ramplones, bachilleres con solo un barniz de letras, y doctores sin clientela. Los beneficios de la instrucción universal son aquí más que problemáticos. Cuando necesitamos agricultores, criadores y comerciantes, resulta que todos vamos a ser abogados y médicos. En vez de hombres prácticos, emprendedores y audaces, tendremos soñadores y neurópatas. Al fin esta tierra va da ser una tierra de Hamlets.
— ¡Tierra de Hamlets, en plural! Explícate, hombre, explícate.
— Perdona la pedantería — continuó Arnould. — Lo de tierra de Hamlets se me vino a la lengua porque esta mañana leí en un comentario sobre Hamlet algo que podría aplicársenos a muchos hijos de estas benditas repúblicas americanas. Los hombres del tipo de Hamlet, dice, poco más ó menos, el crítico, viven analizando sus propias emociones y motivos. No pueden hacer nada, porque ven siempre dos maneras de hacerlo; ni pueden determinarse a obrar en un sentido, porque están siempre, como si dijésemos, en una encrucijada, de donde distinguen perfectamente las desventajas de cada uno de los caminos que allí se cruzan. La imaginación toma tal predominio que, pensar una cosa resulta mejor que hacerla, etc. Esta cita…
— Esa cita — interrumpió Delsol — viene de perlas. Todos nos quedamos en la encrucijada. Y ese es el mal. Si todos nos uniésemos para la acción, en vez de exponer teorías y defender cada cual la suya, el Gobierno nos respetaría al fin; el pueblo nos oiría; la nación sabría que hay quienes protestan y luchan. ¡Si en los Amigos de la ciencia se hablase más de política práctica, en lugar de sistemas sobre el origen del mundo !
— ¡ Vuelta a tu tema! — dijo Aracil,
— ¿Crees que en nuestra sociedad no se habla ya bastante de política? Lo que eres tú, y Orozco, y García y seis más, no hablan de otra cosa.
— Pero la mayoría se opone a los medios violentos. Y yo no sé qué revolución política (o revolución social, porque aquí es preciso una revolución social: el mal está ya en la sangre; el mal es crónico) se realizó nunca sin medios violentos,
— He ahí un tema, querido — dijo Arnould poniéndose de pie — un tema para la sesión de mañana… Lo que es yo me marcho al club. Hasta mañana, tribuno.
— Yo también me voy — dijo Lodi, saludando y alejándose en compañía de Arnould.
— ¿Paseamos un poco?
Delsol a Aracil.
— Como quieras.
Y ambos empezaron a pasearse de un extremo a otro de la plaza, discutiendo acaloradamente sobre la prisión de los redactores de La Esperanza y sobre la conducta política que debiera seguir la juventud.
Al cabo de media hora, Aracil puso término a la discusión, diciendo:
— Hasta mañana. Estoy seguro de que tendremos sesión interesante. Ya discutiremos eso… por la centésima vez… Déjame ir a saludar a las B…
— Hasta mañana… Cuidadito con dejarse hipnotizar por… ¿Eh? Adiós…